No están desnudas están vestidas de cielo

Cuando acabé de subir las escaleras aparté de la ventana de la cocina a una Savannah casi histérica, levanté las persianas y al mirar hacia afuera vi a cinco mujeres arrodilladas, formando un círculo, sobre mi jardín. Cinco mujeres desnudas, no en topless o sucintamente vestidas, sino completamente desnudas.

Salté hacia atrás tan rápido que tropecé con Cortez.

– ¿Qué demonios es eso? -pregunté.

– Creo que el término más comúnmente aceptado es Wiccanas.

– ¿Wiccanas?

– O quizá debería decir que es así como se presentaron cuando me aventuré a pedirles que se vistieran y abandonaran los terrenos de esta propiedad. Me indicaron que son miembros de una pequeña secta de Wiccanas, perteneciente a un Aquelarre de alguna zona de Vermont. Supongo que no tienen ninguna relación con el tuyo, ¿verdad?

– Ja, ja.

– Parecen bastante inofensivas. Están realizando una ceremonia de limpieza en tu beneficio.

– Qué… agradable.

– Eso pensé. -Sonrió entonces, algo que jamás creí que su cara fuera capaz de hacer-. Me parece que me corresponde deciros otra cosa. En beneficio de ellas. Por su petición. Algo que te aconsejaría que aceptaras.

– ¿Qué es?

– Han pedido que te unieras a ellas.

Si yo no hubiera sido una firme convencida de la no violencia, juro que lo habría matado. En cambio, me dejé caer contra la mesa, muerta de risa. Riendo con mucha más intensidad de lo que la situación exigía. Al cabo de una semana de infierno, debo admitir que un grupo de Wiccanas desnudas en el jardín trasero de casa era una diversión muy bienvenida.

– ¿Debo interpretar eso como un no? -preguntó Cortez sin dejar de sonreír.

– Me temo que sí.

– Entonces les diré que lo lamento enormemente y les pediré que se vayan.

– No -dije-. Lo haré yo.

– ¿Estás segura?

– Eh, son las primeras personas que veo que me apoyan. Lo menos que puedo hacer es decirles yo misma que se muden.

– ¿Puedo acompañarte? -preguntó Savannah.

– No -dijimos al unísono Cortez y yo.


* * *

Antes de salir espié por la puerta de atrás.

Salvo por las Wiccanas, mi jardín estaba vacío. En cuanto salí, las Wiccanas interrumpieron su ceremonia, giraron todas al mismo tiempo y me dedicaron sonrisas beatíficas. Me acerqué lentamente a ellas. Cortez me pisaba los talones.

– Hermana Winterbourne -saludó la líder del grupo.

Abrió los brazos de par en par, me abrazó, me estampó un beso en los labios y otro en el pecho izquierdo. Yo solté un grito. Cortez hizo un ruido como si se atragantara, que sonó sospechosamente parecido a una risa reprimida.

– Mi pobre, pobre criatura -dijo ella, tomó mis dos manos y se las llevó al pecho-. Te han asustado tanto. Pero no te preocupes. Estamos aquí para ofrecerte el apoyo de la Diosa.

– Alabada sea la Diosa -entonaron las otras.

La líder oprimió mis manos.

– Hemos iniciado la ceremonia de limpieza. Por favor, desecha tus vestimentas mundanas y únete a nosotras.

Cortez volvió a atragantarse de la risa y luego se inclinó y me murmuró al oído:

– Yo tendría que ir a ver cómo está Savannah. Si decides cumplir con su súplica, avísame. Por favor.

Se dirigió a la casa, víctima de un repentino ataque de tos. Yo tomé la túnica que tenía más cerca.

– ¿Podría ponerse esto? ¿Podrían todas por favor cubrirse?

La mujer se limitó a sonreírme.

– Nosotras estamos como nos lo exige la Diosa.

– ¿La Diosa les exige que estén desnudas en mi jardín?

– Pero es que no estamos desnudas, criatura. Estamos vestidas de cielo. La ropa impide las vibraciones mentales.

– Sí, bueno, correcto. Mire, sé que todo esto es muy natural, lo de la forma humana y todo eso, pero ustedes no pueden hacer esto. No aquí. Es ilegal.

Otra sonrisa beatífica.

– A nosotras no nos importan las leyes de los hombres. Si vienen a llevarnos, nos iremos sin presentar lucha.

– Dios santo.

– Diosa, querida, no Dios. Y no tome su nombre en vano.

– Alabada sea la Diosa -canturrearon las otras.

– Eso es… Quiero decir… -Sé cortés y educada, me recordé. Las brujas deberían respetar a las Wiccanas, aunque no entendamos del todo eso del culto a la Diosa. Yo conocía a algunas Wiccanas y eran personas muy agradables, aunque debo reconocer que nunca se habían presentado desnudas en mi jardín ni me habían besado las tetas-. Tengo entendido que ustedes son de Vermont -logré articular. Eso era suficientemente cortés de mi parte, ¿no?

– Somos de todas partes -respondió la líder-. Somos misioneras ambulantes, espíritus libres que no están esclavizados por ningún sistema tradicional de creencias. La Diosa nos habla de manera directa y nos envía donde ella lo desea.

– Alabada sea la Diosa -corearon sus compañeras.

– Sí, bueno, eso es muy bonito -dije-. Si bien aprecio su apoyo -Oh, Dios, ¡que por favor salgan de mi jardín antes de que alguien las vea!-, me parece que éste no es el mejor momento para hablar.

– Podríamos volver -propuso la líder.

– ¿De veras podrían hacerlo? Sería maravilloso. ¿Qué les parecería el próximo lunes? ¿Digamos, a las ocho de la mañana?

Recogí las túnicas y comencé a repartirlas y con las prisas estuve a punto de tropezar y caer. Muy pronto las Wiccanas estaban vestidas y se dirigían al portón lateral.

– En realidad -les dije-, creo que sería mejor que salieran por atrás. A través del bosque. Es una caminata maravillosa. Plena naturaleza.

La líder asintió y sonrió.

– Suena estupendo. Haremos eso. Ah, un momento. -Metió la mano en los pliegues de su túnica y me entregó una tarjeta-. Aquí está el número de mi teléfono móvil y mi dirección de correo electrónico, por si deseara ponerse en contacto conmigo antes del lunes.

– De acuerdo. Y gracias.

Abrí la puerta que conducía a los bosques y la sujeté mientras ellas la cruzaban. Justo cuando la última se alejaba, una figura pasó junto a ellas y sujetó la puerta antes de que la cerrara. Leah pasó por ella y giró la cabeza para observar a las Wiccanas que se alejaban.

– Qué amigas tan agradables -dijo-. También brujas, imagino.

– Lárgate de aquí.

– Vaya, por lo visto estás malhumorada. ¿Una semana difícil, quizá?

– ¿Qué quieres?

– He venido -arrancó una rama y la blandió- a desafiarte a un duelo. No, espera, no es eso. He venido a hablar contigo, aunque un duelo sería bastante divertido, ¿no te parece?

– Sal de mi propiedad.

– De lo contrario… -Miró por encima de mi hombro y calló-. Oh, mira quién sigue estando aquí: el bebé Cortez.

Cortez se colocó detrás de mí.

– Esto es incorrecto, Leah.

Ella se echó a reír.

– Ah, eso me gusta. Incorrecto. No sorprendente, descortés o temerario. No, es incorrecto. Tiene una manera especial de usar las palabras, ¿no opinas lo mismo?

– Me has entendido perfectamente bien -dijo Cortez.

– Así es, pero quizá deberíamos explicarlo mejor en beneficio de nuestra amiga, que no pertenece a la Camarilla. Lo que Lucas quiere decir es que mi presencia aquí, sin la compañía de Gabriel Sandford, el hechicero y, por consiguiente, el líder del proyecto, constituye una violación directa de las reglas de compromiso de la Camarilla. -Sonrió-. Ahí lo tienes, casi he hablado como él, ¿no? Entre tú y yo, Paige, estos tipos tienen demasiadas leyes. Dime, Lucas, ¿tu papá sabe que estás aquí?

– Si no lo sabe, estoy seguro de que se enterará, aunque eso no cambiará para nada la situación.

Leah se dirigió a mí.

– En inglés, eso significa que a su papá, Cortez le importa un cuerno… Siempre y cuando su precioso bebé no salga herido. Si crees que estoy loca, deberías conocer a su familia. -Se apoyó un dedo en la sien y lo hizo girar-. Todos locos de remate. Éste corre de aquí para allá como si fuera el último de los caballeros templarios. ¿Y qué hace entonces su papá? Se siente orgulloso de su hijito. El pequeño dirige negocios arriesgados y lucrativos para su propia familia, y su papá no podría sentirse más orgulloso. Tenemos, además, a su madrastra… ¿Se puede llamar a alguien madrastra cuando esa persona se casó con el padre tanto antes como después de la concepción? -Leah se inclinó hacia mí y dijo, en un susurro teatral-: Este nació en el lado equivocado de las sábanas.

– Tengo entendido que el término técnico es «bastardo» -dijo Cortez-. Ahora bien, si ya has terminado…

– Hasta este momento, Lucas, ¿cuál es la recompensa?

– Te estoy pidiendo que te vayas.

– Dame el gusto. ¿De cuánto es? ¿De un millón? ¿Dos? A mí me vendría bien esa clase de dinero.

– No me cabe ninguna duda. Ahora…

– ¿Paige sabe lo de la recompensa? Apuesto a que no. Apuesto a que te olvidaste mencionarle ese detalle, como probablemente te olvidaste también mencionar el porqué. Aquí tienes un dato, Paige. Si alguna vez quieres hacer una fortuna, conversa un poco con Delores Cortez. O con uno de los hermanos de Lucas. Todos están dispuestos a pagar una buena suma para librarse de él. ¿Adivinas por qué?

– Porque mi padre me nombró su heredero -contestó Cortez-. Una estratagema política, como tú bien sabes, Leah, así que por favor deja de tratar de armar bronca. Estoy seguro de que a Paige lo que menos le importa es mi situación personal.

– ¿No te parece que podría molestarle involucrarse tanto con un futuro líder de la Camarilla?

– Estoy seguro de que ella sabe perfectamente que esa coronación jamás tendrá lugar. Aunque mi padre insista en ello, yo no tengo ningún interés en ocupar ese cargo.

– Oh, vamos. Todos hemos visto El padrino. Todos sabemos cómo terminará esta historia.

– Coge tus malditas mentiras y vete -dije-. Nada de lo que dices me interesa.

– ¿Ah, no? ¿Y si te hago un ofrecimiento que no podrás rehusar? -Sonrió y me guiñó un ojo-. A estos tipos de la Camarilla hay que hablarles en un lenguaje que ellos entiendan.

Hubo en Leah algo tan cautivador, tan infantil, que resultaba difícil permanecer de pie frente a ella y recordar lo peligrosa que era. Mientras hacía carantoñas y bromeaba, tuve que repetirme todo el tiempo: «Ésta es la mujer que mató a mi madre».

– Ahora entraré en casa -anuncié.

– Ambos lo haremos -agregó Cortez y apoyó una mano en mi codo.

Leah puso los ojos en blanco.

– Vaya, vaya. No sois nada divertidos. De acuerdo. Entonces me pondré seria. Quiero que hablemos.

Yo me alejé y Cortez me siguió. Cuando estuvimos adentro, cometí el error de mirar por la ventana de la cocina. Leah seguía allí parada blandiendo un teléfono móvil. Vi la luz de una llamada que se encendía en mi teléfono y descolgué.

– ¿Así es mejor? -preguntó ella-. El alcance de un Voló es de aproximadamente quince metros, algo que estoy segura que tú ya sabes, siendo tan inteligente como eres. ¿Qué tal si yo empiezo a caminar hacia atrás y tú me dices cuándo te sientes segura?

Con un golpe colgué el teléfono y traté de serenarme.

– No puedo hacer esto -susurré-. Ella… Ella mató a mi madre.

– Ya lo sé -dijo Cortez y apoyó una mano en mi espalda-. Deja que yo lleve esto.

Un grito brotó del jardín delantero. Tratando de hacerme insensible… entré en el salón y espié por la cortina. Una cámara de vídeo rodó por el jardín como una planta rodadora, y su dueño adolescente corrió dando trompicones tras ella. La docena de curiosos que había observaban y reían. Entonces, voló por los aires el sombrero de una mujer.

– Esa bi… -me mordí el resto de la palabra, di la vuelta y fui a la cocina-. ¿Quiere que hablemos? Pues bien, hablaremos. Saldré y le demostraré que no me asusta.

– No -dijo la voz serena de Savannah detrás de nosotros-. Deja que entre. Demuéstrale que realmente no nos asusta.


* * *

Dejamos entrar a Leah. Tal como dijo Cortez, en casa no podía causar más daño del que causaría afuera. Triste pero verdadero. Si Leah quería matarnos, tenía un radio de quince metros en el que actuar. Ninguna pared podía detenerla. Lo único que todos podíamos hacer era estar alerta.

– Tiene algo que la delata -le dije a Cortez-. Cada vez que está a punto de mover algo, se le nota. Trata de estar atento a los tics, las sacudidas, los movimientos repentinos… cualquier cosa.

Él asintió y salió para escoltar a Leah al interior de casa. Un minuto después, la puerta de atrás se abrió. Leah entró y paseó la vista por el lugar. Después sus ojos brillaron al ver a Savannah y sonrió.

– Savannah -saludó-. Por Dios, qué grande estás, criatura. Ya eres casi tan alta como yo.

Savannah la miró durante diez segundos interminables y luego se fue a su cuarto. Leah la siguió con la mirada y frunció el entrecejo como si ese recibimiento la hubiera dejado perpleja.

– ¿Qué le has hecho? -preguntó.

– ¿Yo? Tú eres la que…

Cortez levantó las manos.

– Como Leah mencionaba antes, a nosotros los hechiceros nos gustan las reglas. La regla cardinal de la negociación, y estoy segura de que Leah la conoce bien, es que a ninguna de las partes les está permitido mencionar agravios pasados o menospreciar a la otra. ¿Entendido?

– ¿Por qué me miras a mí? -Preguntó Leah-. Fue ella la que empezó.

– No, me parece que fuiste tú. Sin ninguna duda, en este asunto Paige es la parte injuriada. Si la ofendes, la negociación termina.

– ¿Qué te hace pensar que estoy aquí para negociar?

– Si no es así, puedes irte ahora mismo.

Puso los ojos en blanco.

– Por Dios, qué divertido es, ¿no te parece, Paige? -Entró en el salón y se instaló en mi sofá-. Qué bonita casa. Debes de haber recibido una buena herencia.

– Fuera de aquí -ordenó Cortez-. Sal de aquí ahora mismo, Leah.

– ¿Qué he hecho ahora? Solo felicité a Paige por su casa y comenté que… ¡Caramba! -Sonrió-. Supongo que ahora me doy cuenta de que ese último comentario puede haber sido «incorrecto».

– Déjala hablar -dije y apreté tan fuerte los puños que sentí que se juntaba sangre allí donde las uñas se me clavaban en las palmas de las manos-. ¿Para qué has venido?

– No me gusta la forma en que esto se está desarrollando -dijo ella, y se recostó contra los cojines-. Estos miembros de las Camarillas son tan desastrosos como Isaac me dijo. Todo son reglas y códigos de conducta. ¡Y el papeleo! Te juro que no podrías creerlo, Paige. Matas a un humano de mierda y te obligan a llenar un millón de formularios, y por triplicado. Una vez le disparé accidentalmente a un delincuente y ni siquiera Asuntos Internos me hizo llenar tantos formularios. ¿Podrás creer que Kristof nos regañó por lo que sucedió en la funeraria? Parece que fue un «exceso de autoridad» y que «nuestro juicio fue cuestionable» y ahora está furioso porque habrá una especie de audiencia disciplinaria de todas las Camarillas sobre el tema. Dios, te aseguro que esos perros guardianes de las Camarillas tienen tanto sentido del humor como el bebé Cortez.

– ¿Qué es lo que quieres, Leah? -pregunté.

– En primer lugar, inmunidad. Si yo me aparto de este trato, la Camarilla Nast me romperá el trasero. Quiero que Lucas me prometa la protección de su papá.

– Yo no desempeño ningún papel en la Camarilla Cortez…

– Oh, déjate de tonterías. Tú eres un Cortez. Si dices que yo estoy protegida, entonces lo estaré. Lo segundo que quiero es la custodia compartida de Savannah.

– ¿Eso es todo? -pregunté-. Caramba, pensé que querías algo grande. ¿Qué te parecería tenerla los fines de semana?

Leah movió un dedo en dirección a Cortez.

– Creo que Paige no se está tomando esto en serio.

– Y que lo digas -murmuró Cortez.

– ¿Puedo preguntarte para qué quieres tener la custodia compartida de Savannah?

– Porque la pequeña me gusta. Porque creo que tú le arruinarás la vida. Y porque podría resultarme útil.

– De modo que, a cambio de recibir esas dos cosas, ¿harás qué? ¿Te enfrentarás por nosotros a toda la Camarilla Nast?

Se echó a reír.

– No tengo tendencias suicidas, Paige. Si tú me das lo que quiero, yo me apartaré de la lucha.

– ¿Eso es todo?

– Debería ser suficiente. Soy la mejor arma que tienen. Harías bien en ponerte ahora de mi lado, Paige. Es algo que incluso tú deberías tener en cuenta, Lucas.

– Intenta hacerme un ofrecimiento que yo no pueda rechazar -dijo él-. Creo que hablo en nombre de Paige al decirte que te largues de aquí ahora mismo, Leah. Nos estás haciendo perder el tiempo.

Ella se sentó bien erguida y se inclinó hacia adelante. De sus ojos había desaparecido todo rastro de humor.

– Te estoy haciendo un ofrecimiento serio, hechicero. Tú no me quieres en esta pelea.

– ¿No? Si tu posición es tan fuerte, seguramente no estarías aquí ahora. Las Camarillas siempre recompensan el talento. ¿Quieres que yo arriesgue una conjetura con respecto al porqué de este repentino cambio de actitud tuyo?

– Aguarda -intervine-. Deja que yo haga primero un intento. Soy nueva en esto de las Camarillas, así que quiero estar segura de que lo entiendo bien. Tú dices que estás aquí porque no te gusta la elección que hiciste al aliarte con la Camarilla. Creo que en eso dices la verdad. Pero no porque tengan demasiadas reglas. Sino porque, de pronto, ya no tienes autoridad. Tienes, sí, un poder increíble, pero eso es todo. No eres nadie, apenas un soldado raso. ¿Me estoy acercando?

Los ojos de Leah dejaban ver todo su odio.

Continué.

– Todo esto empezó porque tú te acercaste a la Camarilla Nast y les ofreciste un trato. Quizá averiguaste lo del padre de Savannah, o tal vez sólo diste con un nombre por azar y ellos inventaron la historia de la paternidad. Aceptaron tu oferta y después asumieron el mando de la situación. Creo que posiblemente lo único que obtendrás es un buen bono de fin de año y una oficina con ventana. Y lo que es peor, perdiste a Savannah. La traicionaste por esa triste oficina.

Una urna de bronce voló del estante de la biblioteca, navegó por la habitación y se incrustó en la pared. Leah se levantó del sofá y me lanzó una mirada de odio antes de pasarle esa mirada a la urna.

– Bueno, bueno -dije-. ¿Erraste el tiro? A lo mejor no eres tan buena como crees.

Esta vez, toda la biblioteca se sacudió, se balanceó una vez y luego se detuvo, todavía erguida. Yo lancé un hechizo de traba antes de que ella hiciera un nuevo intento.

– En cuanto te suelte, te marchas -dije-. No creas que he olvidado lo que le hiciste a mi madre. Y no creas ni por un instante que no puedo matarte ahí, justo donde estás, o que en este mismo momento no estoy pensando en esa posibilidad.

Cuando anulé el hechizo de traba, Leah me lanzó una mirada feroz y después, bramando de rabia, se fue dando un portazo.

– De modo que su poder disminuye a medida que sus emociones aumentan -comentó Cortez-. Muy interesante.

– Y útil. ¿Has descubierto qué es lo que la delata?

Cortez sacudió la cabeza.

– Maldición. Bueno, no puedo preocuparme por eso ahora. Necesito hablar de algo con Savannah. -Comencé a alejarme pero de pronto me detuve. – ¿Debería estar preocupada? Me refiero a una posible represalia.

– ¿De Leah? No. Las Camarillas la limitan muchísimo. Ella sabe cuál es el castigo por actuar sin su consentimiento, sobre todo si esas acciones ponen en peligro un proyecto actual. Se considera que es una traición y se castiga con la muerte. Una muerte muy desagradable, por cierto.

– Espléndido.

Cortez se colocó bien las gafas.

– Bueno, he terminado mi trabajo. Después de que hayas hablado con Savannah, tal vez podríamos… bueno, eso es si te sientes como para…

– El intercambio de hechizos -dije con una sonrisa-. No te preocupes, no lo he olvidado. Es el punto siguiente de mi lista. Primero permíteme que termine con Savannah.


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