Apenas se habían ido los policías, cuando Savanah salió de su habitación y se dejó caer junto a mí en el sofá.
– Misa Negra -dijo-. No puedo creer que sigan creyendo en esas cosas. Los humanos son estúpidos.
– No deberías decir eso -respondí, sin demasiada convicción.
– Es verdad. Al menos, en lo del satanismo. Todos se vuelven locos con ese asunto. Uno trata de decirles la verdad, que Satanás sólo es uno más entre miles de demonios y que a él no le importamos un rábano, y ellos siguen convencidos de que es posible conjurarlo para que les dé cualquier cosa que le pidan. Qué disparate. -Se recostó contra los cojines del sofá. -Mamá tenía un amigo, un nigromante, que solía ganar bastante dinero vendiendo Misas Negras.
– ¿Vendiendo Misas Negras?
– Ya sabes, montándolas para la gente. Su negocio se llamaba Ritos Satánicos, los ritos satánicos de Jorge. Su nombre real es Bill, pero le pareció que podía cobrar más llamándose Jorge. Proporcionaba todas las cosas falsas, las armaba y suministraba guiones para el espectáculo. Si realizaba una Misa Negra completa, que costaba mucho, nos compraba una pizza. La llamábamos pizza Misa Negra. Tratábamos de comerla boca abajo, pero al ver que las cosas que llevaba encima se caían, nos conformábamos con comerla de atrás para adelante. -Se incorporó en el asiento-. Todavía queda pizza de anoche, ¿no? Eso es lo que comeré para el desayuno. Pizza Misa Negra. ¿Quieres un poco?
Negué con la cabeza. Savannah trotó hasta la cocina sin dejar de hablar. Y yo me desplomé en el sofá.
Dos horas más tarde seguía en el sofá, después de no haber prestado atención a ocho llamadas telefónicas ni a tres mensajes en el contestador, todos de reporteros que soñaban con dar la primicia «Satanismo en una pequeña ciudad». Al igual que la policía, esas personas no sabían nada acerca del verdadero satanismo… Tampoco yo estoy de acuerdo con ese sistema de creencias, pero al menos no tiene que ver con gatos mutilados y pentagramas sangrientos.
Esos miedos al culto satánico que surgen periódicamente sólo son una forma nueva de caza de brujas. La gente siempre está tratando de explicar el mal, de encontrar una racionalización que sitúe la culpa fuera del reino de la naturaleza humana. Los chivos expiatorios cambian con notable facilidad. Herejes, brujas, posesión demoníaca, iluminados, todos han sido el blanco de fuentes ocultas del mal en el mundo.
Desde la década de los sesenta, los cultos satánicos han sido los grupos preferidos para expiar culpas ajenas. La maldita prensa amarilla publica tanta basura sobre el tema que lo transforma en un ciclo que se autoperpetúa. Publican una nota, algún psicópata la lee y copia los métodos descritos, y ellos sacan a la luz su historia. Y esto continúa. En 1996, el gobierno de los Estados Unidos gastó 750.000 dólares para asegurarle al público norteamericano que los cultos satánicos no operaban en las guarderías de la nación. Vaya, yo duermo mucho mejor por las noches desde que eso quedó bien aclarado.
Tras lo sucedido, decidí no enviar a Savannah al colegio. Por fortuna, era sábado, así que eso no era un problema. Después de almorzar bajó al sótano a pintar un poco. Sí, sé que a la mayoría de los pintores les gustan los estudios grandes y ventilados, llenos de luz natural y de un silencio tranquilizador. Pero no a Savannah. A ella le gustaba ese sótano casi en tinieblas y la música estridente a todo volumen.
Cuando sonó el timbre de la puerta, sospeché que era uno de los reporteros que no se conformaba con una simple llamada. No le presté atención y seguí vaciando el lavaplatos. El timbre volvió a sonar. Me di cuenta entonces de que podía ser la policía. Lo último que necesitaba era tener más policías invadiendo mi casa; ya me habían causado demasiados destrozos.
Fui deprisa a la entrada, anulé los hechizos y al abrir la puerta de par en par me encontré con un hombre joven. Medía alrededor de un metro ochenta, era delgado y tenía una cara tan común y corriente que dudaba de que alguien la recordara cinco minutos después de conocerlo. Pelo oscuro y corto, rostro afeitado, hispano. Presumiblemente ojos negros detrás de sus anteojos con armazón metálica, pero él se negaba a mirarme a los míos. Permaneció allí, con la mirada baja, aferrando una pila de papeles, con un bolso desvencijado colgado de un hombro. ¿He mencionado que vestía de traje? ¿En sábado? Maravilloso. Justo lo que necesitaba… Un testigo de Jehová.
– Lucas Cortez -dijo, se pasó el fajo de papeles a la mano izquierda y me tendió la derecha-. Soy su nuevo abogado.
– Mire, no me interesa… -callé un momento-. ¿Ha dicho usted «abogado»?
– Tomaré su caso a partir de ahora, señora Winterbourne. -A pesar de mirar hacia abajo, su voz era firme y segura-. Creo que deberíamos entrar.
Pasó junto a mí sin esperar una invitación. Mientras me quedaba un momento clavada allí, estupefacta, Cortez se quitó los zapatos, entró en el comedor y paseó la vista por el lugar como evaluando mi capacidad para pagar sus servicios.
– Supongo que este desorden se debe al allanamiento -dijo-. Esto es inaceptable. Les hablaré de este asunto. Imagino que tenían una orden de allanamiento, ¿no? Ah, aquí está.
Levantó el documento de la mesa baja, lo sumó a sus papeles y se dirigió a la cocina.
– Espere un momento -exclamé mientras corría tras él-. Usted no puede llevarse eso.
– ¿Tiene una fotocopiadora?
Entré en la cocina. Se había instalado en la cabecera de la mesa, había movido a un lado mis cosas y comenzaba a desparramar encima sus papeles.
– El café me gusta sin leche.
– Pues entonces puede tomárselo en un bar, a menos que me diga quién lo envió aquí.
– Usted necesita asistencia legal, ¿verdad?
Vacilé.
– Ah, entiendo… nadie lo ha enviado. ¿Cómo los llaman a ustedes? ¿Buitres carroñeros? Pues a mí no me interesa. Y si trata de cobrarme esta visita…
– No pienso hacer nada semejante. Esta visita es completamente gratis, una muestra de mis servicios. Me he tomado la libertad de familiarizarme con su caso, y ya tengo una estrategia para defenderla. -Movió dos papeles sobre la mesa y los giró hacia mí-. Como puede ver, éste es un simple contrato que estipula que, al aceptar hablar conmigo hoy, de ninguna manera se compromete a contratar mis servicios y no le será cobrada esta reunión.
Examiné el contrato. Al tratarse de un documento legal, era sorprendentemente directo; una sencilla manifestación que me eximía de toda obligación por esta consulta inicial. Miré a Cortez, quien en ese momento leía la orden de allanamiento. No podía tener más de veintiocho o veintinueve años, probablemente acababa de terminar sus estudios de Derecho. En una ocasión, yo había salido con un abogado recién licenciado y sabía lo difícil que podía resultarles conseguir trabajo. Al ser yo misma una joven empresaria, ¿podía culpar a ese individuo por su agresividad a la hora de vender sus servicios? Si, como sugería la policía, yo necesitaba un abogado, no sería ciertamente alguien tan joven como ése… pero tampoco perdía nada con escucharlo.
– Comencemos por hablar de sus credenciales -pedí.
Sin levantar la vista de los papeles, contestó:
– Permítame asegurarle, señora Winterbourne, que no hay nadie tan cualificado como yo para llevar su caso.
– Entonces, dígame, por favor: ¿dónde estudió Derecho? ¿Dónde practica su profesión? ¿Cuántos casos de custodia ha manejado? ¿Qué porcentaje de ellos ha ganado? ¿Tiene experiencia en la difamación de personas? Porque posiblemente de eso se trate este caso.
Más lectura de documentos. Y más crujido de papeles que se mezclan. Yo estaba a un tris de echarlo de casa, cuando él giró la cabeza hacia mí, con los ojos todavía bajos.
– Terminemos entonces con esto de una buena vez, ¿no le parece? -dijo.
Y entonces levantó la vista y me miró. Yo dejé caer el contrato. Lucas Cortez era un hechicero.