Hechizada, fastidiada y confundida

De nuevo volvía a tener problemas con las hermanas Mayores.

Yo había supuesto un verdadero problema para ellas durante toda mi vida y ahora, a mis veintitrés, ya no me valía la excusa de seguir siendo una adolescente rebelde.

– Hay que hacer algo con Savannah. -La voz de Victoria Alden sonaba especialmente angustiada al otro lado del teléfono.

– Aja. -Mis dedos volaron sobre el teclado y comenzaron a golpear la siguiente línea de código.

– Te oigo teclear -dijo Victoria-. ¿Estás escribiendo algo, Paige?

– Es por los plazos de entrega. La ampliación de los Servicios Legales Springfield de la página web. Es dentro de dos días, y ya sabes lo rápido que pasa el tiempo. Mira, ¿podemos hablar de esto más adelante? La semana que viene estaré en la reunión del Aquelarre y…

– ¿La semana que viene? Me parece que no te estás tomando esto en serio, Paige. Levanta el teléfono, deja de trabajar y habla conmigo. ¿Dónde aprendiste esos modales? No de tu madre, que en paz descanse.

Descolgué el teléfono, me lo apoyé entre el hombro y la oreja y traté de seguir tecleando muy despacio.

– Se trata de Savannah -explicó Victoria.

¡Vaya novedad! Una de las pocas ventajas de ocuparse de la custodia de Savannah Levine, de trece años, era que mis rebeldías parecían mínimas en comparación con las suyas.

– ¿Qué ha hecho ahora? -pregunté. Entré en mi archivo de funciones informáticas. Estaba segura de haber escrito una función para este último año. Maldita sea, ahora no la encontraba.

– Bueno, anoche estaba charlando con Grace y ella me expresó su preocupación acerca de algo que Savannah le dijo a Brittany. Ahora bien, Grace reconoce que Brittany puede haber interpretado mal los detalles, lo que tampoco me extraña nada. No solemos exponer a las neófitas del Aquelarre a esta clase de cosas, así que no me sorprendería que Brittany no hubiera entendido de qué estaba hablando Savannah. Parece que… -Victoria hizo una pausa y respiró hondo, como si le costara continuar-. Parece que Brittany está teniendo problemas con algunas chicas en el colegio, y que Savannah se ofreció a…, bueno a ayudarla a preparar una pócima que haría que esas chicas no pudieran asistir al baile del colegio.

– Aja. -Ah, allí estaba la función. Acababa de salvar el medio día que me había pasado codificando-. ¿Y qué?

– ¿Y qué? ¡Savannah se ofreció a hacer que esas chicas se pusieran malas!

– Tiene trece años. A su edad a mí me habría gustado hacer que muchas personas enfermaran.

– Pero no lo hiciste. ¿Verdad que no?

– Solo porque no conocía los hechizos. Eso fue una suerte, porque de lo contrario se habría producido una epidemia bastante seria.

– ¿Lo ves? -Dijo Victoria-. Precisamente a eso me refería. Esta actitud tuya…

– Creía que hablábamos de la actitud de Savannah.

– Justamente. A eso me refiero. Yo estoy tratando de hablarte de un problema serio y tú me sales con una gracia. Con esta frivolidad tuya nunca llegarás a ser una líder del Aquelarre.

Reprimí las ganas de recordarle que, desde la muerte de mi madre, yo era una líder del Aquelarre. Si lo hubiera hecho, ella me habría «recordado» que yo era una líder sólo de nombre, y nuestra conversación habría pasado de irritante a desagradable en un abrir y cerrar de ojos.

– Savannah es responsabilidad mía -dije-. Vosotras, las Hermanas Mayores, lo habéis dejado bien claro.

– Tenemos buenas razones para ello.

– Ya, que la madre de Savannah practicaba magia negra. Oh, qué miedo. Bueno, ¿sabes una cosa? Lo único que da miedo de ella es lo rápido que está creciendo y lo pequeña que se le queda enseguida la ropa. Es una criatura, una adolescente normal y rebelde, no una bruja dedicada a la magia negra. Le dijo a Brit que podía prepararle una pócima. ¡Qué pecado tan grande! Te apuesto diez contra uno a que ni siquiera sabría cómo hacerlo. Seguro que lo único que quería era lucirse o escandalizarnos. Es típico en los adolescentes.

– La estás defendiendo.

– Por supuesto que la estoy defendiendo. Nadie más lo hará. La pobrecita pasó un verano infernal. Antes de morir, mi madre me pidió que cuidara de Savannah…

– Al menos, eso fue lo que esa mujer te dijo.

– Esa mujer es amiga mía. ¿No te parece lógico que mi madre me pidiese que cuidara de Savannah? Desde luego que sí que lo es. Ése es nuestro trabajo: proteger a nuestras hermanas.

– No si con ello corres el riesgo de ponernos en peligro.

– ¿Desde cuándo es más importante…?

– No tengo tiempo para discutir contigo, Paige. Habla con Savannah o lo haré yo..

Colgó.

Estrellé el auricular contra la base y salí de mi oficina murmurando todo lo que desearía haberle dicho a Victoria. Sabía cuándo callarme, aunque a veces saber cuándo hacer algo y hacerlo son cosas muy diferentes. Mi madre era la diplomática de la familia. Trabajó durante años para poder introducir pequeños cambios en las leyes del Aquelarre, suavizando siempre los asuntos más polémicos y defendiendo su punto de vista con una sonrisa.

Ahora ya no estaba entre nosotras. Había sido asesinada hacía nueve meses. Nueve meses, tres semanas y dos días. Mi mente hizo el cálculo automáticamente, por su cuenta, abriendo en mí ese pozo de dolor. Volví a cerrarlo enseguida. Ella no habría deseado que fuera de otra manera.

A mí me trajeron a este mundo por una razón. A los cincuenta y dos años, después de una vida demasiado atareada para ocuparse de los hijos, mi madre observó detenidamente el Aquelarre y no vio ninguna posible sucesora que valiera la pena, de modo que encontró una «donante genética» adecuada. Una hija nacida y criada para dirigir el Aquelarre. Ahora que ella ya no estaba, yo debía honrar su memoria cumpliendo ese propósito, y lo haría, lo quisieran o no las Hermanas Mayores.


* * *

Apagué el ordenador. La llamada de Victoria se había llevado consigo todo mi interés por la programación. Cuando me sentía así, necesitaba hacer algo que me recordara lo que yo era y lo que quería lograr. Eso significaba practicar mis hechizos, pero no los aprobados por el Aquelarre, sino la magia que ellos prohibían.

Una vez en mi dormitorio, aparté la pequeña alfombra, abrí con mi llave la trampilla de mi pequeño escondite y extraje una mochila. Después me agaché, metí la mano hasta el fondo del agujero, descorrí un pasador secreto, abrí un segundo compartimiento y saqué dos libros. Eran mis grimorios, mis manuales secretos de hechicería. Después de meter los libros en el bolso me dirigí a la puerta trasera.

Me estaba poniendo las sandalias cuando vi que giraba el pomo de la puerta. Consulté mi reloj: las tres de la tarde. Savannah no salía del colegio hasta las cuatro menos cuarto, razón por la que había supuesto que tenía casi una hora por delante para practicar antes de prepararle su merienda. Sí, Savannah ya era demasiado grande para aquella costumbre de la leche con bizcochos, pero yo lo seguía haciendo todos los días sin falta. Seamos sinceros, a los veintitrés años yo no estaba nada preparada para ejercer como madre de una adolescente; así que estar en casa cuando ella regresaba del colegio era lo mejor que podía ofrecerle.

– ¿Qué ha pasado? -Pregunté mientras me dirigía deprisa a la entrada-. ¿Está todo bien?

Savannah retrocedió como si temiera que yo hiciera alguna temeridad, como abrazarla, por ejemplo.

– Hoy hay reunión de profesores. Por eso nos han dejado salir más temprano, ¿no te acuerdas?

– ¿Me lo habías dicho?

Se frotó la nariz y trató de decidir si tendría éxito diciendo una mentira.

– Lo olvidé. Pero te habría llamado si tuviera un teléfono móvil.

– Tendrás un móvil cuando puedas pagar las llamadas que hagas.

– ¡Pero soy demasiado joven para tener un trabajo!

– Entonces eres también demasiado joven para tener un móvil.

Era una vieja discusión. Y, siempre, cada una de nosotras se mantenía en sus trece. Es una de las ventajas de ser diez años mayor que Savannah; recuerdo haber utilizado la misma estrategia con mi madre, así que sabía cómo manejarla. Insistir. No dar señales de cansancio. Con el tiempo, ella se rendiría… cosa que yo nunca hice.

Savannah miró por encima de mi hombro hasta dar con mi mochila, algo que no le costaba mucho dado que superaba en más de cinco centímetros mi metro cincuenta y cinco. Cinco centímetros más alta y alrededor de catorce kilos más delgada. Yo podía explicar la diferencia de peso señalando que Savannah es de estructura pequeña, pero, para ser sincera, peso alrededor de siete kilos más que el peso ideal para mi altura, según dicen la mayoría de las revistas femeninas.

Savannah, en cambio, es muy alta para su edad; alta, delgada y juguetona, aunque algo desgarbada; un conjunto de ángulos extraños y extremidades largas. Yo siempre le digo que se acabará llevando bien con su cuerpo, del mismo modo en que lo hará con sus enormes ojos azules. Pero ella no me cree. Tampoco me creyó cuando le aconsejé que no se cortase la maravillosa cabellera que le llegaba a la cintura. Ahora lucía una melena lacia y rala que sólo conseguía destacar aún más los ángulos de su cara. Como es natural, me culpaba a mí por no haberle prohibido que se cortara el pelo en lugar de haberme limitado a decirle que no lo hiciera.

– ¿Sales a practicar hechizos? -Me preguntó señalando mi mochila-. ¿En qué estás trabajando?

– Te estoy preparando un tentempié. ¿Quieres leche o chocolate?

Savannah suspiró.

– Vamos, Paige, sé muy bien qué clase de cosas practicas. Y no te culpo. Esos hechizos del Aquelarre son para crios de cinco años.

– Los crios de cinco años no hacen hechizos.

– Tampoco los hace el Aquelarre. No auténticos hechizos. Mira, podríamos trabajar juntas. Tal vez yo podría hacer que ese hechizo de viento funcionara para ti.

Me quedé mirándola.

– En tu diario escribiste que tenías problemas con ese hechizo -siguió ella-. Yo creo que se trata de un hechizo genial. Mi madre nunca tuvo nada así. Te diré qué haremos: si tú me lo enseñas yo te mostraré algo de magia auténtica.

– ¿Has leído mi diario?

– Sólo la parte de la práctica de hechizos. No tu diario personal.

– ¿Cómo sabes que tengo un diario personal?

– ¿Lo tienes? ¿Sabes qué ha pasado hoy en el colegio? El señor Ellis me ha dicho que va a enviar a enmarcar dos de mis pinturas. La semana que viene las van a colgar el día de la graduación.

Savannah se dirigió a la cocina sin parar de hablar. ¿Debía yo insistir en lo de mi diario de prácticas? Lo pensé, pero después deseché la idea, agarré la mochila y me fui a mi cuarto para volver a ponerla en su escondite.

Si Savannah había leído mi diario personal, significaba que se estaba interesando en mí. Y eso era bueno. Es decir, a menos que lo hubiera hecho con la esperanza de encontrar algo que pudiera usar para chantajearme a fin de que le comprara el maldito móvil. Esta segunda opción ya no sería tan buena. De todos modos, ¿qué había escrito exactamente en mi diario…?

Mientras guardaba mi bolso oí que sonaba el timbre de la puerta de la calle y que Savannah gritaba «Yo abro» mientras corría por la entrada haciendo un enorme estruendo. Cuando entré en el comedor unos minutos después, se encontraba de pie en el vestíbulo levantando una carta hacia la luz y mirándola con los ojos entrecerrados.

– ¿Estás poniendo a prueba tus habilidades psíquicas? -le pregunté-. Un abrecartas funciona mucho más rápido.

Pegó un salto, bajó la carta, vaciló un momento y me la entregó.

– Ah, es para mí. En ese caso lo que te recomendaría es abrirla con vapor. -Tomé la carta-. ¿Correo certificado? Entonces ya no sería un simple fraude postal, sino un fraude postal con falsificación. Espero que no estés usando esa habilidad para firmar con mi nombre algunas calificaciones en el colegio.

– Como si valiera la pena -dijo ella y regresó a la cocina-. ¿Qué sentido tendría vaguear en clase en esta ciudad? No hay centros comerciales ni Starbucks ni nada.

– Podrías dedicarte a perder el tiempo con el resto de los chicos.

Ella bufó y desapareció en la cocina.

El sobre era de tamaño estándar, no tenía membrete, sólo mi nombre y dirección escritos a mano con trazos precisos y limpios y un remitente preimpreso en la esquina superior izquierda. ¿El remitente? Un bufete de abogados de California.

Rasgué el sobre. Mi mirada se centró enseguida en la primera línea, en la que se pedía -no, se exigía- mi presencia en una reunión convocada para la mañana siguiente. Lo primero que pensé fue «Mierda». Supongo que ésa es la reacción normal de cualquiera que recibe una citación legal inesperada.

Imaginé que tendría algo que ver con mi actividad. Había creado y manejado páginas web para mujeres cansadas de los diseñadores especializados que creían que lo único que ellas podían desear era algo tan poco espectacular como papel para empapelar con estampado floral. Cuando se trata de Internet, la cuestión de la propiedad intelectual es tan confusa y retorcida como el contrato prenupcial de un famoso, de modo que al ver una carta llena de jerga legal di por sentado que habría hecho algo como diseñar una secuencia «flash» que inadvertidamente tenía alguna similitud con una que había en una página web del Zaire.

Entonces leí la siguiente línea.

«La finalidad de esta reunión es analizar la solicitud de nuestro cliente de obtener la custodia de la joven Savannah Levine…».

Cerré los ojos e inspiré profundamente. Muy bien, sabía que eso podía ocurrir. El único familiar vivo de Savannah era una de las Hermanas Mayores del Aquelarre, pero yo siempre supuse que la madre de Savannah podría haber tenido amigos que se preguntarían qué habría sido de Eve y de su hija pequeña. Cuando descubrieran que una tía abuela había obtenido la custodia de Savannah y luego me la había entregado a mí, sin duda querrían tener respuestas. Y era muy posible que también quisieran tener a Savannah.

Desde luego, yo lucharía. El problema era que la tía Margaret de Savannah era la más débil de las tres Hermanas Mayores, y si Victoria insistía en conseguir que Margaret renunciara a la custodia, lo lograría. Los Hermanas Mayores detestaban los problemas y se transformaban en un enjambre de avispas ante la sola perspectiva de atraer atención hacia el Aquelarre. Para contar con su apoyo necesitaría persuadirlas de que se enfrentarían a un peligro personal mucho más grave si renunciaban a Savannah que si la conservaban. Con las Hermanas Mayores, las cosas siempre se reducían a eso: qué era lo mejor para ellas, lo más seguro para ellas.

Leí el resto de la carta pasando por encima la jerga legal en busca del nombre del demandante. Cuando lo encontré, se me cayó el alma a los pies. No me lo podía creer. No, en realidad sí que me lo creía. Y me maldije por no haberlo previsto.

¿Les he mencionado cómo murió mi madre? El año pasado, un grupo pequeño de humanos se enteró de la existencia del mundo sobrenatural y quiso aprovechar nuestros poderes, así que secuestraron a unos cuantos poderosos sobrenaturales. Uno de ellos era Eve, la madre de Savannah. Savannah tuvo la mala suerte de estar en su casa y no en el colegio ese día, de modo que también se la llevaron.

Sin embargo, muy pronto Eve demostró ser mucho más peligrosa de lo que sus secuestradores esperaban, así que la mataron. Para sustituirla, se fijaron en mi madre, la líder de más edad del Aquelarre. Se la llevaron, junto con Elena Michaels, una mujer lobo. Allí conocieron a otra secuestrada, una semidemonio que más tarde mataría a mi madre y le echaría la culpa a Savannah como parte de un complicado plan para hacerse con el control de Savannah y, de ese modo, dominar a una bruja neófita joven, maleable y extremadamente poderosa.

¿El nombre de esa semidemonio? Leah O'Donnell. El mismo nombre que ahora me miraba desde el recurso de custodia.


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