Un velatorio para recordar

Una vez en el pasillo, le di un codazo a Savannah para que siguiera adelante.

– Cruza la primera puerta que veas -le susurré-. Date prisa, estoy justo detrás de ti.

Hacia la izquierda, un corredor vacío serpenteaba por un territorio desconocido. El sol se colaba a través de una puerta a menos de seis metros hacia la derecha… Seis metros de corredor repletos de familiares de aspecto sombrío. Giré a la izquierda. Siguiendo mi consejo, sin embargo, Savannah torció a la derecha, hacia la puerta del frente, entre la gente.

– Sav… -susurré en voz no demasiado baja, pero ella ya se encontraba fuera de mi alcance y avanzaba deprisa.

Bajé la vista, recé para que nadie me reconociera y la seguí. Había caminado menos de un metro y medio cuando la voz de Shaw resonó detrás de mí.

– Paige Winterbourne, no te atrevas a…

No escuché el resto. Mi nombre flotó por el aire a lo largo del pasillo y provocó una explosión de murmullos.

– ¿Winterbourne?

– ¿Paige Winterbourne?

– ¿No es la que…?

– Dios mío…

– ¿Es ella?

Mi primer impulso fue mantener la cabeza bien alta y caminar hasta la puerta. Tal y como Savannah había dicho, yo no había hecho nada malo. Pero la prudencia venció a mi orgullo y, como deferencia a los deudos, bajé la cabeza, murmuré mis disculpas y corrí detrás de Savannah. Los susurros me persiguieron, pero poco a poco se fueron apagando antes de convertirse en difamación.

Obligué a mis labios a pronunciar más disculpas y me abrí paso con fuerza entre la multitud. Más adelante, cuatro personas amontonadas parecieron devorar la delgada figura de Savannah. Levanté la cabeza, aumenté mi velocidad y corrí casi de puntillas para tratar de verla.

El gentío que me rodeaba se trocó en un conjunto de susurros, de sonidos secretos que crecieron hasta ser un parloteo. Una breve conmoción se desató más adelante, a mi derecha, del otro lado de dos enormes puertas dobles. No le presté atención y seguí avanzando, preocupada por encontrar a Savannah y no establecer contacto visual con los familiares. Algunos me agarraron del brazo. Yo me volví apenas, pero sólo alcancé a ver una cabellera rubia debajo de un sombrero negro.

– Lo lamento -murmuré, sin dejar de escrutar el gentío que tenía delante, siempre en busca de Savannah.

Sin mirar, aparté esas manos de mi brazo y traté de alejarme. Alguien gritó «¡Allí!» Una cabeza negra, de espaldas, apareció cerca de la salida. Me lancé hacia adelante, pero las manos volvieron a apresarme y una serie de uñas se me clavaron en el brazo.

– Lo lamento -volví a decir, distraída-. Realmente tengo que…

Giré para liberarme de mi atacante, pero al ver su cara me detuve en seco. Lacey Cary me miraba con sus ojos ribeteados de tristeza roja y maquillaje negro. A nuestro alrededor, la gente se quedó en silencio.

– ¿Cómo te atreves? -siseó-. ¿Qué clase de broma macabra es ésta?

– Lo siento tanto, tanto -dije-. Yo no quise… Fue un error… recoger mi carpeta.

– ¿Tu carpeta? -La cara de Lacey se descompuso-. Tú…, ¿tú has irrumpido en el velatorio de mi marido para venir a preguntarme por tu carpeta?

– No, me dijeron que viniera a buscarla… -Callé al darme cuenta de que no era momento para corregirla. Paseé la vista por el lugar en busca de Savannah, pero no la vi-. Lo lamento tanto. Me iré…

Alguien empujó a alguien entre la multitud detrás de mí. Las ondas de movimiento despertaron mi atención y vi a Shaw moverse en una brecha abierta a unos tres metros y medio por la entrada.

Shaw sacó algo de los pliegues de su vestido. Una muñeca. Esa visión fue tan inesperada que hice una pausa, apenas lo suficiente para verla mover los labios… y comprender que esa muñeca no era en realidad una muñeca.

– Un títere -susurré-. Oh, Dios…

Giré sobre mis talones para echar a correr, pero justo antes pude ver a Leah detrás de Shaw. Levantó una mano y movió un dedo hacia mí.

– ¡Savannah! -grité, liberándome de Lacey y lanzándome hacia la multitud que me cerraba el paso.

Algo estalló encima de mi cabeza… una pequeña explosión. Luego otra y otra más. Trozos de vidrio volaron por todas partes, pequeños fragmentos de cristal afilados como navajas. Cristales rotos de bombillas eléctricas. Hasta los apliques de la pared explotaron, dejando el pasillo en penumbra, iluminado sólo por la luz que se colaba a través de la salida, cubierta con una cortina en el otro extremo. Corrí hacia la puerta delantera, arañando a todo y todos los que se me cruzaban en el camino. Una puerta interior se cerró con un golpe, bloqueó el camino hacia el vestíbulo del frente y sepultó el pasillo en la oscuridad. También otras puertas se cerraron con fuerza. La gente comenzó a gritar.

Alguien me golpeó. No se trataba de una sola persona, sino de todos los presentes. Todos los que me rodeaban parecieron volar por el aire y fuimos disparados a través de un corredor como una masa que gritaba, bullía y pateaba. Las enormes puertas dobles se cerraron detrás de nosotros, apagando los gritos y alaridos de los que quedaron atrapados en el pasillo.

Mientras luchaba por levantarme de la alfombra, paseé la vista por el lugar. Estábamos en una habitación muy grande adornada con cortinajes. Grupos dispersos de familiares tenían la vista fija en nosotros. Alguien corrió a ayudar a Lacey a incorporarse.

– ¿Qué está pasando?

– ¿Alguien ha llamado a…?

– Maldición…

Con ese coro de gritos confusos recuperé mis sentidos y me puse de pie de un salto. Oí un pequeño estallido, un sonido ahora familiar. Levanté la vista y vi una araña de luces sobre mi cabeza. Me tiré al suelo y me cubrí la cabeza mientras las bombillas comenzaban a explotar.

Sólo cuando los pedazos de cristal dejaron de caer sobre mí abrí los ojos esperando toparme con la oscuridad. En cambio, pude ver un poco. La luz titilaba de una única bombilla intacta de un candelero, que proporcionaba suficiente iluminación para que yo pudiera saber dónde estaba.

De nuevo me puse de pie de un salto y traté de encontrar una salida. Todos gritaban, aullaban, sollozaban. Golpeaban la puerta cerrada y gritaban a voces con sus teléfonos móviles. No fue mucho lo que logré ver. Solo podía pensar en una única palabra: Savannah. Debía encontrar a Savannah.

Me paré, extrañamente despejada entre tanta confusión, e hice un análisis rápido de mi situación. La puerta principal bloqueaba la nuestra, que se encontraba cerrada con llave. No había ventanas ni puertas auxiliares. La habitación medía aproximadamente seis metros cuadrados y estaba rodeada de sillas. Contra la pared más alejada había… un ataúd.

En ese momento comprendí dónde estaba: en la sala del velatorio. Por fortuna, tal y como Savannah había adivinado, el ataúd estaba cerrado. De todos modos, el corazón me dio un vuelco al saberme tan cerca del cadáver de Cary.

Me obligué a mantener la calma. A mi alrededor, todos parecían ir serenándose también, y los gritos se habían transformado en sollozos y en palabras de aliento, convencidos de que alguien vendría a ayudarnos.

Volví a examinar lo que me rodeaba. No había ventanas… Entre el murmullo de susurros y sollozos me pareció oír un leve gemido. Un gemido y un ruido de uñas que arañaban algo. Me dio miedo averiguar el origen de esos sonidos. No necesitaba hacerlo. Sin comprobar que el ruido venía de la pared más alejada, pude saberlo. Procedía del ataúd.

Mentalmente vi a Shaw de nuevo, sosteniendo el títere y recitando el conjuro. La vi y supe qué era ella en realidad: una nigromante.

Los arañazos se convirtieron en golpes. A medida que el ruido aumentaba, en la habitación comenzó a reinar un completo silencio. Todas las miradas convergieron en el ataúd. Un hombre dio un paso adelante y lo tocó.

– ¡No! -grité y me tiré sobre él-. ¡No lo haga…!

Él abrió la cerradura justo en el momento en que mi cuerpo golpeaba contra el suyo y lo arrojaba a un lado. Traté de ayudarlo a levantarse, pero mis piernas se entrelazaron con las suyas, tropecé y casi me di contra el féretro. Y, mientras luchaba por liberarme, la tapa del cajón se entreabrió.

Quedé petrificada, con el corazón disparado contra el pecho; luego cerré los ojos y apreté los párpados lo más fuerte que pude, como cuando tenía cuatro años y confundí el crujido de las tuberías con un monstruo metido en mi armario. En la habitación se hizo un silencio total, tan grande que alcanzaba a oír la respiración de los que tenía más cerca. Abrí un ojo y vi… No vi nada. Desde el suelo sólo podía ver la tapa abierta de un ataúd.

– Cierren la tapa -susurró alguien-. Por el amor de Dios, ¡ciérrenla!

Solté un suspiro de alivio. Shaw no era una nigromante. Lo más probable era que Leah hubiera simulado ese ruido en el cajón para mover algo en su interior, para obligar a uno de los familiares a abrirlo y revelar los restos destrozados de Cary. Otro truco grotesco, cuya finalidad era detenerme allí, evitar que pudiera reunirme con Savannah.

Un gemido interrumpió mis pensamientos. Todavía estaba doblada en dos sobre el suelo, tratando de ponerme de pie. Al levantarme, vi al hombre que se había acercado deprisa para cerrar el ataúd. Se quedó parado junto al féretro, una mano sobre la tapa abierta, los ojos abiertos de par en par. Otro gemido sacudió la habitación, y por un momento, un momento bastante optimista, me convencí de que el sonido procedía de ese hombre. Hasta que una mano maltrecha asomó por el forro de satén del féretro y se agarró a uno de sus bordes.

Nadie se movió. Estoy segura de que durante los siguientes diez segundos ningún corazón latió en aquel salón. La mano se agarró con fuerza a la caja mortuoria y después se distendió y se movió un poco hacia abajo, como acariciando esa madera pulida. Otro gemido… Un gemido húmedo que más parecía un borboteo, hizo que me estremeciera por completo. Los tendones de la mano se flexionaron cuando se agarró con más fuerza. Entonces Cary se incorporó.

En la penumbra de ese salón, hubo un instante fugaz en que Grantham Cary hijo pareció estar vivo. Vivo, entero y bien. Tal vez fue un truco de la oscuridad o el engaño de una mente esperanzada. Se sentó y parecía vivo. Lacey soltó un jadeo, no de horror sino de exaltación. Detrás de mí, Grantham padre sollozó, pero fue un conmovedor grito de alegría, y en su cara apareció tal expresión de anhelo y de esperanza que tuve que apartar la vista.

Cary se levantó para salir del ataúd. ¿Cómo? No lo sé. Después de haber presenciado su muerte, sabía que en su cuerpo no podría haber ni un solo hueso que no estuviera fracturado. Sin embargo, era poco lo que yo entendía de esta parte de la nigromancia. Sólo puedo decir que, mientras lo observábamos, él luchó por salir del ataúd y se puso de pie. Y cuando la luz iluminó su forma, esa bendita ilusión de integridad se desvaneció.

Los de la funeraria habían hecho bien su trabajo, limpiando toda la sangre… Pero lo único que no lograron ocultar fue la monstruosa realidad de sus heridas. El otro lado de su cabeza estaba afeitado, desgarrado, cosido y aplastado -sí, aplastado-; había perdido un ojo, la mejilla estaba hundida y destrozada, y la nariz… No, con eso ya es suficiente.

Por un momento, el silencio continuó mientras Cary permanecía allí, de pie, con la cabeza meciéndose sobre su cuello roto, el ojo restante esforzándose por enfocarnos, y el borboteo que brotaba de sus labios tan rítmico como una respiración. Entonces vio a Lacey. Pronunció su nombre, o una terrible parodia de su nombre, mitad hablado, mitad gruñido.

Cary comenzó a dirigirse hacia su esposa. Parecía no caminar sino arrastrarse, tambaleándose y sacudiéndose, y obligándose a avanzar. Una mano se extendió hacia ella. La otra se sacudió, como si tratara de levantarla pero no pudiera hacerlo. Se dejaba caer y se retorcía, y la tela de la manga le raspaba contra un costado.

– L… a… cey -articuló.

Lacey gimió. Dio un paso atrás. Cary se detuvo. Su cabeza se balanceaba y se meneaba y sus labios se retorcían.

– ¿L… a… cey?

Trató de tocarla. Entonces ella se desmayó y se cayó al suelo antes de que nadie tuviera tiempo de sostenerla. Con su caída, toda la habitación volvió a la vida. La gente corrió hacia la puerta y comenzó a gritar.

– … pa… -gruñó Cary.

Su padre se quedó paralizado. Al mirar a su hijo, sus labios se movieron pero no brotó ningún sonido de ellos. Entonces se llevó la mano al pecho. Alguien lo sostuvo y gritó que pidieran una ambulancia. Del otro lado del salón, una mujer se echó a reír con una risa aguda que muy pronto se convirtió en una mezcla de hipo y sollozos. Cary giró la cabeza y observó a la llorosa mujer.

– Qué… qué… qué… qué…

– ¡Peter! -gritó una voz femenina-. Peter, ¡dónde demonios estás!

Todos los que no estaban paralizados por la impresión miraron cómo una mujer de vestido verde salía de los cortinajes tras el ataúd de Cary.

– ¡Peter! ¡Te mataré!

La mujer se dirigió al centro del salón, se detuvo e inspeccionó a la multitud.

– ¿Quiénes demonios son ustedes? ¿Y dónde está Peter? ¡Juro por Dios que esta vez mataré a ese hijo de puta!

La mujer era joven, tal vez sólo algunos años mayor que yo. Una gruesa capa de maquillaje ocultaba un ojo falso. Era delgada, sumamente delgada, con la clase de delgadez derivada de las drogas y la desidia. Al pasear la vista por la habitación con el entrecejo fruncido, se apartó un mechón de pelo rubio con raíces negras del rostro… y entonces apareció en su sien un orificio de bala del tamaño de un cráter.

– Ella está… está… -dijo alguien.

La mujer miró al que lo dijo y se abalanzó sobre él. El hombre gritó y se tambaleó hacia atrás cuando ella lo atacó y le clavó las uñas en la cara.

Una mujer entrada en años retrocedió y chocó contra Cary. Al ver contra qué se había golpeado, lanzó un grito y giró sobre sus talones, pero tropezó con sus propios pies. Cayó e instintivamente se aferró del brazo inútil del muerto. Cary también se tambaleó. Al caer, el brazo se le desprendió del cuerpo, con la mujer todavía aferrada a su mano, y rompió las puntadas que los de la funeraria habían realizado para reconectarle ese miembro amputado.

Yo me di media vuelta en el momento en que Cary vio que el brazo se le separaba del cuerpo y que sus gritos incomprensibles se fusionaban con el griterío general. Casi sin conciencia de lo que estaba haciendo, corrí hacia la pared cubierta por cortinajes desde la que la mujer muerta había emergido.

Me dirigí tan rápido como pude a la puerta oculta tras la cortina y de pronto me encontré en una pequeña habitación en tinieblas. Un ataúd vacío se encontraba sobre algo que parecía la camilla de un hospital. Detrás del cajón me pareció advertir la forma de una puerta. Aparté la camilla, agarré el pomo de la puerta, lo giré y lo empujé, y casi caí hacia adelante cuando se abrió y la crucé a trompicones.


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