El ladrón de coches

El automóvil de Margaret era un oldsmobile antiguo, probablemente de mediados de los ochenta. Esto significaba que avanzaba a gran velocidad, pero no giraba tan bien, algo que Cortez descubrió la primera vez que tomó una curva y casi perdimos el control del coche. La ventaja era que el Oldsmobile, por ser un vehículo tan amplio, era también todoterreno.

Sí, dije todoterreno como si nos propusiéramos abandonar la carretera y abrirnos paso a través del campo de un granjero. Imagínenlo, por favor; ya es más de la medianoche, en el cielo no se ven estrellas ni luna, tenemos los faros apagados y avanzamos dando sacudidas por un campo lleno de surcos a sesenta y cinco kilómetros por hora. Permítanme asegurarles que, en términos de terror, es más o menos lo mismo que estar allá arriba mientras un koyut te chupa el aliento.

Cómo conseguimos llegar al otro lado sin volcar es algo que no he conseguido entender aún. El automóvil ni siquiera patinó. Antes de que hubiéramos recorrido quince metros en el terreno, el coche patrulla de la policía se dio por vencido y retrocedió.

Terminamos saliendo del otro lado del campo a una serie de caminos rurales vacíos.

– ¿Estás bien? -me preguntó Cortez al reducir la marcha.

– Mareada, pero bien. Vaya piloto estás hecho.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Savannah sentándose.

– Camino a casa -respondí.

Cortez miró por el espejo retrovisor.

– Lamentablemente, todavía no han terminado nuestros problemas. Supongo que esos policías habrán anotado nuestra matrícula.

– Tienes razón. No pensé en eso.

– No te preocupes. Sencillamente significa que tendremos que abandonar el coche fuera de la ciudad y entrar caminando por los bosques. Cuando lleguemos a tu casa tendrás que llamar a la señorita Levine y ponerla al tanto de la situación. Si la policía llega antes de la mañana, ella puede alegar que le robaron el coche mientras dormía. Si a las nueve no se han puesto en contacto con ella, le aconsejaría que llamara a la policía e hiciera la denuncia de que su automóvil ha sido robado.

– ¿A la policía? -preguntó Savannah, parpadeando y todavía medio dormida-. ¿Qué policía?

– No preguntes -dije-. Y no se te ocurra volver a lanzar jamás ese hechizo. Por favor.

– ¿Convoqué policías?

– Es una forma de decirlo -dijo Cortez-. Voy a detener aquí el coche. Creo que eso nos deja con una caminata de unos veinte minutos por delante.

Aparcó el vehículo con el capó metido en el bosque y la parte posterior afuera, para que pudiera ser encontrado, pero no con demasiada facilidad.

– ¿Deberíamos dejar las llaves puestas? -pregunté mientras me cargaba la mochila sobre el hombro.

– No, eso provocaría muchas preguntas acerca de cómo obtuvieron las llaves los ladrones. Mejor hacer que esto parezca un clásico robo. -Se abrió la chaqueta y extrajo un pequeño estuche con herramientas.

– ¿Vas a hacer un puente? -Preguntó Savannah e, inclinándose sobre el asiento delantero, agregó-: Genial. Dime, ¿solías robar coches de pequeño?

– Desde luego que no.

– Déjame adivinar -dije-. Es otra de esas habilidades cuestionables pero necesarias. Igual que saber cómo anular el hechizo que convoca a los fantasmas y conducir en una fuga.

– Exactamente.

– ¿Cuántos coches robaste? -preguntó Savannah cuando nos apeábamos y echábamos a andar por el camino a pie.

– Dos. Te aseguro que las dos veces se trató de un último recurso. Me encontré de pronto sin transporte y con una urgente necesidad de tenerlo. Por fortuna, ninguno de los vehículos quedó dañado, y pude dejarlos en lugares seguros, después de lavarlos y de llenarles el depósito de gasolina.

Sonreí.

– Apuesto a que eso hizo que los policías se rascaran la cabeza: vaya ladrón de coches más amable.

Savannah puso los ojos en blanco.

– ¿Vosotros nunca hacéis nada malo?

– Yo robé un lápiz de labios cuando tenía doce años.

– Sí, me lo contaste. -Miró a Cortez-. ¿Sabes lo que hizo Paige? Primero lo robó y después se sintió tan culpable que envió el dinero por correo a la tienda. Con impuestos incluidos y todo. Vosotros dos sí que sois un mal ejemplo.

– ¿Un mal ejemplo?

– Por supuesto. ¿Cómo esperáis que os imite? Algún día necesitaré una buena terapia.

– No te preocupes -dije-. Ya lo tengo calculado en mi presupuesto.

– No me extrañaría nada -murmuró Savannah-. Y qué me dices de…

– Viene un coche -la interrumpí-. Salgamos del camino.

Nos metimos en un campo.

– ¿Haces esto muy a menudo, Lucas? -Preguntó Savannah-. Me refiero a lo de las persecuciones en coche, las huidas de la policía y cosas por el estilo.

– De vez en cuando, aunque no me animaría a calificarlo de muy a menudo.

– La pregunta crucial es con cuánta frecuencia tienes que hacerlo -insistí.

Él sonrió.

– No muy a menudo.

– ¿De modo que nosotras somos algo especial? -preguntó Savannah.

– Muy especial.

– No me parece que eso sea bueno -repuse.

Pasé la mochila a mi otro hombro. Cortez extendió un brazo para quitármela, pero yo le indiqué que no con un movimiento de la mano.

Savannah tropezó con la madriguera de una marmota y después corrió junto a Cortez.

– Dime, ¿qué clase de caso es éste? ¿Comparado con los otros que tuviste?

– Un caso frenético.

Ella me miró como pidiéndome que se lo aclarara.

– Quiere decir que lo tenemos muy ocupado. Sobre todo porque la mitad de los problemas los estamos causando nosotras mismas.

Cortez sonrió.

– Debo reconocer que las dos mostráis una predilección especial por crear nuevos desafíos.

– Sí, muy especial -dijo Savannah-. Significa que él nos considera especiales.

– Aja -respondí yo.


* * *

Volvimos a entrar en la casa de la misma manera en que habíamos partido: caminando por los bosques y después atravesando el jardín a toda velocidad y entrando por la puerta de atrás. Una rápida ojeada hacia el frente confirmó que esa cautela estaba bien justificada. Todavía había tres o cuatro personas acampadas en mi jardín. Una de ellas hasta había instalado una pequeña carpa. Confieso que pensé en la posibilidad de cobrar alquiler a los acampantes.

Después de enviar a Savannah a la cama, llamé a Margaret. La conversación fue más o menos así:

Yo: Mmmm, tuvimos un problema con tu coche…

Ella: ¡Un accidente! Dios mío, no. Mis pólizas de seguro…

Yo: No hubo ningún accidente. Estamos todos bien, incluyendo el coche. Sucede que tuvimos que abandonarlo.

Ella: ¿Que?

Yo: Lo siento. Es que la policía vio el número de matrícula y…

Ella: ¿La policía?

Yo: Está todo bien, pero cuando la policía lo encuentre, tienes que decirles que fue robado.

Ella: ¿Robado?

Yo: Así es. Diles que estaba en la entrada de tu casa cuando te acostaste y que nunca volviste a verlo. No menciones las llaves. Y si la policía dice algo acerca del cementerio…

Ella: ¡El cementerio! "

Yo: Diles que no sabes nada al respecto.

Ella: ¡Pero es que no sé nada!

Yo: Bien. A cualquier cosa que ellos digan, tú respondes que no sabes nada. Hace días que no me ves. Si llegaran a encontrar mis huellas dactilares en tu coche, es porque el mes pasado te lo pedí prestado, ¿de acuerdo?

Ella: ¿Huellas dactilares? ¿Te refieres a impresiones digitales? En qué demonios has estado…

Yo: Tengo que cortar. Gracias por prestarnos tu coche. Ya te lo compensaré. Adiós.


* * *

Cuando entré en el salón, Cortez estaba de pie frente al televisor, haciendo zapping.

– La televisión -dije mientras me desplomaba en el sofá-. Gran invento. El perfecto antídoto estúpido para un día infernal. ¿Qué dan?

– La noche de los muertos vivientes.

– Ja ja.

– En serio. -Retrocedió varios canales y se detuvo en una imagen en blanco y negro de los muertos vivos que gemían y se tambaleaban alrededor de la casa de una granja.

– Me suena familiar -dije-. ¿Acaso no he visto esto antes?

– Ayer, en la funeraria.

– No, no es eso. Esos muertos vivientes eran mucho más aterradores. Y no se tambaleaban. Bueno, Cary sí. Pero sólo porque estaba bastante despachurrado. Mmmm… ¿Dónde he visto esto?

Necrófagos que rodean una casa, atrapan adentro a sus moradores y se niegan a irse. ¡Un momento! Ése es el jardín del frente de casa. Mira, ¡también hay una mujer desnuda! Apuesto a que es una Wiccana.

Cortez río por lo bajo.

– Me alegra que puedas reírte de lo sucedido.

Vacilé y después lo miré.

– Ya sabes, si esto llega a agravarse… Quiero decir, éste no es el caso judicial agradable y sencillo que probablemente imaginaste. Yo entendería que quisieras abandonar…

– ¿Y perderme toda la diversión? -Cortez me dirigió una sonrisa cómplice-. Jamás.

Nuestras miradas se cruzaron un momento, y luego él giró hacia la pantalla del televisor y comenzó a hacer zapping.

– No, espera -dije-. Vuelve a la película. A mí también me vendría bien algún entretenimiento superficial. Zombies que comen carne humana podrían ser perfectos.

Volvió al canal con la vieja película y después miró el sillón reclinable y luego el sofá, como si tratara de decidir dónde sentarse. Le indiqué el otro extremo del sofá. Asintió y se sentó junto a mí.

– ¿Qué estamos viendo? -preguntó Savannah dando saltos en camisón.

– Paige y yo estamos viendo La noche de los muertos vivientes. Y tú te vas a la cama.

– Acabo de conjurar un cementerio lleno de espíritus. Creo que soy suficientemente mayor para ver una película de terror. -Se dejó caer en el sillón reclinable-. ¿Tenemos patatas fritas o algo?

– ¿Te parece que últimamente he tenido tiempo para ir de compras? -le pregunté-. Muy pronto sólo nos quedarán unas cuantas latas de conserva.

– ¿Ésos son zombies? -preguntó.

– Es una película vieja -dije-. Los efectos especiales no son precisamente muy modernos.

– ¿Qué efectos especiales? Ése es un tipo con una máscara desparramada debajo de los ojos. He visto gente más terrorífica en el centro comercial.

– ¿No te ha dicho Paige que te fueras a la cama? -preguntó Cortez.

– Está bien. De todos modos es una película tonta -dijo ella y se fue, indignada.

Algunos minutos después, suspiré.

– De veras es una película bastante tonta. Pero estoy demasiado cansada para dormirme.

– Yo, bueno, creo que mencionaste algo acerca de nuevos Manuales…

Me incorporé en el sofá.

– Caramba, es verdad. Casi lo había olvidado. Tenía ganas de probarlos esta noche.

– Creo que ibas a decirme… -Cortez dejó la frase inconclusa.

Sonreí.

– Te iba a hablar de ellos, ¿no es así?

Y lo hice.


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