Cary y yo caminamos juntos hasta la pastelería Melinda's, en la calle State. Incluso para los estándares de una gran ciudad, Melinda's era una pastelería de primer nivel. Solamente por el café que allí se servía ya resultaba tolerable vivir en East Falls. ¿Y los bollos? Si alguna vez lograba persuadir a las Hermanas Mayores a que nos permitieran mudarnos de allí, seguro que todas las semanas acabaría yéndome hasta East Falls para comer sus bollos con pasas.
Habría preferido una mesa junto a la ventana, pero Cary eligió una al fondo del local. Es verdad que ni en la calle principal de East Falls tiene demasiada gracia ver pasar a la gente, y puesto que estábamos conversando de asuntos confidenciales, entendí que Cary eligiera un sitio más privado.
Cuando nos sentamos, él señaló mi bollo.
– Me alegra ver que no eres una de esas chicas que siempre está a dieta. Me gustan las mujeres que no temen parecer mujeres.
– Aja.
– Hoy en día, muchas mujeres están tan flacas que uno no sabe si son chicas o muchachos. Tú eres diferente. Estás tan… -su mirada descendió hacia mi pecho-… bien dotada. Y es agradable ver a una joven que todavía usa faldas y vestidos.
– Dime, ¿crees que abandonarán el caso?
Cary agregó tres pequeños envases de crema a su café y lo removió antes de responder.
– Estoy razonablemente seguro -dijo-. Pero todavía me quedan algunas cosas más que hacer.
– ¿Como qué?
– Papeleo. Hasta en el caso más sencillo siempre hay papeleo. -Bebió un sorbo de su café. -Ahora bien, supongo que quieres saber cuánto te va a costar esto.
Sonreí.
– Bueno, no puedo decir que esté impaciente por saberlo, pero debería. ¿Tienes una cifra aproximada?
Sacó un bloc de papel legal, arrancó la primera hoja y comenzó a escribir números en una página nueva. A medida que la lista crecía, mis ojos se abrían cada vez más. Cuando sumó el total, me atraganté.
– ¿Eso es…? Por favor, dime que en esa cifra falta la coma de un decimal.
– La asesoría legal no es algo barato, Paige.
– Ya lo sé. En mi actividad, recurro a asesorías legales todo el tiempo, pero las cuentas no se parecen nada a la tuya. -Tomé el bloc y lo giré. – ¿Qué es esto? ¿Nueve horas facturables acumuladas? Sólo nos hemos reunido hoy, desde las diez hasta… -consulté mi reloj-… las once y cuarenta.
– Tuve que revisar el caso anoche, Paige.
– Lo revisaste esta mañana. Delante de mí. ¿Recuerdas?
– Sí, pero anoche estuve estudiando casos similares.
– ¿Durante siete horas?
– Horas facturables es un concepto complejo que no necesariamente corresponde al tiempo real empleado.
– Bromeas… ¿Y qué es esto? ¿Trescientos dólares en fotocopias? ¿Qué hiciste? ¿Contrataste a monjes franciscanos para que transcribieran mi archivo a mano? Yo puedo hacer copias por diez céntimos la página.
– Bueno, Paige, no se trata del coste directo del copiado. También debes tener en cuenta el precio del trabajo.
– Tu esposa hace el trabajo de secretaria. Y tú ni siquiera le pagas.
– Entiendo que no te resulte fácil pagar esto, Paige. Ése es uno de los problemas fundamentales de la abogacía: que quienes más se merecen nuestra ayuda, con frecuencia, no pueden pagarla.
– No es que yo no pueda pagarte…
Él levantó una mano para hacerme callar.
– Lo entiendo. Es una carga difícil de soportar para alguien que sólo trata de hacer lo que es mejor para una cría. Obligarte a pagarme esta cantidad no sería justo. Yo sólo quería mostrarte cuánto podría costar algo como esto.
Me recosté hacia atrás en el asiento.
– Está bien. Así que…
– Lamentablemente, ésta es la cantidad que tanto mi padre como Lacey esperan que te cobre. Lo que necesitamos hacer es analizarlo un poco más, ver de qué manera podemos reducir los costes. -Consultó su reloj-. Tengo un cliente dentro de veinte minutos, de modo que no podemos hacerlo ahora. ¿Qué te parecería que yo le pusiera punto final al caso y que después nos reuniéramos para almorzar y habláramos de los honorarios? -Sacó su agenda-. ¿Digamos el lunes?
– Supongo que sí.
– Espléndido. Iremos a algún sitio agradable… algún lugar de Boston. ¿Todavía tienes aquel vestido que usaste para el picnic de la fiesta del 4 de julio? Póntelo ese día.
– ¿Que me lo ponga…?
– Y pídele a alguien que se quede con Savannah después del colegio. Probablemente no volveremos hasta bien tarde.
– ¿Bien tarde…?
Sonrió.
– Me gustan las sesiones de negociación. Las sesiones muy largas y muy intensas. -Se inclinó hacia adelante y comenzó a frotar una pierna contra la mía-. Sé lo difícil que debe resultarte a ti, Paige, vivir en East Falls. Cuidar de una niña. En esta ciudad no hay demasiados jóvenes solteros, y dudo que tengas muchas oportunidades de salir y conocer gente. Eres una joven muy atractiva. Necesitas a alguien que sepa apreciar tus… cualidades. Sería una alianza muy ventajosa para ti, y no me refiero sólo a obtener ayuda legal gratuita.
– Ah, entiendo… me estás diciendo que rebajarás tus honorarios si me acuesto contigo.
La mitad de los presentes en la confitería giraron la cabeza hacia nosotros. Cary se inclinó hacia adelante para hacerme callar.
– Pero la cuenta sólo suma un par de miles -dije-. Por esa cantidad tendrás suerte si consigues a alguien que te la chupe.
Me hizo señas para que me callara y sus ojos miraron en todas direcciones para comprobar si alguien me había oído.
– ¿Lacey tiene noticia de estos arreglos financieros tan creativos? -continué-. ¿Qué te parecería que yo la llamara y se lo preguntara? Para comprobar si está dispuesta a renunciar a toda esa ganancia para que su marido pueda tirarse a otra mujer.
Saqué el móvil de mi cartera. Cary trató de arrancármelo, pero yo lo puse fuera de su alcance. Presioné algunas teclas. Él voló por encima de la mesa, con las manos extendidas como un jugador de rugby que salta para agarrar un pase decisivo para el partido. Aparté la silla y luego me incliné hacia adelante y dejé caer el teléfono en la cartera. Cary se quedó tendido sobre la mesa un par de segundos, se incorporó lentamente, se enderezó la corbata y miró hacia todos lados, como tratando de convencerse de que no todos los presentes lo estaban mirando.
– Detesto comer y tener que salir corriendo enseguida -dije y me puse de pie-, pero tengo que ir a buscar a Savannah. Por si no lo has adivinado, la respuesta es no. No te lo tomes a mal. No es sólo porque estás casado, sino porque has estado casado mucho más tiempo del que yo he vivido.
Una risita tonta se oyó detrás de nosotros, seguida por una risa apenas disimulada. Cuando pasé por el mostrador, Nellie, la cajera, levantó discretamente los pulgares en señal de felicitación.
Savannah se acostó a las nueve y media sin protestar, después de pasar toda la tarde ayudándome con algunos trabajos gráficos para un sitio web. Sí, no sólo pasamos un rato muy agradable las dos juntas sino que ella me ofreció su experiencia artística sin siquiera pedirme -aunque fuera en broma- la más mínima compensación por ello. Fue uno de esos días perfectos que suceden una vez entre un millón, una especie de recompensa kármica por la terrible situación que me había visto obligada a vivir.
A las diez llevé una taza de té al comedor y me preparé para instalarme en el sofá hecha un ovillo, con un libro, con ganas de relajarme un rato. Al sentarme, advertí una luz titilante en el porche. Dejé a un lado mi taza de té, me incliné hacia adelante, aparté las cortinas y escruté la noche. Alguien había colocado una vela encendida en el extremo más alejado de la barandilla del porche. Brujas, velas…, ¿lo captan? Lo único que faltaba era que colgaran unicornios de cristal en el buzón. Oh, los chicos.
Pensé en no prestar atención a la vela hasta terminar el té, pero mi vecina de enfrente, la señorita Harris, la había visto, y lo más probable era que llamara a los bomberos y me acusara de querer incendiar todo el vecindario.
Al salir al porche vi la vela con claridad y se me cortó la respiración. Tenía la forma de una mano humana y en la punta de cada uno de sus dedos brillaba una pequeña llama. La Mano de la Gloria. Esto superaba cualquier broma inocente de un chiquillo. Quienquiera que lo hubiera hecho sabía algo acerca de lo oculto y tenía una mente muy retorcida.
Me acerqué a la vela y, al levantarla, mis dedos se cerraron no sobre la cera dura sino sobre piel fresca. Pegué un salto hacia atrás y la arrojé al suelo. Una llama seguía encendida y un hilo de humo se elevaba hacia el cielo. Volví a bajar los escalones a la carrera y agarré de nuevo la mano, pero cuando toqué la piel helada, mi cerebro no quiso saber nada y una vez más la dejé caer al suelo.
Las luces se encendieron en casa de la señorita Harris. Me arrodillé para ocultar la mano y traté de apagar la llama golpeándola contra un montón de césped segado que Savannah había metido debajo del porche. Las llamas me chamuscaron los dedos. Reprimí un grito y seguí golpeando el fuego contra el césped hasta que se apagó.
Cerré los ojos, recobré el aliento y me di la vuelta para observar esa cosa que yacía sobre la hierba. Era una mano cortada, con piel de color gris marronáceo, un trozo de hueso aserrado asomaba por la parte inferior, la piel estaba arrugada y despedía un fuerte olor a conservantes. Cada dedo, cubierto con cera, tenía incrustado un pabilo.
La Mano de la Gloria.
Me puse de pie de un salto y vi que Savannah estaba apoyada en la barandilla.
– La señorita Harris está mirando hacia aquí -le pregunté en voz muy baja.
Savannah miró hacia la calle de enfrente.
– Observa a través de las persianas, pero lo único que alcanza a ver es tu trasero.
– Entra en la casa y consígueme algo para envolver esto.
Un momento después Savannah me arrojó una toalla de mano. Una de mis toallas de mano buenas. Vacilé un instante y luego envolví la mano con ella. No era momento para preocuparme por la toalla. En cualquier instante la señorita Harris saldría a su porche para ver mejor lo que ocurría.
– Esto debe de ser obra del hechicero -dijo Savannah-. Leah no sabría cómo hacer algo así. ¿La mano está seca?
No le contesté. Permanecí de pie, con mis dedos temblorosos sujetando el paquete. Savannah extendió las manos por encima de la barandilla para cogerlo. Le hice señas de que entrara en casa y subí deprisa los escalones.
Una vez dentro, arrojé el paquete de la toalla con la mano debajo del fregadero de la cocina y después corrí al baño y abrí el agua caliente. Savannah entró cuando yo me estaba restregando las manos.
– La enterraré más tarde -dije.
– Tal vez deberíamos conservarla -opinó Savannah-. Ya sabes que no es algo nada fácil de hacer.
– No, no lo sé -salté.
Silencio. Por el espejo, vi a Savannah detrás de mí, con una expresión inescrutable y los ojos cerrados.
– No he querido decir… -comencé a disculparme.
– Sé muy bien lo que has querido decir -respondió y luego se dio media vuelta, entró en su cuarto y cerró la puerta. No dio un portazo, sino que la cerró con mucha suavidad.
La Mano de la Gloria es la herramienta de un ladrón. Según la leyenda, se supone que impide que los ocupantes de una casa se despierten. Algo emparentado con lo delictivo, de eso no cabe duda, pero ni dañino ni peligroso. ¿Acaso Leah se proponía entrar en mi casa esa noche? De ser así, ¿por qué dejar la mano junto a la barandilla del porche cuando todavía no era demasiado tarde? ¿O puso allí esa vela macabra sólo para llamar la atención y causarme más problemas? Eso tampoco tenía sentido. Al colocarla del otro lado de la ventana del frente, lo más probable era que yo la viera y me librara de ella antes de que alguien notara su presencia.
Tendida en la cama traté de imaginar las razones de Leah, pero sólo podía pensar en esa mano, envuelta en una toalla en el fregadero. El hedor que despedía invadió toda mi casa. No podía sacarme de la cabeza el recuerdo de haberla tocado, no podía olvidar que seguía estando allí, no podía dejar de preocuparme acerca de cómo deshacerme de ella. Estaba aterrada. Y es posible que, después de todo, eso fuera lo que Leah se proponía.
Puse el despertador a las dos de la madrugada, pero no debería haberme molestado en hacerlo. No pude dormir; sólo me quedé acostada, contando los minutos. Y a la una y media decidí que ya era suficientemente tarde.