Juegos de bar

Cogí el paquete de café en grano de la despensa.

– Supongo que no me dejarás ver ese hechizo que produce una tormenta de granizo.

– Lo de «tormenta de granizo» es una exageración. Puedo conjurar un puñado de bolitas de hielo casi congeladas. Diría que es más una lluvia de nieve medio derretida. De todos modos, ¿cómo están las cosas ahí afuera? ¿Siguen siendo desastrosas?

– Digamos que, si la temperatura llega a descender mucho esta noche, yo te recomendaría probar con ese hechizo de granizo.

Fui al salón y, al apartar un poco las cortinas, vi una masa sólida de gente; incluso más personas de las que había cuando llegamos. Aunque eran ya las once de la noche, todas las linternas y los faroles de campamento iluminaban suficientemente el jardín como para jugar al fútbol. Las furgonetas con cámaras flanqueaban el camino, con las ventanillas bajas y sus equipos técnicos en su interior, bebiendo café, como policías en un operativo de vigilancia. Si bien los medios se limitaban a ocupar la calle, la gente cubría casi cada centímetro de mi jardín. Desconocidos sentados en sillas de camping bebiendo gaseosas; desconocidos con videocámaras que filmaban todo lo que se les cruzaba por delante; desconocidos agrupados en círculos con Biblias en la mano; desconocidos que portaban enormes pancartas que decían Satanás vive aquí y No se debe permitir que una bruja esté con vida.

Cortez me siguió hasta la ventana.

Sin soltar la cortina, me volví y lo miré.

– Esta tarde, cuando llegamos aquí, dijiste que sería mejor que fuéramos a un hotel. ¿Crees que…? Quiero decir… -Sacudí la cabeza y sonreí con cierta ironía-. Yo no sirvo demasiado para pedir consejos.

– ¿Lo que quieres saber es si sigo pensando que deberíamos irnos de aquí?

– Sí. Gracias.

– No, pienso que no. Mi preocupación inicial tenía que ver con los peligros y dificultades inherentes a poder pasar por entre la multitud. Una vez que lo hicimos, me parece que, como le dije a Savannah, lo mejor es que nos quedemos aquí y que no les prestemos atención. -Suavemente apartó la cortina de mi mano y dejó que cayera en su lugar-. Ese gentío es preocupante, claro. Sin embargo, la presencia de los medios bastará para contrarrestar cualquier impulso a la violencia, y el tamaño mismo de la multitud hace que resulte poco probable que un simple elemento agresivo y hostil pueda hacerse con el control de la situación.

– Pero yo entiendo lo que quiso decir Savannah. -Miré la cortina cerrada y me estremecí-. Me siento… sitiada.

– Es verdad, pero ¿por qué no lo piensas, en cambio, como una especie de escudo protector? Ningún integrante de una Camarilla haría nada con semejante gentío como testigo. Estás mucho más segura aquí de lo que te encontrarías en un hotel aislado.

– Pero si no suelen actuar frente a testigos… ¿Cómo explicas lo de la funeraria? No lo hicieron precisamente en privado.

– Es verdad, y puedo prometerte que quienquiera se presentara aquí con un plan semejante se ganaría una reprimenda muy grave. En aquella ocasión, alguien actuó sin autorización, y será castigado como se merece. Yo ya he informado del incidente. Será objeto de una revisión judicial interna en la Camarilla.

– Aja. Y supongo que eso es algo malo.

Los labios de Cortez se curvaron en el inicio de una sonrisa.

– No te aburriré con explicaciones, pero sí, es malo. De ahora en adelante el equipo de Gabriel Sandford actuará según las reglas aceptadas por la Camarilla.

– ¿Ellos tienen reglas para…? -Sacudí la cabeza. -Prepararé el café antes de necesitar algo más fuerte.

Entré en la cocina y me volví.

– ¿No quieres que te cocine algo? Me parece que ninguno de nosotros dos nos comimos nuestras hamburguesas esta tarde.

– Si tú comes algo, yo te acompañaré, pero no…

– ¿Qué te parecerían unos bizcochos? ¿Te gustan con trozos de chocolate?. Asintió. Después de encender el horno, tomé una placa de debajo de la cocina y saqué del frigorífico un envase con masa para bizcochos. Lo destapé y lo incliné para mostrarle a Cortez las pequeñas pelotitas de masa que contenía.

– Son para hacer galletitas instantáneamente -dije.

– Buena idea.

– Es una idea de mamá, no mía. Las madres se saben todos los trucos, ¿no te parece?

– La cocina nunca fue el fuerte de mi madre. Una vez tratamos de preparar galletitas, pero después, ni el perro quiso probarlas.

Hice una pausa mientras iba poniendo las bolitas de masa en la placa de horno. O sea, ¿que él había vivido con su madre? Evidentemente, sí. ¿Con su madre y su padre? ¿Los hechiceros dejaban a sus hijos con sus madres? ¿O se casaban? Estaba deseando preguntarle todo eso, poder comparar historias. Era como aprender trucos de cocina de mi madre; otras razas forzosamente debían de haber aprendido tácticas para vivir en el mundo humano, tácticas que quizá podría aplicar al Aquelarre para hacer que nuestra vida fuera más fácil, menos furtiva. Pensé en formularle esas preguntas, pero me pareció demasiado indiscreto hacerlo.

Una vez que los bizcochos estaban en el horno, llené la cafetera y me excusé para ir al baño. Cuando regresé, Cortez servía el café recién hecho en un par de tazas.

– ¿Con o sin leche?-preguntó.

– El té lo tomo sin nada; el café, con crema -respondí y abrí la nevera-. Ya sé que suena medio raro, pero el café sin leche o sin crema me parece demasiado fuerte. Es así como lo tomas tú, ¿verdad?

El asintió de nuevo.

– Me acostumbré en la universidad. En Derecho, uno pasa demasiadas noches con la vista fija en los libros, así que se aprende rápido a hacerlo con fuertes dosis de cafeína.

– De modo que realmente eres abogado. Confieso que cuando dijiste que no te habías presentado adecuadamente al principio, confié en que no quisieras decir que esa parte no era cierta.

– No tienes por qué preocuparte. El año pasado pasé el examen para entrar en el Colegio de Abogados.

– Bastante joven, ¿no? Debes de haber hecho la carrera muy rápido. -Giré la cabeza para observar la luz del horno y me agaché para ver cómo andaban los bizcochos.

– Sí, así es -confirmó-. Y tengo entendido que tú también.

Le sonreí mientras me incorporaba.

– Por lo visto, hiciste los deberes, ¿no es así, abogado?

– Un doctorado en Informática, cursado hace casi tres años. Y nada menos que en Harvard.

– No es tan estupendo como parece. Hay facultades mucho mejores para estudiar Informática, pero yo quería quedarme cerca de casa. Mi madre estaba envejeciendo. Yo estaba preocupada. -Me eché a reír-. Caramba, me estoy acostumbrando a decir eso, tanto que casi me convenzo a mí misma. Lo cierto es que mamá estaba bien y yo no me sentía lista para abandonar el nido. Mamá tenía un negocio exitoso, y siempre llevó una vida sencilla, de modo que había ahorrado suficiente dinero para que yo eligiera dónde quería estudiar. Obtuve una beca parcial y nos decidimos por Harvard. Y, por supuesto, quedaba muy bien en mi curriculum.

– Saqué dos platos pequeños de la alacena-. ¿Dónde estudiaste tú? No, espera; apuesto a que puedo adivinarlo.

Él levantó las cejas, intrigado.

– Es una teoría -expliqué-. Bueno, en realidad, es como un juego, pero me gustaría darle cierto barniz de respetabilidad científica. Mis amigas y yo tenemos la hipótesis de que siempre se puede saber dónde estudió alguien por la forma en que nombra a su alma máter.

Otra vez Cortez enarcó las cejas.

– Lo digo en serio. Tomemos, por ejemplo, Harvard. No importa de dónde se es oriundo, al cabo de tres años de estudiar en Harvard es Hahvahd, así sin erre.

– ¿Así que antes de ir a Harvard, pronunciabas la erre?

– No. Yo soy de Boston, de modo que siempre fue Hahvahd. Espera un momento, los bizcochos ya están casi listos-. Apagué el reloj cinco segundos antes de que sonara, y después saqué la placa del horno y puse los bizcochos humeantes sobre una rejilla.

– A ver si entiendo esa teoría -dijo Cortez-. Si alguien perteneciente a la zona de Boston asistiera a alguna otra universidad, dejaría entonces de pronunciar Harvard como Hahvahd.

– Por supuesto que no. No dije que fuera una teoría perfecta.

Se inclinó hacia atrás contra la mesa y sus labios se curvaron apenas.

– Está bien, entonces. Pon a prueba tu hipótesis. ¿Dónde estudié yo?

– Primero cómete un bizcocho, antes de que se enfríen.

Cada uno tomó un bizcocho de la rejilla. Después de algunos mordiscos, me aclaré la garganta con un sorbo de café.

– Muy bien -empecé-. Voy a enumerarte algunas universidades. Tú debes repetir el nombre de cada una en una frase, como si de pronto yo me hubiera olvidado cómo se llamaba. En primer lugar, Yale.

– Yo fui a Yale.

– No. Inténtalo con Stanford.

Le presenté una lista de las mejores universidades. Una por una, él repitió cómo se llamaban.

– Maldición -dije-, no está funcionando. Di Columbia, de nuevo.

Él lo hizo.

– Sí… no. Oh, me doy por vencida. Aunque la última fue la que más cerca estuvo. ¿Es Columbia?

El sacudió la cabeza y tomó otro bizcocho.

– ¿Puedo insinuar que tu sistema no es válido?

– Jamás… Bueno, está bien. Como te previne, no es una teoría perfecta.

– No me refiero a la teoría sino a que hayas dado por sentado que asistí a una de las más afamadas facultades de Derecho.

– Desde luego que lo hiciste. Es obvio que eres suficientemente inteligente como para poder ir a una de las mejores y tu padre tenía posibilidades de enviarte a cualquiera de ellas, así que tú elegiste la mejor.

Savannah apareció junto a la puerta ataviada con un camisón de franela con estampado floral. Alguien del Aquelarre se lo había regalado para Navidad, pero ella jamás se lo había puesto hasta esta noche. La etiqueta todavía le colgaba de una manga. Sin duda, lo había rescatado de las profundidades de su ropero; una concesión por el hecho de que hubiera un hombre en la casa.

– No puedo dormir -anunció mirándonos-. Ya me parecía que olía a bizcochos. ¿Por qué no fuiste a buscarme?

– Porque se suponía que estabas durmiendo. Toma uno y vuelve a la cama.

Ella cogió dos bizcochos.

– Ya te ha dicho que no puedo dormir. Están haciendo demasiado ruido.

– ¿Quiénes?

– ¡La gente! ¿Recuerdas? ¿Esa multitud que está fuera de casa?

– Yo no oigo nada.

– ¡Porque estás empeñada en negarlo todo!

Cortez apoyó su taza vacía sobre la mesa.

– Lo único que yo oigo es un murmullo de voces, Savannah. Menos de lo que tú oirías si tuviéramos la televisión encendida.

– Ve a dormir a mi cuarto -le sugerí-. Desde allí no deberías oír ningún ruido.

– Ahora también hay gente al fondo.

– A la cama, Savannah -dijo Cortez-. Por la mañana evaluaremos la situación y analizaremos qué medidas tomar.

– No entendéis nada.

Se apoderó del último bizcocho y se fue muy enfadada. Yo esperé hasta oír el portazo y después suspiré.

– Ya sé que esto es difícil para ella -dije-. ¿Crees que realmente le impiden dormir?

– Lo que le impide dormir es el hecho de saber que están ahí.

– Haría falta mucho más que una multitud furiosa para asustar a Savannah.

– No está asustada. Sencillamente le resulta intolerable la idea de verse atrapada por los humanos. Cree que, como ser sobrenatural que es, no debería tener que soportar semejante intrusión. Es una afrenta, un insulto. Oírlos le recuerda constantemente su presencia.

– Sí, claro, supongo que ver rodeada nuestra casa podría considerarse una amenaza indirecta. Pero nadie está arrojando piedras contra las ventanas ni tratando de entrar.

– A Savannah eso no le importa. Hay que entender las cosas desde su punto de vista, en el contexto de su historia y de su infancia. Ha sido criada…

– Un momento. Lo siento, no quise… ¿Oyes eso?

– ¿Qué?

– La voz de Savannah. Estaba hablando con alguien. Oh, espero que no esté tratando de provocar… Deje la frase inconclusa y corrí a la habitación de Savannah. Cuando llegué allí, todo estaba en silencio. Llamé a la puerta y luego la abrí sin esperar a que me invitara a pasar. Savannah lanzaba miradas asesinas contra el otro lado de la ventana.

– ¿Les has dicho algo?-pregunté.

– ¿Tú qué crees?

Se acercó a la cama y se arrojó sobre el colchón. Me fijé en el teléfono. Estaba en el otro extremo del cuarto y no había sido tocado.

– Me ha parecido oírte hablar -dije.

Cortez apareció junto a mi hombro.

– ¿Qué hechizo has lanzado, Savannah?

– ¿Hechizo?-exclamé-. ¡Oh, mierda! ¡Savannah! Ella se dejó caer de espaldas.

– Bueno, vosotros no ibais a hacer nada al respecto.

– ¿Qué hechizo?-pregunté.

– Tranquilízate. Sólo fue un hechizo de confusión.

– ¿El hechizo de confusión de un hechicero? -preguntó Cortez.

– Por supuesto. ¿Qué otro podría ser?

Cortez se volvió, bajó a la entrada y corrió hacia la puerta de calle. Yo lo seguí.


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