Después de colgar a Cortez, salí de la cocina hecha un basilisco y estrellé el teléfono contra su base con tanta fuerza que rebotó. Traté de atraparlo antes de que cayera al suelo. Las manos me temblaban tanto que casi no conseguí volver a ponerlo en su lugar.
Me quedé mirando mis manos. Me sentía… Me sentía traicionada, y la intensidad de ese sentimiento me sorprendió. ¿Qué esperaba? Era como la parábola del escorpión y la rana. Yo sabía lo que era Cortez cuando le permití entrar en mi vida. Debería haber esperado una traición. Pero no lo hice. En algún nivel profundo confiaba en él, y de alguna manera su traición me dolía incluso más que la del Aquelarre, de quienes había esperado apoyo sabiendo que no me lo darían. Lo de ellas sólo era rechazo, no una traición. Cortez se había aprovechado de ese rechazo para meterse en mi vida.
– ¿Paige?
Al girar la cabeza vi a Savannah.
– Yo también creí que todo iba bien -dijo-. Nos ha engañado a ambas.
Sonó el teléfono. Sabía quién era sin mirar el identificador de llamadas. Apenas había tenido tiempo de sacar a Leah de su coche. Dejé que la máquina respondiera.
– ¿Paige? Soy Lucas. Por favor, póngase al teléfono. Quisiera hablar con usted.
– Sí -murmuró Savannah-. Estoy segura de que sí.
– Puedo explicarlo todo -prosiguió él-. Me dirigía a su casa y vi que Leah me hacía señas para que me detuviera. Como es natural, sentí curiosidad, así que frené y ella me pidió hablar conmigo. Acepté y…
Levanté el receptor del teléfono.
– No me importa por qué demonios habló con ella. Lo que sé es que me mintió.
– Y eso fue un error. Lo reconozco, Paige. Usted me pilló desprevenido cuando me llamó y…
– Y usted tuvo que tartamudear y buscar una excusa, ¿no? Mentiras. Me mintió sin vacilar siquiera. Y lo hizo tan bien que apuesto a que un detector de mentiras no lo habría descubierto. No me importa de qué estaba hablando con Leah, pero sí me importa la facilidad con que mintió y, ¿sabe por qué? Porque ahora sé que posee un verdadero talento para eso.
Una breve pausa.
– Sí, eso es cierto, pero…
– Bueno, al menos lo confiesa. Es un hábil mentiroso, Cortez, y eso me dice que no puedo creer en nada de lo que me ha contado hasta ahora.
– Entiendo que…
– Lo que he visto hoy me convence de que mi primera reacción fue la correcta: usted trabaja para los Nast. Me dije que eso no tenía sentido, pero ahora lo comprendo. Ellos se aseguraron de que no tuviera sentido.
– ¿Cómo…?
– Yo soy programadora, ¿no? Pienso de manera lógica. Envíenme un hechicero desenvuelto, sofisticado y bien vestido, y enseguida descubriría el chanchullo. Pero lo enviaron a usted y yo pensé: este individuo no puede trabajar para una Camarilla. No sería lógico. Y ésa era la idea.
Una pausa tan prolongada que creí que había cortado la comunicación.
– Creo que puedo aclararlo -dijo finalmente.
– ¿Ah, sí?
– No he sido del todo sincero con usted, Paige.
– Vaya, no me diga.
– No me refiero a que esté asociado con los Nast, porque no es así. Y mi motivación, tal como le dije, no era del todo inexacta, aunque soy culpable más de omisión que de engaño.
– No siga -le corté-. Lo que va a decirme a continuación sólo serán más mentiras. Y no quiero oírlas.
– Paige, por favor escúcheme. Le di la versión de mi historia que creí le resultaría a usted más agradable y, por consiguiente…
– Voy a cortar -dije.
– ¡Espere! Tengo entendido que conoce bien a Robert Vasic. Y que es amiga de Adam, su hijastro. ¿Confía en él?
– ¿En Adam?
– En Robert.
– ¿Qué tiene que ver Robert con…?
– Pregúntele a Robert quién soy yo.
– ¿Qué?
– Pregúntele a Robert quién es Lucas Cortez. Él no me conoce personalmente, pero tenemos amistades comunes, y si Robert no se siente capaz de avalar mi integridad, entonces podrá recomendarla a alguien que sí puede hacerlo. ¿Lo hará?
– ¿Qué me va a decir él?
Cortez calló de nuevo un momento.
– Creo que, quizá, a estas alturas, sería mejor que primero lo oyera de labios de Robert. Si se lo digo yo, y usted decide no creerme, tal vez tampoco llame a Robert. Por favor, llámelo, Paige. Y después póngase en contacto conmigo. Estaré en el motel.
Corté.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Savannah.
Sacudí la cabeza.
– La verdad, no tengo ni idea.
– Sí, a veces yo tampoco. Demasiadas palabras grandilocuentes.
Dudé un momento. Después marqué el número de Robert, pero saltó el contestador automático y no me molesté en dejar un mensaje. Todavía oprimía con el dedo la tecla de desconectar cuando sonó el teléfono. En la pantalla apareció «Estudio Legal Williams & Shaw» y un número de teléfono de Boston. ¿Mi abogado comercial había encontrado a alguien dispuesto a representarme? Esperaba que sí…
– ¿Puedo hablar con Paige Winterbourne? -preguntó una voz femenina y muy nasal.
– Soy yo.
– Le habla Roberta Shaw. Soy una abogada del bufete Williams & Shaw. Nuestra firma trabaja con la Oficina Legal Cary de East Falls. El señor Cary me pidió ayuda con los trabajos pendientes de su hijo. Y entre la pila de carpetas cayó en mis manos la suya.
– Sí, es verdad. De hecho, estoy buscando alguien que lleve el caso. Si a alguien de su firma llegara a interesarle…
– Nada de eso -dijo Shaw con un tono tan helado que bordeaba el Ártico. Sencillamente la llamo para pedirle que tome posesión inmediatamente de su legajo. No está en orden, pero no le voy a pedir al señor Cary ni a su nuera que transcriban ninguna de las notas. En las presentes circunstancias, creo que no deberían volver a ver esa carpeta. Por consideración a la familia, le pido que en adelante se comunique exclusivamente conmigo. Los honorarios también saldrán de mi oficina.
– Mire -dije-, no sé qué ha oído decir usted, pero yo no tuve nada que ver con…
– No me corresponde a mí discutir ese asunto. Hoy tengo por delante revisar muchas carpetas, señora Winterbourne. Me gustaría que usted recogiera la suya esta misma tarde.
– De acuerdo. Pasaré a buscarla por la oficina…
– Bueno, eso no sería del todo apropiado, ¿verdad?
Apreté los dientes.
– Entonces, ¿dónde sugiere usted…?
– Estaré toda la tarde en la Funeraria Barton. Me han cedido allí una oficina para poder hacerle las consultas que me parezcan necesarias al señor Cary molestándolo lo menos posible. Puede reunirse allí conmigo a la una.
– ¿En el velatorio de Grant Cary? Eso sí que me parece inapropiado.
– Entrará por la puerta de servicio -dijo, mordiendo cada palabra como si le costara un esfuerzo enorme hablar conmigo-. En un lateral del edificio hay una zona de aparcamiento. Debe doblar en… -ruido de movimiento de papeles-… en Chestnut. Supongo que sabe dónde queda la funeraria.
– En la calle Elm -respondí-. Junto al hospital del condado.
– Bien. Reúnase allí conmigo a la una, en el aparcamiento lateral, junto a la puerta de servicio. Buenos días, señora Winterbourne.
Ahora, con Cortez fuera del caso, actuaba oficialmente por mi cuenta. Si esto hubiera sucedido hace un año, no lo habría considerado un problema y me habría alegrado de tener la oportunidad de probarme a mí misma. El último otoño, cuando el resto de las del consejo se mostraron reacias a rescatar a Savannah, me sentí lista para hacerlo sola. Si lo hubiera hecho ahora estaría muerta, de eso no cabe ninguna duda. Estaría muerta y podría haber contribuido a que, en el proceso, mataran también a Savannah. Entonces aprendí mi lección.
Ahora, me enfrentaba a otra gran amenaza, sabía que necesitaba ayuda y estaba preparada para pedirla. Pero si se la pedía a alguien del consejo, las pondría en peligro por algo que era un problema de brujas y, por lo tanto, debería ser manejado por brujas. Pero nuestro Aquelarre nos había abandonado. ¿Dónde nos dejaba eso?
Traté, en cambio, de concentrarme en hacer exactamente lo que Cortez se había propuesto: trazar un plan de acción. Pero aquí estaba yo, bloqueada. Si salía y seguía la pista a Sandford y a Leah, tendría que llevar a Savannah conmigo, y probablemente terminaría por entregársela en sus propias manos. De momento, el mejor plan a seguir parecía ser mantenerse en la retaguardia, defendernos de sus ataques y confiar en que ellos terminarían por comprender que Savannah representaba más trabajo del que valía. Si bien me fastidiaba tomar una posición defensiva, a estas alturas me negaba a correr riesgos con la vida de Savannah.
A las doce y media miré hacia la gente que montaba guardia afuera. Tal vez fuera un exceso de optimismo, pero me pareció que eran menos. Cuando fui a decirle a Savannah que se preparara para salir, la encontré acostada de espaldas en la cama. Abrió los ojos cuando entré.
– ¿Estás echándote la siesta? -pregunté.
Ella sacudió la cabeza.
– No. No me encuentro muy bien.
– ¿Estás enferma? -Me alarmé y corrí junto a la cama-. Deberías habérmelo dicho, querida. ¿Te duele la cabeza o la barriga?
– Las dos cosas. O bueno, no, ninguna de ellas. No lo sé. -Frunció la nariz-. Me siento… rara.
No le noté ninguna señal evidente de enfermedad. Su temperatura era normal, no tenía la piel irritada y sus ojos estaban cansados pero despejados. Probablemente se trataba de estrés. Tampoco yo me había sentido demasiado bien últimamente.
– Tal vez estás a punto de coger alguna enfermedad -dije-. Pensaba salir, pero puedo esperar.
– No -dijo Savannah y se incorporó-. Quiero acompañarte. Lo más probable es que afuera me sienta mejor.
– ¿Estás segura?
Asintió.
– Quizá podríamos alquilar algunas películas.
– Está bien, entonces. Prepárate.
– Apuesto a que lo han puesto en un ataúd cerrado -dijo Savannah cuando torcí hacia Chestnut.
La imagen del cuerpo destrozado de Cary cruzó por mi mente y yo traté de borrarla.
– Bueno, nunca lo sabremos -dije-. No pienso acercarme siquiera a ese salón.
– Una pena que no lo pusieran en uno de esos velatorios con cristales que se pueden contemplar al pasar con el coche. Entonces podríamos verlo sin que nadie lo supiera.
– ¿Cómo es eso?
– ¿No has oído hablar de ellos? Tenían uno en Fénix cuando mamá y yo vivíamos allá. Una vez pasamos para verlo. Es como un cajero automático al que se tiene acceso desde el coche, sólo que cuando uno mira por la ventanilla, del otro lado hay un muerto.
– Autocondolencias.
– Hoy en día la gente está muy ocupada. Hay que facilitarles las cosas. -Sonrió y se movió en su asiento-. ¿No te parece extraño? Quiero decir, piénsalo un poco. Uno va hasta allí, ¿y después qué? ¿Le habla al tipo a través de un micrófono? ¿Le dice cuánto lo va a echar de menos?
– Con tal de que a él no se le ocurra incorporarse en el ataúd y preguntarte si quieres unas patatas fritas.
Savannah se echó a reír.
– Los humanos son tan raros -afirmó y volvió a moverse en su asiento.
– ¿Qué te pasa? ¿Tienes ganas de ir al baño?
– No. Es que me duele quedarme mucho tiempo sentada y quieta.
– Apenas hemos avanzado cinco calles.
Se encogió de hombros.
– No sé. A lo mejor estoy resfriándome.
– ¿Cómo está tu estómago?
– Supongo que bien.
Enumeré mentalmente todo lo que había comido durante el último día. De pronto sentí un nudo en la garganta.
– ¿Anoche Cortez se acercó en algún momento a tu café moca?
– ¿Qué? -Me miró-. ¿Crees que me ha envenenado? No. Ni siquiera tocó mi taza. Además, las pócimas no actúan así. Si alguien te da una, te pones mal enseguida. Lo mío viene y va. Espera… Ya se me fue. ¿Has visto? -Giró la cabeza para mirar por encima del hombro-. ¿Ésa no es la funeraria de la calle Elm?
– Sí… ¡Maldición!
Seguí hasta la siguiente bocacalle y di la vuelta. Como dije, la funeraria estaba al lado del hospital local. En realidad, los dos edificios estaban juntos para facilitar el transporte de los enfermos fallecidos. El hospital también tenía una excelente vista del cementerio local adyacente, que a los pacientes debía de resultarles muy alentador.
El aparcamiento junto a la funeraria estaba repleto, de modo que tuve que dejar el coche detrás del hospital. Seguida de cerca por Savannah, corrí hacia la funeraria, tan preocupada por la posibilidad de que alguien me viera que atravesé un seto alto en lugar de ir por el camino. Una vez en el aparcamiento de la funeraria, miré en todas direcciones para estar segura de que nadie llegaba o se iba y después corrí hacia la puerta lateral y llamé.
– Creo que una rama me ha raspado la espalda -dijo Savannah-. ¿Qué importa si alguien nos ve? Tú no mataste a ese tipo.
– Ya lo sé, pero sería una falta de respeto. Y no quiero causar más problemas.
Antes de que pudiera contestarme, la puerta se abrió de par en par. Una mujer de cuarenta y tantos años espió hacia fuera, su cara se veía blancuzca con una expresión de pocos amigos que parecía más un hábito que intencional.
– ¿Sí? -Antes de que yo tuviera tiempo de contestar, ella asintió-. Señora Winterbourne. Muy bien. Pase.
Preferiría haberme quedado afuera, pero ella soltó la puerta y desapareció dentro de la habitación antes de que pudiera protestar. Escolté a Savannah y después entramos en un depósito. Entre las pilas de cajas había una silla plegable y una mesa cubierta de carpetas.
Roberta Shaw usaba un vestido de lino bastante a la moda y hecho a medida; mi madre tenía su propia tienda de ropa, así que yo conocía bien la diferencia entre una prenda buena y una mala. Aunque el vestido era de mucha calidad, en ella era un desperdicio. Como suelen hacerlo muchas mujeres corpulentas, Shaw había cometido el error de elegir ropa demasiado grande, con lo cual había convertido un vestido caro en un trozo informe de arpillera que caía en pliegues alrededor de su cuerpo.
Cuando mi vista se adaptó a ese depósito en penumbra, Shaw se instaló en su silla y se concentró en sus papeles. Yo aguardé algunos minutos y después carraspeé.
– Me gustaría irme de una vez -dije-. No me siento cómoda aquí.
– Espere.
Lo hice durante otros dos minutos. Entonces, antes de poder volver a hacer un comentario, Savannah suspiró… muy fuerte.
– No sé si sabe que no tenemos todo el día -dijo Savannah.
La mirada de Shaw fue feroz, pero no estaba dirigida a mi pupila sino a mí, como si la descortesía de Savannah sólo pudiera ser culpa mía.
– Lo siento -me disculpé-. No se encuentra bien. Si usted no está lista, podríamos ir a comer algo y regresar después.
– Tome -dijo y me arrojó una carpeta-. La cuenta está encima. Necesitamos un cheque certificado, que puede enviar a la dirección que aparece ahí. Bajo ninguna circunstancia le está permitido establecer contacto con los Cary en lo referente al pago o a ninguna otra cosa relacionada con su casa. Si tiene alguna pregunta…
– Debo llamarla por teléfono. Capto la idea.
Me dirigí a la puerta, tiré del picaporte y caí hacia atrás cuando no se abrió. ¿Qué tal eso para una salida triunfal? Recuperando el equilibrio y mi dignidad volví a tomar el pomo, lo giré y tiré. Nada.
– ¿Hay una cerradura? -pregunté y miré debajo del pomo.
– Sólo gire y tire, como con cualquier puerta.
Qué perra. Casi lo dije en voz alta. Pero, a diferencia de Savannah, la educación que había recibido no me permitía hacer una cosa así. Hice un nuevo intento de abrir la puerta. No pasó nada.
– Está atascada -anuncié.
Shaw suspiró y se levantó trabajosamente de la silla. Atravesó la habitación, me hizo señas de que me apartara de su camino, tomó el pomo y tiró de él. La puerta permaneció cerrada. Desde el otro lado oí voces.
– Alguien está ahí afuera -dije-. Tal vez ellos pueden abrir la puerta desde el exterior…
– No. No permitiré que moleste a los deudos. Llamaré al vigilante.
– Hay una puerta delantera, ¿no? -preguntó Savannah.
Una vez más, Shaw me fulminó con la mirada.
– Por razones obvias, no saldrán por allí -dijo y cogió su teléfono móvil.
Suspiré y me recosté contra la puerta. Al hacerlo, pesqué un trozo de conversación del otro lado… Y reconocí las voces.
– … realmente demasiado fácil -decía Leah.
Sandford se echó a reír.
– ¿Qué esperabas? Es una bruja.
Las voces se desvanecieron, presumiblemente alejándose… Volví a tirar de la puerta, esta vez murmurando un hechizo para destrabarla. Nada sucedió.
– Leah -murmuré en voz baja a Savannah y después me dirigí a Shaw-. Olvídese del vigilante. Nos vamos. Ahora.
– Ustedes no pueden… -comenzó a decir Shaw.
Demasiado tarde. Yo ya había abierto la puerta interior y empujaba a Savannah a través de ella. Shaw aferró la parte de atrás de mi blusa, pero logré soltarme y empujé a Savannah al pasillo.