La puerta lateral estaba abierta, crucé el parque como una exhalación y entré en la casa.
Cuando entré, lo primero que vi fue el cuerpo de la nigromante Shaw. Estaba tendida hecha un ovillo al pie de una escalera angosta. Miré en todas direcciones antes de seguir avanzando. Desde el piso de arriba sonaron uno o dos pares de pisadas. Me arrastré hasta el cuerpo de Shaw. A juzgar por el ángulo de su cabeza, supuse que se había caído por la escalera y fracturado el cuello.
¿Qué ocurría allí? Yo sólo había estado ausente alrededor de una hora. Ahora Shaw estaba muerta. Nast se encontraba afuera y Sandford, con gran reticencia, buscaba a Savannah. Por lo que Sandford dijo, me pareció entender que Savannah tenía que ver con el origen de todo esto. Pero, ¿de qué manera? Cualquiera que fuera la explicación, necesitaba encontrarla antes de que lo hiciera alguien más.
Cuando comenzaba a alejarme de Shaw, la expresión de su cara me hizo frenar de golpe. Tenía los ojos tan abiertos que el blanco le rodeaba por completo el iris. Sus labios estaban curvados hacia atrás sobre los dientes. Y su expresión era de absoluto terror. Quizá en el momento de su muerte una imagen había aparecido de pronto en su mente, la de algún otro nigromante que le chupaba el alma desde la eternidad y se la arrojaba de vuelta a su cuerpo destrozado. No sería algo imposible.
Salté por encima del cuerpo de Shaw y comencé a subir la escalera. Estaba cerrada a ambos lados y el pasaje era tan estrecho que resultaba un misterio cómo podía Shaw haber caído por todos esos escalones sin quedarse atascada a mitad de camino. Sin duda, se trataba de una escalera trasera procedente de la cocina.
La escalera terminaba en una puerta abierta en el primer piso. Cuando yo había subido lo suficiente para ver más allá de la puerta, me detuve para observar mejor. La puerta se encontraba al final del pasillo del piso superior. En el otro extremo estaba la escalera principal, la que yo usaba cuando me hallaba allí. De las puertas de los seis dormitorios, una estaba abierta de par en par, dos se encontraban entreabiertas y las otras tres estaban cerradas.
– ¿Savannah? -llamó alguien.
Pegué un salto y enseguida reconocí la voz: Sandford.
– Savannah… Vamos, querida. Nadie te hará daño. Ya puedes salir. Tu padre está enfadado contigo.
Oh, sí, como si ésa fuera su principal preocupación. ¿Qué edad creía él que tenía Savannah? ¿Cinco años? ¿Que estaba escondida en un rincón, muerta de miedo de recibir una paliza?
Agucé el oído por si se oía algún otro ruido, pero no hubo ninguno. Excepto por la voz de Sandford y el crujido de sus zapatos, la casa estaba en silencio.
Al llegar al pasillo, oí un chasquido por encima de mi cabeza. Los zapatos de Sandford crujieron cuando se detuvo para escuchar. Una serie de pasos sonaron desde más arriba. Cerré los ojos mientras los seguía y después sacudí la cabeza. Eran demasiado pesados para ser de Savannah. Supuse que pertenecían a Antón o a alguna de las brujas que buscaban a Savannah en el ático.
La sombra de Sandford salió de una de las puertas abiertas cerca del otro extremo del pasillo. Me metí en otra habitación que estaba abierta y me oculté detrás de la puerta mientras él pasaba. Otra puerta más se abrió y luego se cerró. Los pasos se desvanecieron.
Miré lo que me rodeaba y descubrí que estaba en el cuarto de Greta y Olivia. La parte superior de la cómoda estaba desnuda, el ropero se encontraba abierto y vacío, salvo por un suéter que se había caído al suelo y había sido olvidado. Daba la impresión de que las dos brujas se habían ido apresuradamente. ¿Huyeron al darse cuenta de que Nast sospechaba de sus motivos para matar al jovencito? ¿O las había asustado otra cosa?
Volví a atisbar el lugar y después regresé al pasillo y entorné la puerta del dormitorio detrás de mí, tal como estaba cuando la encontré. Cuando giré oí un clic y la luz del pasillo se encendió.
Eché a correr, pero unas manos me agarraron y una de ellas me cubrió la boca. Después se oyó una exclamación de disgusto y la mano me arrojó a un lado.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -Preguntó Sandford-. ¿Dónde está…?
– ¿Qué ha sucedido? ¿Qué es lo que ha hecho Savannah?
Sandford se limitó a soltar una carcajada. Se alejó de la habitación que acababa de revisar y caminó hacia la siguiente puerta cerrada.
– Eh -dije, corriendo detrás de él-, dime lo que está sucediendo. Yo puedo ayudarte.
– No necesito la ayuda de una bruja. No te cruces en mi camino.
Para darle más énfasis a sus palabras chasqueó los dedos y me envió volando a la pared más alejada. Cuando su mano se cerró sobre el pomo de la puerta, yo le lancé un hechizo de cerrojo.
– Puedo ayudarte o dificultarte las cosas -dije y me puse de pie-. Ahora, ¿cuál…?
La puerta se abrió de golpe. Por un segundo pensé que él había anulado el hechizo de cerrojo. Pero entonces vi que un hombre la transponía después de bajar por la escalera que daba al ático.
– Antón -exclamó Sandford-. Estás bien. Espléndido.
Antón miró a Sandford con unos brillantes ojos verdes, de un verde más intenso de lo que yo recordaba.
– ¿Me has llamado? -preguntó. Su voz era hermosa; como la de un tenor.
Sandford frunció el entrecejo como si esa voz lo hubiera confundido, y sacudió enérgicamente la cabeza.
– Imagino que no has encontrado a la muchacha, ¿verdad? Ven, entonces. Vayamos a la planta baja.
– Te he hecho una pregunta, hechicero -dijo Antón, mirando a Sandford a los ojos-. ¿Me has llamado?
– No, pero me vendrá bien tu ayuda ahora. Iremos…
Antón giró la cabeza y me miró. En esa suerte de tiniebla, su piel parecía brillar con luz propia.
– No le prestes atención -dijo Sandford-. Necesitamos…
– ¿Me has llamado tú, bruja?
Cuando Antón se me acercó, retrocedí instintivamente y me di contra la pared. Extendió la mano, aparentemente hacia mi cuello, pero en cambio me cogió el mentón y levantó mi cara hacia la suya. AI sentir el roce de su mano me estremecí. Tenía la piel caliente.
– ¿Tú me has convocado?
Aunque yo hubiera sabido cómo contestarle, su mano me sostenía la mandíbula con demasiada fuerza para que pudiera hablar. Parecía una prensa de acero, intensa pero no dolorosa. Sus ojos buscaron los míos, como si en ellos pudiera encontrar una respuesta.
– ¿La muchacha? -murmuró-. Un error. Sí, un error. Supongo que perdonable. Al menos, esta vez.
Supe entonces qué era lo que se había apoderado del cuerpo de Antón. Un demonio, y en particular uno del más alto nivel, nunca debía ser convocado, y por lo general resultaba imposible hacerlo.
Bajé la vista. El demonio aflojó la mano sobre mi mentón y me acarició la mejilla con el dedo índice.
– Bruja astuta -murmuró-. No te preocupes, fue un error.
Detrás de él, los labios de Sandford se movieron en un conjuro. Aunque no llegó ningún sonido a mis oídos, el demonio se volvió soltándome del todo, y se enfrentó a Sandford.
– ¿Qué haces?-preguntó el demonio.
Los labios de Sandford siguieron moviéndose, pero fue retrocediendo frente a la mirada del demonio.
– ¿Qué crees que soy yo? -Atronó el demonio y acercó su cara a la de Sandford-. ¿Te atreves a intentar hacerme desaparecer? ¿Con un hechizo para disipar algún espíritu plañidero?
La voz de Sandford aumentó de volumen y una serie de palabras brotaron de su boca.
– ¡Muéstrame un poco de respeto, hechicero!
El demonio cogió a Sandford por los hombros. Sandford cerró con fuerza los ojos y siguió lanzando conjuros.
– ¡Imbécil! ¡Imbécil irrespetuoso!
Con un rugido, el demonio incrustó literalmente su mano en el pecho de Sandford, pues sus dedos desaparecieron en el interior del torso. Los músculos del brazo del demonio se tensaron, como si estuviera oprimiendo algo. La boca de Sandford se abrió en un grito silencioso. El demonio retiró su mano, sin sangre, y dejó que el cuerpo de Sandford cayera al suelo. Después se volvió hacia mí.
Un hechizo de protección voló a mis labios, pero me lo tragué y me obligué a mantenerme erguida y a mirarlo a los ojos, aunque sin expresión desafiante.
Se me acercó y su mano cogió mi mentón de nuevo y levantó mi cara hacia la suya. Sus ojos buscaron los míos. Luché contra el impulso de apartar la vista. Durante un minuto interminable se quedó mirándome fijamente… Miró mi interior. Hasta que sus labios se curvaron en una sonrisa y me soltó.
Permaneció allí mirándome por un momento, luego se dirigió al pasillo. Después de unos pasos, levantó las manos y el cuerpo de Antón cayó al suelo. Un viento fuerte, tan caliente como el estallido de una caldera, me rodeó y desapareció.
Me abracé con los brazos y temblé a pesar del calor. Al bajar la vista y mirar a Sandford, vi que su camisa no estaba rota ni ensangrentada, como si yo sólo hubiera imaginado lo que presencié. Estremecida, pasé por encima de su cuerpo sin vida.
El cuerpo de Antón estaba tendido un poco más allá y también bloqueaba el pasillo. Yacía boca abajo, con la cabeza hacia la pared y los ojos cerrados. Cuando levanté un pie para pasarlo por encima, su cuerpo se convulsionó. Pegué un salto hacia atrás y tropecé con Sandford. El cadáver de Antón se sacudió y se levantó un poco del suelo. Por último, permaneció inmóvil.
Luché por controlar mi corazón, que se había disparado. Levanté lentamente un pie. Es magia de pacotilla, me dije. Pero ese mantra ya no tenía efecto, ya no era cierto. Había cosas allí que podían lastimarme, cosas que mi cerebro casi no podía imaginar.
Cuando mi pie pasó por encima de la cabeza de Antón, sus ojos se abrieron y yo caí hacia atrás con un chillido. La cabeza de Antón se levantó y se sacudió de un lado al otro. Después describió un círculo casi completo, mientras se oía el crujido de huesos rotos. Sus ojos se perdieron en los míos. Los iris color verde luminoso habían desaparecido y fueron reemplazados por discos color amarillento opaco con enormes pupilas. Esos ojos de reptil se fijaron en los míos, amplios y sin parpadear. La boca se abrió y de ella brotó un río de estridentes galimatías. Después, eso que había sido Antón se elevó sobre las puntas de los dedos algunos centímetros sobre el suelo y reptó hacia el siguiente cuarto abierto. Desde su interior se oyeron más galimatías y luego el raspado de uñas que se movían con rapidez contra el piso de madera.
Pasé a toda velocidad junto a la puerta abierta y corrí hacia la escalera delantera, que bajé de dos en dos. A medio camino, uno de los escalones se partió en dos. Me tambaleé y me agarré del pasamanos. El siguiente escalón crujió y luego el siguiente, y el siguiente…, todos hechos pedazos, los escalones fueron cayendo en el agujero vacío de más abajo. Volví a subir por la escalera mientras oía cómo los escalones iban crujiendo y desintegrándose a mí paso.
Corrí hacia la escalera de atrás, con la vista fija en la puerta que tenía delante. Algo silbó en mi camino y me frené en seco. Antón -o lo que había sido Antón- se encontraba agazapado sobre el cadáver de Sandford. Ese ser siseó y resopló cuando me acerqué, pero mantuvo la cara apoyada en el torso de Sandford, como si lo estuviera olisqueando.
Miré hacia la escalera del frente, convertida ahora en un precipicio de casi cuatro metros. Después miré al ser. Todavía no había levantado la cabeza, ni siquiera parecía saber que yo estaba allí. Si tan sólo pudiera pasar por encima de ellos… ¡Oh Dios! Me tragué el horror que sentía y traté de hacerme fuerte. Una carrera corta, un salto y estaría de vuelta en la escalera. Pero lo que no podía pensar siquiera era en sobre qué tendría que dar ese salto.
Mientras me preparaba para la carrera, cambié de idea. Siempre había fracasado en carreras de pista y de campo en la escuela primaria, y nunca pude saltar ni siquiera la valla más baja. Si corría y saltaba, me arriesgaba a dar una patada a ese ser y a enfurecerlo. Así que, en lugar de saltar, avancé de puntillas por el pasillo, pegada a la pared, y lentamente comencé a caminar de lado hacia el cuerpo de Sandford. Su brazo estaba estirado sobre su cabeza. Con mucho cuidado pasé por encima y luego seguí caminando hasta pasar junto a su cabeza y la parte superior de su pecho. Antón seguía agachado sobre el estómago de Sandford, con sus pies apoyados contra la pared.
Levanté una pierna para pasarle por encima. Su cabeza se elevó y giró, y sus ojos de reptil me miraron. Jirones de la carne de Sandford le colgaban de la boca y los dientes. Siseó y me salpicó con sangre. Grité, grité lo más fuerte que pude y me di media vuelta, dirigiéndome de nuevo instintivamente hacia la escalera principal. Sólo llegué al lugar donde estaba tendido el brazo de Sandford y caí al suelo. Algo se movió sobre mis piernas y me incorporé de golpe, me puse a patear y a gritar. No podía dejar de gritar. Incluso sabiendo que estaba gastando energía -y posiblemente atrayendo más horrores-, no podía parar.
Esa cosa que había sido Antón se retorció sobre mí y me tiró al suelo. Por mucho que lo golpeara no podía hacerlo retroceder ni siquiera un poquito. Se movió hacia mi pecho hasta que su cara quedó sobre la mía y de él caían en mi boca y en mis mejillas restos de carne ensangrentada.
Cerré entonces la boca, la cerré rápido. Sin embargo, en mi cabeza yo seguía gritando, incapaz de concentrarme ni de pensar, viendo únicamente esos ojos amarillos que penetraban en los míos. Aquella cosa abrió la boca y farfulló algo, un río estridente de ruidos que se me clavaron en el cráneo.
Bajó su cara sobre la mía. Yo le empujé con toda la fuerza que tenía. La cosa me mostró los dientes, siseó con más intensidad y me regó con saliva y sangre, pero seguí empujando hasta conseguir escabullirme por debajo.
Me puse de pie y le di una patada en la cabeza. Lanzó un alarido y farfulló algo. Giré para echar a correr, pero una mujer me bloqueó el paso. La reconocí como la cocinera chamán.
– ¡Cuidado! -le grité-. ¡Corre!
Ella sólo se inclinó y movió las manos hacia la cosa, como si estuviera espantando a un gato. La cosa siseó y gruñó. Cuando volví la cabeza y la miré, se levantó sobre los dedos de los pies y desapareció por otra puerta abierta.
– Oh, Dios, gracias -dije-. Ahora…
La mujer me cogió del brazo.
– Él estuvo aquí.
– Sí, muchas cosas están aquí. Ahora…
La mujer me cerró nuevamente el paso. La miré a la cara con detenimiento por primera vez. Sus ojos eran blancos, blanco puro, sin iris ni pupilas. Antes de que yo pudiera echar a correr en la dirección opuesta, me atrajo hacia sí.
– Él estuvo aquí -repitió, su voz apenas un susurro-. Puedo olerlo. ¿Tú puedes olerlo?
Luché por soltarme. Ella ni siquiera pareció advertir mis esfuerzos. Se relamió los labios.
– Sí, sí, puedo olerlo. Uno de los maestros. Aquí. ¡Aquí! -Acercó su cara a la mía y las ventanas de su nariz estaban bien dilatadas-. Lo huelo en ti. -Su voz y su cuerpo se estremecieron de la excitación-. Él habló contigo. Te tocó. ¡Oh, tú has sido bendecida! ¡Bendecida!
Sacó la lengua y me lamió la mejilla. Yo pegué un salto y me alejé. Ella trató de agarrarme, pero yo seguí corriendo.
Me precipité por el pasillo hacia la escalera de atrás y salté sobre Sandford y luego sobre Shaw sin siquiera tambalearme. Al pie de la escalera no me detuve para mirar en todas direcciones. Me zambullí en la primera puerta abierta, la cerré con un golpe detrás de mí y me recosté contra ella jadeando. Temblaba tanto que la puerta vibró debajo de mí.
Al cabo de un momento comprendí que no era yo la que hacía vibrar la puerta. Toda la casa temblaba.
Debajo de mis pies, el suelo comenzó a crujir. Desesperada, miré hacia todas partes. Las tablas del suelo se arquearon y después cedieron, y las astillas volaron hacia arriba mientras una oleada de espíritus revoloteaba a través de ellas, rayos informes de luz como en el cementerio. Su fuerza me arrojó por el aire. Mientras corría por toda la habitación, unas fauces enormes aparecieron frente a mí. Antes de que tuviera tiempo de gritar, caí al suelo.
Alrededor de mí, una serie de espíritus surcaron el aire a tanta velocidad que sólo pude sentir su paso. La estructura misma de la casa gimió y se desplazó, amenazando con hacerse pedazos. Luché por moverme, pero la presión de los espíritus que pasaban tenía la fuerza de un vendaval, que me mantenía inmóvil y me sorbía el aire de los pulmones.
Todo cesó con la misma rapidez con que había empezado. Los espíritus habían atravesado el cielo raso y desaparecieron.
Me tomé un minuto para respirar y después paseé la vista por el lugar. Entre mi cuerpo y la puerta el suelo había sido destruido, y en su lugar quedaba un agujero que conducía al sótano. Miré hacia la ventana, pero apenas tenía cuarenta y cinco centímetros cuadrados. Ninguna parte de mi cuerpo tenía ese tamaño, ni en redondo ni en cuadrado.
Después de algunas respiraciones profundas más, me acerqué al agujero que había en el suelo. Desde abajo alcancé a oír un sonido que hizo vibrar mi corazón. La voz de Savannah. Estaba en el sótano y entonaba un conjuro.
Me dejé caer de rodillas, me aferré al borde del agujero y me incliné hacia el vacío.
– ¿Savannah? Soy yo, querida. Soy Paige.
Ella siguió canturreando, y su voz era un susurro distante. Carraspeé.
– ¿Savannah? ¿Puedes…?
De pronto la casa se sacudió, como un barco al que le han cortado sus amarras. Volé por el agujero cabeza abajo y di una vuelta sobre mí misma, después de lo cual aterricé en la tierra que cubría el piso de abajo. Por un momento no pude moverme; mi cerebro no era capaz de mandar ninguna orden a mis músculos. El pánico me invadió. Entonces, como en una reacción retardada, todos mis miembros se convulsionaron y me arrojaron hasta dejarme despatarrada. Me puse de pie sin prestar atención al dolor que me invadía.
Desde alguna parte me llegó la leve voz de Savannah. Al mirar lo que me rodeaba vi que estaba en un sótano vacío destinado a almacenar carbón. Me acerqué a la única puerta que vi y la abrí. La voz de Savannah me llegó ahora con toda claridad. Pesqué algunas palabras en griego, lo suficiente para decirme, si no lo había adivinado ya, que estaba lanzando un conjuro. Cuál de todos ellos, exactamente, no podía saberlo aún. Corrí hacia ella antes de descubrirlo.