Un zorro en el gallinero

Llegué a la puerta de la sala de reuniones justo en el momento en que Cortez comenzaba a hablar.

– Señoras -empezó-. Ante todo, les pido disculpas por interrumpir su reunión.

Un abucheo colectivo ahogó sus palabras cuando dieciocho brujas se dieron cuenta de que estaban en presencia de un hechicero. ¿Y qué hicieron? ¿Echarle un maleficio? ¿Lanzarle hechizos de repulsa? Para mi incomodidad -y mi vergüenza-, se armó un gran revuelo y todas se pusieron a hablar entre ellas como un puñado de gallinas que ven a un zorro en el gallinero. ¡Brujas de primer nivel, brujas con cincuenta años de experiencia en lanzar hechizos, acobardándose frente a un hechicero de veinticinco años! Sólo Savannah permaneció donde estaba, sentada sobre la mesa de los pasteles.

– ¿Usted de nuevo? -dijo-. Por lo visto no sabe entender una indirecta, ¿verdad?

– Él es un… -tartamudeó Therese-. Es un…

– Un hechicero -dijo Savannah-. ¿Y qué?

– Lucas Cortez -se presentó él mientras se dirigía al frente del salón-. Como ustedes saben, Paige se enfrenta a un recurso de custodia y, por culpa de esa situación, ahora se ve implicada en una investigación por homicidio. Con el fin de impedir futuros procedimientos legales y de proteger también la reputación de Paige, debo pedirles varias cosas a cada una de ustedes.

A esas alturas yo podría haberlo interrumpido para dejar bien claro que él no era mi abogado. Pero no lo hice. Todavía seguía dolida por el rechazo del Aquelarre. Tal vez si ellas pensaban que yo me había visto obligada a aceptar ayuda externa -y nada menos que la ayuda de un hechicero-, cambiarían de idea. Y quizá, sí, quizá a una pequeña parte dentro de mí le gustaba ver a las Hermanas Mayores en un brete.

Cortez colocó su bolso sobre la mesa.

– Supongo que no tendrán un retroproyector, ¿no?

Nadie contestó. Nadie se movió siquiera. Savannah se bajó de un salto de la mesa, atravesó la habitación, le entregó un marcador y le señaló un tablero. Entonces regresó a la mesa de los pasteles, sonriendo, y me guiñó un ojo antes de instalarse allí nuevamente.

Tendría que hablar con Savannah y decirle que no estaba bien disfrutar del malestar de otras personas. Aunque confieso que la situación me resultó bastante cómica: Cortez de pie, escribiendo su lista y explicando cada uno de sus puntos, tan serio y decidido, mientras todas las brujas del Aquelarre lo observaban boquiabiertas. Todas ellas parecían repetirse mentalmente: «¿Un hechicero? ¿Es realmente un hechicero?»

– ¿Alguna pregunta? -dijo Cortez después de su presentación.

Silencio.

Megan, de once años, la neófita más joven, levantó una mano.

– ¿Es usted un hechicero malo?

– Me falta perfeccionarme en los hechizos de primer orden, pero, aun a riesgo de resultar pedante, debo decir que hay hechiceros peores que yo.

Tosí para disimular la risa.

– El señor Cortez tiene razón -intervino Abby-. Todas debemos unirnos y ayudar a Paige en lo que podamos.

Silencio. Silencio total.

– ¿Qué tal? -murmuré en voz muy baja.

– Cortez -susurró Sophie Moss, quien a los noventa y tres años era la bruja de más edad del Aquelarre y estaba sucumbiendo vertiginosamente al Alzheimer-. Yo conocía a un Cortez. Benicio Cortez. Allá por el setenta y dos, no, el setenta y nueve. El asunto de Miami. Horrible… -Calló, parpadeó, frunció el entrecejo y después miró a Cortez-. ¿Quién eres tú, muchacho? Ésta es una reunión privada.

Y con ese comentario, revelador de una gran agudeza mental, la reunión llegó a su fin.


* * *

Cuando se levantó la sesión, Savannah se acercó a Cortez mientras las demás brujas se tropezaban entre sí para alejarse lo más posible de él. Yo me dirigía hacia ellos cuando las Hermanas Mayores me abordaron.

– ¡Esto es inaudito! -Exclamó Victoria-. Tu madre se debe de estar retorciendo en su tumba. Contratar a un hechicero…

– No lo he contratado -respondí-. Pero debo reconocer que estoy pensando hacerlo. Al menos, alguien se ofrece a ayudarme.

– ¿Un hechicero, Paige? -Preguntó Margaret-. Realmente, me sorprende muchísimo que hagas esto contra nuestra opinión. El simple hecho de hablar con un hechicero se opone a la política del Aquelarre y es obvio que es lo que has estado haciendo. -Miró hacia el frente del salón, donde Savannah charlaba con Cortez-. Y permites que mi sobrina haga lo mismo.

– Eso se debe a que tu sobrina no está recibiendo ninguna ayuda de su tía -contesté.

Therese me hizo señas para que bajara la voz. No lo hice.

– Sí, he hablado con él. ¿Por qué? Porque es la única persona que se ha ofrecido a ayudarme. Hoy me ha sacado de la cárcel. Vosotras tres ni os molestasteis en enviar a Margaret a la comisaría para asegurarse de que Savannah estuviera a salvo. Yo no soy la clase de persona a quien le gusta pedir ayuda, pero os la estoy pidiendo ahora.

– No necesitabas un hechicero.

– No, necesito la ayuda del Aquelarre.

– Deshazte del hechicero -ordenó Victoria.

– Si lo hago, ¿me ayudaréis?

– No te estoy proponiendo un trato -respondió ella-. Te estoy dando una orden. Deshazte de él… ahora.

Y con esas palabras se dio media vuelta y se fue, seguida por las otras dos.

Cortez se materializó junto a mi hombro.

– ¿No le interesaría reconsiderar mi ofrecimiento? -murmuró.

Vi que las Hermanas Mayores nos observaban. La mirada feroz de Victoria me ordenaba librarme de Cortez. La necesidad imperiosa que sentí de hacerle un gesto obsceno fue casi abrumadora. En cambio, me conformé con hacerle una especie de equivalente metafórico.

– Tiene razón -le dije a Cortez en voz bien alta-. Deberíamos hablar. Ven, Savannah, nos vamos.

Y le hice señas a Cortez para que nos siguiera.

Fuimos al Starbucks de Belham, por supuesto, en coches separados. Después de aparcar, Cortez ocupó el lugar delante de mí y se las ingenió para estar junto a mi puerta antes de que yo quitara la llave. No intentó abrirme la puerta, pero cuando yo lo hice, me la sostuvo mientras me bajaba.

Para Savannah pedí un chocolate caliente pequeño. Ella cambió el pedido por un café moca. Yo se lo rebajé a un café moca pequeño descafeinado. Ella negoció un brownie con chocolate y cerramos trato. En ese sentido, las cosas se me estaban haciendo más fáciles y, justo ahora, Kristof Nast quería arruinármelo todo. ¡Qué injusto!

Aunque el lugar no estaba precisamente lleno a las nueve y media de la noche de un domingo, Cortez optó por un salón lateral donde los empleados ya habían puesto las sillas sobre las mesas. Cuando entramos, la cajera se inclinó sobre el mostrador, y un cuarto de kilo de collares y amuletos golpearon la encimera.

– Esa sección está cerrada -dijo.

– Dejaremos todo bien ordenado cuando terminemos -fue la respuesta de Cortez, quien nos condujo a la mesa más alejada. Una vez sentados, le dijo a Savannah-: Me temo que ésta va a ser una de esas conversaciones muy aburridas. Allí hay revistas. -Abrió su billetera-. ¿Puedo comprarte alguna para que leas?

– Buen intento -dijo ella y tragó una bocanada de crema batida.

– Está bien. Entonces, revisemos la lista que te di.

– No la he traído.

– No hay problema. -Apoyó su bolso sobre la mesa-. Tengo otras copias.

– Maravilloso -dijo ella y tomó el billete de cinco dólares que él tenía en la mano-. No sé por qué te has molestado si no vamos a contratarte. Si quisiéramos tener un abogado hechicero, yo podría conseguir uno de mucha más edad y mucha más experiencia que tú.

– Lo recordaré.

Mientras observaba a Savannah comprar una revista, Cortez se puso a hojear los papeles. Solo cuando ella se instaló en otra mesa, fijé mi atención en él.

– Muy bien -empecé-. ¿Usted quiere convencerme de que está de mi parte? Olvídese de las listas. Dígame todo lo que sepa acerca de las Camarillas. Y quiero decir todo.

– ¿Todo? -Consultó su reloj-. Creo que este local cierra dentro de un par de horas.

– Tiene treinta minutos -dije-. Adelante.

Lo hizo. Yo había supuesto que me daría tan sólo algunos datos y confiaría que eso bastaría para hacerme callar. En cambio, me lo contó literalmente todo, e incluso me dibujó diagramas y mapas, me mostró una lista de figuras clave, etcétera.

En resumen, prácticamente todo lo que yo había oído decir acerca de las Camarillas era verdad. Las Camarillas eran grupos establecidos desde hacía mucho y formados alrededor de una familia central de hechiceros, algo así como un negocio familiar, pero más parecidos a la Mafia que a una asociación de vecinos. Esa comparación es mía, no de Cortez; él en ningún momento mencionó a la Mafia, aunque los paralelismos eran evidentes. Ambas eran organizaciones familiares ultrasecretas. Ambas exigían una lealtad completa de sus integrantes, reforzadas por amenazas de violencia. Ambas mezclaban actividad delictiva con empresas legítimas. Cortez no trató de minimizar las partes más siniestras, sencillamente las describió como un hecho y siguió adelante.

Sin embargo, estructuralmente, una Camarilla tenía más de Donald Trump que de Al Capone. En el vértice superior estaba el CEO, el cabeza de la familia de hechiceros. A continuación venía la junta de directores, compuesta por la familia del CEO, en la que el poder iba de hijos a hermanos a sobrinos y a primos. En los escalones inferiores se encontraban los hechiceros que no pertenecían a la familia, semidemonios, nigromantes, chamanes…, todo aquél a quien la Camarilla pudiera contratar. Pero nada de hombres lobo ni vampiros. Según Cortez, las Camarillas tenían políticas muy estrictas que impedían contratar a cualquier ser sobrenatural capaz de equivocarse y confundirlos con su almuerzo.

En una Camarilla todos los miembros, los importantes y los que no lo eran tanto, tenían las mismas metas: ganar dinero y poder para la Camarilla. Cuantos más negocios hacían, más rápido escalaban posiciones. Cuanto más lucrativa era la compañía, más bonos y opciones de acciones recibían los empleados a fin de año. Sí, los integrantes de una Camarilla figuraban en la Bolsa de Valores de Nueva York. Podría ser una buena inversión, sobre todo si a uno no le importaba que los dividendos llevaran consigo un poco de sangre.

En apariencia, las Camarillas daban la impresión de ser más benignas que la Mafia: nada de coches bomba ni de tiroteos. Los hechiceros no eran maleantes comunes y corrientes. Nada de eso; eran hombres de negocios serios. Si uno llegaba a traicionar a su Camarilla, la organización no pondría una bomba en su casa ni mataría a su familia. En cambio, haría que un semidemonio incendiario le prendiera fuego al lugar y lo hiciera parecer un accidente eléctrico. Después, un nigromante torturaría a su familia hasta conseguir que la persona en cuestión le diera a la Camarilla lo que ellos querían. Cortez no me lo describió así, pero sí me dijo lo suficiente como para permitirme leerlo entre líneas.

Si todo esto era cierto, ¿por qué el consejo interracial no hacía algo al respecto? Ahora entendía la preocupación de Robert Vasic.

– ¿Qué papel desempeña Leah en todo esto? -pregunté.

– Sólo un miembro de la Camarilla Nast podría responder esa pregunta con total certeza. Cualquier información que yo le diera estaría basada puramente en rumores, y prefiero limitarme a los hechos.

– Me conformaré con lo que sabe de oídas. ¿Qué es lo que ha oído decir?

– Bueno, no me siento cómodo con…

– Entonces permítame que yo empiece. Leah y un hechicero llamado Katzen idearon un modo de secuestrar a seres sobrenaturales, Katzen como informante y Leah como cautiva. Su plan era que Katzen señalara a los sobrenaturales más poderosos, dejar que los humanos corrieran el riesgo de capturarlos y contenerlos. Una manera barata de reclutar sobrenaturales para la Camarilla Nast…

– No estaban trabajando para ninguna Camarilla; eso sí lo sé con seguridad. Se supone que intentaban montar su propia organización, una versión reducida de una Camarilla.

– Continúe.

Él dudó un momento, y luego dijo:

– Se dice que Leah se acercó a la Camarilla Nast después de que usted matara a Katzen.

Reprimí una negativa. Yo no había matado a Katzen… Sólo había contribuido a las circunstancias que condujeron a su muerte. Pero quizá no me vendría mal que ese hechicero pensara que yo era capaz de matar a alguien de su clase.

Cortez continuó:

– Desde hace años ha habido rumores acerca de la paternidad de Savannah, aunque Kristof no pudo localizar a la pequeña o, tal vez, no quiso que cayera sobre él la ira de Eve al interferir en la vida de ambas. Con Eve fuera del mapa, Leah le brindó su ayuda para encontrar a Savannah.

– ¿De modo que usted piensa que Nast realmente es su padre?

– No lo sé, y creo que eso tiene poca relación, si es que tiene alguna, con el caso. Los Nast quieren a Savannah… Eso es lo único que importa.

Bebí un sorbo de mi té.

– ¿En qué medida ese tal Kristof es un ser perverso? Bueno, quiero decir, tal vez usted no lo considere «malo», pero… ¿hasta qué punto es un criminal?

– Entiendo el concepto del bien y del mal, Paige. La mayor parte de los hechiceros también lo entienden, pero sencillamente eligen el bando equivocado. Entre los hechiceros, la reputación de Kristof Nast goza de un término medio, lo que significa que usted debería considerarlo un hombre peligroso. Como heredero de la Camarilla Nast, cuenta con el respaldo de infinidad de recursos.

Me eché hacia atrás y sacudí la cabeza.

– Por lo menos ahora sé de dónde viene el mito de los illuminati.

– Si surge de las Camarillas, las conexiones son, en el mejor de los casos, muy débiles. Se creía que los illuminati eran un grupo secreto de hombres poderosos que empleaban medios sobrenaturales para derrocar al gobierno. El interés de un miembro de una Camarilla en la política es mínimo y mucho más mundano. Sí, existen integrantes de las Camarillas en el gobierno, pero sólo para apoyar políticas fiscales que benefician a su organización. Todo está relacionado con el dinero. Recuerde siempre eso, Paige: los que pertenecen a una Camarilla no hacen nada contra sus propios intereses financieros. No son los illuminati ni la Mafia sobrenatural ni el culto satánico. No cometen asesinatos rituales. No secuestran, ni violan, ni matan a niños…

– Oh, de acuerdo, Savannah tiene trece años, así que técnicamente no es una niña.

Prosiguió sin alterar la serenidad de su discurso.

– Lo que quiero decir es que no responden a la descripción clásica de un culto satánico, en el sentido de que no secuestran chicos con finalidades rituales. Para la Camarilla, Savannah sólo significa ganancias. Atienda siempre al balance final y entonces estará más preparada para enfrentarse a los de las Camarillas.

Consulté mi reloj.

– Sí, lo sé -dijo Cortez-. Se me acabó el tiempo.

Acabé mi té ya casi frío y me quedé mirando los diagramas trazados por Cortez. Y ahora, ¿qué? ¿Despedir de nuevo a Cortez? No le encontraba sentido; seguro que él volvería una vez más. Para ser sincera, era algo más que eso. Ese individuo me había ayudado. Me había ayudado de verdad.

Es un mundo triste éste en el que una bruja tiene que confiar en un hechicero necesitado de trabajo…, pero yo no podía perder más tiempo lamentándome acerca de cómo deberían ser las cosas. Cortez me estaba ofreciendo asistencia cuando nadie más quería hacerlo, y sería una tonta si volvía a rehusarla. No había encontrado ninguna prueba de que fuera otra cosa distinta a lo que aseguraba ser: un joven abogado dispuesto a tomar los casos más terribles para progresar en su carrera.

– ¿Cuánto me cobraría? -le pregunté.

Él tomó una hoja y pasó los siguientes minutos explicándome sus honorarios. Sus términos eran razonables y justos, con una garantía escrita de que cada cargo sería explicado de antemano y que no haría ningún trabajo que yo no hubiera aprobado antes.

– En cuanto tenga la sensación de que mis servicios ya no cumplen con sus expectativas, puede dar por terminado nuestro acuerdo -dijo-. Eso estará claramente estipulado en un contrato, que le sugiero haga examinar por otro profesional legal antes de firmarlo.

Al ver que yo vacilaba, plegó la hoja con su plan de honorarios por la mitad y me la pasó, y después puso su tarjeta comercial encima.

– Tómese esta noche para pensarlo. Si, entretanto, se le ocurren otras preguntas, llámeme, no importa qué hora sea.

Extendí las manos en busca del papel, pero él apoyó los dedos sobre él y me miró a los ojos.

– Recuerde, Paige, que yo puedo ofrecerle más que una asesoría legal normal. Ningún abogado humano que contrate entenderá la situación como lo hago yo. Más que eso, si necesitara una protección adicional, puede contar conmigo. Como le dije, tal vez no soy el hechicero más experimentado, pero puedo ayudarla, y estoy dispuesto a hacerlo. Creo que todo puede reducirse a eso.

– Ya lo sé.

Él asintió.

– Entonces la llamaré por la mañana.

Y con esas palabras, recogió sus papeles y se fue.


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