Cuando me recuperé de la caída, vi que Savannah se había desmayado. Los cuatro aspirantes a nigromantes se encontraban de pie y en círculo alrededor de su cuerpo tendido boca abajo. Logré ponerme de pie y corrí hacia Savannah. Estaba inconsciente, y tenía la cara blanca como el papel.
– Llamen a una ambulancia -grité.
Nadie se movió. Comprobé el pulso de Savannah; era débil pero estable.
– Vaya, vaya -dijo la joven-. Eso sí que ha sido genial.
– ¡Llamen a una maldita ambulancia! -gruñí.
Una vez más, nadie se movió. Alrededor de nosotros, el aire se encontraba inmóvil, pero yo alcanzaba a sentir el crujido de la energía. Al oír un ruido cerca de los árboles, levanté la vista y vi una forma que se movía hacia nosotros. Alguien se acercaba.
Cortez. Perfecto. Él tenía un teléfono móvil.
Levanté la cabeza para decirle que se diera prisa y vi que la figura emergía de los árboles. Pero no era una figura. Era una masa retorcida de luz rojiza que giraba sobre sí misma y se volvía azul, luego verde y después amarilla. A mi izquierda, pequeños haces de luz sobrevolaban por encima del suelo y se coagulaban en masas que revoloteaban sobre la tierra y después salían disparadas hacia el aire. Todos nos quedamos mirando, paralizados, cómo uno después de otro, esos fantasmas etéreos de color se elevaban del suelo alrededor de nosotros.
– ¡Oh! -Exclamó la mujer joven-. ¡Son preciosos!
Las luces se encendieron alrededor de todos nosotros, adquirieron velocidad y se lanzaron al aire. Una se elevó justo junto a mí, luego dio un viraje brusco y se zambulló en picado hacia mi cabeza. De pronto me quedé sin aliento; el aire literalmente me fue chupado de los pulmones. Jadeé. La luz huyó a toda velocidad y se perdió entre los árboles.
Súbitamente el suelo comenzó a sacudirse y la luz se filtró desde la tierra. Algo me golpeó con fuerza y me apartó de Savannah. Un aullido ensordecedor rasgó el aire. Yo me arrojé hacia Savannah, pero un geiser de luz brotó repentinamente entre las dos y me empujó hacia atrás. El suelo tembló con tanta fuerza que me arrojó de rodillas. Un aullido tras otro resonaron en la noche.
– ¡Savannah! -grité.
Tan pronto abrí la boca, me quedé sin aire. Un globo de luz me rodeó la cabeza y me chupó el aire. El dolor se me clavó en el pecho. No podía respirar. Mientras luchaba, la luz pareció tomar forma. Traté de clavarle las uñas a mi atacante, pero lo único que conseguí fue que mis dedos lo atravesaran.
– ¡Deja de luchar! -me dijo una voz al oído.
Pero yo me esforcé aún más y con piernas y brazos me abalancé contra esa cosa.
– Maldita sea, Paige, ¡no luches! ¡Estás empeorando las cosas!
¿Cortez? Mientras mi cerebro reconocía su voz, mi cuerpo permaneció inmóvil por un instante. La luz se evaporó y yo caí hacia atrás, me golpeé contra el suelo y tragué aire. Cortez se inclinó sobre mí.
– Son los koyut -me explicó-. Se alimentan de energía. Si uno lucha contra ellos, se fortalecen.
Lo aparté, me senté y comencé a buscar desesperadamente a Savannah con la vista.
– Ella está aquí -dijo Cortez y señaló una forma tendida boca abajo detrás de él-. Está muy bien. Yo la llevaré. Tenemos que pasar por entre los árboles.
La alzó y echamos a correr. Cuando llegamos a la pradera del otro lado de los árboles, Cortez me detuvo.
– Debemos despertarla-dijo-. ¿Qué hechizo lanzó?
– Yo… En realidad, no lo sé.
Miré hacia atrás en dirección al bosquecillo. La luz se elevaba desde las copas de los árboles. Los aullidos habían enmudecido, como si el bosquecillo los hubiera aislado acústicamente. Un hombre gritó.
– Tengo que ayudarles -dije y me dispuse a correr hacia ellos.
Cortez pegó un salto y me aprisionó.
– Los koyut no matan. En cuanto la gente pierde la conciencia, los koyut los dejan en paz. Tenemos que concentrarnos en Savannah. ¿Qué fue lo que dijo?
– Era en hebreo. Yo no sé demasiado de hebreo. Creo… -Cerré los ojos y le pedí a mi corazón acelerado que se tranquilizara para que me pudiera concentrar. -Dijo algo acerca de conjurar fuerzas. Fuerzas o energías, no estoy segura de cuál de las dos cosas.
– Invocar las energías de la Tierra. Es un hechizo de hechiceros.
– ¿Lo conoces?
– He oído hablar de él. Pero no lo aprendí porque no es algo que puedo imaginar tener que usar alguna vez. Invoca a los espíritus de la Tierra, no para realizar ninguna tarea en especial sino simplemente para que respondan y hagan lo que deseen. Se lo considera un hechizo de caos.
– Bromeas -dije-. ¿En qué estaba pensando Savannah?
– Bueno… Nunca me había funcionado antes -dijo la tenue voz de Savannah detrás de nosotros-. Lo único que suele producir es algo de ruido y luces resplandecientes. Como una diablura o una travesura. Magia de pacotilla. Sólo que esta vez…
– Sólo que esta vez funcionó exactamente como se suponía que lo haría -dijo Cortez-. Debido, sin duda, a tu creciente fuerza. Además del hecho de que elegiste lanzar ese hechizo en un cementerio, un lugar repleto de energía.
Me arrodillé junto a Savannah.
– ¿Te sientes bien?
Ella se incorporó un poco y se apoyó en un codo.
– Sí. Lamento lo que os ha pasado. -Sonrió débilmente-. Pero fue casi genial, ¿no?
Los dos le lanzamos una mirada feroz.
– Quiero decir, genial, pero para peor.
– Me parece que es un hechizo que deberías eliminar de tu repertorio -dijo Cortez-. También te sugeriría que volviéramos al coche antes de que las luces atraigan…
– Todavía necesitamos la tierra -dije.
– Yo soy rápida -dijo Savannah-. La conseguiré.
– ¡No! -respondimos ambos al unísono.
Cortez insistió en seguir avanzando hasta el borde de los árboles, así si algo salía mal podríamos pegar un salto. Pero nada sucedió. A esa altura las luces habían disminuido de intensidad hasta transformarse en un suave resplandor que iluminaba el claro y las cuatro figuras que en él se encontraban tendidas y totalmente inconscientes. Recogí tierra y la puse en dos bolsas, metí las bolsas en mi bolsillo y enfilé de vuelta hacia Cortez y Savannah.
– ¿De modo que ése es el aspecto que tienen los espíritus? -preguntó Savannah mientras observaba el resplandor multicolor que giraba sin cesar.
– No son espíritus humanos -dije-. Son espíritus de la naturaleza y su energía. Vayámonos.
Savannah se apartó de los árboles y después se detuvo y se quedó observándolos, petrificada.
– Sí, son muy bonitos -dije y traté de tomarla de un brazo-. Ahora, ¡muévete!
Pero su cuerpo estaba completamente rígido. Una oleada de energía física brotó de ella y nos arrojó al suelo a Cortez y a mí. La tierra tembló. Un gemido bajo, casi inaudible pareció emanar del fondo mismo de la tierra. Géisers de tierra hicieron erupción, transportados sobre haces vertiginosos de luz. Entonces el viento comenzó a gritar; no aullaba, sino que producía un chillido agudo e interminable que me hizo doblarme en dos y taparme los oídos con las manos.
Cortez me cogió de un hombro, me sacudió y en silencio y con movimientos de la boca me dijo: «Al coche» cuando consiguió atraer mi atención. Cargó con el cuerpo de Savannah sobre sus hombros y echó a correr. Yo lo seguí.
Cuando trepábamos por la colina vi luces a lo lejos, pero no el resplandor de los espíritus sino la iluminación de linternas y faros. Miré a Cortez, pero él tenía la cabeza baja y luchaba por llevar a Savannah a la cima de esa colina escarpada. Le grité, pero el rugido del viento me arrancó las palabras de la boca. Arremetí contra él y conseguí agarrarle la parte de atrás de la camisa. Él giró y estuvo a punto de caer sobre mí. Lo sujeté e hice un ademán hacia el camino.
Las luces de los coches policiales ahora hendían la noche y se unían a la multitud de haces de linternas que se filtraban por los portones del cementerio. Los labios de Cortez se movieron en una imprecación silenciosa y giró sobre sus talones. Le señalé los bosques que había a la izquierda y él asintió.
Cuando corríamos hacia los bosques, los gritos y las luces nos persiguieron. No, ésa es una pobre elección de palabras, que pueden dar a entender que los espíritus estaban tratando de atacarnos, y no fue así. Sencillamente nos siguieron y se elevaron del suelo en nuestras pisadas. En otro sector, la conmoción parecía estar desvaneciéndose. O, quizá, sólo nos pareció que era así en comparación con el caos que brotaba alrededor de nosotros. Lo cierto es que yo no pensaba detenerme para realizar una investigación científica de la situación.
Una vez que llegamos a los bosques, Cortez apoyó el cuerpo de Savannah en el suelo. Después levantó las manos y pronunció unas pocas palabras. Y cuando barrió el aire con la mano derecha, los espíritus desaparecieron.
– Creí que no podías hacer esa clase de magia -dije, jadeando, mientras luchaba para tomar aire.
– Lo que dije fue que no veía ninguna necesidad de aprender a conjurar esos espíritus. Sin embargo, me pareció que había una clara diferencia entre esa necesidad y la de aprender cómo anular esa invocación. Lamentablemente, es un hechizo geográficamente limitado.
– Con lo cual quieres decir que si abandonamos los bosques ellos regresarán. Yo no tengo problema. Creo que no había corrido tan rápido desde que estaba en la escuela primaria. No, qué va, nunca corrí a esta velocidad.
Me agaché hacia Savannah y comprobé sus signos vitales. Estaba inconsciente pero respiraba bien.
– ¿Cómo es que continúan persiguiéndola? -pregunté.
– Si quieres que te sea franco, no tengo la menor idea. Tal vez se están nutriendo con su energía. Por mis conocimientos sobre el folclore de las brujas, supongo que el repentino surgimiento del poder de una bruja durante su primera menstruación hace que esos poderes sean imprevisibles.
– Eso es quedarse corto.
Me recosté contra un árbol. A mis pies, un pequeño haz de luz brotó de la tierra. Pegué un salto tan rápido que me golpeé la cabeza contra una rama baja del árbol.
– Pensé que tú…
Cortez me hizo señas para que permaneciera en silencio. Mientras yo la observaba, la luz se elevó. A diferencia de los espíritus de un rato antes, esta luz era de un blanco puro y flotaba hacia arriba perezosamente, como el humo de un fuego a punto de apagarse. Cuando llegó a una altura de alrededor de un metro y medio, se detuvo, resplandeció y se volvió cada vez más densa.
Al percibir un movimiento a mi izquierda, giré y vi otras cuatro torres de luz, cada una de una altura diferente. Miré a Cortez, intrigada, pero él levantó una mano como para decirme que observara y esperara. Los conos de luz adquirieron forma. Partículas de luz fluyeron de todos sus lados, sumándose a las formas y otorgándoles definición.
Ante mí se encontraban cinco personas vestidas con ropa de la época colonial: un hombre y un muchachito de jubón y calzas; una mujer y una jovencita adolescente con chaquetas, faldas y tocas blancas, y una criatura de género indefinido con su largo faldón blanco. Aunque la luz siguió siendo blanca, las formas eran tan sólidas que yo alcanzaba a ver las arrugas alrededor de los ojos del hombre. Esos ojos me miraban directamente a mí. El hombre giró hacia la mujer y habló, con labios que se movían sin sonido. Ella asintió y le respondió.
– Fantasmas -dije.
La muchacha inclinó la cabeza y frunció el entrecejo hacia mí, mientras le decía algo a su madre. Entonces el chiquillo extendió los brazos hacia Cortez. Su padre saltó hacia adelante y le tomó el brazo, y sus labios se movieron en un reto silencioso. Hasta la criatura levantó la vista y nos miró, con los ojos abiertos de par en par. Cuando yo di un paso adelante hacia él, la madre enseguida lo alzó en sus brazos y me miró con furia. El padre se acercó a su esposa y les hizo señas a sus otros dos hijos para que se le acercaran. Las manos del muchachito hicieron la señal del mal de ojo.
– Sólo ellos no saben quiénes son los fantasmas -comenté.
Cortez esbozó una sonrisa.
– ¿Tú si lo sabes?
La familia, ahora apiñada, se dio media vuelta y comenzó a alejarse. La criatura sonrió y nos saludó con la mano por encima del hombro de su madre. Yo le devolví el saludo. Cortez extendió su mano izquierda. Pensé que también él iba a saludar, pero dijo algunas palabras en latín. Al cerrar la mano en un puño, la familia comenzó a desdibujarse. Justo antes de que desaparecieran del todo, la hija miró por encima de su hombro y nos dirigió una mirada acusadora.
– Descansen en paz -susurré. Miré a Cortez-. Creí haberte oído decir que el hechizo de Savannah era para convocar espíritus de la naturaleza, no fantasmas.
– Y así es, pero parece estar teniendo un resultado que jamás se supuso que tendría.
– ¿Cómo haremos para pararlo?
– Sacándola de este cementerio.
– ¿Así se pondrá fin a todo?
– Eso espero. Ahora bien, cuando salgamos de estos bosques, los espíritus volverán, pero, como ya has visto, no se proponen nada malo. Sencillamente tienes que moverte a través de ellos, tal como lo hiciste con esa ilusión de hechicero en la funeraria.
– Entendido. Si nos dirigimos al sur encontraremos el camino. Allí no hay ninguna alambrada, así que podremos…
Un aullido feroz me interrumpió. Ésos no eran los gritos de los espíritus sino el aullido bien claro de un perro que seguía un rastro.
– ¿Los sabuesos del infierno? -preguntó Cortez.
– Podría ser. Pero me inclino más a pensar que son los perros rastreadores, probablemente de la policía.
– Ah, me había olvidado de la policía. Creo que es nuestro problema número sesenta y tres.
– Sesenta y cuatro. Los cuerpos inconscientes diseminados alrededor de la tumba de Katrina Mott son el sesenta y tres. O lo serán, cuando despierten. -Respiré hondo-. Muy bien, reflexionemos. Hay un arroyo al oeste. Los perros no pueden seguir una pista a través del agua. Además, está en la dirección opuesta, así que les llevaremos la delantera.
– Al oeste, entonces. -Cortez volvió a cargar con Savannah-. Guíanos tú.
Así que corrimos… para alejarnos de los policías estatales armados, a través de una masa giratoria de espíritus, perseguidos por sabuesos aulladores, rodeados de los gritos de los condenados. ¿Saben una cosa? Me parece que la mente tiene un punto de saturación más allá del cual todo le importa un pito. ¿Espíritus? ¿Sabuesos? ¿Policías? ¿A quién le importa? Basta con seguir corriendo y todo desaparecerá.
Tanta huida empezaba a ser ya casi una costumbre rutinaria, de modo que aquí va la versión condensada de esta nueva fuga. Correr hacia el agua. Marchar pesadamente por el agua. Fracasar en nuestro intento de despistar a los sabuesos. Arrojar bolas de fuego a los sabuesos. Hacer una anotación mental de enviar una donación considerable a la Sociedad para la Prevención de la Crueldad en Animales. Encontrar el camino. Correr hacia el coche. Desplomarme, jadeando, junto al coche. Ser arrastrada al interior del vehículo por Cortez. Murmurar una excusa acerca de haber padecido asma de niña. Pensar que debo inscribirme en un gimnasio.
– ¿Tienes la tierra?-preguntó Cortez.
– ¿Qué tierra?
Imposible describir la expresión de su cara. La alarma. La incredulidad. El horror.
– Ah, esa tierra. -Extraje las dos bolsas que tenía en el bolsillo-. Aquí está.
Le cedí a Cortez la tarea de conducir el coche para poder permanecer en el asiento de atrás con Savannah, quien seguía inconsciente. Fue una suerte que lo hiciera, porque si bien yo me consideraba una conductora excelente, no tengo demasiada experiencia en esa actividad, porque siempre preferí caminar o andar en bicicleta. El resultado final es que, de haber estado detrás del volante, no habría estado preparada para manejar lo que ocurrió a continuación.
Cortez condujo sin retroceder hacia la autopista sino avanzando un poco más por el camino de tierra, lejos de los portones delanteros del cementerio. No obstante, antes de que llegáramos al primer cruce, oímos el ulular de sirenas detrás de nosotros. Yo giré para mirar por el espejo retrovisor y vi un coche policial que se acercaba a nosotros con los focos encendidos.
– ¡Mierda! -exclamé-. ¡No te detengas!
– No pensaba hacerlo. ¿Lleváis puesto el cinturón de seguridad?
– Sí.
– Sujetaos bien, entonces.
Y con esas palabras apagó los faros y pisó a fondo el acelerador.