Los seres sobrenaturales caminamos sobre una línea muy, muy delgada en el mundo de los humanos. Las reglas y leyes humanas con frecuencia tienen poco significado en nuestra vida. Tomemos, por ejemplo, el caso de Savannah: una muchacha joven, una bruja inmensamente poderosa, perseguida por facciones sombrías que matarían por atraerla a su lado mientras ella todavía es joven y maleable. Con su madre muerta, ¿quién la protegerá? ¿Quién debería protegerla? El Aquelarre, desde luego; nuestras hermanas brujas pueden ayudarla a utilizar y controlar su poder.
Ahora mirémoslo desde la perspectiva de las leyes y los servicios sociales de los humanos: una chica de trece años, sin su madre, entregada a una tía abuela que jamás había visto, quien a su vez se la pasa a una mujer con quien no tiene ningún parentesco y que apenas ha terminado la universidad. Tratad de presentaros ante un juez y de explicarle esas circunstancias.
Para el resto del mundo, Eve sólo se encontraba ausente, y seguiría estándolo, puesto que nadie podría encontrar jamás su cuerpo. Esto había hecho que fuera más fácil tomar la custodia de facto de Savannah porque, técnicamente, yo sólo cuidaría de ella hasta que su madre regresara. Mientras proporcionara a Savannah un buen hogar, a nadie se le ocurriría alegar que yo debería entregarla a los servicios sociales para que entrara en el sistema de adopción. Sin embargo, siendo sincera, yo no estaba segura de si mi alegato tendría o no suficiente peso en un juzgado.
La perspectiva de librar una batalla con un semidemonio telequinético, si bien algo desalentadora, entraba para mí dentro de lo comprensible. Pero, ¿librar una batalla legal? La educación que había recibido no me preparaba para una cosa semejante. Así que, enfrentada a este juicio por la custodia de Savannah, como es natural elegí investigar, no el aspecto legal, sino el aspecto sobrenatural, comenzando por informarme sobre las Camarillas.
Había oído hablar de las Camarillas, pero mi madre siempre les restó importancia. Según ella, eran en el mundo sobrenatural el equivalente del cuco, una verdad a medias que había sido distorsionada de modo desproporcionado. Aseguró que no eran importantes. Que no eran importantes ni para las brujas ni para el consejo interracial sobrenatural.
Como líder del Aquelarre, mi madre también había presidido el consejo interracial y, como futura heredera, yo había asistido a las reuniones desde que tenía doce años. Algunos genios comparaban el consejo con algo así como una versión sobrenatural de las Naciones Unidas. No es una mala comparación. Al igual que la ONU, se supone que nuestra misión es mantener la paz y terminar con la injusticia en nuestro mundo. Por desgracia, y del mismo modo que su homólogo humano, nuestro poder radica más en una reputación casi mítica que en la realidad.
No hace mucho yo misma oí por casualidad a mi madre discutir con Robert Vasic, un compañero del consejo, acerca de la importancia de las Camarillas. En aquellos días, Robert actuaba como un asesor del consejo, ya que había cedido sus responsabilidades como delegado a Adam, su hijastro, quien, igual que Robert, era un semidemonio. Aunque Robert aseguraba que estaba retirándose de la actividad por cuestiones de salud, yo sospechaba que se sentía frustrado por lo limitada que era la influencia del consejo y su incapacidad para luchar contra el auténtico mal de nuestro mundo. En la discusión que escuché, trataba de convencer a mi madre de que debíamos prestar más atención a las Camarillas. Ahora, de pronto, yo me inclinaba a darle la razón.
Cuando llegué a casa llamé a Robert, pero no tuve respuesta. Robert era también profesor de Demonología en Stanford, así que traté de localizarlo en su despacho y le dejé un mensaje en el contestación Después estuve a punto de marcar el viejo número de Adam antes de recordar que se había mudado de vuelta a su casa el mes anterior, tras inscribirse en Stanford para hacer un nuevo intento de obtener su título de licenciatura.
Adam era un año mayor que yo y también había asistido a las reuniones del consejo desde su adolescencia, con el fin de prepararse para su papel de delegado. Hemos sido amigos desde entonces, sin contar nuestro primer encuentro, donde lo llamé «tonto de remate» y él me quemó literalmente por ello, dejándome unas marcas que me duraron semanas. Con eso pueden hacerse una idea de qué tipo de semidemonio se trata.
Después me preparé para una llamada mucho más difícil: debía hablar con Margaret Levine. Si Leah y Sandford hablaban en serio del juicio por custodia, tendrían, forzosamente, que ponerse en contacto con ella. Yo debería haber pensado en ello el día anterior, pero mi reacción instintiva fue no decírselo a las Hermanas Mayores.
Aún no había terminado de marcar aquel número de teléfono, cuando Savannah salió de su habitación con el inalámbrico en la mano.
– ¿Has llamado a Adam? -preguntó.
– No, a Robert. ¿Cómo lo sabes?
– He marcado la rellamada.
– ¿Por qué estás revisando los números que he marcado?
– ¿Le has contado a Adam lo de Leah? Apuesto que a él le gustaría reencontrarse con ella. Oh, ¿y qué me dices de Elena y Clay? También vendrían si se lo pidieras. Bueno, Clay no lo haría. No si tú se lo pidieras. Pero Elena sí y él la acompañaría-. Se dejó caer en el sofá, junto a mí-. Si volviéramos a reunidos a todos, podríais armar un buen lío, como en la época del complejo, ¿recuerdas?
Sí, lo recordaba. Pero lo que más recordaba era el olor… el hedor abrumador de la muerte. Cadáver sobre cadáver, todos esparcidos por el suelo. Aunque yo no había matado a nadie, sí había participado. Estaba de acuerdo en que todos los humanos implicados en el secuestro de seres sobrenaturales debían morir para preservar nuestros secretos. Sin embargo, seguía despertándome en medio de la noche una vez al mes, empapada de sudor y sintiendo aquel olor a muerte.
– Por ahora, veamos si podemos hacernos con el asunto nosotras solas -dije.
– No les has contado nada a las Hermanas Mayores, ¿verdad?
– Pero lo haré. Es que…
– No lo hagas. Ellas solo empeorarán las cosas. Tienes razón, nosotros podemos manejar la situación. Lo único que necesitamos es encontrar a Leah. Entonces podremos matarla.
Savannah lo dijo con tanta indiferencia que a mí se me cortó la respiración. Antes de poder responder, sonó el timbre de la puerta.
Eran las Hermanas Mayores. Las tres estaban de pie en mi porche, y sus expresiones iban de una confusión insulsa (Margaret), a una preocupación llena de zozobra (Therese) y a una furia apenas contenida (Victoria).
Margaret Levine, Therese Moss y Victoria Alden habían sido las Hermanas Mayores del Aquelarre desde que yo tenía uso de razón. Eran grandes amigas de mi madre y, como tales, formaban desde siempre parte de mi vida.
Therese era la imagen misma de las brujas según Gabriel Sandford, con el tinte azul del pelo y los pantalones ajustados de poliéster; el estereotipo de la abuela con un enorme regazo y suficientes provisiones como para soportar un asedio de varios días. Margaret, la tía de Savannah, era, a sus sesenta y ocho años, la más joven de las Hermanas Mayores. Fue una verdadera belleza en su juventud y aunque seguía siendo sumamente atractiva, lamentablemente, representaba otro estereotipo: el de la guapa tonta. ¿Y Victoria Alden? Era el modelo de la ejecutiva del siglo XXI, una mujer enérgica e impecablemente acicalada, que usaba trajes de chaqueta y pantalón a la inglesa y pantalones militares de color caqui en los campos de golf y despreciaba a los ejecutivos menos activos como si cualquier deterioro físico o mental que padecieran se debiera sólo a su propia negligencia.
Anulé los hechizos perimetrales y abrí la puerta. Victoria entró con paso decidido y se dirigió al comedor sin molestarse en quitarse los zapatos. Mala señal. Según las leyes de etiqueta del Aquelarre -que guardaban un inquietante parecido con las de Emily Post, de 1950- uno siempre debía quitarse los zapatos en la puerta de una casa como señal de cortesía hacia la dueña. Entrar con los zapatos puestos representaba estar al borde del insulto. Por fortuna, Therese y Margaret sí se quitaron su calzado ortopédico, y eso me indicó que la situación no era del todo crítica.
– Tenemos que hablar -dijo Victoria.
– ¿Os gustaría una taza de té primero? -pregunté-. Creo que tengo también muffins recién hechos, si Savannah no se los ha comido todos.
– No estamos aquí para comer, Paige -dijo Victoria desde el comedor.
– ¿Té, entonces?
– No.
Rechazar dulces caseros ya era alarmante, pero, ¿rechazar una bebida caliente? Eso nunca había ocurrido en los anales de la historia del Aquelarre.
– ¿Cómo has podido mantenernos al margen de esto? -Me espetó Victoria cuando me reuní con ellas en el salón-. Una lucha por la custodia es algo muy grave. Pero una batalla legal destinada a eso es…
– No se trata de una batalla legal por la custodia -intervino Savannah, apareciendo por un rincón-. Obtener mi custodia sería algo así como secuestrarme, entrar en esta casa por la fuerza y sacarme a rastras. Así es como veo yo esa batalla por la custodia. Victoria se dirigió a mí.
– ¿De qué habla esta muchacha?
– Savannah, ¿qué tal si llevas a tu tía al sótano y le enseñas tus obras de arte?
– No.
– Savannah, por favor. Nosotras tenemos que hablar.
– ¿Y? Es sobre mí, ¿no?
– ¿Lo veis? -Victoria giró hacia Therese y Margaret y sacudió la mano en dirección a Savannah y a mí-. Éste es el problema. La muchacha no siente el menor respeto por Paige.
– La muchacha tiene nombre -dije.
– No me interrumpas. Tú no estás preparada para esto, Paige. Te lo advertí desde el principio. Jamás deberíamos haberte permitido que te la llevaras. Eres demasiado joven y ella es demasiado…
– Estamos muy bien -la interrumpí y apreté tanto los dientes que me dolieron.
– ¿No quieres ver mis obras de arte, tía Maggie? -Preguntó Savannah-. Mi maestra asegura que tengo mucho talento. Ven, acompáñame y te mostraré mis cosas. -Se puso de pie de un salto, se alejó un poco y en su cara se pintó una sonrisa de «buena chica» que pareció dolerle tanto como mis dientes apretados. -Ven, tía Maggie -la llamó Savannah con un canturreo agudo-. Te voy a enseñar mis cómics.
– ¡No! -grité al ver que Margaret la seguía-. Muéstrale los óleos, por favor. Los óleos. -De alguna manera, dudaba de que Margaret pudiera entender el humor de los sombríos cómics de Savannah. Lo más probable era que le produjeran un infarto… justo lo que yo necesitaba.
Cuando desaparecieron, Victoria me recriminó:
– Deberías habernos hablado de esto.
– Recibí la noticia ayer mismo, después de hablar contigo por teléfono. No quise tomármelo en serio ni preocuparos. Después, cuando esta mañana me reuní con ellos, me di cuenta de que sí era algo serio, y ahora estaba a punto de llamar a Margaret…
– Sí, claro. Me lo imagino.
– Vamos, Victoria -murmuró Therese.
– ¿Sabes con qué te están amenazando? -Prosiguió Victoria-. Con desenmascararte, con revelar lo que eres. Y con desenmascararnos también a nosotras. Alegan que no sirves como tutora porque eres una bruja en prácticas.
– También lo son miles de madres en este país -dije yo-. Se llama Wicca, y es una elección religiosa reconocida.
– Eso no es lo que nosotras somos, Paige. No mezcles las cosas.
– No lo estoy haciendo. Cualquiera que lea ese recurso de custodia dará por sentado que con «bruja» quieren decir «Wiccana».
– No me importa a qué conclusión lleguen. Lo que me importa es proteger el Aquelarre. No permitiré que nos expongas a ningún peligro.
– ¡Es eso! Por supuesto. Ahora lo comprendo. Por eso ella me acusa de hechicería. No porque piense que ganaré el juicio. Lo que quiere es asustarnos con lo que más teme una bruja: con quedar expuesta. Nos amenaza con eso y vosotras me obligáis a renunciar a Savannah.
– Un pequeño precio a pagar…
– Pero no podemos dejar que Leah gane. Si su estrategia triunfaba, la volverán a usar. Cada vez que un sobrenatural quiera algo del Aquelarre, recurrirá a la misma treta, -Victoria vaciló.
Yo me apresuré a continuar.
– Dame tres días. Después de eso, te prometo que no volvería a oír nada más acerca de brujas en East Falls. Al cabo de un momento, Victoria asintió.
– Tres días.
– Me queda sólo otra cosa que decirte. Y te lo cuento no porque lo crea sino porque no quiero que te enteres a través de otra persona. Dicen que el padre de Savannah es un hechicero.
– No me sorprendería. Hay algo decididamente extraño en esa muchacha.
– No hay nada… -empecé a decir, pero enseguida me interrumpí-. Pero no es posible, ¿no es así? ¿Que una bruja y un hechicero tengan una hija?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? -respondió Victoria.
Al oír a Victoria contestarme de tan mal modo pensé en cómo habría respondido mi madre. Por muchas preguntas que le hiciera o por tontas que parecieran, ella siempre encontraba tiempo para contestármelas o para buscar una respuesta. Reprimí la oleada de pena que sentí y seguí adelante.
– ¿Por lo menos has oído que sucediera alguna vez? -pregunté.
– Desde luego que no. Las brujas del Aquelarre jamás harían una cosa así. Pero sí lo creería de Eve Levine. Te acuerdas de Eve, ¿verdad, Therese? Ella haría una cosa así simplemente porque no era nada normal.
– ¿Qué opina Savannah? -preguntó Therese.
– No tiene idea de quién es su padre. Pero yo no le he mencionado lo del juicio por paternidad. Ella cree que Leah es la única que piensa luchar por su custodia.
– Bien -dijo Victoria-. Mantengamos las cosas así. No quiero que nadie del Aquelarre sepa esto. No dejaré que piensen que hemos permitido que una bruja con sangre de un hechicero forme parte de nuestro Aquelarre o se preocupen de que un hechicero pueda venir a East Falls.
– ¿Un hechicero? ¿En la ciudad? -preguntó Therese, aterrada.
Victoria entrecerró los ojos.
– Él no está todavía en la ciudad, ¿verdad que no?
– Que yo sepa, Kristof Nast se encuentra aún en Los Ángeles -respondí y decidí no complicar más la situación mencionándoles a Sandford-. Yo me ocuparé de la acusación de brujería y del desafío por la custodia.
Therese asintió.
– Tienes que manejar la situación adecuadamente, querida. Consigue un abogado. Los Cary son excelentes.
¿Meter a un abogado humano en este lío? No me parece oportuno. Un momento: a lo mejor no es tan descabellado después de todo.
Acababa de darme una idea.