El cementerio pleasant view hacía honor a su propio nombre y ofrecía una vista agradable, aunque dudo mucho que sus residentes lo apreciaran. Pleasant View tenía menos de cien años de antigüedad, pero ya poseía cuatro veces el tamaño de su homólogo de East Falls, debido a una ordenanza municipal de un siglo antes que prohibía a todo «recién llegado» comprar un terreno en la ciudad. El argumento fue que el cementerio de East Falls no podría expandirse, de modo que para asegurar que los pobladores pudieran ser sepultados junto a sus antepasados, era preciso tener ya un lote familiar allí. Ésta es la versión de East Falls de un club de campo. En serio. En mi primer picnic en la ciudad, tres personas encontraron la manera de sacar el tema de su eventual inclusión en esta sociedad de élite:
– ¿Has visto nuestro cementerio local? Es una hermosura, ¿no te parece? No sé si sabes que mi familia tiene una parcela allí.
– ¿Ves ese roble que está junto a los columpios? Hay uno igual en la parcela de nuestra familia en el cementerio.
– Soy Emma Walcott. Mi familia es dueña de un mausoleo en el cementerio de la ciudad. Pásame la salsa, por favor.
Aunque ya tiene muchas más tumbas que East Falls, el Pleasant View es tan grande que las sepulturas se colocan de manera muy espaciada: algunas en los valles, otras en medio de unos bosquecillos, otras entre prados llenos de flores silvestres. La leyenda dice que un filántropo anónimo donó el terreno y decretó que la naturaleza se conservara intacta todo lo posible. Los miembros de la élite de East Falls aseguran que el anciano se desprendió de la propiedad para desgravar impuestos y que los del condado están celosos porque se van a pasar toda la eternidad rodeados de un hospital, una funeraria y un Seven Eleven.
El aparcamiento del Pleasant View estaba vacío, como cabía esperar a las once y media de un martes por la noche, pero yo preferí llevar el coche a un camino lateral.
– ¿Cómo haremos para encontrarla? -preguntó Savannah mientras entrecerraba los ojos para escudriñar la oscuridad que había más allá de nuestro vehículo.
– En el portón principal hay un mapa que muestra dónde está enterrada cada persona.
– Qué oportuno.
– Oportuno y necesario -expliqué-. Algunas de estas tumbas están prácticamente ocultas entre los árboles. El único problema es que tal vez no hayan añadido todavía el nombre de la señorita Mott, en cuyo caso no nos quedará más remedio que iniciar una búsqueda.
Cuando nos acercamos al mapa, un horrible pensamiento me asaltó. ¿Y si Mott no había sido sepultada ese día? Los avisos fúnebres indicaban que el funeral se realizaría esta mañana, pero eso fue antes de que su cuerpo reviviera y comenzara a repartir golpes a todo el mundo.
Para mi alivio, la tumba de Katrina Mott estaba indicada con lápiz en el mapa.
– ¿Quieres que yo recoja la tierra? -preguntó Cortez.
Negué con la cabeza. -Aquí no hay ningún riesgo de que me vean, así que lo haré yo. Vosotros podéis esperarme en el coche.
– Aja -dijo Savannah-. Es mi tierra. De modo que yo te ayudaré a recogerla.
– Yo montaré guardia en el cementerio -dijo Cortez.
– No hace falta -dije-. Es un lugar oscuro y aislado. Nadie podrá vernos.
La tumba de Katrina Mott se encontraba casi en el centro, como acurrucada en medio de un grupo de cedros plantados en forma de u. Parecía bastante fácil de encontrar, y probablemente lo era… de día. Por la noche, sin embargo, todos los árboles parecían iguales y mi habilidad para juzgar las distancias se veía gravemente comprometida por el hecho de que sólo alcanzaba a ver un metro y medio en cualquier dirección. Si había una luna en el cielo, sin duda se había ocultado en el momento preciso en que entramos en el cementerio.
Después de tropezar sobre dos tumbas, lancé un hechizo de bola de luz. Una bola resplandeciente apareció enseguida en la palma de mi mano. La arrojé hacia adelante y comenzó a revolotear delante de mí y a iluminarme el camino.
– Eso sí que ha sido oportuno -comentó Cortez.
– ¿Este hechizo no lo conoces? -pregunté.
Él sacudió la cabeza.
– Tendrás que enseñármelo.
– Primero me lo tiene que enseñar a mí -replicó Savannah-. Después de todo, yo soy la bruja.
Cortez se disponía a contestarle, pero se detuvo y miró en todas direcciones.
– Allí -señaló-. La señorita Mott está enterrada sobre esa colina.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Savannah.
En los labios de él se dibujó una levísima sonrisa.
– Magia.
– Ha memorizado el mapa -dije yo-. Indicaba hondonada, colina, tres robles y luego otra colina. Allí están los robles. Ahora movámonos. Solo tenemos diez minutos.
– No tiene que ser precisamente al dar las doce -dijo Cortez-. Me temo que eso es un elemento romántico pero ilógico. Ilógico porque…
– Porque «al dar las doce», según el reloj de alguien, probablemente no será la misma hora en el de otro ni en todos los lugares de la Tierra. No creo que sea algo de una precisión tan absoluta.
– ¿Qué quiere decir eso, entonces? -preguntó Savannah.
– Sencillamente que se debe recoger la tierra más o menos a la medianoche, hora más, hora menos.
– Bueno, pues yo no pienso quedarme aquí -dije-. Si puedo recogerla ahora, lo haré enseguida.
– Adelante, entonces -dijo Cortez-. Allí veo unos enebros. Los cortaré y después montaré guardia a mitad de camino de la colina.
– ¿No te parece que este lugar es casi fantasmal? -preguntó Savannah mientras trepábamos por la colina, dejando atrás a Cortez.
– No, yo diría que en realidad es un sitio muy sereno, muy lleno de paz.
– Quizá. Pero bastante aburrido, ¿no crees?
Le sonreí.
– Sí, supongo que sí. Entonces tal vez sólo aquí hay un poquitito de paz. Un descanso, una pausa.
– ¿Antes de qué?
Me encogí de hombros.
– Vamos, Paige. ¿Qué crees que sucede? Después de todo esto.
– Te diré lo que me gustaría que pasara. Me gustaría regresar.
– ¿Reencarnación?
– Sí, claro. Volver y hacerlo todo de nuevo. Todo el bien y todo el mal. Eso es lo que me gustaría para mi eternidad.
– ¿Crees lo que se dice? ¿Que uno regresa con las mismas personas? ¿Con todas las personas a quienes se ha querido?
– Eso sería muy hermoso, ¿no te parece?
Ella asintió.
– Sí, sería hermoso.
Subimos en silencio el resto del camino. Cuando llegamos a la cima de la colina, Savannah se detuvo.
– ¿Oyes eso?
Yo también me detuve.
– ¿Qué?
– Voces. Como susurros.
– Lo que yo oigo es viento.
De nuevo eché a andar, pero ella me agarró del brazo.
– No, en serio, Paige. Escucha. Yo oigo susurros.
El viento soplaba por entre los árboles. Me estremecí.
– Muy bien -dije-, ahora me estás asustando. Se acabó el paseo tranquilo.
Ella sonrió.
– Lo siento. Supongo que sólo es el viento. ¿Y si el amigo nigromante de Leah nos ha seguido hasta aquí? Este lugar sería incluso peor que la funeraria, ¿no crees?
– Gracias por recordármelo.
– Sólo bromeaba. Aquí no hay nadie. Mira -y señaló el paisaje bajo la colina-. Se puede ver todo el camino hasta la entrada. No hay nadie aquí. De todos modos, Lucas está custodiando el sendero. A pesar de ser hechicero es un muy buen tipo. No fantástico, pero al menos capaz de gritar y prevenirnos.
– Por supuesto, pero en ese caso, Leah lo dejaría inconsciente antes de que él pudiera gritar.
La voz de Cortez flotó hacia arriba en esa noche silenciosa.
– Te oigo perfectamente bien. Esto es un cementerio… no hay en él demasiados ruidos que interfieran.
– Lo siento -grité.
– ¿A mí también me has oído? -preguntó Savannah.
– ¿Qué parte? ¿La de que «a pesar de ser hechicero soy un muy buen tipo»? ¿«No fantástico»? No, creo que eso me lo perdí.
– Lo lamento.
Un sonido voló hacia arriba, algo sospechosamente parecido a una risa entre dientes.
– Aquí todo está en silencio. Poneos manos a la obra antes de que nos enteremos de si realmente es posible hacer suficiente ruido como para despertar a los muertos.
– ¿Dónde vamos a poner la tierra? -preguntó Savannah cuando nos acercábamos a los árboles que rodeaban la tumba de Mott. Saqué del bolsillo una bolsa para sándwiches.
– ¿Una bolsa de plástico?
– Sí, una bolsa de plástico.
– ¿Vas a poner tierra de una tumba en… eso? ¿No deberíamos tener un frasco elegante o algo por el estilo?
– Pensé en traer un tarro de dulces, pero corríamos peligro de que se rompiera.
– ¿Un tarro de dulces? ¿Pero qué clase de bruja eres?
– Una bruja muy práctica.
– ¿Y si la bolsa se rompe?
Metí la mano en un bolsillo y saqué otra.
– Tengo una de repuesto.
Savannah sacudió la cabeza.
Me abrí camino entre los cedros. En el espacio formado por la u había tres tumbas. No necesité examinar las lápidas para encontrar la de Mott; la tierra fresca todavía no había sido cubierta con césped. Perfecto.
Extraje una pequeña pala del bolsillo de mi abrigo, me agaché y de pronto quedé cegada por un repentino resplandor. Mientras me tambaleaba hacia atrás contra Savannah busqué mi bola de luz, pero el resplandor seguía allí. Alguien enfocaba el haz de una linterna sobre nuestras caras.
Savannah comenzó a recitar un conjuro, pero yo le tapé la boca con mi mano antes de que ella pudiera terminar.
– ¿Ves? -Dijo una voz de mujer-. Es ella. Te lo dije.
La linterna cayó y de pronto me encontré frente a cuatro personas, cuyas edades iban desde la de una universitaria a alguien cercana a la jubilación.
– Caramba -susurró la menor de las mujeres con un piercing en el labio inferior-. Es la bruja que apareció en los periódicos.
– Yo no soy… ¿Qué hacen ustedes aquí?
– Creo que nosotros deberíamos hacerles la misma pregunta -dijo un hombre de algo más de veinte años con una gorra de béisbol.
Una mujer de mediana edad, la que primero había hablado, lo hizo callar.
– Ella está aquí por la misma razón que nosotros.
– ¿Para encontrar el tesoro?
Ella lo fulminó con la mirada.
– Para comunicarse con el mundo de los espíritus.
– ¿Es cierto que tú la viste levantarse de entre los muertos? -Preguntó la mujer más joven y señaló la tumba de Mott-. Qué genial. ¿Cómo fue? ¿Dijo algo?
– Sí -contestó Savannah-. Dijo: «Vuélvanme a molestar y les romperé el…».
Le di un codazo para que se callara.
– ¿Ustedes saben lo que están haciendo? Se llama perturbar un camposanto. -Puse detrás de mi espalda la mano con la pequeña pala-. Es una ofensa muy seria.
– Buen intento -dijo el hombre joven-. Mi hermano es policía. No podemos meternos en problemas a menos que la desenterremos. No somos estúpidos.
– No -dijo Savannah-, sólo están merodeando por el cementerio en busca de un tesoro enterrado. ¡Eh, un momento! ¡Creo que he encontrado algo! No, me equivoqué: no era más que otro cadáver putrefacto.
– Cuida tu lengua, jovencita -saltó la mujer mayor-. Si bien disiento de usar a los espíritus para buscar una ganancia material, en el mundo antiguo los nigromantes hacían exactamente eso. Creían que los muertos lo veían todo: el pasado, el presente y el futuro, y así les permitían localizar tesoros ocultos.
El hombre de más edad que estaba junto a ella hizo un ruido.
– Tienes mucha razón -repuso ella-. Bob desea que yo aclare que se cree que los muertos pueden encontrar cualquier tesoro, no sólo aquello que ellos mismos pueden haber enterrado.
– ¿Él te ha dicho todo eso con sólo un gruñido? -preguntó Savannah.
– Es telepatía mental, querida. Bob ha superado el reino de la comunicación verbal.
– Puede ser, pero no ha superado el reino de la justicia humana -dije y me agaché para recoger un platillo con hongos secos-. Apuesto a que éstos ayudan a la telepatía mental. Tal vez ustedes puedan explicarle esto a la policía.
– No tiene por qué amenazarnos, querida. Nosotros no representamos ningún peligro para ustedes ni para ninguna otra persona. Simplemente queremos comunicarnos con la pobre señorita Mott. Un espíritu que ha sido resucitado una vez permanece muy cerca de la superficie, como estoy segura de que sabe. Si logramos ponernos en contacto con ella, tal vez podrá darnos un mensaje desde el otro lado.
– O decirnos dónde encontrar el tesoro -añadió el joven.
La joven puso los ojos en blanco.
– Tú siempre con lo del tesoro. -Me miró. -Joe es otro miembro de nuestro grupo. Joe y Sylvia. Sólo que Joe tiene que jugar a los bolos y a Sylvia no le gusta conducir una vez que oscurece.
– Aja.
– No necesitamos preocuparnos acerca de que esta gente haga resucitar a los muertos, Paige -masculló Savannah-. Son tan tontos que no serían capaces de resucitar a…
Volví a darle un codazo para que se callara.
– Una vez más, les pediré que se vayan.
El joven dio un paso adelante y me miró desde arriba.
– O de lo contrario, ¿qué?
– Te aconsejo que tengas cuidado, o de lo contrario ella te lo demostrará -masculló Savannah.
– ¿Es una amenaza?
– Ya está bien -dije-. Ahora nos iremos todos…
– ¿Quién se va? -Preguntó el joven-. Yo no pienso irme.
La mandíbula de la mujer de más edad exhibía una expresión decidida.
– Nosotros no nos iremos antes de habernos comunicado con el mundo de los espíritus.
– Espléndido -dijo Savannah-. Permítame que la ayude.
Su voz aumentó de volumen y sus palabras resonaron a través del silencio cuando recitó un conjuro en hebreo. Yo giré sobre mis talones para detenerla. Pero, antes de que pudiera hacerlo, ella había terminado. Todo quedó en silencio.
– Maldición -murmuró cerca de mí de modo que sólo yo pudiera oírla-. Se suponía que…
Su cuerpo se puso rígido, su cabeza se sacudió hacia atrás y sus brazos se extendieron. Un crujido ensordecedor quebró el silencio, como el trueno de cien armas de fuego disparadas al unísono. Un fulgor luminoso encendió el cielo. Savannah estaba de pie, apenas tocando el suelo, y su cuerpo se zarandeaba. Me abalancé hacia ella. Cuando mis dedos le tocaron el brazo, algo me golpeó en el estómago y me arrojó hacia atrás contra una lápida.