Savannah ya había lanzado un hechizo de confusión en otra ocasión anterior. Aunque yo no había presenciado los resultados, Elena me contó lo que había ocurrido. Durante su intento de huir, Elena había ido hacia un pasillo en tinieblas para desarmar a un par de guardias. Un ascensor lleno de guardias que respondía a la alarma estaba detrás de ella. Las puertas se abrieron. Savannah lanzó un hechizo de confusión. Los guardias comenzaron a disparar sus armas… contra sus compañeros, contra Elena, contra todo lo que tenían a la vista. Ella nunca le dijo a Savannah que había estado a punto de perder la vida y yo no creí que tuviera sentido sacarlo a relucir más adelante. Ahora sí le encontré sentido.
Cortez corrió hacia la puerta de la calle, después se detuvo y se dirigió hacia la de atrás.
– Aguarda aquí -dijo y abrió la puerta posterior-. Voy a neutralizar ese hechizo.
– ¿No puedes hacerlo desde adentro?
– Tengo que estar en el locus de su hechizo, en la supuesta zona del blanco.
– Iré a su ventana y te dirigiré desde allí.
– No… -Se detuvo y luego asintió-. Pero ten cuidado. Si algo llega a suceder, aléjate de los cristales.
Se aseguró de que nadie estuviera mirando y luego salió. El gentío de la parte de atrás era menos de un tercio del delantero, no más de una docena de personas. Con las luces del patio apagadas y la sombra adicional que arrojaba el saliente del techo, la puerta posterior se encontraba en total oscuridad, de modo que Cortez pudo deslizarse por ella sin ser visto.
Fui deprisa al cuarto de Savannah. Ella todavía estaba tendida sobre la cama, con los brazos cruzados. Me acerqué a la ventana.
Cortez apareció un momento después. Algunos de los que seguían allá afuera debían haberlo visto escoltarme a casa, pero nadie dio señales de reconocerlo. A medida que Cortez se deslizaba entre la multitud, observé ese mar de rostros en busca de una señal de pánico o de confusión. Nada. Cortez se movió detrás de una pareja que vendía latas de refrescos y después miró hacia la ventana. Me moví hacia la izquierda y me coloqué donde Savannah debía de haber estado. De puntillas era tan alta como ella.
– Sois peores que las Hermanas Mayores -gruñó Savannah-. Armáis un alboroto por nada.
Le hice señas a Cortez de que se moviera un poco hacia la derecha y, después, que se detuviera. Sus labios se movieron al lanzar un hechizo que anularía el de Savannah. Cuando terminó, miró en todas direcciones, como para determinar si el hechizo de Savannah había quedado anulado. Aunque, de hecho, no hubo ninguna señal de que hubiera tenido efecto.
Le hice señas de que entrara. Él sacudió la cabeza, me indicó que me alejara de la ventana y fue hacia la multitud. Yo solté la cortina pero no me alejé, sólo salí del radio de su mirada. Él atravesó el gentío y se detuvo aquí y allá antes de seguir avanzando.
– Creo que no ha funcionado -dije.
– Desde luego que sí. Mis hechizos siempre funcionan.
Me mordí la lengua y mantuve mi atención centrada en Cortez. Cuando alguien gritó, pegué un salto. Un hombre se echó a reír y yo seguí ese sonido con la vista hasta localizar a un par de muchachos que peleaban y reían entre sorbos de una botella cubierta con una bolsa de papel. Por lo visto, mi jardín había reemplazado la Pista Belham como fuente principal de entretenimiento de la comunidad.
Al apartar la vista de los muchachos para buscar a Cortez, los gritos de uno de los dos se volvieron airados. El otro le propinó un puñetazo en la mandíbula. La botella voló de la mano del primer muchacho y golpeó el hombro de una mujer sentada. Cuando la mujer pegó un grito, su marido se puso de pie de un salto con los puños en alto.
Cortez se acercó corriendo desde el otro lado del gentío. Yo agité los brazos para pedirle que se detuviera y para tratar de transmitirle que la pelea no tenía nada que ver con el hechizo. Entonces alguien me vio. Y un grito se elevó hasta mí.
Trastabillé hacia atrás. Una pelota de barro golpeó contra el cristal de la ventana. Alguien gritó. Los gritos perdieron su tono de excitación y se volvieron furiosos, hasta que finalmente parecieron alejarse de la ventana.
– Ve a mi habitación -ordené.
Savannah apretó los dientes y miró hacia el techo.
– ¡Te he dicho que te vayas a mi cuarto!
No se movió. Los gritos se volvieron frenéticos. Alguien lanzó un ladrido. Agarré a Savannah del brazo y la arrastré a mi dormitorio, lejos del frente de la casa. Después corrí al salón.
Entreabrí las cortinas con la esperanza de ver a Cortez y comprobar que estaba bien. Tan pronto moví la tela, algo golpeó el cristal. Caí hacia atrás, con la cortina todavía en las manos. Cuando levanté la vista, un hombre estaba aplastado contra la ventana. Dos mujeres con aspecto de matronas lo sostenían por el pelo mientras una tercera le aporreaba el estómago. Dejé que la cortina cayera y corrí a la puerta de calle.
Hace tiempo salí con un aficionado al fútbol. Cierta tarde, cuando veíamos por televisión un partido que se jugaba en Europa, se armó un alboroto tremendo. Yo me quedé observando la pantalla, horrorizada, incapaz de creer que semejante estallido de violencia pudiera ocurrir por algo tan trivial como un acontecimiento deportivo. La escena que tenía lugar ahora en el exterior de casa me recordó aquel tumulto. Tenía que ayudar, hacer algo. Si esto se parecía en algo a la revuelta que había visto, la gente terminaría lastimada, y una de esas personas podría ser el individuo inocente que había salido solamente para tratar de impedirlo.
Salí enseguida al porche delantero. Nadie notó mi presencia. La multitud se había transformado en un hervidero, en una masa compacta de cuerpos que golpeaban, pateaban, mordían, arañaban. Un desconocido atacaba a otro desconocido mientras los demás se acurrucaban en el suelo y trataban de protegerse del ataque. Alrededor de media docena de personas había logrado escapar del amontonamiento y observar desde lejos lo que acontecía, como si les resultara imposible apartarse de la situación.
Desde la ventanilla de un coche, la lente de una cámara tomó la escena. Tuve que reprimir el impulso de acercarme, arrancarle la cámara y destrozarla contra el pavimento. No sé por qué, pero incluso con todo lo que estaba sucediendo, eso fue lo que más me molestó. Después de lanzarle una mirada feroz al conductor, comencé a buscar a Cortez entre el gentío.
Encontrar a una persona en medio de ese mar de gente era como localizar a un amigo en la liquidación de un Día del Descubrimiento de América. Me subí al porche para ver mejor y me acerqué a la barandilla. Mientras lo hacía, me di cuenta de que me estaba haciendo así más visible de lo que mi seguridad exigía. También pensé que eso sería lo mejor que podía hacer: desviar la atención del gentío al poner en evidencia el objeto de su vigilancia desde hacia tanto tiempo.
– ¡Eh! -grité-. ¿Alguien quiere una entrevista?
Nadie giró siquiera la cabeza. No, tachad eso. Alguien sí lo hizo: Cortez. En ese momento sostenía con fuerza a un hombre fornido para impedir que atacara a una mujer de edad avanzada. Cortez tenía al individuo sujeto con una llave, pero el hombre debía de pesar por lo menos cuarenta y cinco kilos más que él, y cada vez que balanceaba un brazo, Cortez volaba por el aire. Salté de la barandilla y corrí hacia el campo de batalla.
Me resultó sorprendentemente fácil avanzar por entre la multitud. Bueno, sí, algunos puñetazos volaron hacia mí, pero como yo seguía moviéndome, mis supuestos atacantes se toparon con blancos menos activos. Con un hechizo de confusión, a nadie le importa a quién ataca, siempre y cuando pueda atacar a alguien.
Cuando llegué junto a Cortez sujeté a la mujer mayor para conducirla a un lugar seguro.
– ¡Bruja asquerosa! -gritó-. ¡Quítame de encima tus manos inmundas!
Me clavó las uñas en la cara y me pegó un puñetazo en el estómago y, cuando me doblé en dos, me derribó al suelo. Un hombre tropezó contra mi cuerpo tendido boca abajo, se enderezó y siguió corriendo. Cuando intenté ponerme de pie, el hombre que Cortez sujetaba se soltó y echó a correr entre el gentío detrás de la mujer anciana. Yo intenté sujetarlo, pero Cortez me agarró del brazo.
– No podemos -jadeó y se secó la sangre de la boca-. No sirve de nada. Tenemos que anular el hechizo. ¿Tú conoces la forma de hacerlo?
– No. -Vi a una mujer arrastrándose entre la gente y tratando de esquivar los golpes-. No parece afectarles a todos.
– Sí que les afecta. Todos están confundidos. Sólo que algunos no reaccionan de manera tan violenta.
– Entonces llevaré a esas personas a un lugar seguro. Tú sigue trabajando con tu contrahechizo.
Corrí hacia la mujer que se arrastraba, la ayudé a ponerse de pie y la guié por entre la multitud. Al llegar a la calle, ambas la cruzamos y la dejé sentada del otro lado de la acera antes de regresar. Tardé varios minutos en encontrar a otra persona que trataba de escapar y varios más sacarla de allí.
Al regresar comprendí que mi misión era algo parecido a salvar del matadero a cachorros de focas sin sus madres. Mientras yo rescataba a una persona, por lo menos otras dos eran golpeadas hasta dejarlas inconscientes. O bien el contrahechizo de Cortez no estaba teniendo efecto o la violencia había cobrado suficiente impulso como para seguir funcionando por su cuenta.
– Pensabas que te podías escapar, ¿no? -dijo una voz junto a mi oído. Era uno de los salvacionistas. Me estrelló una Biblia en la cara-. ¡Vete de aquí, Satanás!
Una mano me agarró el brazo. Cuando traté de ver quién era me encontré con los ojos en blanco de una mujer joven.
– ¡Perra! -me gritó-. ¡Mira lo que le hiciste a mi camisa! -La cogió y tiró de la pechera hacia afuera con tanta fuerza que la costura cedió. Estaba cubierta de mugre y de sangre. Más sangre le cubría la mano. En el otro puño blandía un cortaplumas del Ejército, con su hoja afilada también cubierta de sangre.
Sin pensarlo siquiera, traté de apoderarme del cortaplumas. Su filo me cortó la palma de la mano. Pegué un grito y caí hacia atrás. Cortez apareció entonces y sujetó a la mujer. Ella se giró y lo atacó. Esa hoja afilada y cortante se hundió en el costado de Cortez. Ella se la extrajo y se apartó un poco para lanzar una segunda estocada.
Lancé un hechizo de traba, que detuvo a la mujer en mitad de su ataque. Me arrojé sobre ella, la derribé y le quité el cortaplumas. En ese momento se quebró el hechizo y la mujer comenzó a luchar, a patear y a gritar. Cortez cayó de rodillas y trató de ayudarme a sujetarla, pero la adrenalina pareció triplicar la fuerza de esa mujer y fue como tratar de someter a un animal salvaje. Los dos lanzamos hechizos de traba, pero ninguno tuvo éxito. Si tan sólo pudiéramos calmar a la gente. Sí, desde luego: un hechizo tranquilizador. Lancé uno, después otro, y lo seguí recitando sin fin hasta sentir que las piernas de la mujer cedían debajo de mí.
– Eh-dijo-, qué estás haciendo… Suéltame. ¡Ayuda! ¡Fuego!
Alrededor de nosotros, la gente había dejado de luchar y caminaba en círculos, secándose las narices ensangrentadas y murmurando cosas confusas.
– Perfecto -dijo Cortez-. Sigue haciéndolo.
Lo hice. Nos pusimos de pie y, con Cortez haciendo de escudo, avancé entre la multitud mientras repetía el hechizo tranquilizador. No tuvo efecto en todos. Como lo temía, la agresión había adquirido vida propia, y algunas personas no querían parar, pero muchos sí que cesaron, de modo que fueron capaces de dominar a los que seguían luchando.
– Ahora, a casa -dijo Cortez-. ¡Rápido!
– Pero hay más…
– Ya es suficiente. Si te quedas aquí más tiempo la gente comenzará a reconocerte.
Así que corrimos hacia la puerta principal.
Una vez dentro, Cortez llamó a la policía. Después lo llevé al cuarto de baño, donde podríamos evaluar las heridas recibidas. Savannah se quedó en mi dormitorio, con la puerta cerrada. Yo no le dije que todo había terminado. En ese momento tuve miedo de qué otra cosa podría estar tentada de responder.
El corte en mi mano no era la peor de mis heridas… Me puse un vendaje y centré mi atención en Cortez, empezando con una compresa fría para su labio ensangrentado. Después, la herida del cortaplumas. La hoja se le había hundido en el lado derecho. Le levanté la camisa, limpié la herida y se la examiné mejor.
– Tiene buen aspecto -dije-. Pero te vendrían bien un par de puntadas. Tal vez cuando llegué aquí la policía podremos llevarte al hospital.
– No es necesario. He tenido heridas peores.
Eso podía verlo. Aunque sólo le había levantado la camisa unos centímetros, alcancé a ver que una gruesa cicatriz le cruzaba el abdomen. Era un hombre muy delgado, pero más musculoso de lo que cabría esperar. Supongo que hay más riesgos en luchar contra los de una Camarilla que los que se dan en los juzgados y el papeleo.
– Te prepararé una cataplasma. Por lo general cierra mejor una herida que los puntos. Y tiene, además, la ventaja de dejar menos cicatriz.
– Muy útil. Tendré que pedirte una copia de la receta.
Abrí el botiquín del baño y saqué los ingredientes para la cataplasma.
– Todo esto es culpa mía. Savannah ya lanzó ese hechizo en otra ocasión, con resultados incluso peores. Debería haberle dicho que lo borrara de su repertorio.
– Yo no iría tan lejos. El hechizo de confusión puede resultar muy útil en las circunstancias adecuadas, o como un último recurso. Pero el que lo lanza tiene que comprender eso, algo que obviamente no le pasó a Savannah.
– ¿Siempre funciona de esa manera?
– No. La intensidad con que ella lanza los hechizos es muy grande. Jamás había visto que un hechizo de confusión afectara a tantas personas y de una manera tan negativa. El hechizo siempre exacerba cualquier tendencia subyacente hacia la violencia. Quizá en estas circunstancias debería haber esperado una reacción así, suponiendo que la clase de personas que se congregan alrededor de una historia semejante no son precisamente las que poseen un mayor equilibrio mental.
– Eso es quedarse corto.
Sonó el timbre de la puerta de la calle.
– La policía -dije-. O eso espero.
Era la policía. Pero no se quedaron demasiado tiempo. Afuera, el gentío o bien se había ido o reanudaba su vigilancia como si nada hubiera pasado. La policía tomó algunas declaraciones, ayudó a la gente a llegar a los médicos y clausuró la zona. Después, dejó en la retaguardia un coche policial y dos agentes de guardia.
Savannah apareció cuando yo le estaba poniendo la cataplasma a Cortez.
– No esperéis que os diga que lo lamento -anunció, de pie junto a la puerta del baño-. Porque no es así.
– Tú… ¿Tú sabes lo que has hecho? -Crucé el baño y abrí la ventana-. ¿Ves eso? ¿Las ambulancias? ¿Los médicos? Ha habido gente herida, Savannah. Personas inocentes.
– No deberían haber estado allí. Son humanos estúpidos. ¿A quién le importan los humanos?
– ¡A mí me importan! -Salté y me quité el vendaje de la mano-. Supongo que tampoco te importa esto. Pues bien, hay algo que sí debería importarte…
La tomé de los hombros y la hice girar para que enfrentara a Cortez, y después señalé su labio hinchado y la herida que tenía en el costado.
– ¿Te importa eso algo? Este hombre está aquí para ayudar, Savannah. Para ayudarte a ti. Podrían haberlo matado cuando estuvo ahí afuera tratando de anular el hechizo que tú lanzaste.
– Yo no le pedí que lo anulara. Si los dos terminasteis heridos, es culpa vuestra por haber salido al jardín.
– Tú… -le bajé el brazo-. Vete a tu cuarto, Savannah. ¡Ya!
En sus ojos brillaron lágrimas, pero se limitó a pisar fuerte y a mirarnos con furia.
– ¡No lo lamento! ¡No lo lamento en absoluto!
Y corrió hacia su dormitorio.