Cuando volvía a nuestro dormitorio, Savannah estaba dormida. Olivia salió murmurando apenas un adiós, quizá al darse cuenta de que yo estaba demasiado aturdida para oírla, mucho menos para responderle.
¿Cómo era posible que las Hermanas Mayores nos hubieran traicionado? Podía entender -aunque me costaba hacerlo- que me hubieran expulsado del Aquelarre, pero esto… Esto superaba mi comprensión. Habían vendido a Savannah a cambio de su propia seguridad. ¿Cómo podía costar un precio tan grande su seguridad?
Por muchas cosas que les recriminara a las Hermanas Mayores, siempre las había considerado buenas personas. Se habían pasado la vida luchando contra la tentación del mal y tratando de erradicarlo de su Aquelarre. Sí, puede que hubieran ido demasiado lejos, que nos hubiesen impuesto demasiadas restricciones, que incluso nos hubiesen robado parte de nuestro potencial. Pero jamás puse en duda que sus intenciones eran buenas.
Sin embargo, aquí me enfrentaba a algo que no podía negar: habían actuado tan mal como las Camarillas; quizá incluso peor. En su búsqueda implacable de la moralidad, las Hermanas Mayores se habían transformado precisamente en aquello contra lo que luchaban tanto: en la maldad. Esa sola palabra me hizo palidecer e instintivamente sentí la necesidad de justificarme, de moderarme.
Pero allí estaba. ¿De qué otra manera se podía describir su traición sino como un acto de maldad imperdonable?
Ahora más que nunca yo deseaba salvar al Aquelarre. Si lograba hacerlo, jamás olvidaría esta lección.
Tomamos un desayuno tardío con Nast, que se disponía a volver a Boston ese día por negocios, pero prometió regresar antes de la cena. Después del desayuno pasamos una hora en nuestra habitación, pues Nast todavía no nos había dado permiso para movernos libremente por la casa. A las once, Greta y su madre vinieron a darle a Savannah su sorpresa.
– ¿Qué es? -preguntó Savannah mientras bajábamos la escalera a toda velocidad.
– Si te lo dijera, ya no sería una sorpresa ¿verdad? -respondió Greta.
– Sólo te diremos esto -dijo Olivia-. Es para tu ceremonia. Sólo faltan cinco días más.
– Pero yo creí… -Savannah me miró de reojo-. Kristof dijo que Paige podía celebrar la ceremonia.
– Oh, sí, Paige lo hará. Pero tendremos que usar nuestro propio material. Todas las cosas de Paige se perdieron en el incendio. Una lástima, la verdad. Yo se lo advertí… Le mencioné al señor Nast que tal vez querría rescatar primero los elementos mágicos, pero él no vio la necesidad de hacerlo.
– De todos modos recibirás nuevas herramientas, Savannah -intervino Greta-. Incluso instrumentos mejores para tu ceremonia. ¿Adivinas de qué tumba cogimos la tierra? De la de Abby Borden, la madrastra de Lizzie Borden. No sé si sabes que a ella la mataron cerca de aquí.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Así que tenemos la arena de la tumba de una mujer que, con toda certeza, fue asesinada.
– ¿Y cuándo cogisteis esa tierra? -pregunté-. Es algo que tenía que hacerse la primera noche de la menstruación de Savannah.
– Oh, ésos son cuentos de viejas o, mejor dicho, de brujas viejas -apostilló Olivia-. Ya lo aprenderás, Savannah: mucho de lo que has escuchado son tonterías. Reunir objetos en determinados días, realizar rituales en momentos específicos…
– O sea, ¿que no tengo que esperar hasta el octavo día?
– No, eso sí es cierto. O al menos así lo creemos, aunque ninguna bruja que yo conozca ha querido jamás probar esa teoría ni arriesgarse a entorpecer los poderes de su hija.
Cuando llegamos a la puerta trasera, Roberta Shaw y Antón nos esperaban para escoltarnos fuera. Yo no veía a la nigromante desde el lunes, en la funeraria. Shaw no figuraba entre el personal que le había presentado regalos a Savannah, así que di por sentado que la habían echado. Pero al verla ahora allí todavía me pregunté si el hecho de que Nast hubiera condenado la debacle ocurrida en la funeraria no había sido más una farsa que otra cosa.
– ¿Qué hace ella aquí? -preguntó Savannah, mirando con furia a Shaw.
– Le pregunté al señor Nast si Roberta podría acompañarnos en lugar de Leah -explicó Greta. Bajó la voz-. No sé vosotras, pero yo no confío en esa Voló.
– Bueno, yo tampoco confío en esa nigromante -dijo Savannah.
Olivia la hizo callar.
– Ella sólo cumplió con su trabajo, Savannah. Ahora, ven.
Pasamos frente al granero y entramos en el bosquecillo.
– ¿Vamos a practicar la ceremonia? -preguntó Savannah.
– No, vamos a celebrar un rito… Un rito especial de protección.
– Genial.
– Sí, realmente genial -convino Greta-. No son muchas las brujas jóvenes que lo reciben. Requiere ingredientes únicos. Cuando se lo mencionamos al señor Nast, él nos dio carta blanca. Cualquier cosa con tal de ayudar a su niña en ese día tan especial.
Resistí como pude las arcadas que me producía lo que estaba oyendo.
– ¿Qué clase de protección ofrece?
– La mejor. Es como un seguro a todo riesgo. Lo impedirá absolutamente todo, desde una posible interferencia demoníaca hasta algo tan simple como que el miércoles que viene Savannah amanezca con gripe.
– Vaya-dije-.Suena bien.
– Es magia de hechiceros.
– Desde luego.
Nos condujeron a los bosques. Pasamos por el lugar donde habíamos practicado la tarde anterior. Mientras caminábamos, Savannah miró hacia atrás en dirección a Shaw y Antón.
– ¿Quién lleva el material? -preguntó.
– ¿A qué material te refieres, querida? -preguntó Olivia.
– El del ritual.
– Todo lo que necesitamos está en el lugar al que nos dirigimos.
– Debería haber traído mi nuevo athame.
Tanto Greta como Olivia fruncieron el entrecejo y luego Olivia se echó a reír.
– Sí, claro, es verdad. Las brujas del Aquelarre siguen usando sus herramientas. Descubrirás, querida, que nosotros hemos progresado bastante. Todavía conservamos un athame como recuerdo… Un recordatorio de nuestro pasado. Como estoy segura de que ya sabes, no se necesitan herramientas para lanzar hechizos.
– Mi madre las usaba -dijo Savannah.
– Eso era porque fue entrenada por el Aquelarre. Lleva un tiempo quitarse de encima los viejos métodos. Yo me aferré a mis herramientas durante años, me daban cierta seguridad. Pronto descubrirás que para lanzar hechizos sólo usamos las herramientas que resultan imprescindibles.
– Lo mismo se aplica a los materiales -continuó Greta-. Nos hemos desprendido de todo lo que no es esencial: las gemas con significados simbólicos, el incienso para los estados de ánimo, las velas para la iluminación atmosférica. Lo único que hacen es complicar y prolongar una ceremonia.
– Es posible -admitió Savannah-. Pero ¿no os parece que esos elementos la convierten en algo, qué se yo, divertido?
Greta rio.
– Las Camarillas no tienen presupuesto para la diversión.
– Las brujas modernas han logrado que también la brujería sea moderna-dijo Olivia-. Ya llegarás a apreciarlo, Savannah. Descartar el equipaje, tanto en un sentido literal como figurado, facilita mucho las cosas.
– Bueno, aquí estamos -dijo Greta. Se salió del sendero, apartó un arbusto y nos hizo señas para que la siguiéramos.
Savannah fue la primera en entrar en el claro. A través de los arbustos, la vi avanzar, la vista fija en los enormes árboles. De pronto se frenó en seco y gritó. Yo me zambullí entre los arbustos y la encontré de pie sobre una figura tendida boca abajo. Era un muchacho, tal vez de unos quince o dieciséis años. Me apresuré a acercarme y entonces vi que su pecho se elevaba y descendía.
– Está dormido -dijo Savannah-. Qué extraño. Vivirá por aquí cerca, ¿no? Supongo que deberíamos encontrar algún otro lugar…
– Se supone que él debe estar aquí -explicó Greta. Savannah se quedó mirando al muchacho. Usaba vaqueros y una chaqueta de algodón desteñida. Tenía el pelo castaño atado en la nuca y la clase de rostro suave y bonito que tan atractivo les resulta a las chicas preadolescentes.
– ¿Quién es? -preguntó Savannah.
– El Príncipe Azul -respondió Greta-. ¿Has oído hablar de la Bella Durmiente? Pues bien, ésta es la versión inversa.
Savannah medio se rio y giró la cabeza cuando sus mejillas se encendieron.
– No, realmente, ¿quién es? ¿Un hechicero?
– No es nadie. Sólo un humano. -Greta tomó una pequeña bolsa que había a un lado del claro-. Ahora, como te previne, nos saltaremos los preliminares del ritual, así que directamente puedes ir a arrodillarte junto a él.
– ¿Qué? ¿Por qué?
Se me helaron las entrañas.
– ¿Qué está pasando aquí?
– Es el ritual de protección, como ya te hemos contado. Savannah, arrodíllate junto al jovencito y pon una mano sobre su pecho.
Savannah vaciló y luego comenzó a ponerse de rodillas.
– No -dije-. Levántate, Savannah. -Miré a Greta y a Olivia-. No vamos a hacer nada hasta que nos digáis exactamente qué implica este ritual.
Greta me dio la espalda.
– Eh-dije.
Pero quedé atrapada por un hechizo de traba. Savannah comenzó a ponerse de pie, pero Antón le puso las manos sobre los hombros y la empujó hacia abajo.
– ¡Eh! ¡No te atrevas…! ¡Paige! -Savannah miró a Olivia, quien se encontraba de pie detrás de mí y sin duda era la que lanzaba el hechizo de traba. – ¡Déjala ir! ¡Ahora! '
– Paige es una bruja del Aquelarre -dijo Greta-. Ella no entiende esto. -Sacó un cuchillo de su bolso y se arrodilló del otro lado del joven.
– ¿Qué…? ¿Qué estás haciendo?-preguntó Savannah.
– Un hechizo de protección del más alto nivel requiere un intercambio… una vida protegida a cambio de una vida perdida. Deberías saberlo, Savannah. Tu madre lo sabía.
– ¡No! Mi madre jamás… ella nunca… -Savannah miró al muchacho y después apartó la vista y forcejeó para liberarse de Antón-.
– ¡No puedes hacer esto! Te lo prohibo. í
– ¿Tú me lo prohibes? -Los labios de Greta se torcieron-. t
– ¿Has oído eso, mamá? Ya empieza a dar órdenes. Pues bien, «princesa», es tu padre el que da las órdenes aquí, y él nos dijo que hiciéramos lo que fuera necesario para mantenerte a salvo. Antón, pon la mano de su alteza sobre el pecho del joven. Sobre su corazón, por favor.
Antón llevó a la fuerza la mano de Savannah hacia la parte izquierda del pecho de muchacho. Greta acercó la hoja de su cuchillo al cuello del joven.
– ¡No! -Gritó Savannah-. ¡No puedes hacer esto! ¡No puedes! Él no ha hecho… No te ha hecho nada.
Él no es nadie, Savannah -dijo Olivia desde detrás de mí-. Solo un pilluelo. El único significado de su vida es proteger la tuya.
– No te molestes, mamá -masculló Greta-. Es evidente que Eve malcrió a la chiquilla. ¿Qué crees que es magia negra, Savannah?
– No es esto. Sé que no lo es. Mi madre jamás hizo esto.
– Desde luego que lo hizo. Solo que nunca te permitió verlo.
Greta presionó la hoja del cuchillo contra el cuello del muchacho.
– ¡No! -Savannah luchó más para tratar de liberarse, obligando así a Antón a aplicar toda su fuerza en mantenerla de rodillas.
– Es un chico muy guapo, ¿no? -preguntó Greta. Puso la mano izquierda detrás de la cabeza del jovencito y se la levantó-. ¿Te gustaría darle un beso, Savannan? ¿Un último beso? ¿No? Está bien, entonces.
Deslizó el cuchillo con tanta rapidez por el cuello del muchacho que al principio pareció no dejar siquiera marca. Después, su cuello se abrió. Antón empujó hacia adelante la cabeza de Savannah. La sangre le salpicó la cara y ella comenzó a gritar.