Antes de comenzar, metí una lasaña congelada en el horno para la cena. Luego cogí mi Manual del Aquelarre y mis diarios de lanzamiento de hechizos y llevé a Cortez al salón. Con su ayuda, moví la mesa de centro a un lado. Después me instalé en la alfombra, con las piernas cruzadas estilo Buda.
– ¿Así está bien?-le pregunté. Él asintió y se sentó frente a mí.
– Esto es todo lo que tengo -dije mientras desplegaba mi Manual y mis diarios-. Bueno, al menos todo lo que funciona. Estos son los hechizos aprobados por el Aquelarre, y en mis diarios he anotado algunos otros que he ido recogiendo. Es posible que no tenga lo que estás buscando.
– No, seguro que sí. Creo que todos estarían aprobados por el Aquelarre y serían de nivel tres o cuatro. Yo todavía estoy luchando por hacerme con los del nivel tres, pero hay un par de hechizos de nivel cuatro sobre los que me gustaría hablar contigo, a ver si puedo progresar al menos hasta ahí.
– O sea, que conoces tus niveles -dije-. Espléndido. ¿Entonces cómo es que…? No te ofendas, pero eres hijo de un CEO de la Camarilla, así que debes de tener acceso a los mejores hechizos que existen, incluso a los de las brujas.
– Obtener hechizos de brujas no es una cuestión tan sencilla como podría parecer, sobre todo debido a la hostilidad actual entre ambas razas. La mayoría de los hechiceros no han querido sacar provecho de la magia de las brujas, por práctica que pudiera ser. A aquellos que, como yo, desean obtener ese conocimiento, nos resulta muy difícil lograrlo. Las brujas, como es muy comprensible, se muestran reacias a darnos acceso a su poder. Los hechizos de los niveles inferiores son muy conocidos, pero los de nivel superior han sido bien guardados por las pocas brujas capaces de lanzarlos.
– Cualquier bruja decente puede hacerlos funcionar. Ni siquiera los de cuarto nivel son difíciles, siempre y cuando se tenga la experiencia necesaria. -Vacilé un momento al recordar lo que Savannah había dicho-. A menos, desde luego, que se trate de una bruja que prefiera la magia de los hechiceros, en cuyo caso supongo que es posible que nunca alcance ese nivel de experiencia.
– Precisamente. Ni siquiera a las brujas de la Camarilla que son capaces de lanzar los hechizos de brujas más difíciles les gusta compartir esa información. Dada mi posición en la Camarilla, ellas no se atreven a negarme nada, pero sospecho que omiten una o dos palabras básicas del conjuro, de modo que parezca que lo que sucede es que a mí me falta la habilidad necesaria para lanzarlo de manera adecuada.
– Ésas son las brujas pasivoagresivas. Por aquí también tenemos algunas. -Tomé un bizcocho de la fuente que Cortez había colocado entre los dos-. Muy bien, ¿qué es lo que quieres saber?
– En primer lugar, quiero aprender el hechizo de encubrimiento o de protección.
Hice como que me atragantaba con el bizcocho.
– Empecemos desde el principio, ¿vale? Junto con el hechizo de sujeción, ésa es probablemente nuestra mejor arma defensiva. Con razón las brujas de la Camarilla te están dando hechizos falsos.
– ¿Debo tomarme eso como un no?
– Es un sí, pero te costará caro, y no me refiero al dinero, aunque no sería una mala manera de rebajarme los honorarios que tengo que pagarte.
Cortez tomó un bizcocho.
– Hablando de mis honorarios, eso fue sólo parte del disfraz inicial que usé como abogado desesperado por conseguir dinero. Mis servicios los ofrezco sin cargo alguno, por así decirlo. Pero si tú prefieres pagarme, entonces, si tengo que elegir entre pago en dinero o en magia, prefiero mil veces esta última opción.
– ¿De verdad prefieres que te pague con nuevos hechizos antes que con dinero? -Sonreí-. Éstos son los tipos que me gustan… Pero te advierto que, como tú y yo somos parecidos, preferiría pagar tus honorarios con un cheque y hacer un intercambio de hechizos.
Esbozó una sonrisa torcida.
– Acepto. Entonces, con respecto al hechizo de encubrimiento…
– Bueno, en esto tienes ventaja, porque yo no conozco muchos hechizos de hechiceros. Hay uno que utilizaste el otro día y que creo que Savannah llamó hechizo de estupor, pero ella sí lo conoce, así que le pediré que me lo enseñe. También tenemos el hechizo anticonfusión que, aunque no pareció tener éxito, con Savannah aquí puedo necesitar conocerlo.
– Y tú lanzaste el hechizo de sedación, que sí funcionó. Me gustaría conocerlo.
Bebí un sorbo de café mientras buscaba mentalmente más hechizos de hechiceros.
– El hechizo de barrera… Ése lo quiero también.
– ¿El hechizo de barrera? -Cortez enarcó las cejas. Ése, como tú dices, sí que te va a costar. Yo sigo trabajándolo.
– ¿Hechizo de encubrimiento por hechizo de barrera?
Él asintió y tomó otro bizcocho.
– Y el de sedación por el de anticonfusión -me eché a reír-. Tengo la sensación de estar cambiando contigo cromos de béisbol. O jugando al Monopoly: yo te doy una calle y tú me das otra.
– ¿Es así como se juega al Monopoly? Siempre sospeché que mi padre lo jugaba mal.
– ¿Y cómo lo jugaba tu padre? ¿O es muy atrevido de mi parte preguntarlo?
Le dio un mordisco a su bizcocho y lo masticó antes de contestar.
– Se lo tomaba muy en serio. La meta era el dominio global, a cualquier precio. Para ganar, uno tenía que controlar todas las propiedades y llevar a la bancarrota a su oponente. Sobornos, préstamos con interés, comisiones secretas… Era muy complicado, un juego asesino.
– Suena, bueno, suena muy divertido.
– Parecía excitante, pero uno se quedaba con la sensación de haber logrado relativamente poco, a costa de un precio moral abrumador. Y, como puedes imaginar, no era muy divertido. Con el tiempo comencé a alegar que se precisaba una división de bienes más equitativa, con tasas de interés adecuadas a las necesidades y ayuda financiera para los que experimentaban una disminución transitoria de su fortuna. Por supuesto, mi padre no estuvo de acuerdo, pero tampoco logró hacerme cambiar de idea, y muy pronto dejé de jugar con él. Una señal temprana de los tiempos que vendrían, me temo.
Me eché a reír y sacudí la cabeza.
– Así que ya no juegas al Monopoly.
– Ese juego no está hecho para mí.
– ¿Y cuál es tu juego? ¿Qué te gusta hacer cuando no estás salvando el mundo?
Él terminó su bizcocho.
– Los juegos nunca han sido mi fuerte. Y los deportes, menos todavía. Sin embargo, soy razonablemente hábil con el póquer. Miento bastante bien, un arte que me ha permitido ganar algunos dólares cuando lo he necesitado.
Sonreí.
– Me lo imagino. ›
– ¿Y tú?
– Tampoco soy una maravilla con los deportes. Pero sí me gustan los juegos. Cualquier cosa que sea divertida. Los dardos son mi pasatiempo favorito.
Él levantó las cejas.
– ¿Los dardos?
– ¿Qué pasa? ¿No doy la impresión de que puedo ser una jugadora excepcional? Los dardos son un juego fantástico. Jugar me ayuda a concentrarme y a tener más precisión para lanzar hechizos. Si puedes hacer un buen tiro en un bar en el que hay un barullo tremendo, con amigos que tratan de arruinártelo y algunas botellas de cerveza navegando por tu cuerpo, entonces puedes lanzar un hechizo en las peores circunstancias.
– Tiene sentido. Admito que me vendría bien incrementar mi práctica de lanzar hechizos en situaciones adversas. ¿Qué piensas de…?
Un silbido estridente lo hizo callar. Frunció el entrecejo y miró en dirección al sonido, a través del pasillo que conducía a la cocina y hacia el contestador automático que estaba sobre la mesa.
– Parece que tu contestador, abrumado por la sobrecarga de trabajo, se ha dado por vencido -dijo.
Cuando la máquina volvió a silbar me puse de pie.
– No es el contestador.
Fui a la cocina y aumenté el volumen.
– ¡Paige! ¡Levanta el auricular! -Los gritos de Adam resonaron por toda la cocina-. Si no contestas voy a pensar en lo peor y tomaré el próximo vuelo…
Descolgué.
– Buena excusa. Estoy segura de que puedes adivinar perfectamente por qué no estoy contestando el teléfono.
– Porque estás abrumada y escasa de personal o de amigos.
– ¿Escasa de amigos?
– Que te falta el apoyo de los amigos… Debería haber una palabra para expresar eso. Lo cierto es que te vendría bien mi ayuda.
– Y para ello, ¿qué tendría que hacer, contestar el teléfono? -Cubrí el micrófono y me giré hacia Cortez, que todavía estaba en el salón-. Lo siento, pero tengo que contestar esta llamada. Estaré de vuelta contigo en un par de minutos.
Llevé el teléfono a mi dormitorio y le conté a Adam lo que estaba sucediendo, pero no le hablé de los Manuales. Si lo hubiera hecho, puedo imaginarme cuál habría sido su respuesta. Yo le habría dicho que era posible que finalmente hubiera descubierto los secretos de la auténtica magia de brujas, y entonces él me diría algo como «Vaya, qué fantástico, Paige… Ah, eso me recuerda que yo por fin he conseguido que mi jeep dejara de hacer ese ruidito tan molesto». Adam es un gran tipo y un amigo maravilloso, pero hay cosas en mi vida que él, sencillamente, no comprende.
Charlamos hasta que oí, desde lejos, el reloj del horno.
– Caramba -dije-. He perdido la noción del tiempo. La cena está lista, así que debo cortar.
– ¿Seguro que no me necesitas?
– Seguro. Y no trates de llamar a casa; me comunicaré contigo para darte las novedades en cuanto pueda.
Puse punto final a la conversación y me dirigí al pasillo. La voz de Savannah flotó desde la cocina:
– … sólo amigos. Buenos amigos, pero eso es todo.
Oí el ruido de la puerta del horno que se cerraba. Al entrar vi que Cortez sacaba la lasaña mientras Savannah lo observaba apoyada en la mesa.
– ¿Lo estás supervisando? -pregunté.
– Alguien tiene que hacerlo -sonrió ella.
– Ya que estás ahí, saca los platos. -Mi incliné para apagar el horno-. Yo me haré cargo a partir de ahora. Gracias.
Cortez asintió.
– Yo lavaré los platos.
Savannah lo observó alejarse y después se puso de pie de un salto y se me acercó.
– Me estaba haciendo preguntas acerca de Adam -anunció en un susurro teatral.
Le quité el papel metálico a la lasaña.
– ¿Hmmm?
– Lucas me estaba preguntando acerca de Adam. De ti y Adam. Yo vine, tú no estabas y él me dijo que estabas hablando por teléfono, así que miré la pantalla de mi teléfono y le dije que era Adam. Entonces añadí que tardarías un rato porque soléis tener conversaciones interminables, y entonces él dijo: «Oh, así que son realmente muy amigos», o algo así.
– Aja. -Hice un pequeño corte en el medio de la lasaña para estar segura de que estaba bien cocida-. Creo que la lechuga ya estará seca, pero ¿podrías echarle un vistazo?
– Paige, te estoy hablando a ti.
– Ya te he oído. Lucas preguntó si Adam era amigo mío.
– No, no preguntó si era un amigo. Bueno, sí, lo hizo, pero lo que quiso decir fue, ya sabes, si Adam era un amigo. No solamente estaba preguntando, estaba preguntando, ¿entiendes?
Fruncí el entrecejo y la miré por encima del hombro. Cortez entró en la cocina. Savannah me miró, levantó las manos y se dirigió al baño.
– ¿Cambios de humor? -preguntó Cortez.
– Mala comunicación. Te juro que las chicas de trece años hablan un lenguaje que ningún lingüista ha logrado descifrar jamás. Recuerdo algo de ese lenguaje, pero nunca conseguí decodificar conversaciones enteras. ¿Tomarás vino con la cena? ¿O es demasiado arriesgado?
– Algo de vino sería maravilloso.
– Sí tú bajas las copas del estante que está sobre la cocina, yo bajaré a buscar una botella.
Después de la cena, mientras Cortez y Savannah quitaban la mesa, yo me cambié de ropa. Recoger enebro requería salir a buscarlo en el bosque, así que me cambié la falda por el único par de vaqueros que tenía. Con una madre modista, crecí adorando las telas -el lujurioso crujido de la seda, la calidez cómoda de la lana, el tacto suave del lino- y jamás entendí el atractivo de los vaqueros acartonados y del algodón sin cuerpo de las camisetas. A menos, desde luego, que el plan de salida incluyese recorrer el bosque en busca de ingredientes para un hechizo. Finalmente, opté por dejarme puesta la blusa de seda de manga corta y echarme encima un abrigo.
Una vez vestida, fui al salón y aparté un poco la cortina para ver si la cantidad de gente seguía siendo suficientemente reducida como para una huida fácil. Pero no pude ver nada porque la ventana estaba tapada con papel.
– Bueno, entonces yo tampoco quiero veros a vosotros -murmuré.
Estaba a punto de dejar caer la cortina en su lugar cuando vi algo escrito en las hojas de papel. No, no escrito sino impreso. Eran periódicos. Alguien había recortado artículos sobre mi persona y después los había pegado sobre el cristal de la ventana del frente de casa.
Había decenas de artículos, recortados no sólo de los periódicos sensacionalistas sino también de revistas aparecidas en Internet y periódicos comunes y corrientes. La prensa amarilla era la que tenía titulares más truculentos: Abogado asesinado en un horripilante rito satánico; Cuerpos mutilados vuelven a la vida. Los artículos de Internet eran más sobrios pero al mismo tiempo más desagradables, menos preocupados por la amenaza de ser acusados de difamación:
Bebé secuestrado es brutalmente asesinado en una misa de magia negra; El culto a los zombies provoca un infierno en las funerarias de Massachusetts.
Pero las voces más inquietantes eran, sin embargo, las aparentemente más tranquilas, los titulares lúgubres y casi asépticos de la prensa normal: Homicidio vinculado a acusaciones de brujería; Los familiares alegan la presencia de cadáveres resucitados. Revisé el nombre de los periódicos en los que habían aparecido los artículos: The Boston Globe, The New York Times, incluso The Washington Post. No eran noticias de primera plana, pero un poco más atrás aparecía mi historia, y mi nombre, salpicado en las publicaciones de los medios más importantes de la nación.
– Todavía están afuera. -Cortez me arrancó la cortina de la mano y la dejó caer, ocultando de mi vista los papeles-. No son muchos, pero no te recomiendo que saquemos el coche. Seguramente los Nast han asignado a alguien para que vigilara la casa, y no queremos que ellos nos sigan.
– Decididamente no.
– Puesto que debemos pasar por la casa de Margaret Levine, te sugiero que caminemos hasta allí, lo hagamos a través del bosque y nos llevemos prestado su coche.
– Si es que nos lo presta. ¿Y qué hay de tu coche alquilado… o de tu motocicleta? La dejamos en la funeraria. Habría qué llamar a un remolque y…
– Ya lo he hecho.
– Bien. ¿La llevaron a un lugar seguro?
El dudó un momento y luego dijo:
– Yo no estaba allí cuando llegaron. ¿Podrías avisar a Savannah? Llamé a su puerta, pero tiene la música a todo volumen no me debe de haber oído, y no me animé a entrar.
– ¿Lo que quieres decir es que tu moto no estaba allí? ¿Que alguien la robó?
– Eso parece. No importa. La policía ya ha sido informada y, si eso no resulta, igual tengo una excelente póliza de seguros.
– Mejor así. Lo siento. Debería de haber pensado… Ayer olvidé por completo lo de tu moto.
– Teniendo en cuenta todo lo que pasó, la motocicleta era la menos importante de mis preocupaciones. Tú sugeriste que volviéramos a buscarla antes de venir aquí, y yo decidí que no, así que es absolutamente culpa mía. Ahora, si llamas a Savannah…
– Lo lamento tanto. Deberías habérmelo mencionado. Dios, qué mal me siento.
– Que es precisamente la razón por la que no te dije nada. Comparado con lo que tú has perdido estos últimos días y lo que estás dispuesta a perder, yo tenía seguro y puedo reemplazarla. -Consultó su reloj-. Debemos irnos ya. Busca a Savannah y reúnete conmigo junto a la puerta de atrás.
Suavemente me apartó de su camino y se dirigió a la cocina para recoger sus papeles. Estaba a punto de seguirlo cuando las campanas del reloj dieron las seis, y eso me recordó que de veras teníamos que apurarnos; la tienda de Salem que vendía algunos de los materiales necesarios para la ceremonia de Savannah cerraba a las nueve.
Llamé a la puerta de Savannah.
– Un segundo -gritó. La música cesó, seguida por el sonido de la puerta y varios cajones de la cómoda que se abrían y cerraban. Por último, abrió la puerta y me entregó una bolsa de plástico de compras.
– Sostén esto -dijo, después tomó su cepillo y se lo pasó por el pelo-. He descubierto cómo llegar adonde queremos sin que nos vean. Debería haberlo pensado más temprano, pero lo olvidé.
– ¿Qué es lo que olvidaste?
Ella señaló la bolsa.
– Eso.
La abrí y solté un grito.