Ni en el infierno hay furia como la de un cincuentón despechado

Abrí resueltamente la puerta principal y salí al porche. Una videocámara giró para darme la bienvenida.

– ¿Qué está pasando? -pregunté.

El hombre de la videocámara dio un paso atrás para encuadrarme en su visor. No, no era un hombre, sólo un chico, tal vez de diecisiete o dieciocho años. Junto a él estaba otro muchachito de más o menos la misma edad, bebiendo Gatorade. Los dos vestían de negro y con ropa varias tallas más grandes, con camisetas enormes y gorras de béisbol echadas hacia atrás, botas de combate y pantalones caídos casi hasta los pies.

En el extremo opuesto del jardín, lo más lejos posible de los jóvenes cinéfilos, dos mujeres de mediana edad se encontraban de pie ataviadas con vestidos propios de maestras de escuela antiguas confeccionados con feas telas estampadas. A pesar del día caluroso de junio, las dos usaban rebecas desgastadas de tanto lavado. Cuando me di la vuelta para mirar a las mujeres, dos hombres cincuentones salieron de una furgoneta aparcada muy cerca, los dos con trajes grises de una talla que no era la suya y tan gastados como los vestidos de las mujeres. Se acercaron a ellas y las flanquearon, como para proporcionarles protección.

– Allí está ella -susurró una de las mujeres con voz bastante alta a sus compañeros-. La pobrecita.

– Por favor -dije-, no pasa nada- Aprecio el apoyo que me dan, pero…

Callé al darme cuenta de que no me miraban a mí. Me di la vuelta y vi a Savannah junto a la puerta.

– Está bien, preciosa-gritó un hombre-. No te asustes. Estamos aquí para ayudarte.

– ¿Para ayudarme? -Preguntó ella entre mordisco y mordisco a un bizcocho-. ¿Ayudarme a qué?

– Ayudarte a salvar tu alma inmortal.

– ¿Eh?

– No temas -intervino la segunda mujer-. No es demasiado tarde. Dios sabe que eres inocente, que te han llevado a pecar contra tu voluntad.

Savannah puso los ojos en blanco.

– Oh, por favor. ¡Llévensela de aquí!

Empujé a Savannah hacia el interior de la casa, cerré la puerta y me quedé fuera.

– Miren -dije-, no es mi intención negarles su libertad de expresarse, pero no pueden…

– Sabemos lo de la Misa Negra -dijo el muchachito sin la cámara-. ¿Podemos verla?

– No hay nada que ver. Fue una broma macabra, eso es todo.

– ¿Realmente mató usted a un par de gatos? ¿Los desolló y los cortó en pedacitos?

– Alguien mató tres gatos -expliqué-. Y espero que encuentren a la persona responsable.

– ¿Qué me dice del bebé? -preguntó su amigo, el de la cámara.

– ¿El bebé?

– Sí. He oído decir que encontraron partes que no pudieron identificar y que piensan que pertenecen al bebé que desapareció de Boston y…

– ¡No! -Grité, y mi voz sonó punzante en el silencio de la calle-. Encontraron gatos, nada más. Si quieren obtener más información, les sugiero que se pongan en contacto con la policía de East Falls o la policía estatal, porque yo no tengo nada más que añadir. Mejor aún, ¿qué les parece si yo misma llamo a la policía y los acuso de allanar mi propiedad? Porque así se llama esto, como sin duda saben.

– Debemos hacer lo que nuestra conciencia nos dicta -dijo el segundo hombre con la voz grave de un orador-. Nosotros representamos a la Iglesia de la Salvación Bendita de Cristo y nos hemos comprometido a luchar contra el mal en todas sus formas.

– ¿En serio? -le interrumpí-. Entonces deben de tener la dirección equivocada. Aquí no hay ningún mal. Prueben en algún otro lugar. Estoy segura de que encontrarán algo que valga la pena denunciar.

– Ya lo hemos encontrado -dijo una de las mujeres-. La Misa Negra. Una perversión del rito más sagrado de la Cristiandad. Sabemos lo que esto significa. Y otros también lo sabrán y también vendrán y se unirán a nosotros.

– ¿Ah sí? Caramba, lástima que se me hayan terminado el café y las rosquillas para tanto invitado. Detesto ser una mala anfitriona.

El jovencito dejó caer la videocámara. Cuando se tambaleó hacia adelante, levanté la vista y vi a Savannah espiando por entre las cortinas. Me sonrió y después levantó una mano y el muchachito se sacudió hacia atrás y cayó sobre el césped.

– Eso no tiene nada de gracioso -dije y fulminé con la mirada al adolescente mientras luchaba por ponerse de pie-. No pienso quedarme aquí parada y que alguien se mofe de mí cayéndose de culo. Si tienes algo que decirme, habla con mi abogado.

Entré en la casa hecha un basilisco y di un portazo.

Savannah estaba tendida en el sofá, muerta de risa.

– Estuviste fantástica, Paige.

Crucé la habitación y corrí las cortinas.

– ¿Qué demonios crees que estabas haciendo?

– Oh, ellos no se dieron cuenta de que fui yo. Por favor, sonríe un poco. -Espió por debajo de las cortinas. -Ahora se está mirando los cordones de los zapatos, como si se hubiera tropezado con ellos o algo así. Los humanos son tan estúpidos.

– Deja de decir eso. Y aléjate de esa ventana. Me propongo no prestarles atención y preparar la cena.

– ¿No comemos afuera?

– ¡No!

Terminamos saliendo a comer.

Y no fue porque Savannah me hubiera insistido. Mientras descongelaba el pollo para la cena no hacía más que pensar en la gente que estaba en mi jardín y, cuanto más pensaba en ellos, más me enfadaba. Y cuanto más me enfurecía, más decidida estaba a no permitir que ellos me trastornaran… o, por lo menos, a que no supieran que me habían trastornado. Si yo quería salir a comer, no me lo impedirían. En realidad, no tenía ganas de comer fuera, pero una vez que tomé la decisión, la mantuve sin vacilar, aunque sólo fuera para dejar bien clara mi actitud.

Nadie hizo nada para evitar que subiésemos al coche. Los adolescentes filmaron nuestra salida, como si esperaran que mi coche se transformara en un palo de escoba y levantáramos el vuelo. Los salvacionistas ya se habían retirado a su furgoneta antes de que llegáramos a la esquina. Seguro que nuestra escapada les vino muy bien para poder sentarse.

Savannah decidió que quería comprar comida para llevar en el Golden Dragón. Ese restaurante chino local era gestionado por Mabel Higgins, quien jamás había puesto un pie fuera de Massachusetts en toda su vida y, a juzgar por su manera de cocinar, jamás había abierto un libro de cocina asiática. Su idea de la cocina china era, básicamente, el chop suey norteamericano: macarrones y carne picada. Por desgracia, aparte de la pastelería, el Golden Dragón era el único restaurante en East Falls. La pastelería cerraba a las cinco, así que no me quedó más remedio que comprar también la cena en el Golden Dragón. Decidí pedir arroz blanco. Ni siquiera Mabel era capaz de arruinar un plato tan sencillo como ése.

Aparqué en la calle. En East Falls, casi todos los coches aparcan junto a la acera, sobre todo en el centro de la ciudad, donde todos los edificios son anteriores a la era del automóvil. Yo nunca llegué a dominar el aparcamiento en paralelo -prefiero caminar una manzana antes que intentarlo-, así que dejé el coche en un lugar vacío frente al supermercado, que también cerraba a las cinco.

– ¿No podrías haber aparcado un poco más cerca? -Protestó Savannah-. Estamos como a un kilómetro y medio del restaurante.

– Más bien a unos cien metros. Vamos, baja del coche.

Soltó un rosario de quejas, reproches y gimoteos, como si le estuviera pidiendo que recorriera más de treinta kilómetros en mitad de una nevada.

– Espera aquí, entonces -dije-. ¿Qué quieres que te traiga?

Me dio su pedido. Después le advertí que la encerraría en el coche, y así lo hice, tanto con el mando a distancia del automóvil como con hechizos.


* * *

Cuando regresaba al coche, me fijé en un 4 x 4 aparcado justo detrás de mi coche y aceleré la marcha. Sí, estaba paranoica. Sin embargo, como no había ningún otro vehículo estacionado en por lo menos media docena de espacios con respecto al mío, me pareció extraño, incluso alarmante. Mientras corría hacia mi coche, vi la cara del conductor del 4x4. No era Leah. Tampoco era Sandford.

Era Grantham Cary hijo.

– Fantástico -farfullé.

Reduje el paso y saqué las llaves de la cartera. En voz baja anulé los hechizos con que había protegido el automóvil y después accioné el control remoto para poder subir al coche sin detenerme el tiempo suficiente para que él se me acercara. Cuando estuve casi al lado del vehículo oí el ruido sordo del motor de su coche. Mantuve la vista fija en el mío, atenta al sonido de la puerta del suyo que se abría. En cambio, oí el golpeteo de su transmisión cuando él desplazó la palanca de cambios.

– Bien -me dije-, sigue adelante.

Por el rabillo del ojo lo vi retroceder para salir de su aparcamiento. Después avanzó hacia adelante, siempre hacia adelante, hasta estrellarse contra mi coche. Savannah salió volando contra el salpicadero.

– ¡Hijo de puta! -grité, dejé caer la bolsa con la comida para llevar y eché a correr hacia el vehículo.

Cary giró y aceleró a fondo.

Corrí hacia la puerta del acompañante y la abrí de par en par. Adentro, Savannah trataba de detener con las manos la hemorragia de su nariz.

– Estoy bien -dijo-. Sólo me he golpeado la nariz.

Tomé un puñado de pañuelos de papel de la caja que había detrás de su asiento y se los pasé, y después le examiné el puente de la nariz. No me pareció que se lo hubiera roto.

– Estoy bien, Paige. En serio. -Se miró la camiseta con manchas de sangre-. ¡Mierda! ¡Mi camiseta nueva de Gap! ¿Te has fijado en el número de la matrícula? Ese tipo va a tener que pagarme la camiseta.

– Va a tener que pagar mucho más que tu camiseta. Y no necesito tener el número de su matrícula. Sé quién era.

Saqué el teléfono móvil, llamé a la operadora y pedí que me pusiera con la policía.


– No dudo que haya sido Cary -dijo Williard-. Lo que te pregunto es si puedes probarlo.

De los tres asistentes del sheriff de East Falls, Travis Willard era el que yo esperaba que mandaran. Era el asistente más joven de la ciudad -apenas unos años mayor que yo- y el más agradable del grupo. Su esposa Janey y yo habíamos participado juntas en varias asociaciones benéficas, y era una de las pocas personas de la ciudad que me hacía sentir a gusto en ella. Ahora, sin embargo, comencé a dudar de si era realmente sensato llamar a la policía.

Willard se sentó conmigo en mi coche, y todos los que pasaban junto a nosotros se fijaban y nos observaban. Apenas doce horas antes la policía había encontrado un altar satánico detrás de mi casa y, sin duda, esa noticia se había propagado por la ciudad antes del mediodía. Ahora, al verme hablando con un policía, era evidente que volverían a correr rumores con nuevas especulaciones. Como si eso ya no fuera suficientemente malo, comencé a caer en la cuenta de que acusar a un miembro respetado de la ciudad de haberme golpeado con su coche para darse después a la fuga no resultaba nada fácil de creer.

– Alguien debe de haberlo visto -dijo Savannah-. Había gente alrededor.

– Y ninguna de esas personas se quedó cerca para cumplir con su deber cívico -agregué-. Pero se necesitan pruebas… No causó un gran destrozo, pero sí que ha rayado la pintura de mi coche. ¿No puedes revisar su 4 x 4?

– Sí puedo -respondió Willard-. Y si llego a encontrar pintura plateada en su parachoques puedo pedirle al sheriff Fowler que solicite una prueba de laboratorio y él se reirá en mi cara. No intento ponértelo difícil, Paige. Lo que te sugiero es que quizá ésta no es la manera en que debes llevar este asunto. He oído que ayer tuviste una discusión con Cary en la pastelería.

– ¿Ah sí? -Dijo Savannah-. ¿Qué sucedió?

Willard giró la cabeza hacia el asiento de atrás y le pidió que se bajara un momento del coche. Cuando lo hubo hecho, él volvió a mirarme.

– Sé que fue contra ti. Ese tipo es un… -Willard se detuvo y sacudió la cabeza-. Trata de tirarse a todas las chicas bonitas que hay en la ciudad. Si hasta intentó seducir a Janey cuando ya estábamos casados. Yo podría haberle… -Otra vez sacudió la cabeza-. Pero no lo hice. No hice nada. Algunas cosas acarrean más problemas de lo que valen.

– Lo entiendo, pero…

– No te preocupes por el coche. Para tu compañía de seguros lo registraré como un choque cuyo autor se dio a la fuga. Y es posible que le haga una visita a Cary y le dé a entender que debería pagar los daños.

– No me importan esos daños… Sólo es un coche. Lo que me cabrea es el hecho de que Savannah se encontrara dentro. Podría haber salido volando por el parabrisas.

– ¿Crees que Cary sabía que ella estaba allí?

Vacilé un momento y después negué con la cabeza.,

– Eso es lo que también supongo yo -dijo Willard-. No podría haberla visto por encima del asiento. Pasaba por aquí, vio tu coche y aparcó detrás pensando que estaba vacío. Cuando te vio caminar hacia el vehículo, se estrelló contra la parte de atrás de tu coche. Un tarado, como te dije. Pero no lo es tanto como para hacer daño a propósito a una cría.

– De modo que no harás nada.

– Si insistes, tendré que presentar un informe, pero te advierto que…

– Está bien. Lo comprendo.

– Lo lamento, Paige.

Me puse el cinturón de seguridad y le hice señas a Savannah de que subiera al coche.

Siguiente parada: el 52 de Sprice Lañe, hogar del señor y la señora Grantham Cary hijo.

Los Cary vivían en una de las mejores casas de East Falls. Era una de las cinco etapas del paseo anual entre jardines de East Falls. No porque su jardín fuera espectacular; de hecho era bastante vulgar y ella tendía a podar en exceso los arbustos y a cultivar rosas con nombres de fantasía y ninguna fragancia. No obstante, cada año la finca participaba del recorrido, y cada año la gente de East Falls pagaba su entrada para recorrer la casa y sus jardines. ¿Por qué? Porque cada año Lacey contrataba a un decorador de primera línea para que redecorara una habitación de la casa, que entonces establecía el estándar de esa temporada para el diseño de interiores en East Falls.

– ¿Te parece una buena idea? -preguntó Savannah.

– Nadie lo va a hacer por nosotras.

– Mira, estoy a favor de patearle el trasero a ese individuo, pero hay otras maneras, y lo sabes. Mejores maneras. Yo podría lanzarle un hechizo que…

– Nada de hechizos. No quiero venganza. Lo que quiero es justicia.

– Un buen hechizo de piojos sería justicia.

– Quiero que él sepa lo que hizo.

– Entonces le mandaremos una postal que diga: «piojos por cortesía de Paige y Savannah».

Subí los escalones del porche y estrellé la aldaba en forma de querubín contra la puerta de madera. En el interior de la casa se oyeron unos pasos. Una cortina se movió. Una serie de voces murmuraron algo. Entonces Lacey abrió la puerta.

– Me gustaría hablar con Grantham, por favor -saludé con toda la cortesía que fui capaz de demostrar.

– No está aquí.

– ¿Ah, no? Qué extraño. Veo su 4 x 4 en el jardín. Parece que se le ha rayado el parachoques delantero.

El rostro quirúrgicamente estirado de Lacey permaneció imperturbable.

– Yo no sé nada de eso.

– Mira, por favor, ¿podría hablar con él? Esto no tiene nada que ver contigo, Lacey. Sé que está aquí. Este es su problema. Deja que él le haga frente.

– Voy a tener que pedirte que te vayas de aquí.

– Ha estrellado su coche contra el mío. A propósito. Savannah estaba dentro.

Ni un asomo de reacción.

– Voy a tener que pedirte que te vayas ya mismo.

– ¿Me has oído? Grantham se estrelló contra mi coche.

– Te equivocas. Si lo que intentas es hacer que nosotros paguemos los daños…

– ¡No me importa el coche! -Exclamé mientras arrastraba a Savannah cerca de esa mujer mostrándole su nariz y su camiseta ensangrentadas-. ¡Este es el daño que me importa! Ella apenas tiene trece años.

– A los chicos les sangra la nariz todo el tiempo. Si te propones llevarnos a juicio…

– ¡No quiero demandaros! Quiero que él venga y vea lo que ha hecho. Eso es todo. Sácalo de ahí adentro para que yo pueda hablarle.

– Tendré que pedirte que te vayas de mi casa.

– Deja de protegerlo, Lacey. No se lo merece. Ese hombre no hace más que acosar…

No seguí. Mi problema era con Grantham, no con Lacey, y por mucho que me hubiese gustado decirle a Lacey a qué otra cosa se dedicaba su marido, no era justo. Además, lo más probable era que ella ya lo supiera. No podía rebajarme a algo tan mezquino y tan rastrero como aquello.

– Dile que esto no ha terminado -añadí y después me di media vuelta y bajé por los escalones del porche.

Al acercarme al coche me di cuenta de que Savannah no estaba detrás de mí. Giré y la vi frente a la casa. En el interior, las luces se encendían y se apagaban. El televisor atronaba con su sonido, se apagaba y luego volvía a atronar.

– ¡Savannah! -mascullé entre dientes.

Una de las cortinas del piso principal se abrió y Lacey espió nuestra marcha. Savannah levantó la vista y movió los dedos. Después corrió hacia mí.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -le pregunté.

– Sólo una advertencia -sonrió-. Una advertencia amistosa.


* * *

Cuando llegamos a casa, los adolescentes filmaban el gato negro de mi vecino. No les presté atención y metí el coche en el garaje.

Mientras Savannah volvía a calentar su cena, escuché los mensajes del contestador y devolví las llamadas a varias amistades de Boston que habían visto en los informativos lo que me había pasado. ¿Mi altar satánico había aparecido en los telediarios de Boston? Cada una de esas personas me aseguró que sólo se había tratado de una mención al cambiar un canal, pero eso no me hizo sentir mejor.

Los adolescentes se fueron a las diez menos cuarto, probablemente a la hora de su toque de queda. El cuarteto de los de más edad se quedó, turnándose para sentarse en la furgoneta y montando guardia en mi jardín. No llamé a la policía; eso solo habría logrado despertar más atención hacia mi persona. Si yo no reaccionaba, los salvacionistas muy pronto se cansarían lo suficiente como para volver a sus casas, dondequiera que estuvieran.

Me fui a acostar a las once. Sí, triste pero cierto. Yo era joven, soltera y me acostaba a las once de un sábado por la noche, como lo había hecho casi todas las noches durante los últimos nueve meses. Desde la llegada de Savannah he tenido que luchar para mantener incluso a mis amistades. Salir con hombres queda descartado; Savannah es muy celosa de mí tiempo y de mi atención. O, dicho más exactamente, no le gusta no tenerme cerca cuando se le antoja. Como he dicho, la estabilidad era una de las pocas cosas que yo podía ofrecerle, así que no intenté cambiar nada en ese aspecto.

Antes de acostarme, espié a través de la cortina de la ventana. Dos hombres seguían de pie en el jardín delantero, con dos mujeres en un automóvil cercano, pero tanto los rostros como el vehículo habían cambiado. ¿Se iban relevando? Maravilloso.

Esa noche pasé demasiado tiempo reflexionando acerca de Cary. Como si enfrentarme a una batalla por una custodia y a un altar satánico no fuera suficiente, ahora me acechaba un abogado en plena crisis de la madurez. ¿Qué hacía yo para meterme en todos estos líos? Quizá humillar públicamente a Cary no era la mejor idea que había tenido jamás, pero ¿cómo iba a adivinar que él se vengaría como un muchachito de dieciséis años, rechazado por una chica en el baile de gala del colegio?

Estaba también Travis Willard. Willard me gustaba, y eso hacía que su actitud de escurrir el bulto me resultara mucho más grave. Si él no podía apoyarme contra Cary, ¿entonces quién lo haría? Yo podría alegar que East Falls era una ciudad pequeña típica, insular y protectora, pero crecí en una comunidad pequeña y aquello no se parecía a lo que sucedía aquí. Si tan sólo las Hermanas Mayores me dieran permiso para marcharme… Pero eso me llevaba a una nueva línea de pensamientos y ya había tenido suficiente como para que mis cavilaciones me duraran toda la noche.


* * *

Todo estaba tranquilo a la mañana siguiente; nada sorprendente, porque era domingo y estábamos en East Falls. A las nueve de la mañana sonó el timbre del teléfono. Me fijé en el identificador de llamadas: ponía PRIVADO. Cuando alguien evita que se vea su identidad, es bastante probable que no se trate de alguien con quien uno desea hablar.

Dejé que el contestador registrara su llamada y puse la tetera sobre el fuego. El que llamaba cortó la comunicación.

Diez minutos después, el teléfono volvió a sonar. Otro vez una persona misteriosa. Bebí mi té y esperé que colgara. En cambio, el que llamaba me dejó un mensaje que parecía enviado desde un móvil.

– Paige, soy Grant. Quiero hablar contigo sobre lo de anoche. Estaré en la oficina a las diez.

Cogí el auricular, pero él ya había colgado. Barajé mis opciones; después tiré el resto de mi té al fregadero y avancé por el pasillo hacia el dormitorio de Savannah.

– ¿Savannah? -Llamé a la puerta-. Es hora de levantarse. Tenemos que hacer unos recados.


Загрузка...