Ruleta de abogados

Leha me había tendido una trampa para incriminarme en el asesinato de Grantham Cary hijo.

Tomemos a una mujer acusada de brujería y satanismo, una mujer que ha tenido una pelea pública con el hombre asesinado y que, además, lo ha acusado de haber estrellado intencionadamente su coche lesionando así a su pupila. Esta mujer, con falsos pretextos, conspira para reunirse con su ex abogado en su oficina, un domingo, a la hora en que su esposa se encuentra en la iglesia. La policía recibe la llamada de una vecina preocupada por los gritos de furia que proceden del despacho del abogado. La policía llega a la escena del crimen. El abogado está muerto. La casa está vacía. No hay nadie allí, salvo la mujer y su pupila. ¿Quién es el asesino? No hace falta ser Sherlock Holmes para descubrirlo.

Una vez más, el departamento de policía de East Falls no estaba preparado para un caso así, de modo que solicitaron la colaboración de la policía estatal, quienes me condujeron a la comisaría. Me interrogaron durante tres horas… Las mismas preguntas una y otra vez, insistiendo, tanto que yo seguía oyendo sus voces en mi cabeza cuando salían para fumar un cigarrillo o beber un café.

Tomaron todo lo que yo había hecho en los últimos dos días y lo retorcieron para que encajara en su teoría. ¿Mi diatriba acerca del satanismo? Era la prueba de que yo tenía un temperamento malvado y resultaba fácil provocarme. ¿Mi estallido en la pastelería? Era la prueba de que yo era paranoica y recibía una sencilla invitación a tomar un café como una proposición sexual. ¿Mi acusación con respecto al accidente con el coche? Era la prueba de que yo quería vengarme de Cary.

Todos mis argumentos sobre la Misa Negra se veían de repente como una protesta exagerada, que representaba negar la existencia misma de los cultos satánicos para cubrir mi propia participación en dichas prácticas. Tal vez Cary había averiguado la verdad y por eso se había negado a seguir representándome. O quizá yo lo había golpeado y había montado una escena cuando él me rechazó. Tal vez era cierto que él había intentado seducirme, pero ¿acaso yo esperaba que ellos creyeran que el hecho de que lo hubiera rechazado era razón suficiente para que estrellara su flamante Mercedes 4x4 contra mi Honda de seis años de antigüedad? Los hombres grandes no hacían cosas así. Al menos no los hombres como Grantham Cary hijo. Yo estaba paranoica. O delirante. O sencillamente loca. ¿Acaso no había irrumpido en su casa como una demente, lanzando acusaciones descabelladas y jurando vengarme? ¿Y qué decir de la denuncia de Lacey acerca del mal funcionamiento de la energía eléctrica en su casa después de mi visita? La policía no me estaba acusando de brujería -las personas racionales no creen en semejante tontería-, pero resultaba evidente que yo había hecho algo. Al menos, era culpable de haber asesinado a Grantham Cary hijo.

Al cabo de la tercera hora, los dos detectives se ausentaron para tomarse un descanso. Un momento después, la puerta se abrió y entró en el cuarto una mujer de treinta y tantos años que se presentó como la detective Flynn.

Estaba paseándome por la habitación, con un nudo en el estómago que tenía desde hacía tres horas: estaba tan preocupada por Savannah… ¿Ella también estaba en la comisaría? ¿O la policía había llamado a Margaret? ¿Y si éste era el plan de Leah, hacer que me encerraran mientras ella se apoderaba de Savannah?

– ¿Puedo ofrecerle algo? -preguntó Flynn al entrar-. ¿Café? ¿Una bebida fría? ¿Un sándwich?

– No voy a contestar más preguntas hasta que alguien me diga dónde está Savannah. No he hecho más que preguntarlo y lo único que me contestan es: «Está a salvo». Eso no me basta. Necesito saber…

– Está aquí..

– ¿Exactamente dónde? Savannah es la protagonista de una batalla por su custodia. Ustedes no parecen entender…

– Lo entendemos, Paige. En este momento Savannah se encuentra en la habitación contigua, jugando a las cartas con dos agentes. Dos policías estatales armados. No le sucederá nada. Le dieron una hamburguesa para el almuerzo y está muy bien. Podrá verla en cuanto terminemos.

Finalmente, alguien que no me trataba como una homicida juzgada y condenada. Asentí y tomé asiento frente a la mesa.

– Entonces terminemos de una buena vez -dije.

– Espléndido. Ahora bien, ¿seguro que no puedo traerle algo de comer?

Sacudí la cabeza. Se instaló en una silla frente a mí y se inclinó sobre la mesa, con sus manos casi rozando las mías.

– Sé que usted no hizo esto sola -dijo-. He visto lo que le sucedió a Grantham Cary. Dudo que ni siquiera Mister Universo hubiera sido capaz de hacerle eso a una persona, y mucho menos una mujer joven de su tamaño.

De manera que ésta era la policía buena, la que se suponía iba a hacer que confesara todo; una mujer mayor, maternal y comprensiva. Mientras yo permanecía allí sentada mirándola, me di cuenta de que esa rutina policial tan usada funcionaba. Porque después de horas de recibir gritos y de que me hubieran hecho sentir una degenerada barata, estaba desesperada por una confirmación, por oír que alguien me dijera «Usted no es un asesina a sangre fría y no se merece que la traten de esta manera».

Sabía que a esa mujer yo no le importaba en absoluto. Sabía que lo único que quería era una confesión para que pudiera ganar a sus colegas, quienes la observaban a través del espejo unidireccional. Me costaba no confiar en ella para ganarme al menos una sonrisa, una mirada de comprensión. Pero sabía cuál era la realidad, así que la miré con frialdad y le dije:

– Quiero un abogado.

En la boca de Flynn se dibujó una sonrisa afectada que tiñó su calidez.

– Bueno, eso podría ser difícil, Paige, teniendo en cuenta que acaban de llevárselo a la morgue del condado. Quizá no comprende la gravedad…

La puerta se abrió, interrumpiéndola.

– Ella entiende perfectamente bien la gravedad de su situación -dijo Lucas Cortez al entrar-. Por eso solicita un abogado. Quiero creer, detective, que usted se disponía a cumplir esa petición.

Flynn empujó su silla hacia atrás.

– ¿Quiénes usted?

– Su abogado, desde luego.

Traté de abrir la boca, pero no pude. La tenía cerrada, no por desesperación ni por miedo, sino por un hechizo. Un hechizo de traba.

– ¿Y cuándo lo contrató Paige? -preguntó Flynn.

– Se llama señora Winterbourne, y contrató mis servicios ayer, a las dos de la tarde, poco después de despedir al señor Cary por acoso sexual.

Cortez dejó caer sobre la mesa una pequeña carpeta. Cuando Flynn leyó la primera página y las líneas de su frente se profundizaron con cada palabra, yo logré forzar la vista lo suficiente para ver a Cortez. Él simuló estar estudiando el póster que había detrás de mi cabeza, pero su mirada estaba fija en mí, como debía estar durante un hechizo de traba.

De modo que el «joven hechicero» conocía un poco la magia de una bruja. Algo sorprendente, pero no alarmante. Yo conocía hechizos mejores, varios de los cuales deseaba con todas mis fuerzas lanzar hacia él en ese momento, pero el hecho de ser incapaz de hablar frenó mi impulso. Me resultó desconcertante que pudiera lanzar un hechizo de traba, algo que ni siquiera yo había perfeccionado del todo. Un momento: un pensamiento fugaz desfiló por mi mente. Si yo no podía lanzar un hechizo de traba perfecto, ¿podría hacerlo Cortez? Hmmmm…

– De acuerdo, así que usted es su abogado -dijo Flynn y dejó a un lado los papeles de Cortez-. Puede sentarse y tomar notas.

– ¿Antes de tener algunos minutos en privado para consultar con mi cliente? En fin, detective, digamos que no aprobé ayer el examen para ingresar en el Colegio de Abogados. Ahora bien, si tiene la amabilidad de conseguirnos un cuarto privado…

– Éste está bien.

Cortez le dedicó una sonrisa formal.

– Sí, me lo imagino, con espejo unidireccional y cámara de vídeo. Una vez más, detective, le estoy pidiendo un cuarto privado y algunos minutos a solas…

Cortez seguía hablando, pero yo no lo escuchaba. Toda mi fuerza mental estaba concentrada en hacer un último intento de moverme. De pronto, sentí una sacudida en la pierna. Cortez siguió hablando, sin percatarse de que yo había roto su hechizo.

Me quedé muy quieta, no dije nada y aguardé. Un minuto después, Flynn salió de la habitación para buscarnos un cuarto privado.

– ¿De modo que falsificando mi firma sobre un documento legal, hechicero? -murmuré en voz baja.

Me decepcionó que él no reaccionara. Que ni siquiera parpadeara. Aunque me pareció advertir un brillo de consternación en sus ojos cuando se dio cuenta de que yo había roto su hechizo, pero tal vez era un efecto de la iluminación. Antes de que Cortez pudiera contestar, Flynn regresó y nos escoltó hasta otra habitación. Esperé hasta que hubo cerrado la puerta a sus espaldas y entonces me senté.

– Muy oportuno -dije-. ¿Cómo es que aparece usted cada vez que necesito un abogado?

– Si supone que de alguna manera estoy aliado con Gabriel Sandford o con la Camarilla Nast, permítame asegurarle que nunca se me ocurriría envilecer mi reputación con una asociación semejante.

Me eché a reír.

– Es demasiado joven para ser tan cínica -me contestó y volvió a enfrascarse en sus papeles.

– Hablando de juventud, si trabaja para Sandford, dígale que para mí es un insulto que no se molestara siquiera en enviarme un hechicero hecho y derecho. ¿Qué edad tiene? ¿Veintisiete? ¿Veintiocho?

Continuó hojeando sus papeles.

– Veinticinco.

– ¿Qué? Entonces acaba de aprobar el examen de ingreso en el Colegio de Abogados. Ahora sí que me siento insultada.

Él no levantó la vista de la carpeta y ni siquiera cambió de expresión. Demonios, ese hombre no se alteraba por nada.

– Si estuviera trabajando para los Nast, entonces lógicamente ellos enviarían a alguien de más edad y, presumiblemente, más competente, ¿no le parece?

– Tal vez, pero existen ventajas en enviar a un individuo con una edad más cercana a la mía.

– ¿Como por ejemplo?

Abrí la boca para responderle y luego miré de nuevo a Cortez -su traje barato, sus gafas tristonas, su expresión perpetuamente fúnebre- y supe que en este juego nadie apostaba tampoco por la seducción.

– Bueno, no sé si sabe -dije-, que yo podría tener una mejor actitud, mostrarme más comprensiva…

– Las desventajas de mi juventud superarían con mucho las ventajas de la similitud que existe entre nuestras respectivas edades. En cuanto a la conveniencia de que yo me presente cada vez que usted necesita un abogado, digamos que eso no requiere poseer información confidencial ni poderes psíquicos. Los homicidios y los altares satánicos no suceden todos los días en East Falls. Un abogado emprendedor sólo tiene que cultivar un contacto local igualmente emprendedor y persuadirlo de que se mantenga al día de cualquier nuevo rumor sobre la situación.

– ¿O sea que está sobornando a alguien de la ciudad para que le informe sobre mí?

– Lamentablemente, es más fácil, y más barato, de lo que supone. -Cortez retiró a un lado los papeles y me miró a los ojos-. Este caso podría catapultar mi carrera, Paige. Normalmente, la competición por un caso así sería dura, pero, puesto que usted es una bruja, dudo mucho que cualquier otro hechicero deseara convertirse en mi rival.

– Pero usted está dispuesto a hacer una excepción. Qué… noble de su parte.

Cortez se recolocó las gafas y se tomó más de algunos segundos para hacerlo, como si estuviera utilizando esa pausa para decidir cuál era la mejor manera de proceder.

– Es ambición, no altruismo. No simularé lo contrario. Yo necesito este caso y usted necesita un abogado. Es así de simple.

– No, no es así de simple. A mí aún no se me han acabado las opciones. Estoy segura de que todavía puedo conseguir un abogado.

– Si más adelante decide reemplazarme, no hay problema -dijo él-. Pero en este momento yo soy la única persona aquí. Es evidente que a su Aquelarre no le interesa ayudarla, porque de lo contrario le habrían conseguido un abogado. Por lo menos estarían aquí para ofrecerle apoyo moral. Pero no están, ¿no es así?

Casi lo había logrado, casi se había ganado mi confianza, pero con esos últimos comentarios anuló todos sus esfuerzos. Me puse de pie, me dirigí a la puerta y traté de girar el pomo. Estaba cerrada con llave desde afuera, por supuesto. Un hechizo abrecerraduras era impensable allí; ya estaba metida en suficientes problemas. Cuando levanté el puño para golpear la puerta, Cortez me agarró la mano desde atrás. No me la apretó, solamente me la cogió y la sostuvo.

– Permítame que trabaje en su liberación -pidió-. Acepte mis servicios, sin ningún coste, en este único asunto, y después, si no queda satisfecha, despídame.

– Bueno, bueno, una prueba gratis. ¿Cómo podría negarme? Muy sencillo. No hay trato, abogado. No quiero su ayuda.

Liberé mi mano y la levanté en alto para llamar a golpes a la detective. Cortez apoyó una mano contra la puerta, con los dedos desplegados, bloqueando así el camino de mi puño.

– Me estoy ofreciendo a sacarla de aquí, Paige. -La formalidad desapareció de su voz y me pareció, apenas por un instante, detectar en ella cierta ansiedad-. ¿Por qué habría de hacer algo así si estuviera trabajando para la Camarilla Nast? Ellos la quieren a usted aquí, donde no puede proteger a Savannah.

– Saldré. Me fijarán una fianza y podré hacerlo.

– Yo no hablo de una fianza, hablo de sacarla de aquí. Para siempre. Sin ninguna acusación ni ninguna mancha en su expediente.

– Yo no soy…

– ¿Y si deciden no fijar una fianza? ¿Cuánto tiempo está dispuesta a permanecer en la cárcel? ¿Ya dejar a Savannah al cuidado de otros? -Me miró a los ojos-. Sin usted para protegerla.

Esa flecha dio en el blanco. Mi talón de Aquiles. Por un instante fugaz mi resolución flaqueó. Miré a Cortez. Él estaba allí de pie esperando que yo aceptara. Y aunque no vi ninguna presunción en su cara, supe que daba por sentado que aceptaría.

Lancé mi puño contra la puerta y tomé desprevenido a Cortez. Al segundo golpe, Flynn la abrió.

– Este hombre no es mi abogado -dije.

Le di la espalda a Cortez y avancé hacia el pasillo.

Después de la marcha de Cortez me llevaron de regreso a la sala privada de entrevistas. Pasó otra hora. Flynn no volvió a interrogarme. Nadie lo hizo. Solamente me dejaron allí. Me dejaron para que siguiera sentada, para que me sintiera presionada, tanto fue así que comencé primero a caminar por la habitación y, después, me puse a golpear la puerta para llamar la atención de alguien.

Savannah estaba allí fuera, desprotegida, con desconocidos que no tenían idea del peligro que corría. Una vez más yo me encontraba regida por leyes humanas. Legalmente, ellos podían mantenerme allí durante «cualquier tiempo razonable» antes de acusarme. ¿Cuánto era un tiempo razonable? Dependía de la persona que lo definiese. En ese momento, por lo que a mí me importaba, podían seguir adelante y acusarme de homicidio, siempre y cuando yo pudiera pagar una fianza y llevarme a Savannah a casa.

Pasaron casi dos horas antes de que la puerta volviera a abrirse.

– Es su nuevo abogado -dijo un agente que todavía no conocía.

Por un momento muy breve, un momento desesperado de esperanzas ingenuas, pensé que las Hermanas Mayores habían encontrado a alguien que me representara. En cambio, el que entró fue Lucas Cortez.


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