Salga de mi casa -ordené
– Como puede ver, estoy perfectamente cualificado para manejar su caso, Paige.
– ¿De modo que ahora me llama Paige? ¿Lo ha contratado Savannah?
– No -dijo sin sorprenderse lo más mínimo, como si pensara que una niña bruja que contrata a un abogado hechicero no es algo tan raro.
– ¿Entonces quién le ha enviado?
– Como usted misma ha dicho, nadie me envía. Me ha llamado buitre carroñero, y yo no se lo he discutido. Aunque le confieso que esa expresión me resulta censurable, la motivación que implica se me puede aplicar con exactitud. Hay dos maneras de que un abogado sobresalga en el mundo sobrenatural: unirse a una Camarilla o hacerse famoso por luchar contra ellas. Yo he elegido el segundo camino. -Se calló un momento-. ¿Ahora puedo tomar ese café?
– Sí, claro. Sólo tiene que salir por la puerta, girar a la izquierda y buscar el cartel del bar donde venden rosquillas. Imposible perderse.
– Como le decía, al ser un abogado joven que busca hacerse un nombre fuera de las Camarillas, debo, por desgracia, andar a la caza de casos. Me enteré del intento del señor Nast de obtener la custodia de Savannah y, precisamente porque buscaba una oportunidad, la seguí. Tengo entendido que el señor Nast todavía no ha abandonado su desafío, ¿es así?
– Se niega a someterse a una prueba de ADN, y eso significa que no puede demostrar que es el padre de Savannah, cosa que a su vez significa también que no tiene ningún argumento para sostener su demanda, razón por la cual yo no necesito un abogado. Ahora bien, si necesita que le dé de nuevo la dirección de…
– Aunque su negativa a someterse a una prueba de ADN puede parecer ventajosa, permítame asegurarle que no elimina el problema. Gabriel Sandford es un excelente abogado y ya le encontrará la vuelta a esto, probablemente sobornando a un laboratorio médico para que proporcione resultados falsos.
– ¿Y su disposición para sobornar a funcionarios lo convierte en un abogado excelente?
– Sí.
Abrí la boca, pero no me salió ningún sonido.
Cortez prosiguió:
– Si él intenta esa maniobra, yo insistiré en que el tribunal supervise la realización de la prueba. -Volvió a concentrarse en sus papeles-. Ahora bien, he preparado una lista de pasos que deberíamos seguir para…
Savannah entró en la cocina y se paró en seco al ver a Cortez y evaluar su aspecto y sus papeles diseminados sobre la mesa.
– ¿Qué hace aquí este vendedor ambulante? -preguntó. Después miró a Cortez a la cara. Ni siquiera parpadeó; sólo apretó los labios-. ¿Qué quieres, hechicero?
– Prefiero que me llames Lucas -respondió él y le tendió la mano-. Lucas Cortez. Represento a Paige.
– ¿Representas a…? -Savannah me miró-. ¿De dónde lo has sacado?
– De las Páginas Amarillas -respondí-. Bajo la letra N de no solicitado y no deseado. Él no es mi abogado.
Savannah volvió a observar a Cortez como si lo estuviera midiendo.
– Mejor así, porque si lo que quieres es un abogado hechicero, puedes encontrar uno mucho mejor que éste.
– Estoy seguro de que sí-admitió Cortez-. Sin embargo, puesto que yo soy el único que está aquí, quizá pueda serles de alguna ayuda.
– No, no puede -dije-. Mire, por si se ha olvidado dónde está la puerta…
– Un momento -intervino Savannah-. Es bastante joven, así que probablemente no es un abogado caro. A lo mejor nos servirá hasta que consigamos alguien mejor.
– Mis servicios son extremadamente razonables y los honorarios los estableceremos de común acuerdo y de antemano -dijo Cortez-. Aunque en este momento pueda parecer que Nast no tiene pruebas verdaderas…
– ¿Quién es Nast? -preguntó Savannah.
– Se refiere a Leah -dije y le lancé a Cortez una mirada de «no me lo discuta»-. Es O'Donnell, no Nast.
– El error es mío -se apresuró a decir Cortez-. Como les decía, Leah no ha retirado su petición de custodia y no da señales de querer hacerlo. Por consiguiente, debemos dar por sentado que planea seguir adelante. O sea que nuestro propósito principal será frustrar sus planes. Con esa finalidad, he redactado una lista de pasos a seguir.
– ¿Un programa de doce pasos para «desdemonizar» mi vida?
– No, son sólo siete pasos, pero si usted ve la necesidad de que sean más, podemos añadir otros.
– Aja.
– ¿A quién le importan las listas? -Masculló Savannah-. Lo único que tenemos que hacer es matar a Leah.
– Me alegra comprobar que te tomas tanto interés en esto, Savannah. No obstante, debemos proceder de manera lógica, lo cual, lamentablemente, descarta la posibilidad de salir a asesinarla. Tal vez deberíamos empezar por repasar la lista que he preparado para ustedes. Primer paso: hacer los arreglos necesarios para que las tareas escolares le sean traídas a Savannah a su casa por una maestra o alumna conocida tanto por ella como por Paige. Segundo paso…
– Este hombre bromea, ¿no es así? -dijo Savannah.
– No tiene importancia -dije yo-. No lo estoy contratando, Cortez.
– Realmente prefiero que me llamen Lucas.
– Y yo preferiría que encontrara el camino a la puerta de la calle. ¡Ahora! No lo conozco y no confío en usted. Tal vez sea lo que asegura ser, pero, ¿cómo me lo demuestra? ¿Cómo sé que no ha sido Sandford el que lo ha enviado aquí? «El abogado de Paige renunció, de modo que enviémosle uno nuestro y veamos si se da cuenta».
– Yo no trabajo para Gabriel Sandford ni para ningún otro.
Sacudí la cabeza.
– Lo lamento, no le creo. Usted es un hechicero. No importa lo mucho que necesite conseguir trabajo, me resulta imposible creer que se ofrezca a trabajar para una bruja.
– Yo no tengo ningún problema con las brujas. Las limitaciones de sus poderes son hereditarias. Estoy seguro de que intentará por todos los medios usarlos en todo su potencial.
Me puse tensa.
– Salga ya mismo de mi casa o le enseñaré cuáles son las limitaciones de mis poderes.
– Usted necesita ayuda, mi ayuda, tanto en mi carácter de asesor legal como de protección adicional para usted y Savannah. Mi habilidad para lanzar hechizos no es sobresaliente, pero sí suficiente.
– La mía también lo es. No necesito su protección, hechicero. Si llegara a necesitar ayuda, puedo obtenerla de mi Aquelarre.
– Ah, sí, el Aquelarre.
Algo en su voz, un matiz, una inflexión, fue el detonante que hizo que yo perdiera lo que me quedaba de control de mi furia.
– Lárguese ya mismo de mi casa, hechicero.
Él recogió sus papeles.
– Entiendo que ha tenido un día difícil. Aunque es preciso que repasemos esta lista pronto, no es necesario que lo hagamos con tanta premura. Mi consejo sería que descanse. Si me permite escuchar sus mensajes telefónicos, puedo contestar las llamadas de los medios, después de lo cual podemos revisar esta lista…
Le arranqué el papel de las manos y lo rompí en dos.
– Si eso la hace sentirse mejor, adelante, hágalo -dijo él-. Tengo copias. Le dejaré una nueva. Por favor, añada cualquier cosa que le preocupe y que pueda habérseme pasado por alto…
– No pienso repasar ninguna lista. Usted no es mi abogado. ¿Quiere saber cuándo contrataría a un hechicero para que me represente? Diez minutos después de ser atropellada por un transporte y declarada con muerte cerebral. Hasta entonces, lárguese.
– ¿Que me largue? -Las cejas de Cortez se elevaron varios milímetros.
– Váyase. Desaparezca. Hágase humo. Elija la palabra que más le guste y llévesela consigo.
Él asintió y se puso a escribir algo.
– Escúcheme -insistí-, tal vez no estoy siendo clara…
– Sí que lo está siendo. -Terminó su anotación, metió los papeles en su bolso y dejó una tarjeta sobre la mesa-. Por si llegara a recapacitar su decisión… o a experimentar una lamentable colisión con un enorme camión, pueden llamarme a mi teléfono móvil.
Aguardé hasta que se hubo marchado y después lancé nuevos hechizos hacia todas las puertas y me juré no responder nunca más al timbre de la puerta. Al menos no durante los próximos días.
Después de la partida de Cortez, Savannah decidió ver la televisión, así que bajé al piso de abajo para lanzar algunos hechizos. Tras lo sucedido la noche anterior, no podía dejar que mis vecinos me vieran deslizándome hacia los bosques para lanzar conjuros. El bosque es mi lugar preferido para practicar hechizos. La naturaleza no sólo ofrece paz y soledad sino que parece proporcionar una energía especial. Desde los tiempos más ancestrales, los chamanes y los lanzadores de conjuros han buscado siempre los bosques, el desierto o la tundra para conectarse con sus poderes. Necesitamos hacerlo. Es la única manera en que puedo explicarlo.
Mi madre me enseñó a lanzar hechizos en el exterior. Sin embargo, pese a lo mucho que ella creía en esta práctica, jamás pudo imponerla en el Aquelarre. A lo largo de varias generaciones, el Aquelarre ha enseñado a sus hijas a practicar en el interior de sus casas, preferentemente en una habitación cerrada con llave y sin ventanas. Al obligar a las jóvenes a hacerlo en cuartos cerrados, mi impresión es que están perpetuando la idea de que estamos haciendo algo malo, algo vergonzoso, una idea que se les recalca a las neófitas a través de la manera en que el Aquelarre maneja la ceremonia de su primera menstruación. Esta ceremonia representa el pasaje a la auténtica brujería, es decir, cuando una bruja adquiere la totalidad de sus poderes. Los poderes de una bruja se incrementan automáticamente en ese momento, pero ella debe someterse a una ceremonia en el octavo día para poder liberarlos realmente; si esa ceremonia se salta, la persona perderá para siempre ese poder adicional. El Aquelarre considera que si una madre deseaba que su hija participara de dicha ceremonia, debía encontrar los ingredientes, estudiar los rituales y realizarlos ella misma. Resulta comprensible que muy pocas lo hicieran. Sin embargo, mi madre sí lo hizo así para mí y, cuando llegara el momento, yo haría lo mismo para Savannah.
Me dirigí al sótano. Es una habitación sin tabiques, amplia y sin terminar que ocupa todo el largo de la planta. El extremo más alejado, justo debajo del dormitorio de Savannah, era el lugar que ella había habilitado para sus estudios artísticos. Hasta el momento me había conformado con separar ambos espacios con una simple alfombra mal colgada, pero planeaba poner un tabique para hacerle un cuarto independiente.
En realidad, no entiendo el arte de Savannah. Sus pinturas y cómics sombríos tienden a ser muy macabros. Sus temas comenzaron a preocuparme el pasado otoño, así que lo hablé con Jeremy Danvers, el hombre lobo Pack Alpha, que es el único pintor que conozco. Él examinó los trabajos de Savannah y me dijo que no me preocupara. Yo confío en su juicio y aprecio el aliento y la ayuda que le está dando a Savannah.
El año pasado debió de ser una pesadilla para ella, y Savannah ha demostrado tener tanta fortaleza que a veces me preocupa. Tal vez allí, en esas telas cubiertas con manchones furiosos color carmesí y negro, encuentra el modo de desahogar su dolor. Si es así, entonces yo no debo intervenir, por fuerte que sea la tentación de hacerlo.
Cuando lanzo hechizos en el sótano, lo hago en la zona del lavado, casi al pie de las escaleras. Así que me instalé en el piso, extendí el Manual frente a mí y comencé a hojear las páginas amarillentas. Poseía dos de esos libros de hechizos, antiguos y con olor a viejo, un olor que, de alguna manera, era a la vez repulsivo y seductor. Esos libros contenían hechizos no aprobados por el Aquelarre, aunque fueran de su propiedad. En verdad, el Aquelarre podía buscarse algún que otro problema al conservar esos libros donde cualquier bruja joven rebelde podía encontrarlos. Pero al Aquelarre no le preocupaba eso. ¿Por qué? Porque, en su opinión, esos hechizos no funcionaban. Y al cabo de tres años de fracasar en mis intentos, mucho me temía que el Aquelarre casi tenía razón.
De los sesenta y seis hechizos contenidos en esos tomos, yo había conseguido lanzar con éxito sólo cuatro, incluyendo un hechizo bola de fuego. Con mi fobia al fuego, ese hechizo en particular me ponía muy nerviosa, pero eso no hacía más que aumentar su atractivo, haciendo que me sintiera mucho más orgullosa de mí misma cuando llegaba a dominarlo. Eso reforzaba mi decisión de aprender a emplear el resto, y me convencía de que lo único que necesitaba hacer era encontrar la técnica adecuada.
Sin embargo, en dos años sólo un hechizo más había dado signos de tener éxito. A veces me preguntaba si el Aquelarre no estaría en lo cierto al afirmar que sólo se trataba de Manuales falsos, conservados como rarezas históricas. Sin embargo, yo no podía dejar de lado esos libros. Había en ellos mucha magia, magia de auténtico poder; hechizos elementales, conjuros, hechizos cuyo significado ni siquiera lograba descifrar. Eso era lo que debería ser la verdadera magia de las brujas, lo que yo quería que fuera.
Estuve trabajando en el hechizo de viento que Savannah había visto mencionado en mi diario de prácticas. Era el hechizo que había dado señales de que con el tiempo podría surtir efecto. En realidad se trataba de un hechizo para asfixiar a una persona, para privarla de oxígeno. Un hechizo letal, sí, pero mi experiencia durante el año anterior me había enseñado que necesitaba tener por lo menos un hechizo letal en mi repertorio, un hechizo para utilizar como último recurso. Ahora, con Leah en la ciudad, lo necesitaba más que nunca.
Después de treinta minutos me di por vencida, sin haber conseguido que funcionase el hechizo. Saber que Savannah se encontraba sola en el piso de arriba, aunque estuviera protegida por hechizos de seguridad, me impedía concentrarme.
Savannah estaba viendo la televisión en el salón. Permanecí un momento junto a la puerta, preguntándome qué programa habría encontrado un domingo por la tarde. Al principio pensé que se trataba de una teleserie. La mujer que llenaba la pantalla parecía una actriz: era una pelirroja voluptuosa de poco menos de cuarenta años a la que le habían puesto gafas y moño en un intento risible de hacerla parecer erudita. Cuando la cámara se alejó, vi que caminaba entre el público con un micrófono sujeto a la blusa y caí en mi error: era un anuncio comercial. Nadie sonríe tanto a menos que se proponga vender algo. A juzgar por la forma en que se «trabajaba» al público presente, casi parecía una reunión de evangelistas. Pesqué algunas frases sueltas y comprendí que lo que vendía era una clase diferente de seguridad espiritual.
– Estoy percibiendo a un hombre mayor -decía la mujer-. Algo así como una figura paterna, pero que no es tu padre. Un tío, quizá un amigo de la familia.
– Oh, por favor -dije-. ¿Cómo puedes ver esta porquería?
– No es una porquería -se molestó Savannah-. Es Jean Vegas. Es la mejor.
– Es un fraude, Savannah. Un truco.
– No, no lo es. Ella realmente puede hablar con los muertos. Hay otro tipo que también lo hace, pero el estilo de Jean es mejor.
En la pantalla apareció un anuncio. Savannah cogió el mando a distancia del vídeo y pulsó el botón para pasar rápido.
– ¿Lo tienes grabado? -pregunté.
– Por supuesto. Jean no tiene su propio programa de televisión. Dice que prefiere viajar por todas partes, conocer gente, pero en El Programa de Keni Bales aparece todos los meses y yo la grabo.
– ¿Desde hace cuánto tiempo?
Se encogió de hombros.
– Mira, querida -dije entrando en la habitación-, es un fraude, ¿no lo entiendes? Escúchala. Hace conjeturas con tanta rapidez que nadie nota si se equivoca o no. Las preguntas son tan abiertas… ¿Has escuchado la última? Ha dicho que tenía un mensaje para alguien cuyo hermano murió en los últimos años. ¿Qué posibilidades hay de que entre el público alguien haya perdido recientemente a un hermano?
– Tú no lo entiendes.
– Sólo un nigromante es capaz de establecer contacto con el otro mundo, Savannah.
– Apuesto a que nosotras podríamos hacerlo si lo intentáramos. -Giró la cabeza para mirarme-. ¿Nunca se te ha ocurrido? ¿Contactar con tu madre?
– La nigromancia no funciona así. No es como si se pudiera grabar a los muertos.
Entré en la cocina y descolgué el teléfono. La visita de Lucas Cortez había tenido un resultado positivo en la medida en que me recordó mis preguntas acerca de las Camarillas, y eso, a su vez, me recordó que Robert no me había devuelto mi llamada. No era propio de él no hacerlo, así que repetí la misma rutina de llamar a su casa, a su oficina y revisar mis correos electrónicos. Sin embargo, una vez más no obtuve respuesta, por lo que comencé a preocuparme. Ya eran casi las cuatro… Llamé de nuevo al número del trabajo de Adam, aunque dudaba que el bar del campus estuviera abierto a la una de la tarde. Tonta de mí… Por supuesto que estaba abierto.
Cuando hablé con uno de los empleados me enteré de que Adam se había ausentado una semana para asistir a una conferencia. Entonces recordé algo… Volví al ordenador, revisé mi correo electrónico más reciente y encontré uno de dos semanas antes en el que Adam mencionaba que iría con sus padres a una conferencia sobre el papel de la glosolalia en el movimiento carismático. No porque a Adam le importaran lo más mínimo los carismáticos o la glosolalia (término que quiere decir «hablar en distintas lenguas»), sino porque la conferencia se realizaba en Maui, un lugar que poseía una cuota mayor de atracciones para un individuo de veinticuatro años. Las fechas de la conferencia eran del 12 al 18 de junio. Hoy era 16 de junio.
Pensé en tratar de localizarlo en Maui. Ni Robert ni Adam tenían móvil; Robert no creía en ellos y el servicio de Adam había sido cancelado por impago de la última cuenta. Para ponerme en contacto con ellos necesitaría llamar a la conferencia en Hawai y dejar un mensaje. Cuanto más lo pensaba, más tonta me sentía. Robert estaría de vuelta dentro de dos días. Y detestaría que se pensara que me había entrado un ataque de pánico. Lo único que podía contarle eran mis temores, nada más. Podía esperar.
La visita de Lucas Cortez me había ayudado a recordar dos cosas que necesitaba hacer. Además de comunicarme con Robert, tenía que conseguir un abogado. Aunque no había vuelto a tener noticias del policía, y dudaba que las tuviera en el futuro, realmente debería tener a mano el nombre de un letrado por si llegaba a necesitarlo.
Llamé a la abogada de Boston que llevaba los asuntos legales de mi negocio. Aunque ella sólo se ocupaba de cuestiones comerciales, debería poder proporcionarme el nombre de otro abogado capaz de manejar un caso de custodia o, si era preciso, de un caso penal. Era domingo, así que no había nadie en la oficina. Dejé un mensaje bien detallado en su contestador preguntándole si me podía llamar el lunes con una recomendación.
Después me dirigí a la cocina, tomé un libro de recetas y busqué algo que pudiera preparar para la cena. Mientras repasaba las distintas posibilidades, Savannah entró en la cocina, tomó un vaso del estante y se sirvió leche. La puerta del armario chirrió al abrirse. Después se oyó el crujido de una bolsa.
– Nada de galletitas a esta hora -dije-. La cena estará lista dentro de treinta minutos.
– ¿Treinta minutos? No puedo esperar… -Se paró-. ¿Paige?
– ¿Sí? -Miré por encima del libro y la vi espiando por la puerta de la cocina en dirección a la ventana del salón.
– ¿Se supone que debe haber gente acampando en nuestro jardín delantero?
Mi incliné para mirar por la ventana y luego cerré el libro y me encaminé a la puerta.