Todavía no estoy muy segura de cómo logré salir de allí. Supongo que fue una cuestión de suerte. Que tenía derecho a un milagro. Cuando la casa se desplomó a mí alrededor, logré arrastrarme a un espacio angosto. Después de eso, bueno, después de eso todo está un poco borroso en mi memoria. Lo único que sé es que pude salir con apenas unos cortes y moratones.
Savannah nunca se dio cuenta de que yo me había hecho pasar por su madre. Dio por sentado que me había quedado atrapada en la casa mientras la buscaba. Como Cortez dijo, nosotros jamás se lo diríamos. Ella se merece esa fantasía, una fantasía que confieso yo le envidiaba: unos pocos minutos con la persona que significaba más para ella que cualquier otra en el mundo.
Todavía debíamos realizar la ceremonia de Savannah dentro de pocos días, pero con Leah y Nast muertos, ya nadie lo impediría. De modo que todo había terminado. Todo había terminado. Yo debería haberme sentido aliviada al pronunciar esas palabras. Pero no podía, porque realmente todo había terminado. Mi vida, tal como la había conocido siempre, había terminado.
No me tocó un final feliz. Tal vez había visto demasiadas películas de Hollywood, pero honestamente, estaba convencida de que todo saldría bien. Si yo sobrevivía, si salvaba a Savannah, entonces recibiría mi recompensa kármica. Mi vida desbaratada se arreglaría milagrosamente. Los medios se olvidarían de mí de la noche a la mañaña. La ciudad me perdonaría y recibiría de buen grado mi regreso. El Aquelarre echaría a Victoria y volvería a nombrarme su líder. Al regresar, descubriría que el incendio no había destruido totalmente mi casa sino que apenas la había chamuscado, y que todas mis pertenencias seguían intactas.
Pero mi casa eran escombros… Lo poco que no se había quemado del todo había sido saqueado por buitres humanos. Cuando regresamos para evaluar los daños, fuimos acosados por reporteros. La prensa amarilla seguía con sus titulares sensacionalistas: justicia popular. La muchedumbre trata de quemar a la bruja de Massachusetts. Algunos alegaban que yo había provocado accidentalmente el incendio mientras realizaba un ritual satánico, para el que utilizaba miembros desenterrados del cementerio la noche previa. Hordas de desconocidos comenzaron a golpear las ventanillas del taxi y nos persiguieron por la calle. La portada de todos los periódicos de Boston recogía la historia del incendio, ampliada con noticias de los «renovados esfuerzos» de los habitantes de la ciudad por limpiar East Falls de mi presencia. En el curso de un día los periodistas más ambiciosos comenzaron a trazar vínculos entre mi persona y la «salvaje» destrucción de la casa de una granja ubicada a casi cincuenta kilómetros de distancia.
Llamé por teléfono a todos los miembros del Aquelarre y les aseguré que Nast había desaparecido para siempre de nuestras vidas. Les conté lo que Victoria había hecho. Dijeron que no tenía importancia. Que yo había prostituido el Aquelarre. Muy pocas parecían dispuestas a readmitirme.
Nos quedamos en Massachusetts tan sólo el tiempo suficiente para reclamar las pérdidas a mi compañía de seguros. Entre el dinero que recibiría del seguro y el que todavía tenía por los bienes de mi madre, podía mudarme adonde se me antojara y empezar de nuevo. Para muchas mujeres de mi edad, eso sería un sueño imposible. En mi caso, aquél no era mi sueño, pero lo convertiría en mío. Juré que lo haría.
Cuando abandonamos Boston tres días más tarde, observé cómo las luces de la ciudad se iban desdibujando detrás de mí, quizá por última vez, y una oleada de tristeza me embargó. Pero no derramé ninguna lágrima. Sorprendentemente, eran pocas las lágrimas que había vertido en los últimos días. Incluso cuando examiné las ruinas de mi vida, comprendí que igual tenía todo aquello por lo que siempre había luchado.
Tenía a Savannah.
Recordé lo que Cortez había dicho al advertirme que yo podría perder todo lo que tenía en mi lucha por protegerla. Yo le había contestado que no me importaba. Pues bien, supongo que eso es lo que sucede cuando uno hace un trato con las Parcas; ellas te toman la palabra. De todos modos, me dejaron dos premios de consolación, dos recompensas que yo valoraba mucho más de lo que podía imaginar.
En primer lugar, tenía los Manuales. Cuando los bomberos rescataron a Cortez de mi casa en llamas, él todavía llevaba las dos bolsas: la de los Manuales y la que guardaba mis herramientas y todo el material para la ceremonia de Savannah.
¿Cuál era mi otro premio? Cortez estaba bien y seguía con nosotras. A través de sus contactos en Internet encontró a un médico de Boston dispuesto a examinarle sin hacerle ninguna pregunta. Tenía tres costillas fisuradas, moratones internos y posible traumatismo craneal. El médico había recomendado ingresarlo en un hospital durante unos días, pero Cortez prefirió un buen vendaje en el pecho y algunos calmantes. Después, partimos los tres juntos.
Yo no le había contado el plan de su hermano para hacerme asesinar. ¿Qué sentido tendría? El ya sabía que sus hermanos lo odiaban. Si se lo decía podría decidir que estaba poniendo en peligro mi vida y me dejaría, y yo no pensaba correr ese riesgo.
Llevábamos dos días viajando. Yo todavía no sabía adonde iríamos. De momento, lo nuestro era algo así como un recorrido turístico por el país. A Savannah le pareció genial. Pero muy pronto se cansaría de tanto viajar. Con suerte, encontraríamos un lugar para instalarnos antes de que eso sucediera.
Esa mañana nos habíamos detenido en una ciudad de Virginia. Al menos, creo que seguíamos en Virginia, aunque era posible que ya hubiéramos llegado a Kentucky. Hoy era el gran día. El octavo día.
Desde el amanecer estuvimos preparándonos para la ceremonia. Cuando oscureció estábamos en un parque estatal, nos deslizamos por la verja cerrada y nos dirigimos hacia los bosques. Casi enseguida encontré un lugar apropiado; un claro de buen tamaño rodeado de árboles, tal como lo requería la ceremonia. Pero aún era temprano, así que Savannah tomó una linterna y partió para ver si podía encontrar un lugar mejor. El que yo había elegido era perfecto, pero mis sospechas eran que Savannah se sentía demasiado excitada para quedarse quieta.
Yo había encontrado un tronco caído y en él me senté para revisar mis notas. Las estaba leyendo por tercera vez cuando sentí que una mano ejercía presión entre mis hombros y unos dedos los masajeaban para rebajar mi tensión.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó Cortez y se sentó junto a mí.
Logré esgrimir una sonrisa temblorosa.
– Tengo la sensación de que estoy a punto de someterme a un examen escolar, a uno de conducir y a la presentación de una tesis, y todo al mismo tiempo.
Él me apretó suavemente la mano.
– Lo harás muy bien.
Me recliné sobre él y me rodeó con un firme brazo.
– ¿Te gustaría que fuésemos a la costa? -me preguntó-. A Washington. O a Oregón. Podría gustarte esa zona. Grandes espacios abiertos y el mar. No será la Costa Este, pero…
– Estuve en Portland una vez. Me gustó.
– Entonces iremos allí.
– Así que tú vas a… quiero decir, no lo hemos hablado… -Respiré hondo y arremetí-. ¿Vendrás con nosotras? ¿De momento, quiero decir?
– Por ahora sí… y me quedaré mientras sea bien recibido. -Me dedicó una sonrisa-. Tu problema, como ya habrás notado, no va a ser cómo mantenerme cerca, sino cómo librarte de mí.
– Creo que podré vivir con eso.
Me incliné y lo besé. Cuando nos apartamos, él se colocó mejor las gafas y me miró.
– Cuando, bueno, cuando te mencioné el noroeste del Pacífico, no fue una sugerencia al azar. Con Kristof muerto, y siendo un caso en el que yo estuve involucrado, es posible que deba ocultarme durante un largo tiempo.
– ¿Qué sucederá?
– No lo sé. Puedo asegurarte que mi presencia no te pondrá en peligro ni a ti ni a Savannah. Yo jamás haría una cosa así. La muerte de Kristof se resolverá mediante los canales adecuados de la Camarilla. Si yo estoy en peligro, lo sabré mucho antes de que alguien venga por mí. Mi padre debería ser capaz de controlar la situación. -Sacudió la cabeza-. No importa con qué velocidad corra ni a qué distancia me encuentre, siempre termino recurriendo a mi padre para… -Calló de pronto-. Lo lamento.
– Dímelo.
Entrelazó sus dedos con los míos y sonrió.
– Después. Yo sólo quería que tú supieras que no te estoy poniendo en peligro, pero que lo más sensato sería que me mantuviera oculto durante un tiempo. Es posible que mi padre me llame a nuestra casa en Miami. Preferiría estar lo más lejos posible cuando eso suceda.
Savannah irrumpió repentinamente del bosque.
– ¿Ya es la hora?
Asentí.
– Aguarda aquí. Lanzaré un hechizo perimetral alrededor de este sitio.
– Lo tendremos todo listo para cuando vuelvas -dijo Cortez y se quitó la mochila del hombro.
– No, yo lo haré… -Me mordí el labio-. Por supuesto. Gracias.
Caminé hasta que dejé de oír el murmullo de sus voces, y después seguí otros tres metros antes de lanzar el hechizo perimetral. Me abrí paso como pude entre el bosque tupido, rodeé el sitio elegido y seguí lanzando el hechizo mientras lo hacía. Luego volví a girarme en sentido contrario, para estar segura. Cuando regresé al claro, Cortez y Savannah estaban de rodillas en el suelo desplegando los objetos finales.
Cortez se sentó en cuclillas.
– ¿Es así como debe hacerse?
Cogí las notas y caminé por el lugar elegido escudriñando cada ángulo. A lo largo de los lados norte y sur del paño habían depositado un cuarteto de herramientas: un pequeño recipiente, un athame, una vela y un cáliz. La vela del norte era color púrpura, y simbolizaba el poder; la del sur era azul, y reperesentaba la sabiduría y verdad. Fuera de la tela habían dejado las bolsas con tierra, el enebro y una botella con agua.
Savannah me entregó un collar, una magnetita en una tira de cuero crudo, como el que ahora tenía alrededor del cuello. Yo me lo puse, volví a examinar el mantel y me agaché para mover la vela azul unos tres centímetros hacia la izquierda y girar el athame del norte unos veinte grados hacia el este. Lo más probable era que todo hubiera estado bien desde el principio, pero me sentí mejor tras esos pequeños retoques. El control es un hábito que no resulta fácil quitarse de encima.
– Bueno, ya casi estamos listos. Savannah, ¿has enterrado la tela?
Ella asintió.
– Bien, entonces tienes que arrodillarte en el lado norte, frente a la vela color púrpura.
– ¿Debería irme a otro sitio? -preguntó Cortez.
– Sólo si lo deseas.
– Me sentaré en el tronco y observaré. Si eso te molesta, por favor dímelo y desapareceré de tu vista.
– Gracias.
Cuando fue a tomar asiento, lancé un hechizo de protección alrededor de nosotros. Después me dirigí a Savannah.
– Antes de que empecemos, quiero que sepas que realmente deseo que esto funcione. Es posible, sin embargo, que yo no tenga la experiencia o el poder necesarios para hacerlo como es debido. Si te da la impresión de que falla, seguiré intentándolo, pero…
– Está bien -dijo ella-. Sabré que lo has intentado. Gracias, Paige… Por hacer esto, quiero decir. Sé que no es lo que tenías en mente para mí.
– Es lo que tu madre quería. Eso me basta. -Puse mis notas frente a mí-. Muy bien, primero los elementos. Si algo te parece que está mal, por favor detenme. Aunque no estés segura, no tengas miedo de decírmelo. Es mejor repetir algunas partes que tener que empezar toda la ceremonia de cero más tarde.
Ella asintió.
– Allá vamos… Aire.
Corté el aire con cada athame.:
– Tierra.
Vertí la bolsa de tierra procedente de la tumba en cada recipiente vacío de arcilla.
– Agua.
Destapé la botella de Evian y llené de agua los dos cálices.
– Fuego.
Encendí un fósforo y prendí fuego a las velas.
Hice entonces una pausa, cerré los ojos y me despejé la mente. Cuando abrí los ojos enfoqué la mirada hacia adelante, sin ver nada. Con una breve invocación en latín convoqué el poder de los elementos para concentrar mi voluntad. Entonces parpadeé, lo cual me permitió ver nuevamente, y le hice señas a Savannah de que observara con atención, ya que ella tendría que repetir los siguientes pasos.
– El aire al norte -dije, tomé mi athame y lo coloqué frente a mí.
– La tierra al este. -Puse el recipiente de arcilla a mi derecha.
– Agua al oeste. -Moví el cáliz hacia mi izquierda.
– Fuego al sur. -Tomé la vela azul, giré teniendo cuidado de no caerme, y la coloqué detrás de mí.
Fui tocando cada uno de los objetos por turno: el athame, la tierra, el agua y el fuego. Cuando llegué a este último elemento el pánico me embargó y vacilé un momento, pero después apreté los dientes y me obligué a poner un dedo sobre la llama.
– Aire, tierra, agua, fuego. En el centro, me siento yo, en un perfecto equilibrio. Toda la naturaleza está en armonía.
Giré hacia Savannah y le hice señas de que me copiara. Ella lo hizo y entonó cada frase sin titubear. Cuando hubo terminado, repetimos juntas la última parte.
Entonces Savannah se puso de rodillas y encendió las velas mientras yo regresaba a mi lugar. Con dedos temblorosos, sostuve la rama de enebro sobre la llama de mi vela.
– Con esta ofrenda os suplico protección -dije en latín-. Hécate, Selene, Artemisa, diosas las tres, escuchad mi súplica. Pedimos esto en vuestro nombre. Conceded a ésta, a vuestra hija, todos los poderes que podéis otorgarle. -Miré a Savannah a los ojos, levanté mis manos y el volumen de mi voz-. Conferidle poder sin límites. Dadle la fuerza necesaria para infligir venganza sobre sus enemigos.
Del terreno debajo de nosotros brotó un ruido sordo, pero le sostuve la mirada a Savannah y seguí adelante.
– Conferidle el poder de superarse y la sabiduría de hacer lo correcto gracias a este regalo. Dadle todo lo que tenéis para dar.
La tierra tembló, haciendo caer las velas y prendiendo fuego a la tela que había debajo. Levanté las manos hacia el cielo y me puse de pie; cerré los ojos y resumí todo en las últimas palabras.
– ¡Hécate, Selene, Artemisa! ¡Escuchad mi súplica!
Por una fracción de segundo todo permaneció inmóvil, una inmovilidad sobrenatural y silenciosa. Yo no oía nada, no sentía nada. No: sí sentí algo. Sentí paz. Una paz total.
– ¡Funcionó! -Gritó Savannah, se lanzó hacia nosotros dos y cayó en mis brazos-. ¿No lo sientes, Paige? ¡Funcionó! ¡Tú lo hiciste!
– Sí -dije, sonriendo-. Nosotras lo hicimos.