La votación

Para cuando el desayuno – ¿O debería decir el brunch?-llegó a su fin, ya era más de mediodía. Cortez insistió en lavar y ordenar todo y también en que Savannah le ayudara. Yo tomé mi taza de café y me dirigía al salón cuando sonó el teléfono. Cortez verificó el identificador para ver quién llamaba.

– Es Victoria Alden. ¿Quieres que dejemos que el contestador grabe el mensaje?

– No, contestaré. Después de estos últimos días, Victoria es un problema que me siento capaz de manejar… Hola, Victoria -saludé al levantar el auricular.

Silencio.

– Eso dice el identificador, ¿no? -dije-. Gran invento, el identificador de llamadas.

– Suenas muy alegre esta mañana, Paige.

– Lo estoy. La gente se ha ido. Los medios han dejado de llamar. Las cosas mejoran.

– ¿De modo que robarle el automóvil a Margaret y conducir a la policía por todo el cementerio anoche son cosas que tú consideras una mejora de tu situación actual?

– Oh, eso no fue nada. Fuimos muy cuidadosos, Victoria. La policía nunca sabrá que era yo. Ni siquiera llamaron.

– Te llamo muy preocupada por el futuro de uno de los miembros de nuestro Aquelarre.

Callé un momento, después hice una mueca y sentí que mi euforia se esfumaba.

– Vaya. Se trata de Kylie, ¿no? Ha decidido no seguir en el Aquelarre. Mira, estuve hablando con ella y volveré cuando todo esto haya terminado.

– No se trata de Kylie. Sino de ti.

– ¿De mí?

– Después de enterarnos de tu última aventura, esta mañana convocamos a una reunión de emergencia. Has sido expulsada del Aquelarre, Paige.

– ¿Qué? -Las palabras se me secaron en la garganta.

– La votación fue de ocho a tres, con dos abstenciones. El Aquelarre lo ha decidido.

– No… ¿Ocho a tres? No puede ser. Hubo fraude. Manipulaste esa votación. Tienes que haberlo hecho…

– Llama a Abigail si lo deseas. Estoy segura de que ella es una de las tres que votaron a favor de permitirte que te quedaras. Ella te dirá que fue un cómputo justo y abierto. Tú conoces las reglas de la expulsión, Paige. Tienes treinta días para abandonar East Falís, y se te prohíbe llevarte cualquiera de…

– ¡No! -grité-. ¡No!

Colgué de un golpe. Sin volverme, intuí que Cortez estaba detrás de mí.

– Me han expulsado -susurré-. Han votado para echarme del Aquelarre.

Si él me contestó, yo ni lo oí. La sangre se me agolpó en los oídos. De alguna manera logré dar tres pasos tambaleantes hacia el sillón reclinable y desplomarme en él. Cortez se sentó en el brazo del sillón, pero yo le di la espalda. Nadie podía entender lo que esto significaba para mí, y yo no quería que nadie lo intentara siquiera. Cuando se inclinó hacia mí, sus labios se movieron y yo me preparé para oír el inevitable «Lo siento».

Sin embargo, lo que él me dijo fue:

– Están equivocadas.

Levanté la vista y lo miré. Él se agachó más, me apartó el pelo de la cara y aprovechó ese movimiento para rozarme la mejilla con el pulgar.

– Están equivocadas, Paige.

Yo apoyé mi cabeza en su pecho y comencé a sollozar.


Sabía que las Hermanas Mayores no me apoyarían, igual que todas las brujas más viejas. Estaban enquistadas en sus costumbres y sus creencias, y era poco lo que yo podía hacer para cambiarlo. Así que no gastaría mi tiempo en intentarlo. En cambio, quería concentrarme en la generación más joven, en las chicas como Kylie, que este otoño entraría en la universidad y contemplaba seriamente la posibilidad de romper con el Aquelarre.

Salvar a la generación más joven y dejar que la vieja se marchitara. A partir de ahí yo podría reformar el Aquelarre, convertirlo en un lugar al que las brujas acudirían, no del que debían escapar. Una vez que el Aquelarre hubiera recobrado su fuerza y su vitalidad podríamos comunicarnos con otras brujas, ofrecerles entrenamiento e incorporación y una poderosa alternativa para las que, como Eve, sólo vieran poder en la magia negra. Transformaría el Aquelarre en una organización más flexible, más atractiva, más adecuada para llenar las necesidades de todas las brujas. Era un plan maravilloso, de eso no cabían dudas, y quizá también un plan que yo ni siquiera podría cumplir en la totalidad de mi vida. Pero podía iniciarlo. Podía intentarlo.

Esto era algo más que una visión: era la encarnación de todas las esperanzas que había alimentado desde que tuve la edad suficiente para tener esperanzas. No podía imaginar siquiera tener que abandonar el Aquelarre; literalmente me era imposible concebirlo siquiera. En ningún momento de toda mi existencia me había preguntado cómo sería la vida fuera del Aquelarre. Jamás pensé en vivir en otro lugar que no fuera Massachusetts. Nunca había soñado con enamorarme y casarme; ni siquiera con tener hijos. El Aquelarre era mi sueño y jamás creí que algo pudiera interferir esa misión.

Así que, ¿qué iba a hacer ahora? ¿Tumbarme en la cama y llorar? ¿Dejar que las Hermanas Mayores me echaran de aquí? Nunca. Cuando el dolor inicial de haber sido expulsada disminuyó un poco, di un paso atrás para evaluar la situación lógicamente. De modo que las del Aquelarre habían decidido desterrarme. Sin duda estaban asustadas, y esa decisión se vio impulsada por un antiguo miedo instilado en ellas por Victoria y sus compañeras. Aterradas ante la posibilidad de verse expuestas, tomaron el camino más fácil: librarse de la causa que les provocaba ese temor. El pueblo de East Falls había hecho lo mismo con su petición. Sin embargo, una vez pasado el peligro, seguro que unas y el otro me recibirían de vuelta con los brazos abiertos. Bueno, quizá eso de «con los brazos abiertos» sonaba demasiado optimista, pero lo cierto es que me permitirían quedarme, tanto en la ciudad como en el Aquelarre. Con la dosis adecuada de voluntad y decisión es posible arreglar cualquier cosa.

– ¿Don… dónde está Savannah? -pregunté mientras me secaba los ojos.

– En la cocina. Creo que preparando té.

Me incorporé.

– Me parece que todos habéis estado haciendo mucho eso últimamente… me refiero a cuidando a Paige.

– No lo creo. Tú…

– Gracias, pero estoy bien -dije y le apreté la mano al levantarme-. Hoy tenemos mucho que hacer. Para empezar, yo tendría que repasar la ceremonia de Savannah con ella. Sé que todavía falta una semana, pero quiero estar segura de que recuerda todo y de que tenemos todos los ingredientes.

El asintió.

– Buena idea. Mientras tú haces eso, si no te importa, me encargaré de lavar mi ropa.

– Sí, claro, está bien, sólo tienes dos mudas. Dame tu ropa sucia…

– Yo me ocupo, Paige. Tú ve con Savannah.

– Más tarde tendríamos que buscar tus maletas del motel y traerlas aquí. -Hice una pausa-. Esto es, si nos quedamos aquí. Creo que también deberíamos hablar de eso.

Él asintió y yo me dirigí a la cocina. Savannah, que estaba midiendo el té, levantó la vista.

– Deja eso -dije-. Gracias por pensar en mí, pero estoy bien. ¿Qué tal si repasamos la ceremonia de tu madre, para estar seguras de que nos la sabemos bien?

– Perfecto.

– Déjame entonces buscar mis cosas y después bajaremos al piso inferior.

Savannah me siguió a mi cuarto. Cuando saqué mi mochila de su escondite, la ventana se cayó a mis espaldas. Savannah gritó y yo me di la vuelta justo en el momento en que una roca del tamaño de una pelota de fútbol se estrellaba contra la pared más alejada. Golpeó la alfombra pequeña, rodó y dejó un rastro color rojo. Pensando que era sangre, giré para mirar a Savannah, pero ella corría hacia la ventana, ilesa.

– ¡Apártate de ahí! -le grité.

– Quiero ver quién…

– ¡No!

La cogí del brazo y la saqué de allí. Cuando giré la cabeza hacia el cuarto, vi una palabra garabateada con pintura roja sobre la piedra: QUEMAR.

Saqué a Savannah a rastras de la habitación en el momento en que Cortez venía corriendo de la cocina.

– Estaba en el sótano: -dijo-. ¿Qué ha pasado?

Cogí el teléfono y marqué el 911 mientras Savannah le explicaba lo de la roca. La cara de Cortez se ensombreció. Se dirigió a la ventana de la cocina para mirar hacia la parte de atrás. Mientras yo le relataba al operador del 911 lo que había sucedido, él me arrancó el teléfono.

– Póngame con el departamento de bomberos enseguida -pidió-. Policía e incendios. Inmediatamente.

Mientras él informaba de los detalles, yo corrí a la ventana. Mi toldo estaba en llamas, alimentado por la gasolina para la cortadora de césped y sólo Dios sabe qué otros líquidos inflamables.

De pronto el cobertizo explotó. El estruendo resonó en toda la casa. Cuando oí el siguiente, yo creí que todavía se trataba del cobertizo… hasta que trozos de vidrio me golpearon la cara y algo pegó contra mi hombro.

Cortez gritó y se lanzó sobre mí, aferró la parte de atrás de mi camisa y me tiró hacia atrás con tanta fuerza que volé por el aire. Mientras me sacaba de la cocina, vi qué era lo que me había golpeado: una botella llena de un trapo empapado en un líquido. Apenas si estaba fuera de la habitación cuando lo que contenía la botella se encendió. Una bola de fuego brilló y llenó mi cocina de llamas y de humo.

– ¡Savannah, tírate al suelo! -Gritó Cortez-. ¡Avanza hacia la puerta a cuatro patas!

Oí que otra ventana estallaba en la parte de atrás de casa. ¡Mi oficina! Dios, todo mi trabajo estaba allí. Mientras trataba de liberarme de la mano de Cortez recordé qué otro cuarto se encontraba en la parte de atrás de la casa y qué contenido incluso más precioso tenía.

– ¡Mi dormitorio! ¡El material y los Manuales para la ceremonia!

Cortez trató de agarrarme, pero yo logré evitarlo. Sonaron sirenas y gritos, casi ahogados por el crepitar del fuego. A dos pasos de mi dormitorio, una nube de humo me golpeó. Retrocedí, asfixiada. Instintivamente hice una inspiración profunda en busca de aire y llené mis pulmones de humo. Después de una fracción de segundo de sentir un pánico animal, la sensatez volvió, me puse a cuatro patas y entré en mi habitación.

Mi cama parecía una bestia demoníaca, una masa de madera y tela en llamas que devoraba todo lo que encontraba a su alcance. Una ráfaga de viento se filtró por la ventana, me arrojó humo a la cara y me cegó. Seguí adelante, moviéndome de memoria, con los dedos extendidos. Encontré primero la mochila y envolví las tiras alrededor de una mano mientras con la otra continuaba buscando. Cuando toqué el borde de la trampilla me detuve y comencé a tantear alrededor de ella. Mis dedos tocaron el metal calentado al rojo del cierre y tuve que retroceder hacia la pequeña alfombra en llamas.

Por un momento aquello me sobrepasó. Mi antiguo miedo al fuego pudo con mi razón y se me llenó el cerebro con el olor, el sonido, el gusto y el calor de las llamas. Me quedé paralizada, incapaz de moverme, convencida de que moriría allí, condenada a una muerte propia de brujas. El horror que me produjo ese pensamiento -la sola idea de hacerme un ovillo y rendirme ante el miedo- me hizo recuperar mis sentidos.

Sin prestar atención al dolor, accioné el cierre y abrí la trampilla. Un momento después ya tenía la segunda mochila. Agarré las tiras, tiré de ellas y comencé a reptar hacia atrás, como un cangrejo, hacia la puerta. Apenas había avanzado medio metro cuando Cortez me cogió por un tobillo y me sacó de allí.

– Por allí-dijo, empujándome-. Hacia la puerta. No te pongas de pie. ¡Mierda!

Me tiró al suelo justo cuando sentí que las llamas me lamían las piernas. Mientras él golpeaba las llamas en mi espalda, yo me doblé y vi que también el dobladillo de mi falda se había prendido fuego. Di una patada contra la pared, pero ese movimiento fuerte sólo consiguió que las llamas ardieran con más intensidad. Cortez me frenó y apagó las llamas con sus manos. Después me quitó las mochilas.

– Yo te las llevaré -dijo-. No mires hacia atrás. Sólo sigue avanzando.

Lo hice. Toda la parte trasera de mi casa estaba en llamas. Lenguas de fuego devoraban la casa en dirección al frente, y cuando pasé por el salón vi las cortinas también en llamas. Respirando por la boca seguí adelante, decidida a reptar por encima de las llamaradas que encontraba en mi camino. En la entrada hice una pausa para mirar por encima del hombro en busca de Cortez. Él me hizo señas de que continuara con mi avance. Repté hacia la puerta abierta de atrás y salí.

Un hombre de uniforme me agarró y me arrojó una tela sobre la nariz y la boca. Respiré hondo algo frío y metálico. Cogí un brazo del hombre y le hice señas de que podía respirar sin ayuda médica. Volví a mirar hacia atrás para localizar a Cortez. Vi la puerta abierta y el pasillo vacío. Entonces mis piernas cedieron y todo se volvió negro.

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