¡Estas levantada!
Desperté de golpe cuando Savannah atravesó la habitación y se desplomó en mi cama.
– Gracias a Dios, porque Lucas está preparando el desayuno y te confieso que eso me preocupa un poco.
Me incorporé en la cama, miré en todas direcciones y luego a Savannah. ¿Estaba soñando? La última vez que las dos habíamos hablado ella se fue a su cuarto, furiosa, y ahora rebuscaba en mi armario y conversaba como si nada hubiera pasado.
– Dice que está preparando una tortilla, pero yo no estoy tan segura. No se parece a ninguna tortilla que haya visto antes. ¿No piensas levantarte? Son casi las ocho y media. -Cogió mi suéter de cachemira verde hasta su pecho y sonrió-. ¿Qué te parece? ¿Este invierno, quizá?
– ¿A quién más vas a meter ahí adentro contigo?
– Supongo que sabes que no deberías hablar así delante de mí. Las mujeres jóvenes son muy susceptibles a las percepciones negativas de la imagen corporal. Lo leí el mes pasado en una revista. Tú no estás precisamente gorda. Pero al menos tienes una buena delantera. -Giró hacia el espejo, se apretó con fuerza la camiseta contra su pecho plano y frunció el entrecejo-. ¿Seré de las que maduran tarde? ¿O crees que siempre seguiré siendo una tabla de planchar?
¿Ésta era la misma chica que provocó una revuelta en el jardín del frente de casa? ¿La que después aseguró que no le importaba quién había sido herido? Yo le había dicho a Cortez que necesitaba entenderla. ¿Cómo? Hacía que un montón de desconocidos se atacaran entre sí y, al momento, era una chiquilla normal de trece años a quien le preocupaban la ropa y el tamaño de sus pechos.
– … es hora de que vayamos de compras, quiero ropa interior nueva. Como la tuya, de encaje y raso y de colores. Auténtica lencería, y no esas cosas de algodón. No olvides que el año que viene empiezo la secundaria. Tendré que cambiarme para gimnasia delante de otras chicas. Aunque no tenga buenos pechos, no puedo seguir con el aspecto de una niña.
– Savannah -llamó Cortez desde el pasillo-. Te pedí que no… -Se detuvo al verme sentada en la cama en camisón. Rápidamente retrocedió y desapareció de mi vista-. Mis disculpas. Savannah, te pedí que no molestaras a Paige. Necesita descansar. Se suponía que estarías haciendo los deberes, ¿recuerdas?
– Oh, por favor. Corro el riesgo de ser entregada a un semidemonio psicópata, quien me lavará el cerebro para convertirme en esclava de sobrenaturales mafiosos. ¿Crees que a alguien le preocupa si sé o no sé conjugar verbos?
– Pues ve a conjugarlos, Savannah -pedí-. Por favor.
– Y por favor cierra la puerta del cuarto de Paige para que ella pueda descansar.
Savannah suspiró y salió volando de mi dormitorio, pero dejando la puerta entreabierta. Yo me desplomé hacia atrás y contemplé la posibilidad de quedarme un rato más en la cama, pero sabía que si lo hacía tal vez no volvería a levantarme nunca. Había llegado el momento de afrontar el día… no importaba lo que trajera consigo.
Cuando entré en la cocina, Cortez estaba junto a la encimera, de espaldas a mí.
– Savannah vetó mi tortilla, pero te aseguro que es bastante comestible. Si lo prefieres, creo que puedo prepararte tostadas.
– La tortilla estará perfecta. Mejor que perfecta. Mañana pondré el despertador. Los invitados no deberían tener que arreglárselas solos.
– No necesitas jugar a ser la anfitriona conmigo, Paige. Ya tienes bastantes cosas de qué preocuparte.
Tomé dos vasos y los llené con zumo de naranja.
– Mira, acerca de anoche… No fue mi intención cargarte con mis problemas.
– No lo hiciste. Tienes preocupaciones más que lógicas y creo que deberíamos hablar de ellas. Si deseas hacerlo…
– Me gustaría trazar un plan. Ayer estaba medio loca y corría en todas direcciones como un pollo al que acaban de cortarle la cabeza, pero por lo general no soy tan desorganizada. Después del desayuno me gustaría que nos sentáramos y trazáramos un plan de acción.
– Excelente idea.
Al contrario de lo que Savannah había dado a entender, la tortilla parecía magnífica y estaba muy sabrosa. Cuando los dos estábamos sentados y comiendo, advertí que la luz del teléfono relampagueaba. Cortez siguió mi mirada.
– Apagué el sonido para permitirte dormir -explicó-. ¿Quieres que…?
– No, déjalo apagado. Tenías razón ayer, debería comenzar a revisar los registros de llamadas. No necesito estar oyendo todo el tiempo el teléfono, y realmente tampoco necesito escuchar esos mensajes. ¿El contestador está apagado?
Él sacudió la cabeza.
– Sólo bajé el volumen. Me pareció más seguro.
– Buena idea. -Al oír un golpe seco procedente del cuarto de Savannah, miré hacia la entrada trasera-. ¿Al menos te ha pedido disculpas?
– Creo que el objetivo de su buen humor de hoy es algo así como disculparse.
– Mostrarse cordial.
– Exactamente.
Bajé la voz.
– ¿Te parece que lo lamenta? ¿Que de veras se arrepiente?
– Es difícil saberlo.
– Eh -dijo Savannah desde la puerta de la cocina-, ¿alguien ha notado lo silencioso que está todo esta mañana? Acabo de mirar por la ventana y, ¿a que no sabéis qué? Se han ido. Pasmaos. -Sonrió-. Como por arte de magia.
– Sí, ya lo había notado -dijo Cortez y comió otro bocado de su tortilla.
– ¿No me vas a decir nada?
– ¿Como qué?
Ella suspiró.
– Oh, vamos, Lucas. No sigues enfadado conmigo, ¿verdad que no? No seas así. Reconoce que, después de todo, no fue una idea tan mala.
– ¿Qué no fue tan mala idea? -pregunté-. ¿El hechizo de confusión? Espero que lo hayas dicho en broma, Savannah.
Sus ojos se nublaron.
– No, lo he dicho muy en serio. Mira hacia afuera. Mira. Se fueron. Yo los hice irse.
– En primer lugar, no todos se han ido -intervino Cortez-. Todavía queda un pequeño contingente. Sin embargo, la mayoría se fue, debido quizá en parte por tus acciones, pero muy probablemente debido más a esto… -Se acercó a la mesa y recogió varias hojas de papel-. Todo parece indicar que Est Falls se ha cansado de su reciente afluencia de turistas.
Colocó las hojas sobre la mesa para Savannah y para mí. Eran impresos de una página web que cubría las noticias locales.
– Espero que no te importe, Paige, pero esta mañana me tomé la libertad de usar tu ordenador. Después del problema de anoche, temí que el número de curiosos aumentara. Cuando vi que había sucedido todo lo contrario, sentí curiosidad.
Examiné los artículos. El titular del primero decía Una «evitación» a la antigua impide un ataque furioso de los medios. En la Nueva Inglaterra colonial, uno de los castigos más severos que una comunidad puritana podía infligir a sus miembros era la «evitación». En lugar de exiliar a una persona, la desterraban socialmente, simulaban que esa persona no existía. Los padres siempre han sabido lo exasperante que es ese castigo; lo peor que se le puede hacer a un niño es ignorarlo, no prestarle atención. Eso fue lo que East Falls les hizo a las multitudes de extranjeros que sintieron curiosidad por mi historia.
Después de medio día de ser acosados por una plaga de langostas, los habitantes de East Falls se habían retirado a sus hogares, cerrado sus puertas y descolgado los teléfonos. Eso hizo que los medios buscaran en vano citas y chismes. Entonces, cuando llegó la hora de la cena, nadie conseguía encontrar un restaurante abierto en treinta kilómetros a la redonda de East Falls. Hasta los supermercados y los bazares habían cerrado sus puertas temprano. Cuando trataron de encontrar alojamiento, cada motel, hotel y bed and breakfast del condado se encontraba completo.
Sí, claro, la gente podía ir en coche a Boston en busca de comida y refugio… siempre y cuando tuvieran suficiente combustible, pues todas las estaciones locales de servicio habían cerrado a las nueve. Esto no impidió que los reporteros y necrófagos más intrépidos se quedaran en el lugar, pero la mayoría decidió que sencillamente no valía la pena hacerlo. Nadie iba a aceptar entrevistas. Yo no pensaba salir de casa. Los muertos no se levantaban de sus tumbas en el cementerio local. En realidad, en East Falls no había nada que valiera la pena ver. Al menos por ahora.
– Son mentiras -dijo Savannah y barrió los periódicos de la mesa-. La gente no se ha marchado por esa razón. Todos se han ido gracias a mí, a mi hechizo.
– Es bastante posible que tu hechizo haya atemorizado a algunos -admitió Cortez-. Pero en circunstancias normales eso sólo habría aumentado el nivel de interés del público. Sí, algunos se habrían ido: aquellos que fueron meras víctimas del hechizo y que no desempeñaron ningún papel activo en la violencia. Un hechizo de confusión exacerba las tendencias agresivas. Quienes disfrutaban de esa descarga emocional se quedarían. Y llegarían más; la clase de personas que confían en una repetición de las situaciones. Sin esa «evitación» a rechazo, la situación sólo habría empeorado. Sé que tú no entiendes por completo las ramificaciones del hechizo que lanzaste.
La mirada de ella se endureció.
– Yo sabía exactamente lo que estaba haciendo, hechicero.
– No le hables así -intervine.
Cortez levantó una mano.
– No, tú no lo entendías, Savannah. Lo sé. Nadie te responsabiliza…
– ¡Pero es que yo soy responsable! Yo me libré de ellos. ¡Yo! Tú… Vosotros dos… no tenéis idea… -Agarró el mantel, lo arrancó de la mesa y arrojó los platos al suelo. Después se dio media vuelta y se alejó.
Cuando me puse de pie para seguirla, sonó el timbre de la puerta.
– ¡Maldición! -farfullé-. ¿Es que esto no acabará nunca? -Deja que yo me ocupe de la puerta. Y, por el momento, te aconsejo que no le prestes atención a Savannah. Se dirigió a la puerta y yo lo seguí.
Cortez me persuadió de que esperara en un rincón mientras él abría. Aunque detestaba la sola idea de esconderme, la posición de Cortez tenía cierto sentido. Había todavía nueve o diez personas en mi jardín esperando que yo apareciera. Después del alboroto de la noche anterior, no podía arriesgarme a otra escena parecida.
– Buenos días, agente -saludó Cortez.
Me aplasté contra la pared. ¿Y ahora, qué? En los últimos días había visto más policías que en un maratón de fin de semana de Ley y orden.
– Son del Departamento de Servicios Sociales -dijo el agente-. Vienen a ver a la señora Winterbourne. Me pareció que era mejor acompañarlos hasta la puerta.
¿Qué podía ser peor que una visita policial en ese momento? La visita de una asistente social.
– Tengo entendido que su cita era para esta tarde -dijo Cortez-. Si bien apreciamos su interés en el bienestar de Savannah, realmente debo pedirle que regrese entonces. Anoche tuvimos aquí un incidente y, como puede imaginar, mi cliente pasó una noche difícil y no está todavía preparada para recibir visitas.
– Ese «incidente» es precisamente la razón por la que vengo temprano -respondió una voz de mujer-. Estamos muy preocupados por la niña.
¿La niña? Ah, sí… Mi amorosa pupila, la adolescente atrincherada en este momento en su cuarto. Oh, Dios. ¿Querrían ver a Savannah? Por supuesto que sí. Para eso estaban aquí, para evaluar mis habilidades como tutora. Me habría echado a reír si no estuviera a punto de llorar.
Cortez estuvo discutiendo durante varios minutos, pero pronto fue evidente que comenzaba a ceder. No lo culpé. Si nos negábamos a recibir a los de Servicios Sociales, ellos pensarían que teníamos algo que ocultar. Pues bien, sí teníamos algo que ocultar. De hecho, bastante. Pero tal vez si no los dejábamos pasar ahora, las cosas podían empeorar cuando volvieran.
– Está bien -dije apareciendo en la entrada-. Pasen, por favor.
Una mujer de cincuenta y tantos años con melena color castaño rojizo se presentó como Peggy Daré. No pesqué el nombre de la rubia tímida que la acompañaba. No importaba; la mujer me saludó con un hilo de voz y nunca volvió a hablar. Las escolté al salón y les ofrecí café o té. Ellas rehusaron.
– ¿Podemos ver a Savannah? -preguntó Daré.
– Está descansando -respondió Cortez-. Como les he dicho, la de anoche fue una jornada muy difícil para todos nosotros. Como es natural, Savannah, dada su juventud, se vio particularmente afectada por la violencia.
– Está muy trastornada -logré decir.
– Lo entiendo -dijo Daré-. Ésa, desde luego, es la razón por la que estamos aquí. Si nos permitiera hablar con ella, tal vez nosotros podríamos verificar el grado del daño sufrido.
– ¿Daño? -Preguntó Cortez-. ¿No es eso establecer un juicio?
– No fue esa mi intención. Hemos venido con una actitud abierta, señor Cortez. Sólo queremos lo que sea mejor para la pequeña. ¿Podemos verla, por favor?
– Sí, pero a menos que me equivoque, parte de su misión es evaluar el medio físico que la rodea. Tal vez podríamos comenzar con eso.
– Yo preferiría empezar hablando con Savannah.
– Como le he dicho, ella está durmiendo, pero…
– ¡No estoy durmiendo, Lucas! -Gritó Savannah desde su habitación-. ¡Qué mentiroso que eres!
– Está muy trastornada -repetí.
Cortez giró hacia el pasillo.
– ¿Savannah? ¿Podrías, por favor, venir un momento? Aquí hay algunas personas de Servicios Sociales a quienes les gustaría hablar contigo.
– ¡Diles que se vayan a la porra!
Silencio.
– Hacía mucho que no oía ésa -dije, luchando por no reírme-. Lo siento. He procurado inculcarle buenos modales. Pero hoy anda bastante alterada.
– Más que alterada -añadió Cortez-. Los acontecimientos de anoche fueron extremadamente traumáticos. Paige ha estado toda la mañana tratando de tranquilizarla. Es posible que necesite ayuda profesional.
– ¡Yo no soy la que necesita ayuda profesional! -Gritó Savannah-. Yo no voy corriendo de un lugar a otro tratando de salvar el mundo. Me pregunto qué diría de eso un terapeuta.
– ¿De qué habla? -preguntó Daré.
– Está confundida -respondí.
– ¡No soy yo la que está confundida! Y no me refería sólo a Lucas. Me refería también a ti, Paige. Vosotros dos sí que estáis locos. Locos de remate.
– Discúlpeme -dije y corrí hacia el pasillo.
Cuando llegué al cuarto de Savannah, la puerta se abrió. Ella me lanzó una mirada asesina, luego se dirigió al baño y cerró la puerta con llave. Agarré el pomo y lo sacudí.
– Abre la puerta, Savannah.
– ¿No puedo hacer pis primero? ¿O ahora quieres controlar también eso?
Vacilé y después volví al salón. Daré y su compañera se encontraban sentadas en el sofá, atónitas, y parecían un par de sujetalibros.
– Parece que usted está teniendo algunos problemas con la disciplina -dijo Daré.
Savannah gritó. Yo corrí hacia la puerta del cuarto de baño y mientras lo hacía lancé en voz muy baja un hechizo abrecerraduras. Antes de que tuviera tiempo de girar el pomo, la puerta se abrió de par en par y Savannah salió a trompicones al pasillo.
– ¡Está aquí! -exclamó-. ¡Finalmente! Comenzaba a pensar que nunca llegaría.
– ¿Qué es lo que está aquí? -pregunté y me fui hacia ella-. ¿Cuál es el problema?
– No es ningún problema. -Sonrió-. Estoy sangrando.
– ¿Sangrando? ¿Dónde? ¿Qué ha sucedido?
– Ya sabes. El período. Mi primera menstruación. ¡Está aquí!
Se arrojó en mis brazos, me abrazó y me besó en la mejilla. Fue la primera muestra espontánea de afecto que me había demostrado jamás, y lo único que atiné a hacer fue quedarme allí parada como una idiota rematada, pensando que eso explicaba muchas cosas.
– ¿Tienes la regla?
– ¡Sí! ¿No es maravilloso? -Se puso a bailotear y a girar-. Ten cuidado, Leah. Yo… -Calló al advertir la presencia de Daré y de su compañera de pie en el pasillo. ¿Quiénes demonios son ustedes?