Las herramientas del oficio

De acuerdo, no grité. En realidad fue más un aullido. Un chillido.

¿Qué había en la bolsa? La ya casi olvidada Mano de la Gloria… Justo lo que yo quería ver.

Al oír mi chillido, Cortez vino volando desde la entrada. Una vez que le aseguramos que nadie estaba mortalmente herido, le expliqué cómo acabó aquella mano en posesión de Savannah.

– …y después me olvidé por completo de la mano -concluí.

– También yo -afirmó Savannah-. Hasta ahora. Hasta que empecé a guardar los libros del colegio y vi la bolsa.

– ¿Pusiste esa cosa en tu mochila del colegio?

– Envuelta, desde luego. A la policía jamás se le ocurriría buscar aquí. Ahora podemos usarla para salir de la casa. Lo único que tenemos que hacer es encender los dedos y llevarlos fuera. Nos volverá invisibles. Bueno, tal vez no exactamente invisibles, pero impedirá que la gente nos vea.

Cortez sacudió la cabeza.

– Me temo que eso es un mito, Savannah. La Mano de la Gloria sólo impide que la gente dormida despierte, y ni siquiera para eso es muy eficaz.

– ¿La has probado? -preguntó ella.

– Varias veces, hasta que aprendí un hechizo que funcionaba mejor. -Levantó la mano de la bolsa-. Y tenía un olor mejor. Esta mano está mal hecha. Y, además, bastante fresca. Eso debilita su poder. Quien fabricó esto ni siquiera siguió los métodos adecuados para su embalsamamiento y preservación. Me sorprendería que funcionara. Diría que su finalidad se limita a asustar.

– ¿Magia de pacotilla? -preguntó Savannah.

– Seguro. ¿Ves aquí? ¿Dónde sobresale el hueso? Pues si esto estuviera bien hecho…

Me estremecí.

– ¿Yo soy la única a quien esa cosa le resulta terriblemente desagradable?

Los dos me miraron como si no me entendieran.

– Por lo visto, sí-murmuré-. ¿Puedo saltarme esta lección? Salgo ahora mismo a casa de Margaret; vosotros podéis alcanzarme después.

– Paige tiene razón -dijo Cortez y volvió a meter la mano en la bolsa-. No tenemos tiempo para esto. Sin embargo, os sugeriría que lleváramos la mano con nosotros, para poder desembarazarnos de ella lejos de casa.

Asentí y fuimos a la puerta de atrás. Cortez tomó su chaqueta de cuero y después dobló la bolsa lo más pequeña que pudo y la metió en uno de sus bolsillos. Yo no pude evitar estremecerme. Sí, sé que yo había resuelto que lo mejor era aceptar el lado más oscuro de la naturaleza de Savannah, pero nunca la pude imaginar llevando de aquí para allá partes corporales como si fueran herramientas, como cálices y Manuales.

Cuando salimos, ya había comenzado a refrescar, y Savannah, que llevaba puesta una camiseta que le dejaba al descubierto parte del torso, decidió correr de vuelta a casa en busca de un suéter.

Cuando se hubo ido, señalé el bolsillo que contenía la bolsa.

– ¿Realmente usáis cosas así?

– Yo uso cualquier cosa que funcione.

– Lo siento. No he querido parecer…

– Hay muchos objetos mágicos que yo no emplearía. Igual que la magia. Uno puede negarse a aprender los hechizos más fuertes y desagradables, o puede reconocer que, en algunas circunstancias, pueden ser necesarios.

– Eso ya lo sé. Me refiero a los hechizos. Pero yo… -Vacilé y después continué-. Tengo problemas con eso. Me ronda en la cabeza la idea de que tal vez me veré obligada a…

– ¿A hacer el mal para hacer el bien?

Logré esbozar una leve sonrisa.

– Exactamente. Eso es algo que pienso mucho: la posibilidad de tener que matar a alguien para proteger a Savannah. Sé que eso puede suceder, pero yo nunca… ¿Y si tuviera que hacer algo más que inhabilitar a un enemigo? ¿Y si protegerla implica lastimar a un espectador inocente? Realmente… -respiré hondo-. Realmente, eso me da muchos quebraderos de cabeza.

– A mí también.

Levanté la vista y lo miré, pero antes de que pudiera decir nada, Savannah cruzó de pronto la puerta.

– ¿Todo listo? -pregunté.

Ella asintió y partimos.

Durante nuestra caminata de diez minutos a casa de Margaret no dejé de pensar en los Manuales. Lo que más me molestaba era darme cuenta de que si Savannah se hubiera sentido cómoda hablando conmigo de su madre, podríamos haber aclarado esto hacía meses. Ahora que yo finalmente estaba lista para escuchar, tal vez era ya demasiado tarde.

Seguía tratando de entender la historia de Savannah. Ella me había contado que los hechizos aprobados por el Aquelarre eran hechizos primarios, hechizos que era preciso dominar antes de poder pasar a los secundarios. Sólo una vez que uno conocía los hechizos secundarios podía entonces confiar en lanzar con éxito un hechizo terciario, como los que figuraban en mis Manuales secretos. Nunca antes había oído nada parecido.

Aunque los hechizos del Aquelarre están divididos en cuatro niveles, hipotéticamente una bruja podría empezar en el nivel cuatro. Sería tremendamente difícil, pero no imposible. Es como aprender idiomas. Le hacen a uno empezar con algo fácil. Uno aprende eso y después pasa a idiomas más complejos. Eso no quiere decir que no se puede saltar directamente a un idioma de nivel superior; la gente lo hace todo el tiempo. Pero si uno ha dominado algo más básico, la dificultad de aprendizaje con respecto a otros idiomas disminuye significativamente. Uno entiende y domina conceptos abstractos como estructuras y funciones sintácticas, aplicables para el estudio de cualquier otro idioma.

Lo que Savannah me había dicho implicaba algo completamente diferente. Si yo la había entendido bien, cada hechizo del Aquelarre era un hechizo primario, el componente básico de toda la magia de las brujas. Sin embargo, eso no explicaba por qué yo había dominado cuatro hechizos de los Manuales terciarios. Savannah dijo que Eve no había podido hacer que ninguno de ellos funcionara. Ahora bien, a mí me encantaría creer que yo los había dominado porque tenía habilidades superiores para lanzar hechizos, pero ni siquiera yo soy tan presumida como para pensar algo así.

Eve le había robado los Manuales a Margaret. Y yo… Bueno, prácticamente había hecho lo mismo. El Aquelarre tiene una biblioteca. Los libros se guardan en una estancia cerrada de la casa de Margaret Levine. Con aviso previo, las brujas pueden consultar la colección. Algunos libros no pueden ser sacados de su casa, mientras que otros pueden tomarse prestados. Para llevarse uno prestado es preciso llenar una tarjeta y devolver el libro en el curso de una semana. Creo que la única razón por la que las Hermanas Mayores no han exigido multas por el retraso en la devolución es porque yo soy la única que pide prestado algo. A las brujas del Aquelarre no les está siquiera permitido entrar en la habitación y examinar la colección. Margaret tiene una lista adherida en la parte interior de la puerta, de la que ellas deben elegir sus libros. Sólo las Hermanas Mayores y la líder del Aquelarre pueden entrar en esa estancia.

Hace tres años, mientras yo fastidiaba a Margaret en busca de un libro mejor de referencias acerca de hierbas, alguien llamó a la puerta de entrada y ella se alejó para contestar, abandonando así la biblioteca. Fue como dejar a un chico frente a una alacena abierta repleta de dulces y caramelos. En cuanto se fue, yo me metí en el recinto. Sabía exactamente lo que quería: los libros de hechizos prohibidos.

Ahora, lo que quería eran respuestas. Más que eso, tenía la esperanza, por leve que fuera, de que Savannah tuviera razón y al mismo tiempo no la tuviera, de que estuviera en lo cierto con respecto a la existencia de un Manual que revelaría los hechizos que yo poseía ahora, pero que se equivocara al creer que el Aquelarre lo había destruido.


Llegamos a casa de Margaret, un edificio de dos plantas en Beech. Opté por la puerta de atrás, como cortesía y para que a ella no la asustara el hecho de que yo me presentara en el umbral de su casa para que todo East Falls me viera. Ser la paria de la ciudad hace que las visitas sociales resulten muy molestas.

Persuadí a Savannah de que esperara afuera con Cortez. Savannah entendía a su tía abuela suficientemente bien como para saber que Margaret hablaría con más libertad conmigo si yo estaba sola.

Llamé al timbre. Un minuto después Margaret espió por la cortina. Le llevó otro minuto decidir si abrir o no la puerta. Incluso cuando lo hizo, sólo abrió la puerta interior y mantuvo una mano sobre el pomo de la puerta mosquitera.

– No deberías estar aquí -susurró.

– Ya lo sé.

Abrí la puerta mosquitera y entré. Fue una grosería, lo sé, pero no tenía tiempo para mayores delicadezas.

– ¿Dónde está Savannah? -preguntó.

– A salvo. Necesito hablar contigo acerca de algunos Manuales.

Ella hizo una pausa y después espió por encima de mi hombro y paseó la vista por el jardín, como si yo hubiera llevado todo un séquito de reporteros conmigo. Cuando no vio a nadie, cerró la puerta y me condujo al salón, que estaba lleno de cajas con libros.

– Por favor, no te fijes en el desorden -pidió-. He estado organizando las donaciones para la venta de libros de la biblioteca. Una tarea que me destroza los nervios. Absolutamente horrible.

Pensé en sugerirle que cambiáramos de lugar y que ella manejara las Misas Negras y los muertos vivientes durante un tiempo, pero sabiamente cerré la boca y me limité a asentir con expresión compasiva.

Margaret, una voluntaria, era la jefa de bibliotecarias de la biblioteca de East Falls (abierta dos noches por semana y los sábados por la tarde). Ocupaba ese cargo después de jubilarse como bibliotecaria de la Escuela Secundaria de East Falls. Esto podría dar la impresión de que Margaret Levine era una tímida viejecita con un rodete color gris acero y gafas de alambre, pero no. Margaret medía cerca de un metro ochenta de estatura y, en su juventud, había sido acosada por cada firma de modelos de Boston. A los sesenta y ocho años seguía siendo hermosa, con piernas y brazos largos y una belleza que su desgarbada sobrina nieta parecía obvio que iba a heredar. El único defecto físico de Margaret era una ciega insistencia en teñirse el pelo color negro azabache, un color que debió de favorecerle a los treinta, pero que ahora le confería un aspecto algo ridículo.

El único rasgo típico de las bibliotecarias que Margaret poseía era la timidez. No la timidez calculada de un intelectual, sino la timidez vacía de los, bueno… de los intelectualmente débiles. Siempre he creído que Margaret decidió ser bibliotecaria no porque amara los libros sino porque eso le permitía parecer inteligente mientras se ocultaba del mundo real.

– Victoria está muy enojada contigo, Paige -me dijo mientras quitaba algunos libros de una silla-. No deberías trastornarla así. Su salud no es buena.

– Mira, necesito hablar contigo acerca de un par de Manuales que me llevé prestados de la biblioteca. -Me quité la mochila del hombro, la abrí y saqué los libros-. Estos.

Ella frunció el entrecejo. Después sus ojos se abrieron de par en par.

– ¿De dónde los sacaste?

– De la biblioteca del piso superior.

– Se supone que no debes tenerlos, Paige.

– ¿Por qué? Oí decir que no funcionan.

– Y es así. Nosotros no deberíamos tenerlos, pero tu madre insistió en que los guardáramos como reliquias históricas. Yo me olvidé por completo de ellos. Dámelos y me ocuparé de preguntarle a Victoria qué quiere que haga con ellos.

Volví a meter los libros en mi mochila.

– No puedes llevártelos -dijo-. Son propiedad de la biblioteca.

– Entonces múltame. Ya tengo muchos problemas con Victoria, así que quedarme con estos libros no tendrá importancia.

– Si ella llega a enterarse de…

– En ese caso, no se lo digamos. Ahora, cuéntame, ¿qué sabes tú acerca de estos Manuales?

– Que no funcionan.

– ¿De dónde salieron?

Ella frunció el entrecejo.

– De la biblioteca, por supuesto.

La charla no parecía llevarme a ninguna parte. Me bastó una mirada al rostro de Margaret para tener la certeza de que no me estaba ocultando nada. Ella no sabría cómo hacerlo. Así que le expliqué lo que Eve le había dicho a Savannah acerca de esos libros.

– Oh, eso es una tontería -aseguró Margaret agitando sus dedos largos-. Una verdadera tontería. Como sabes, esa muchacha no estaba en sus cabales. Me refiero a Eve. No estaba nada bien. Siempre buscando camorra, tratando de aprender nuevos hechizos, acusándonos de impedir que progresara, lo mismo que…

– Lo mismo que hacéis conmigo -dije.

– No he querido decir eso, querida. Yo siempre te he tenido afecto. Es, cierto, eres un poco impetuosa, pero no te pareces nada a esa sobrina mía…

– Está bien -dije. Y, para mi sorpresa, lo estaba. Yo sabía que no me parecía nada a Eve y tampoco quería parecerme, pero la comparación no me resultó tan humillante como me habría parecido tiempo antes. Proseguí-: Has dicho que estos hechizos no funcionan, ¿no es así? ¿Cómo puede ser, entonces, que yo pueda lanzar con éxito cuatro de ellos?

– Eso no es posible, Paige. No empieces a contar historias…

– ¿Quieres que te lo demuestre? -Saqué el primer Manual de mi bolso, lo abrí en una página marcada y se lo arrojé-. Toma, síguelo en el texto. Es un hechizo de bola de fuego.

Margaret cerró el libro con fuerza.

– No te atrevas a…

– ¿Por qué? Has dicho que estos hechizos no funcionan. Yo digo que sí. Y creo saber por qué.

– Sé sensata, Paige. Si funcionaran, ¿por qué habríamos de ocultarlos?

Y eso, creo, fue la cosa más inteligente que Margaret Levine dijo jamás. Nadie estaba ocultando nada. El Aquelarre realmente no creía que esos hechizos funcionaran; de lo contrario, no los habrían ocultado. Qué horrible me parecía tener que reconocer que el grupo designado para apoyar y ayudar a las brujas fuera capaz de destruir su fuente más poderosa de magia.

– Quiero ver los Manuales -dije-. Todos.

– No estamos tratando de ocultarte nada, Paige. Tienes que dejar de acusarnos…

– No te estoy acusando de nada, solo quiero ver la biblioteca.

– No me parece que…

– Escúchame. Por favor, escúchame. ¿Por qué crees que estoy aquí? ¿Por un capricho repentino de aprender nuevos hechizos? Estoy aquí porque necesito saber que he hecho todo lo que está a mi alcance para proteger a Savannah, para proteger a tu sobrina. Eso es lo único que quiero. Permíteme ver la biblioteca y te juro que, cuando todo esto haya terminado, le podrás decir a Victoria lo que hice. Cuéntale que robé los Manuales, no me importa. Déjame ver qué es lo que hay allá arriba.

Margaret levantó las manos y se dirigió a la escalera.

– Muy bien. Si no me crees, sube conmigo y compruébalo con tus propios ojos. Pero estás perdiendo el tiempo.


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