Una multitud exaltada

Cuando doblé en la segunda esquina antes de mi casa, Cortez se sentó de lado en su asiento para poder vernos a Savannah y a mí.

– Ahora bien, como dije, es posible que algunos periodistas se hayan instalado en el vecindario. Tenéis que estar preparadas. Tal vez deberíamos repasar nuestro plan. Lo que es más importante recordar es…

– Nada que comentar, nada que comentar, nada que comentar -repetí y Savannah me acompañó con un canturreo.

– Aprendéis rápido.

– Danos un guión sencillo y hasta nosotras, las brujas, podremos aprenderlo.

– Estoy realmente impresionado. Ahora, cuando salgamos del coche, manteneos muy cerca de mí…

Savannah se inclinó en el asiento.

– Y tú nos protegerás con relámpagos, rayos, granizo y fuego del infierno.

– Yo no podré protegerte si Paige frena en seco y tú sales volando por el parabrisas. Así que ponte el cinturón de seguridad, Savannah.

– Lo tengo puesto.

– Entonces ajústatelo.

Ella se deslizó hacia atrás en el asiento.

– Dios, eres tan insoportable como Paige.

– Como iba diciendo -prosiguió Cortez-, nuestro principal objetivo es… Oh.

Con esa única palabra, se me cortó la respiración. Una simple palabra; en realidad ni siquiera una palabra sino un mero sonido, una exclamación de sorpresa. Pero para que Cortez se sorprendiese -peor aún, para que interrumpiese la explicación de uno de sus grandes planes- debía haber visto algo realmente alarmante.

Acababa de doblar hacia mi calle. Cuatrocientos metros más allá estaba mi casa… o eso supuse. No podía estar segura porque los dos lados de la calle estaban ocupados por automóviles, camiones y furgonetas apiñados en todos los espacios disponibles, algunos incluso en doble fila. En cuanto a mi casa, no podía verla, no por culpa de los vehículos sino del gentío que llenaba el jardín, las aceras y la calle misma.

– Entra en el siguiente camino de acceso -dijo Cortez.

– No puedo aparcar allí -contesté y levanté el pie del acelerador-. Estoy segura de que mis vecinos ya están suficientemente furiosos conmigo.

– No te pido que aparques sino que gires.

– ¿Quieres que huya?

– Por ahora, sí.

Agarré con fuerza el volante.

– No puedo hacer eso.

Seguí mirando hacia adelante, pero sentí sus ojos clavados en mí.

– No va a ser fácil entrar en tu casa, Paige -dijo él, ya con voz más suave-. Esta clase de situación… En fin, no saca precisamente lo mejor de la gente. Nadie podría culparte por dar la vuelta.

Por el espejo retrovisor miré a Savannah.

– Paige tiene razón -me apoyó-. Si retrocedemos ahora, Leah sabrá que le tenemos miedo.

– Muy bien, entonces -dijo Cortez-. Métete en cualquier lugar donde veas un hueco.

Mientras buscaba ese lugar, nadie dijo nada. Mi mirada pasó de un grupo al siguiente; de los equipos del informativo nacional que bebían café del Starbucks a las personas diseminadas aquí y allá con videocámaras y miradas curiosas; de los policías estatales que discutían con cinco hombres calvos de túnicas blancas a los hombres, mujeres y chicos que caminaban por la acera portando pancartas que condenaban mi alma a la perdición eterna.

Desconocidos. Todos desconocidos. Paseé la vista por el gentío y no vi ningún periodista local, ningún agente policial de la ciudad, ni una sola cara conocida. Todos estaban dispuestos a borrar el sol y las brisas frescas de junio si eso significaba que también podían borrar lo que estaba sucediendo en el 32 de Walnut Lañe. Borrarlo y confiar en que desaparecería para siempre. Esperar que nosotras desapareciéramos del barrio para siempre.

– Bajad en cuanto Paige pare el coche -dijo Cortez-. Desabrochaos ya el cinturón de seguridad para estar listas. Cuando estéis fuera, seguid caminando, no os detengáis. Paige, toma de la mano a Savannah y dirigíos hacia la parte de adelante del coche. Yo me reuniré allí con vosotras y os abriré camino.

Cuando terminamos de doblar la esquina, algunas personas nos miraron; no tantas como cabría suponer, teniendo en cuenta que estaban esperando que un desconocido llegara, pero quizá hacía tanto tiempo que estaban allí y habían visto a tantos desconocidos pasar en coche, que habían dejado de sorprenderse cada vez que aparecía un nuevo vehículo. Cuando el coche redujo la marcha, más personas miraron hacia nosotros. Pude ver sus caras: aburridas, impacientes, casi enojadas, listas para abalanzarse sobre el siguiente curioso que hubiera despertado falsamente sus expectativas. Entonces me vieron a mí. Un grito. Otro. Una ondulación de movimientos que aumentaba hasta convertirse en una corriente de agua y después en una ola.

Giré el volante para dejar el coche justo detrás de una camioneta de periodistas. Por un segundo no vi nada salvo las letras de un canal de televisión de Providence. Después, una oleada de gente se tragó la camioneta. Una horda de desconocidos se arrojó sobre el coche y comenzó a sacudirlo. Un hombre, golpeado por la multitud, salió volando y cayó sobre el capó. El coche se sacudió. El hombre se incorporó. Le vi la mirada, advertí en ella odio y excitación, y por un momento me quedé paralizada de terror.

Mientras esa marea de gente rodeaba el vehículo, comprendí que estábamos expuestos a la posibilidad real de quedar atrapados.

Agarré el manillar de mi puerta y la abrí con todas mis fuerzas, sin importarme a quién golpeaba. Salté del coche y agarré a Savannah cuando ella se bajó.

– Señora Winterbourne, ¿usted…?

– ¿Usted ha…?

– … acusaciones de…

– Paige, ¿qué hace usted…?

El ruido incomprensible de las preguntas me golpeó como un viento de ochenta kilómetros por hora y casi me arrojó de vuelta al coche. Oí voces, palabras, gritos, que se fusionaban en una única voz vociferante. Recordé que Cortez había dicho que se reuniría con nosotras delante del coche. ¿Dónde estaba la parte delantera del coche? Tan pronto como me alejé un poco del vehículo, la gente me rodeó y el ruido me envolvió. Una serie de dedos se me clavaron en el brazo. Pegué un salto hacia atrás y en ese momento vi a Cortez junto a mí, con una mano en mi codo.

– Sin comentarios -dijo y me sacó de la refriega.

La multitud me soltó durante un momento, pero luego volvió a engullirme.

– ¿…usted…?

– … muertos vivientes…

– … Grantham Cary…

– … dragones y…

Abrí la boca para decir «Sin comentarios», pero de mi boca no salió ningún sonido. En cambio, sacudí la cabeza y dejé que Cortez lo dijera por mí.

Cuando logró liberarnos nuevamente, atraje a Savannah más cerca de mí y le ceñí la cintura con mi brazo. Ella no se resistió. Traté de mirarla, pero todo lo que nos rodeaba se movía tan rápido que sólo alcancé a verle una mejilla.

La muchedumbre trató de nuevo de encerrarnos, pero Cortez consiguió abrirse paso y nos arrastró con él. Habíamos avanzado unos tres metros cuando ese tropel de gente aumentó. Otras personas se unieron a los de los medios y el tono de esa única voz que gritaba pasó de una excitación predatoria a una furia feroz.

– ¡Asesina!

– ¡Satánica!

– ¡Bruja!

Un hombre apartó bruscamente a una periodista que estaba en nuestro camino y se plantó delante de Cortez. Su mirada era salvaje y tenía los ojos inyectados en sangre. De sus labios voló un salivazo.

– ¡Bruja del demonio! Hija de puta asesina…

Cortez levantó una mano hasta la altura del pecho. Por un momento pensé que iba a golpearlo. En cambio, sencillamente chasqueó los dedos. El hombre se tambaleó hacia atrás, tropezó con una mujer mayor que estaba parada detrás de él, y después la insultó y la acusó de haberlo empujado.

Cortez nos guió a través de la brecha que iba abriendo. Si alguien no se movía con la rapidez suficiente, él lo hacía a un lado con los hombros. Si trataban de cerrarnos el paso, chasqueaba los dedos al nivel de la cintura y con eso los obligaba a retroceder con la fuerza suficiente para que pensaran que alguien los había empujado. Al cabo de cinco minutos interminables, finalmente llegamos al porche de casa.

– Entrad -ordenó Cortez.

Él giró velozmente y nos empujó a Savannah y a mí mientras bloqueaba los escalones del porche. Yo traté de abrir la puerta cerrada con la llave, y mentalmente busqué un hechizo, algo que pudiera distraer o ahuyentar a esa turbamulta hasta que Cortez pudiera entrar en la casa. Repasé todo mi repertorio y comprendí que no tenía nada con ese fin… Sí, conocía algunos hechizos agresivos, pero mi selección era tan limitada que no tenía ninguno que se adecuara a la situación que estábamos viviendo. ¿Qué iba a hacer? ¿Lograr que una persona se desmayara? ¿Hacer caer una lluvia de bolas de fuego? Ellos ni se darían cuenta de lo primero, y lo segundo atraería demasiada atención. La líder rebelde del Aquelarre, tan orgullosa de sus hechizos prohibidos, se sentía impotente, completamente indefensa.

Mientras entrábamos en la casa, Cortez consiguió frenar a la multitud bloqueando físicamente esos escalones angostos, con una mano plantada a cada lado de la barandilla. Esto duró apenas el tiempo suficiente para permitirnos cruzar la puerta. Hasta que alguien empujó con mucha fuerza y un hombre fornido dio un golpe contra un hombro de Cortez. Cortez retrocedió justo a tiempo para evitar ser derribado. Sus labios se movieron y, por un momento, el gentío se detuvo frente a los escalones, frenado por un hechizo de barrera.

Cortez corrió entonces hacia la puerta y anuló el hechizo antes de que se volviera obvio. Y la hilera delantera de la multitud se tambaleó hacia adelante.

Abrí de par en par la puerta mosquitera. Cortez la sostuvo. Y mientras entraba como una exhalación, alcanzamos a ver que una sombra pasaba por encima de su cabeza. Un hombre joven saltó la barandilla. El hechizo voló de mis labios antes de que tuviera siquiera tiempo de pensar. El hombre se frenó en seco y su cabeza y sus extremidades pegaron un salto hacia atrás. Entonces el hechizo de traba se quebró, pero él ya había perdido impulso y cayó sobre el porche a cierta distancia de la puerta. Cortez cerró primero la puerta mosquitera y después la interior.

– Buena elección -aprobó.

– Gracias -dije yo, evitando mencionar que era mi única opción y que tuve suerte de que hubiera surtido efecto, aunque sólo fuera por pocos segundos. Cerré bien la puerta, lancé un hechizo de traba y otro perimetral y me dejé caer contra la pared-. Por favor dime que no tendremos que volver a salir… nunca más.

– ¿Significa eso que no podremos pedir una pizza para la cena? -gritó Savannah desde el salón.

– ¿Tú tienes los cincuenta dólares para la propina? -respondí-. Ningún repartidor de pizza conseguirá pasar a través de esa turba por menos de eso.

Savannah lanzó una exclamación, mitad grito, mitad chillido. Cuando corrí hacia ella murmuró algo que no pude entender. El cuerpo de un hombre voló por el pasillo que conducía al dormitorio y la primera parte suya que golpeó contra la pared fue la cabeza. Se oyó primero un crujido y luego un golpe seco cuando se desplomó en el suelo sobre la alfombra. Cortez pasó corriendo junto a Savannah y se arrodilló a un lado del hombre.

– Está fuera de juego -dijo-. ¿Lo conocéis?

Miré al individuo -un hombre de edad mediana, calva incipiente, cara comprimida- y sacudí la cabeza. Mi vista subió por la pared hasta el agujero de diez centímetros con grietas que se irradiaban hacia afuera como una araña gigantesca.

– Leah -dije-. Está aquí…

– Yo no creo que Leah haya hecho esto -me respondió Cortez.

Se hizo un momento de silencio y después miré a Savannah.

– Él me sorprendió -se excusó.

– ¿Tú has hecho eso?

– Tiene excelentes reflejos -se admiró Cortez mientras sus dedos se movían hacia la parte posterior de la cabeza del individuo-. Es posible que tenga traumatismo craneal. Le aparecerá un buen chichón. Pero nada serio. ¿Os parece que veamos a quién tenemos aquí?

Cortez lo fue palpando y finalmente extrajo una billetera del bolsillo posterior del pantalón. Cuando miré hacia Savannah, ella retrocedió hacia su cuarto. Me disponía a seguirla cuando Cortez me entregó una tarjeta para que la examinara.

Al cogerla, sonó el teléfono. Di un salto y sentí que cada uno de mis nervios crispados volvía a la vida. Con una imprecación, cerré los ojos y esperé hasta que el teléfono dejara de sonar. El contestador automático tomó la llamada.

– ¿Señora Winterbourne? Habla Peggy Daré, del Departamento de Servicios Sociales de Massachusetts…

Enseguida abrí los ojos.

– Nos gustaría hablar con usted acerca de Savannah Levine. Estamos un poco preocupados…

Corrí hacia el teléfono. Cortez trató de cortarme el paso y apenas si me pareció oír que decía algo acerca de prepararnos y después devolver la llamada, pero no pude escucharlo. Me apresuré hacia la cocina, levanté el receptor y oprimí la tecla STOP del contestador automático.

– Habla Paige Winterbourne -dije-. Lamento la tardanza en atender, pero he estado controlando las llamadas.

– Me lo imagino. -La voz del otro lado de la línea sonaba agradable y comprensiva, como la de una vecina bondadosa-. Estos días parece haber bastante lío alrededor de su casa.

– Ya lo creo.

Se oyó una leve risa entre dientes y luego la mujer volvió a ponerse seria.

– Me disculpo por sumarme a lo que debe de ser un momento muy difícil para usted, señora Winterbourne, pero le confieso que nos preocupa el bienestar de Savannah. Tengo entendido que se enfrenta usted a un recurso de custodia.

– Sí, pero… i

– Normalmente no interferimos en esas cuestiones a menos que exista una seria amenaza de daño a la criatura en cuestión. Si bien nadie alega que Savannah haya sido maltratada, nos preocupa el presente clima en que está viviendo. Debe de provocarle una gran confusión. Pensemos que su madre desapareció y justo después sucede todo esto mientras vive con usted.

– Estoy tratando de mantenerla al margen de lo que ocurre.

– ¿Hay algún otro lugar al que Savannah podría ir? ¿Transitoriamente? ¿Quizá un medio… más estable? Creo que tiene una tía en la ciudad.

– Es Margaret Levine, su tía abuela. Así es. Yo había pensado en dejar que Savannah se quedara con ella hasta que todo esto haya terminado. Sí, de acuerdo.

– Por favor, hágalo. Además, me han pedido que vaya a visitarla. Debemos evaluar la situación. En estos casos, lo mejor suele ser una visita al hogar. ¿Le parece bien mañana a las dos de la tarde?

– Por supuesto. -Eso me daba apenas veinticuatro horas para hacer desaparecer el circo que había afuera.

Corté la comunicación y luego miré a Cortez.

– El Departamento de Servicios Sociales vendrá de visita mañana por la tarde.

– ¿Servicios Sociales? Eso es lo último que… -Calló, se empujó las gafas hacia arriba y se oprimió el puente de la nariz-. Está bien. Cabía esperar que ellos demostraran algún interés. Interés en una menor. ¿Mañana por la tarde, has dicho? ¿A qué hora?

– A las dos.

Sacó su agenda y lo anotó, y después me entregó la tarjeta que yo había dejado caer cuando corrí hacia el teléfono. La miré por un segundo sin verla y después vi al hombre inconsciente tendido en el pasillo y lancé un gemido.

– Ya estamos en la crisis número veintiuno -dije.

– Me parece que es la veintidós; la veintiuno era la turba furiosa. O, puesto que no han dado señales de irse, diría que ellos son aún la veintiuno.

Gemí y me dejé caer en una de las sillas de la cocina, y después levanté la tarjeta. El nombre del desafortunado individuo que había violado nuestra propiedad era Ted Morton. Si alguien me hubiera dicho hace una semana que yo estaría sentada frente a la mesa de mi cocina, colaborando con un hechicero y pensando cuál era la mejor manera de desembarazarnos de un desconocido a quien Savannah había derribado a golpes, habría… Bueno, no sé qué habría hecho. Era demasiado descabellado. Sin embargo, teniendo en cuenta todo lo acontecido la última semana, esto tampoco era demasiado grave. Se encontraba, por cierto, varios grados por debajo de ver a un hombre arrojado por el aire hasta encontrar su muerte o contemplar cómo un cadáver destrozado volvía a la vida delante de su familia y sus amigos.

El señor Morton era un supuesto investigador paranormal. Yo no tengo paciencia con esos tipos. Jamás conocí uno que no tuviera una enorme necesidad de una vida real. Tal vez me estoy mostrando intolerante, pero estos individuos son una lata más grande que las cucarachas en un albergue de vagabundos de Florida. Merodean por todas partes inventando historias, atrayendo a artistas embaucadores y, muy de vez en cuando, descubren un mínimo atisbo de verdad.

A lo largo de toda la escuela secundaria trabajé en una tienda de informática y mi jefa era presidenta de la Sociedad para la Explicación de lo Inexplicable de Massachusetts. ¿Alguna vez consiguió explicar cómo me hacía humo cada vez que ella venía a buscar a alguien que fuera a una tienda de comida rápida a recoger un pedido? Se dirigía a la oficina del fondo, yo lanzaba un hechizo de encubrimiento, y ella murmuraba: «Caramba, habría jurado que había visto a Paige volver hacia aquí», y entonces iba en busca de otra víctima.

– Tiene sentido -dije y le arrojé la tarjeta de vuelta a Cortez-. ¿Cómo se las arreglan los de la Camarilla con estas personas?

– Con bloques de cemento y puertos de agua profunda.

– Parece un buen plan. -Miré a Morton por encima del hombro y suspiré-. Supongo que deberíamos hacer algo antes de que despierte. ¿Alguna sugerencia?

– Imagino que no tienes una buena provisión de cal viva.

– Dime que bromeas.

– Desafortunadamente, sí. Nos hace falta algo más que una solución discreta. Nuestra mejor respuesta sería una que pusiera al señor Morton fuera de la casa, pero no necesariamente demasiado lejos para no correr el riesgo de llamar la atención por el esfuerzo. También sería preferible poder conseguir que él olvidara que estuvo en el interior de esta casa, lo cual, una vez más, centraría la atención en nosotros cuando relate su historia. Supongo que no sabes nada de hipnosis, ¿no?

Sacudí la cabeza.

– Entonces tendremos que contentarnos con…

Savannah apareció junto a la puerta.

– Tengo una idea. ¿Qué tal si lo arrojamos al sótano, justo debajo de la trampilla de salida? Podríamos romper la cerradura de esa puerta o, quizá, dejarla entreabierta. Entonces, cuando despierte, es posible que piense que entró por allí, se cayó y se golpeó la cabeza.

Cortez dudó un momento pero después asintió.

– Si eso significa que no tenemos que volver a salir, estoy de acuerdo.

Cortez se puso de pie y enfiló hacia la entrada trasera.

– Lo siento -se disculpó Savannah-. No fue mi intención causar más problemas. Él me sorprendió, eso es todo.

La toqué en un hombro.

– Ya lo sé. Será mejor que le demos a Cortez…

Alguien llamó a la puerta de atrás. Esto, a diferencia del teléfono y el timbre de la puerta delantera, era la primera vez que sucedía. Antes, al mirar por la ventana de la cocina, mi jardín estaba vacío, posiblemente porque nadie se animaba a ser el primero en subirse al seto. Ahora, hasta ese santuario había sido invadido.

Mientras escuchaba esos golpecitos impacientes, sentí que mi indignación crecía y caminé hacia la puerta hecha una furia, preparada para enfrentar a mi nuevo «visitante». Y al mirar por la ventana de la puerta de atrás vi a Victoria y a Therese. Lo que es peor, ellas me vieron a mí.


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