Mientras seguía la voz de Savannah, oí otra voz, la de Nast.
– Tienes que parar, querida -dijo-. No puedes hacer esto. No es posible.
Savannah siguió canturreando.
– Sé que estás enfadada. No sé qué ha ocurrido…
Savannah calló en mitad de un conjuro y gritó:
– ¡Tú la has matado!
– Yo no he matado a nadie, princesa. Si te refieres a ese muchachito…
– ¡Me refiero a Paige! Tú la mataste. Les dijiste que la mataran.
– Yo jamás…
– ¡Vi su cuerpo! ¡Leah me lo mostró! Los vi transportarla a la furgoneta. ¡Tú me prometiste que estaría a salvo y la mataste!
Entré en un cuarto que tenía un horno de leña gigantesco y caminé hasta verla en el otro extremo, de rodillas, frente a la pared más alejada.
– Estoy aquí, Savannah -anuncié-. Nadie me ha matado.
– Oh, gracias a Dios -dijo Nast-. ¿Lo ves, querida? Paige está bien.
– ¡Tú la mataste! ¡La mataste!
– No, querida, estoy aquí…
– ¡Tú la mataste! -Gritó Savannah-. ¡Tú la mataste! ¡Me lo prometiste! ¡Me lo prometiste y mentiste!
Las lágrimas surcaban la cara de Savannah. Nast dio un paso adelante con los brazos abiertos para abrazarla. Yo di un salto para agarrarlo, pero fallé.
– ¡No lo hagas! -grité.
Las manos de Savannah se elevaron y Nast salió disparado hacia atrás. Su cabeza golpeó contra la pared de cemento. Sus ojos se abrieron de par en par y luego se cerraron cuando su cuerpo se desplomó sobre el suelo y su cabeza cayó hacia adelante.
Corrí hacia él y le tomé el pulso, pero no tenía pulso. La sangre manaba desde su nuca aplastada y le caía por el cuello y sobre mis dedos.
– Oh, Dios. Oh Dios. -Respiré hondo y traté de serenar mi voz-. Está bien, Savannah. Todo estará bien. Tú no quisiste hacerlo. Yo lo sé.
Ella volvió a canturrear. Tenía las manos entrelazadas en lo alto, la cabeza gacha, los ojos cerrados. Traté de descifrar el hechizo, pero las palabras fluían con tanta rapidez que resultaban casi ininteligibles. Sólo sabía que ella estaba convocando a alguien, pero, ¿a quién?
Entonces pesqué una palabra, una única palabra que me lo dijo todo. Madre. Savannah estaba tratando de convocar el espíritu de su madre.
– Savannah -dije en voz baja y serena-. Savannah, querida. Soy yo. Soy Paige.
Ella siguió lanzando el hechizo, repitiendo incesantemente las palabras en una cinta sin fin. Mi mirada se desplazó a sus manos, y me llamó la atención un brillo rojizo. La sangre le corrió por las muñecas cuando sus dedos se le clavaron en las palmas de las manos.
– Oh, Savannah -susurré.
Me acerqué a ella con los brazos extendidos. Cuando estaba a apenas centímetros de tocarla, sus ojos se abrieron. Estaban en blanco, como si sólo fuera una forma o una persona desconocida. Gritó algo y se golpeó las manos contra los costados. Mis pies volaron por debajo de mí y fui arrojada hacia la pared más alejada.
Permanecí en el suelo hasta que ella volvió a su canturreo. Entonces me puse de rodillas.
Desde mi nuevo punto de vista, la luz procedente del pasillo del sótano le daba a Savannah en la cara y hacía brillar las lágrimas que se la surcaban y que le mojaban la pechera de la blusa. Las palabras volaron de sus labios, más expulsadas que habladas, pasando incesantemente de un hechizo al siguiente, de un idioma a otro, en un intento desesperado de encontrar la manera adecuada de hacer aparecer el espíritu de su madre.
– Oh, pequeña -le susurré y sentí que mis ojos se llenabaí también de lágrimas-. Mi pobre niña.
Ella lo había intentado tanto, moviéndose de una vida a la otra esforzándose todo lo posible para adaptarse a un nuevo mundo poblado por desconocidos que no querían, no podían entenderla Ahora, incluso ese mundo se había destruido. Todos la habían abandonado, le habían fallado, y ahora trataba desesperadamente de convocar a la única persona que jamás le había fallado. Y era lo único que nunca podría lograr.
Savannah podía convocar a todos los demonios del universo y nunca alcanzaría a su propia madre. Podía accidentalmente haber hecho levantar a los espíritus de aquella familia en el cementerio, pero no podía hacer lo mismo con su madre, sepultada en una tumba desconocida a miles de kilómetros de distancia. Si tal cosa fuera posible, yo me habría puesto en contacto con mi madre, al margen de los problemas morales que algo así supondría. ¿Cuántas veces la habría convocado en este último año para pedirle consejo o guía, para cualquier cosa? O sólo para hablar con ella…
Mi dolor me inundó; mis lágrimas cayeron a borbotones y rompieron la barrera que con tanto cuidado me había construido. Qué diferente habría sido todo si mi madre hubiera estado allí. Ella podría haberme dicho cómo lidiar con el Aquelarre, podría haber intercedido a mi favor. Podría haberme rescatado de la cárcel y consolado después de aquella tarde infernal en la funeraria. Con ella allí, las cosas nunca habrían salido así, yo jamás me habría equivocado tanto.
No estaba preparada para nada; ni para Savannah ni para ser líder del Aquelarre, ni para nada de lo que me había sucedido desde su muerte. Ahora me encontraba allí, en ese sótano desconocido, escuchando los cánticos de dolor de Savannah, sabiendo que si yo no la detenía, ella convocaría a algo sobre lo que no teníamos ningún control. Algo que nos destruiría a ambas.
Lo sabía, pero no podía hacer nada al respecto. No tenía idea de qué hacer. Al oír a Savannah gritar el nombre de su madre, con una voz que aumentaba de intensidad en un crescendo enloquecido, hice lo único que se me ocurrió: le pedí ayuda a mi madre. Cerré los ojos y me dirigí a ella; la llamé desde las profundidades de mi memoria y le supliqué que me ayudara. Cuando Savannah calló un instante para inhalar aire, oí que alguien pronunciaba mi nombre. Por un segundo el corazón me dio un vuelco al pensar que, de alguna manera, mi petición había tenido éxito. Entonces la voz se volvió más identificable.
– ¡¿Paige?! ¡¿Savannah?! ¡¿Paige?!
Era Cortez, desde el piso superior. Le susurré una palabra de agradecimiento a mi madre o a la Providencia o a quienquiera que lo hubiera enviado, y entonces eché a correr. Pasé junto a la caldera y subí por la escalera. Cuando llegué arriba vi que Cortez corría hacia el otro extremo del pasillo.
– ¡Aquí! -grité-. ¡Estoy aquí!
La casa tembló. Me refugié en el marco de la puerta y me preparé para la siguiente sacudida, pero no sucedió nada. Mientras la casa temblaba y luego quedaba inmóvil, corrí por el pasillo y me reuní con Cortez a mitad de camino. Él me ciñó en un abrazo feroz.
– Gracias a Dios -dijo-. ¿Dónde está Savannah? Tenemos que salir de aquí. Algo está sucediendo.
– Es Savannah. Ella…
– Bueno, mirad eso -dijo la voz de Leah detrás de nosotros-. El príncipe azul llega justo a tiempo. Qué afortunada que eres, Paige. Todos mis caballeros mueren y dejan que yo termine sus batallas.
Nos apartamos y le hicimos frente.
– Tú ya tienes lo tuyo, Leah -gritó Cortez-. No tenemos tiempo para ti. Hablaré con mi padre y serás inmune a cualquier represalia.
– ¿Represalia? -Ella se echó a reír-. ¿Qué represalias? Yo estoy aquí para salvar al hijo y a la nieta de Thomas Nast, para lo cual arriesgo mi vida por la de ellos. Por esto me harán VP.
– Nada de eso -dije yo-. No hay ningún hijo que salvar. Kristof Nast está muerto.
Cortez parpadeó, pero enseguida se recuperó.
– Supongo que entiendes lo que eso significa, Leah. Si sales de aquí con vida, serás la única superviviente del desastre de una Camarilla… Un desastre que mató al heredero de Nast. Thomas Nast no te recompensará. Tendrás suerte si no te mata.
– Lo hará cuando descubra que tú iniciaste esta tragedia -añadí-. Le dijiste a Savannah que yo estaba muerta, que su padre me había matado. La instigaste. Sea cual fuere el plan que tenías, te salió el tiro por la culata. Toma lo que Cortez te ofrece y vete antes de que cambiemos de idea.
Una vasija de barro voló junto a la escalera del frente. Cortez me empujó para apartarme de su trayectoria y trató de esquivarla, pero le golpeó tan fuerte en el estómago que lo arrojó contra la pared. Se deslizó hacia el suelo y se dobló en dos, gimiendo. Yo corrí hacia él, pero Leah me empujó hacia atrás.
– Si hay algo que sé -dijo y pisó a Cortez mientras él tenía arcadas y tosía-, es cómo convertir una oreja de cerdo en una cartera de piel. Un proyecto de la Camarilla que salió horriblemente mal, con un heredero de la Camarilla muerto, ¿por qué no hacer que sean dos los herederos muertos? Así podría recoger, al menos, una buena recompensa. Con una casa llena de cadáveres, a nadie le extrañará que haya dos más.
Lancé el hechizo de asfixia, pero fallé. Cuando ella se inclinó hacia mí le lancé una bola de fuego, mi único hechizo ofensivo infalible. Le golpeó en la parte posterior de la cabeza. Cuando se volvió, una mesita baja voló por el aire y se estrelló junto a mí, arrancándome de los labios el siguiente hechizo.
Leah avanzó sobre mí. Detrás de ella, Cortez luchaba por incorporarse, tosía y de su boca brotaba un pegote de flema enrojecida. Sus ojos se abrieron de par en par, su mano derecha se levantó y sus dedos se movieron. El hechizo me derribó. Mientras me tambaleaba, una pata astillada de la mesa se estrelló contra la pared, justo donde yo había estado de pie.
Ella se acercó a Cortez, que había conseguido sentarse. Le cogió la cara y lo arrojó de nuevo al suelo. Cortez forcejeó, pero sus ojos ardían de dolor.
Una vez más intenté lanzar el hechizo de asfixia. Esta vez funcionó. Leah jadeó, soltó a Cortez y se lanzó hacia mí. Algo me golpeó en un lateral de la cabeza y caí, rompiendo así el hechizo. Cuando Cortez se movió, ella volvió a arrojar la vasija hacia su estómago. Él cayó hacia atrás, con los ojos muy abiertos y una mueca de dolor en la cara.
Lancé el hechizo de asfixia. Una vez más, funcionó. De nuevo Leah lo rompió, golpeándome esta vez en la nuca con un adorno de cerámica y haciéndome caer de rodillas. Dio un paso adelante y se situó junto a mí.
– Parece que has aprendido un nuevo truco desde que matataste a Isaac -dijo-. Te prevengo que no funciona mejor que las bolas de fuego. Otro hechizo de bruja inservible. ¿O es, quizá, otra bruja inservible?
Me dejé caer y rodé fuera de su alcance. Cuando me levanté, Leah se me vino encima. Detrás de ella, Cortez levantó la mano izquierda, la cerró en un puño, la abrió y luego repitió ese movimiento en rápida sucesión, mientras sus labios se movían silenciosamente. ¿Un hechizo?
Vi que Leah copiaba ese movimiento y cerraba su mano izquierda en un puño. Cortez golpeó su mano contra el suelo haciéndome caer. Me agaché cuando otro objeto pasó volando junto a mí y se hizo pedazos contra la pared. ¡El indicio revelador! Ése era. El movimiento de la mano era el indicio revelador de Leah.
Me puse de pie de un salto y lancé el hechizo de asfixia. Con el primer jadeo, la mano izquierda de Leah se cerró. Yo caí al suelo y rodé sin dejar de estar concentrada. La vasija de barro pasó volando junto a mí. Su mano se cerró de nuevo y yo me hice a un lado, esquivando apenas la vasija que vino volando desde el salón.
– ¿Se te están acabando las cosas para arrojar? -pregunté-. Tal vez deberíamos ir a la cocina. Allí hay muchas cacerolas y sartenes. Y, tal vez, también haya uno o dos cuchillos.
Su cara revelaba su creciente ira mientras trataba de respirar. Su mano se cerró, pero esta vez no sucedió nada.
– ¡Oh, qué impotencia! -exclamé-. La impotencia nunca es buena.
Otra vez el puño. De nuevo, no sucedió nada. La cara de Leah enrojecía de ira mientras ella luchaba inútilmente por respirar. Saltó sobre mí y me golpeó en el pecho, y eso nos hizo caer a ambas. Su puño me dio en la mejilla y el hechizo se rompió. Volví a lanzarlo y con las prisas casi farfullé las palabras, pero funcionó, y ella sólo logró aspirar una pequeña bocanada de aire antes de que yo volviera a cortarle el oxígeno.
Leah comenzó a asfixiarse. La cogí por los hombros, la arrojé lejos de mí y la sujeté contra el suelo. Sus ojos se abrieron de par en par y parecieron salírsele de las órbitas. Realmente se estaba asfixiando, se moría.
Me llené de dudas. ¿Podía hacer esto? Debía hacerlo. Alrededor de nosotros, la casa seguía crujiendo; trozos de yeso caían de las paredes. Todo comenzaba nuevamente, y yo tenía que conseguir sacar de allí a Cortez y a Savannah. Le habíamos dado a Leah la oportunidad de irse y ella se había negado a hacerlo. Jamás nos permitiría salir con vida. Tenía que matarla. Sin embargo, no podía mirarla a los ojos y verla morir… Sencillamente, no podía. Así que cerré los ojos, me concentré todo lo que pude y esperé a que su cuerpo quedara inmóvil. Cuando eso sucedió, aguardé otros treinta segundos y después me levanté, me alejé de ella, no miré hacia atrás y fui hacia donde estaba Cortez.
El se había incorporado a cuatro patas. Abrí la boca, pero la casa volvió a sacudirse y un alarido ensordecedor me hizo callar. Cortez apuntó con un dedo hacia la puerta principal. Yo sacudí la cabeza, pero él consiguió ponerse de pie, me tomó del brazo y comenzó a arrastrarme. Cuando llegamos al porche, la casa retumbó. Una viga que sostenía el porche se quebró y ambos nos arrojamos hacia el césped en el momento en que el porche se derrumbaba sobre sí mismo. Entonces la casa dejó de moverse y los alaridos se transformaron en un zumbido.