Seguridad en casa

Leha era una semidemonio telequinética del más alto rango. Un semidemonio es el hijo o hija de un demonio y un humano. Los semidemonios siempre tienen aspecto humano y un gran parecido con su madre. Lo que heredan de su padre depende de qué clase de demonio sea él. En el caso de Leah, ese poder era la telequinesia. Eso significa que podía mover cosas con el poder de su mente. Pero no os imaginéis cosas como doblar cucharas, más propias de un espectáculo de magia. Pensad más bien en arrojar un escritorio de acero contra una pared; literalmente, arrojarlo dentro de una pared, con tanta fuerza que se quede incrustado en el yeso y destruya todo lo que encuentre a su paso.

Por este motivo es lógico que mi primera reacción al leer aquella carta fuera correr a tomar la mayor cantidad de medidas de seguridad para mi casa. Después de cerrar las puertas con llave y de bajar las persianas, tomé otras medidas menos convencionales. En cada puerta lancé un hechizo de cerrojo que las mantendría cerradas incluso si los pestillos fallaban. Después utilicé hechizos perimetrales en todas las puertas y ventanas. Los hechizos perimetrales son algo así como un sistema sobrenatural de seguridad: con ellos, nadie podría entrar en la casa sin que yo me enterara.

Todos estos hechizos habían recibido la aprobación del Aquelarre, aunque hace algunos meses una bruja consideró que era su deber señalar que un hechizo de cerrojo podía ser utilizado para el mal, si alguna vez se nos ocurría encerrar a alguien dentro de un cuarto en lugar de mantener a la gente fuera. ¿Podéis creer que el Aquelarre convocó una reunión especial de las Hermanas Mayores para discutir este asunto? Peor aún, las Hermanas Mayores quisieron prohibir el hechizo de segundo nivel, dejándonos sólo el de primer nivel, que era posible anular con el simple recurso de hacer girar con tuerza el pomo de la puerta en cuestión. Por fortuna, mi voto tenía un peso adicional, así que la moción fracasó.

Savannah entró justo cuando yo estaba lanzando el hechizo perimetral dentro de la chimenea que jamás usábamos.

– ¿A quién intentas mantener fuera de aquí? -preguntó-. ¿A Papá Noel?

– Esta carta… es de Leah.

Parpadeó, sorprendida pero no preocupada. La envidié por ello.

– Está bien -dijo-. Es algo que esperábamos. Estamos listas para hacerle frente, ¿no es así?

– Por supuesto. – ¿Era mi imaginación o lo había dicho con voz temblorosa? Me ordené inspirar, expirar, inspirar, expirar… Ahora debía repetirlo una vez más y con confianza. -Absolutamente. -Sí, ahora sonaba más firme, casi como un gatito acorralado y con tres patas rotas. Me puse a lanzar hechizos perimetrales en las ventanas del comedor.

– ¿Qué contenía la carta? -Preguntó Savannah-. ¿Amenazas?

Dudé. No sé mentir. Bueno, sí sé, pero lo hago muy mal. Mis mentiras son tan obvias que no me extrañaría nada que me creciera la nariz.

– Bueno, lo que Leah quiere… es tener tu custodia.

– ¿Y?

– No hay ningún y. Quiere tener tu custodia legal.

– Sí, y yo quiero un teléfono móvil. Es una bruja. Díselo de mi parte. Y también dile que se vaya a la…

– Savannah.

– Tú me diste permiso para decir «bruja». No puedes culparme por pasarme un poco de la raya. -Se metió una Oreo en la boca.

– La secuencia correcta es: masticar, tragar, hablar.

Puso los ojos en blanco y tragó.

– Sabes lo que quiero decir. «Brujaesclava» no es precisamente lo que yo deseo ser de mayor. Dile que a mí no me interesa lo que vende.

– Eso no está mal, pero podría hacer falta algo más para hacerla cambiar de idea.

– Y tú puedes arreglarlo, ¿verdad que sí? Lo has hecho antes, así que vuelve a hacerlo ahora.

Debería haberle explicado que lo conseguí con mucha ayuda, pero mi ego se resistió a esa aclaración. Si Savannah pensaba que yo había desempeñado un papel significativo en derrotar a Leah la última vez, no había ninguna necesidad de abrirle los ojos ahora. Necesitaba sentirse segura. De modo que, en aras de fortalecer esa seguridad, volví a mis hechizos perimetrales.

– Me ocuparé de las ventanas de mi dormitorio -dijo.

Asentí, sabiendo que yo volvería a hacerlo cuando no me viera. No porque Savannah careciera de eficiencia en lanzar hechizos de segundo nivel. Aunque detestaba tener que admitirlo, ya me había superado en todos los niveles de la magia del Aquelarre. Me limitaba a reforzar sus hechizos porque así me sentía más tranquila. De lo contrario me preocuparía que se hubiera olvidado de una ventana o que el encantamiento hubiera sido demasiado apresurado o algo por el estilo. Esto no me pasaba sólo con Savannah; haría lo mismo con cualquier otra bruja. Me sentiría mejor sabiendo que lo había hecho yo.


* * *

A las siete, Savannah se encontraba ya en su habitación, lo cual podría haberme preocupado, pero ella solía desaparecer después de la cena casi todas las noches -antes de que yo tuviera tiempo de pedirle que me ayudara a quitar la mesa- y se pasaba las siguientes horas en su cuarto haciendo sus tareas escolares, que alguna vez incluían llamadas de noventa minutos a sus compañeros de estudios. Tareas de grupo en casa… ¿Qué podía decir yo?

Cuando supe que Savannah estaba en su dormitorio, volví a centrar mi atención en la carta. Exigía mi presencia en una reunión que se llevaría a cabo a la mañana siguiente a las diez. Hasta entonces, no podía hacer otra cosa que no fuera esperar. Detestaba eso. A las siete y media decidí que tenía que hacer algo, cualquier cosa.

Al menos tenía una pista. La carta era de un abogado llamado Cubrid Sandford, que trabajaba en Jacobs, Sandford y Schwab, en los Ángeles. Extraño. Muy extraño, ahora que lo pensaba. Tener un abogado en Los Ángeles sería lógico para alguien que viviera en California, pero Leah era de Wisconsin.

Yo sabía que Leah no se había mudado; había hecho averiguaciones discretas dos veces por semana en su destacamento. Con «destacamento» me refiero a su comisaría. No, no estaba presa… aunque había motivos para ello. Leah era ayudante del sheriff. ¿La ayudaría eso en su recurso de custodia…? No tenía sentido preocuparme por ese detalle hasta saber más.

» De nuevo me centré en el abogado de Los Ángeles. ¿Podría tratarse de una estratagema? Quizá este caso no era en realidad un caso legal. Tal vez Leah había inventado la existencia de ese abogado con el recurso de situarlo en una ciudad enorme y lo más lejos posible de Massachussets, y dio por sentado que yo no lo investigaría.

En el membrete figuraba un número de teléfono, llamé al 411 para verificarlo. Me dieron otra dirección y teléfono para Jacobs, Sandford y Schwab. Llamé al bufete, puesto que en la Costa Oeste eran apenas las cuatro y media. Cuando pedí hablar con Gabriel Sandford, su secretaria me informó de que se encontraba ausente de la ciudad en viaje de negocios.

A continuación, comprobé la existencia de Jacobs, Sandford y Schwab en Internet. Encontré varias referencias en la lista de sitios de estudios de abogados en LA. Todas las menciones eran discretas y ninguna alentaba nuevos negocios. No parecía la clase de firma legal que un policía de Wisconsin vería anunciada en un programa de televisión de medianoche. Muy extraño, pero para averiguar más tendría que esperar hasta el día siguiente.

Al amanecer se me presentó un nuevo dilema: qué hacer con Savannah. No pensaba permitirle ir al colegio sabiendo que Leah estaba en la ciudad. Y tampoco pensaba llevarla conmigo. Decidí dejarla con Abigail Alden. Abby era una de las pocas brujas del Aquelarre a quien le encomendaría a Savannah, alguien que la protegería sin hacer preguntas y que no les diría nada a las Hermanas Mayores.

East Falls quedaba a sólo unos sesenta y cinco kilómetros de Boston. Sin embargo, a pesar de su cercanía, la gente de aquí no trabajaba en Boston, no hacía sus compras en Boston y ni siquiera iba a conciertos o a ver obras de teatro en Boston. A la gente que vivía en East Falls le gustaba la forma de vida de su pequeña ciudad y luchaba ferozmente contra cualquier invasión de esa malévola gran urbe del sur.

También se oponía a incursiones de cualquier otra clase. Esta región de Massachussets abunda en hermosos pueblos, llenos de maravillosos ejemplos de arquitectura de Nueva Inglaterra. Entre ellos, East Falls ocupaba un lugar prominente como uno de los mejores. Cada edificio del centro se remontaba por lo menos a doscientos años atrás y era cuidado y mantenido con esmero, según lo exigían las ordenanzas de la ciudad. Rara vez se veían turistas en East Falls. La ciudad no sólo no promocionaba el turismo sino que trabajaba activamente para evitarlo. A nadie se le permitía abrir un hotel, una posada o un bed and breakfast, ni ninguna clase de tienda que pudiera atraer turistas. East Falls era sólo para los residentes de East Falls. Ellos vivían allí, trabajaban allí, y ninguna otra persona era bienvenida en la ciudad.

Hace cuatrocientos años, cuando el Aquelarre llegó por primera vez a East Falls, era un pueblo de Massachussets en el que reinaban los prejuicios religiosos, la estrechez de miras, la intolerancia y una moralidad farisaica. En la actualidad, East Falls sigue siendo un pueblo de Massachussets en el que imperan los prejuicios religiosos, la estrechez de miras, la intolerancia y una moralidad farisaica. Durante los juicios a brujas de Nueva Inglaterra mataron aquí a cinco mujeres inocentes y tres brujas del Aquelarre, entre ellas una de mis antecesoras. Entonces, ¿por qué sigue allí el Aquelarre? Ojala lo supiera.

No todas las brujas del Aquelarre vivían en East Falls. La mayoría, como mi madre, se habían mudado más cerca de Boston. Cuando yo nací, mi madre compró una pequeña casa victoriana de dos plantas situada en un amplio terreno junto a un suburbio antiguo de Boston, una pequeña comunidad maravillosamente unida. Cuando ella falleció, las Hermanas Mayores insistieron en que me mudara a Last Falls. Como condición para darme la custodia de Savannah, querían que yo viviera donde ellas pudieran controlarnos de cerca. En aquella época tan triste de mi vida, tomé esa condición como excusa para paliar recuerdos muy dolorosos. Durante veintidós años mi madre y yo habíamos compartido aquella casa. Después de su muerte, cada vez que oía ruido de pasos, una voz, el sonido de una puerta que se cerraba, pensaba: es mamá…, y luego caía en la cuenta de que no era así y que eso nunca volvería a suceder. Así que cuando me pidieron que vendiera, lo hice. Ahora lamento mi debilidad, tanto haberme sometido a sus exigencias como renunciar a una casa que significaba tanto para mí.

El abogado de Leah iba a celebrar la reunión en la oficina del Estudio de Abogados de los Cary en East Falls. Eso no era nada extraño. Los Cary eran los únicos abogados de la ciudad y ponían su despacho a disposición de cualquier letrado visitante por un precio razonable; una muestra de la típica mezcla de la hospitalidad de una ciudad pequeña y del sentido comercial de una gran ciudad.

Los Cary de East Falls eran abogados muy célebres. Según se dice, incluso estuvieron presentes durante los juicios a brujas que se realizaron en East Falls, aunque los rumores están divididos sobre cuál de las partes defendieron ellos.

En la actualidad, el estudio tenía dos abogados: Grantham Cary y Grantham Cary hijo. El único asunto legal al que me había enfrentado en East Falls tuvo que ver con la transferencia del título de mi casa, un tema que llevó Grantham hijo, quien me invitó a tomar un trago después de nuestro primer encuentro, lo cual no habría supuesto ningún problema si su esposa no hubiera estado en el piso inferior ocupando el escritorio de recepción.

Desde que los Cary eran abogados, siempre habían ejercido su profesión en una mansión colonial monstruosa de tres plantas ubicada en plena calle principal. Yo llegué a la casa a las diez menos diez. Una vez dentro, observé la posición de cada uno de los empleados. Lacey, la esposa de Gratham hijo, se encontraba frente al escritorio del piso principal, y una serie de preguntas corteses me confirmaron que ambos Grantham estaban en el piso superior, en sus respectivas oficinas. Bien. Era poco probable que Leah intentara algo sobrenatural habiendo humanos tan cerca.

Después de cumplir con el requisito inevitable de dos minutos de conversación trivial con Lacey, me senté en una silla junto a la ventana del frente. Diez minutos después, se abrió la puerta de la sala de reuniones y apareció un hombre con un traje de tres piezas hecho a medida. Apuesto, con el estilo pulcro y artificial de un muñequito Ken. Decididamente, era un abogado.

– ¿Señora Winterbourne? -preguntó al acercarse a mí con el brazo extendido-. Soy Gabriel Sandford.

Al ponerme de pie y mirar a Sandford a los ojos supe con certeza por qué se iba a ocupar del caso de Leah. Gabriel Sandford no era sólo un abogado de Los Ángeles. No, era algo mucho peor que eso.


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