Maldición -grité-. Ya les he dicho que este hombre no es mí…
Antes de que pudiera terminar la frase, me encontré una vez más presa de un hechizo de traba. El agente, que no prestó atención a lo que estaba sucediendo, me dejó a solas con Cortez. Cuando la puerta se cerró, Cortez anuló el hechizo. Extendí el brazo en dirección a la puerta, pero él me cogió la mano.
– ¡Hijo de puta intrigante y manipulador! No puedo creerlo. Se lo he dicho a ellos, también a esa detective, pero nadie me escucha. Pues bien, ahora me van a escuchar. No he firmado nada, y si usted tiene papeles con mi firma, demostraré que es una falsificación. Cualquiera que sea la pena por falsificación…
– No habrá ninguna acusación.
Pausa.
– ¿Qué?
– No tienen suficientes pruebas para acusarla ahora, y dudo que encuentren alguna vez las pruebas que necesitan. Las injurias al señor Cary hacen que sea imposible alegar que usted lo empujó por la ventana. Lo que es más, he demostrado que no existen pruebas que indiquen que usted estableció contacto físico con el señor Cary en el momento de su muerte. Su oficina fue limpiada el sábado por la noche. Las únicas huellas dactilares que encontraron en ella pertenecen al señor Cary y a la persona encargada de la limpieza, igual que las únicas huellas halladas en la alfombra de su escritorio. La escena no muestra señales de lucha. Tampoco el cuerpo de la víctima. Parece que el sillón del señor Cary fue levantado del piso sin intervención humana y arrojado con enorme fuerza por la ventana.
– ¿Y cómo explican ellos eso?
– No lo hacen. Si bien cabe la posibilidad de que crean que usted lo hizo, no pueden probarlo.
– Entonces cómo… -Callé-. ¿Ellos creen que usé un hechizo?
– Ése es el consenso general, aunque han tenido el buen tino de no mencionarlo en los documentos oficiales. Como una acusación así jamás sería aceptada por un jurado, usted está en libertad. -Cortez consultó su reloj-. Deberíamos irnos. Creo que Savannah se está impacientando. Pero antes de que puedan dejarla en libertad es preciso que rellenemos una serie de papeles. Debo insistirle que se abstenga de hablar con ningún agente de las fuerzas del orden que encontremos durante nuestra marcha. Como su abogado, de aquí en adelante me encargaré de todas las comunicaciones externas.
– ¿Como mi abogado…?
– Creo haber demostrado que mis intenciones son…
– ¿Irreprochables? -Lo miré a los ojos y mantuve un tono de voz suave-. Pero no lo son, ¿verdad?
– Yo no trabajo para…
– No, probablemente no. Acepto su historia, me creo incluso que está aquí para ofrecer sus servicios a fin de favorecer su carrera… a mis expensas.
– Yo no…
– ¿Lo estoy culpando por ello? No. Yo también tengo un negocio y sé lo que alguien de su edad necesita para poder progresar. Yo necesito debilitar a la competencia. Usted necesita llevar casos que la competencia no quiere ni tocar. Si quiere pasarme sus honorarios por lo de hoy, hágalo. Se lo ha ganado. Pero no puedo trabajar con usted, y no lo haré. Usted es un desconocido. Es un hechicero. No puedo confiar en usted. Todo se reduce a eso.
Me di media vuelta y me alejé.
Terminar todo aquel papeleo no resultó fácil. El empleado de administración, de rostro lúgubre, llenaba los formularios con tanta lentitud que cualquiera pensaría que tenía la muñeca rota. Peor aún, Flynn y los otros detectives permanecieron a un lado, observándome con miradas desafiantes que parecían decirme que no les engañaba, que era otra asesina más que salía impune de su crimen.
Cortez, como cabía esperar, no aceptaba con facilidad la derrota. Se quedó allí para ayudarme con los trámites, y yo se lo permití. ¿Por qué? Porque seis horas de cautiverio eran suficientes para mí. Si la policía supiera que mi libertad había sido arreglada por un hombre que había simulado ser mi abogado, ¿podrían meterme de nuevo en la cárcel? ¿Acusarme de fraude? Probablemente no, pero ahora que estaba libre, no iba a comenzar a formular preguntas hipotéticas que podían hacerme aterrizar en la celda de una prisión. No dije que Cortez era mi abogado y tampoco dije que no lo era. Lo ignoré y dejé que la policía sacara sus propias conclusiones.
Cuando fui a buscar a Savannah, Cortez se marchó. Sólo susurró un adiós. Para ser honesta, me dio un poco de lástima. Hechicero o no, me había ayudado, y eso no le había servido de nada. Yo esperaba que aceptara mi ofrecimiento de pagarle sus honorarios. Al menos en ese caso, su trabajo tendría cierta recompensa.
Encontré a Savannah en la sala de espera pública, entre media docena de desconocidos, ninguno de los cuales era el «policía estatal armado» mencionado por la detective Flynn. Cualquiera podría haber entrado en esa sala, incluyendo a Leah. Además de ira, sentí un agradecimiento silencioso a Lucas Cortez por haber logrado mi libertad. Si no me cobraba su trabajo, me prometí que trataría de localizarlo para pagarle de todos modos.
La sala de espera era como las salas de espera de todas partes, con muebles baratos, pósters amarillentos y pilas de revistas viejas. Savannah se había hecho con una hilera de tres sillas y estaba acostada sobre ellas, profundamente dormida.
Me arrodillé junto a ella y con mucha suavidad le sacudí un hombro. Farfulló algo y me apartó la mano.
Abrió los ojos. Parpadeó y trató de enfocar la vista.
– ¿Vamos a casa? -Se apoyó sobre un codo y sonrió-. ¿Te han dejado libre?
Asentí.
– Estoy libre para irme. No presentarán cargos.
Al oír mis palabras, una mujer mayor volvió la cabeza para mirarme y luego le murmuró algo al hombre que tenía al lado. Sentí la imperiosa necesidad de explicarme, de dirigirme a esos desconocidos y aclararles que yo no había hecho nada malo, que mi presencia allí era un error. Pero reprimí ese impulso y ayudé a Savannah a ponerse de pie.
– ¿Has estado aquí todo este tiempo? -le pregunté.
Ella asintió con cara soñolienta.
– Lo lamento, querida.
– No es culpa tuya -dijo y disimuló un bostezo-. Estuvo bien. Había policías cerca. Leah no intentaría nada aquí-. Me miró-. ¿Qué sucedió allá adentro? ¿Te tomaron las huellas dactilares y todo eso?
– Vamos. Salgamos de aquí y te explicaré lo que pueda.
Frente a la puerta principal había un pequeño grupo de personas. Bueno, era pequeño en comparación con, digamos, la multitud que había en Fenway Park el día de la apertura. Vi algunos tipos que parecían pertenecer a los medios, otros que agitaban pancartas, algunos mirones morbosos… y enseguida decidí que había visto suficiente. Lo más probable era que estuvieran cubriendo un evento «real», algo que no tenía nada que ver conmigo, pero por si acaso opté por salir por la puerta de atrás para no perturbar la vigilia de esa gente.
La policía había llevado mi automóvil a la comisaría, así que no tuve problema para encontrar transporte, pero eso también significaba que lo habían registrado a fondo. Aunque suelo mantener mi automóvil muy ordenado, ellos se las habían ingeniado para mover lo que no estuviera firmemente sujeto, y había rastros de polvo en todas partes.
Polvo para huellas dactilares, supuse, aunque no tenía idea de por qué trataban de encontrarlas en mi coche. Dada la baja tasa de homicidios en esta zona, probablemente aprovechaban cada uno que se presentaba como una oportunidad para practicar las técnicas que habían aprendido en la academia de policía.
Tenía una reunión del Aquelarre a las siete y media en Belham, de modo que comí algo rápido con Savannah y nos dirigimos directamente allá sin pasar por casa.
Eran las 19.27 cuando llegamos al centro comunitario de Belham. Sí, he dicho centro comunitario. Teníamos una reserva permanente para el tercer domingo de cada mes, fecha en que nuestro «club del libro» se reunía en el salón principal del centro. Hasta habíamos contratado los servicios de la pastelería local para cada uno de nuestros eventos. Cuando las mujeres de la ciudad solicitaban asociarse a nuestro club, les decíamos, con profundo pesar, que no teníamos ni una plaza libre, pero anotábamos su nombre para incluirlas en la lista de espera.
Nuestro Aquelarre tenía catorce brujas iniciadas y cinco neófitas. Las neófitas son chicas de entre diez y quince años. Las brujas logran sus plenos poderes la primera vez que menstrúan. El día que cumplen dieciséis años, suponiendo que ya han tenido su primera menstruación, pasan a ser iniciadas, lo cual significa que adquieren el derecho a voto y comienzan a aprender hechizos de segundo nivel. A los veintiún años se gradúan en el tercer nivel, y a los veinticinco en el cuarto y último. Puede haber excepciones. Mi madre me pasó al tercer nivel a los diecinueve y al cuarto, a los veintiuno. Y yo me habría sentido muy orgullosa por ello si Savannah no me hubiera superado ya, y eso que todavía no había obtenido la plenitud de sus poderes.
Cuando Savannah y yo cruzamos el aparcamiento, una furgoneta se detuvo. Yo también lo hice y esperé hasta que Grace, la hermana mayor de Abby, logró que sus dos hijas se bajaran. Brittany, de catorce años, nos vio, nos saludó con la mano y corrió hacia nosotras.
– Hola, Savannah y Paige -saludó-. Mamá dijo que no ibais a…
– Creí que no vendríais -dijo Grace con el entrecejo fruncido mientras se acercaba.
– Yo casi no lo logro, la verdad -respondí-. No te imaginas el día que he tenido.
– Sí, ya me he enterado.
– ¿Ah, sí? Qué rápido corren las noticias.
Grace se volvió para gritarle algo a Kylie, de diecisiete, que todavía estaba en el vehículo hablando por su móvil.
¿Así que en el Aquelarre ya estaban enteradas de la muerte de Cary? De alguna manera, esperaba que no lo supieran, porque si la noticia no había llegado todavía a sus oídos, eso explicaría que nadie hubiese acudido a ayudarme.
Las palabras de Cortez acerca del Aquelarre todavía resonaban en mi cabeza y me molestaban. Sabía por qué no me habían apoyado en la comisaría: no podían correr el riesgo de que las relacionaran conmigo. Pero lo cierto es que, discretamente, podrían haberme conseguido un abogado, ¿no? O, por lo menos, podrían haber llevado a Margaret para que comprobase cómo se encontraba Savannah.
Grace caminó junto a mí en silencio hasta la entrada, momento en que de pronto recordó que había dejado algo en la furgoneta. Me ofrecí a acompañarla, pero ella rehusó mi ofrecimiento moviendo la mano. Cuando Brittany trató de seguir a Savannah al interior del edificio, su madre la llamó. Al empujar las puertas del centro comunitario alcancé a oír cómo se susurraban algo al oído.
Cuando entré, todas las conversaciones cesaron y todas las cabezas giraron hacia mí. Victoria estaba en el frente del salón hablando con Margaret. Therese me vio y le hizo señas a Victoria, quien levantó un momento la vista y pareció anonadada. Le dijo algo a Margaret y caminó hacia mí.
– ¿Qué haces aquí? -Preguntó cuando estuvo suficientemente cerca como para que nadie la oyera-. ¿Alguien te ha seguido? ¿Alguien te ha visto entrar? No puedo creer que tú…
– ¡Paige! -me llamó una voz desde el otro lado del salón.
Era Abby, quien vino hasta mí con los brazos abiertos de par en par y una sonrisa igualmente amplia. Me rodeó con un enorme abrazo.
– Lo lograste -dijo-. ¡Menos mal! Qué día tan horrible debes de haber tenido. ¿Cómo te sientes, querida?
Me sentí tan agradecida que casi me emociono entre sus brazos.
– Retiraron todos los cargos -explicó Savannah.
Me apresuré a corregirla.
– Ni siquiera hubo cargos. La policía no presentó ninguno.
– Es maravilloso -dijo Abby-. Nos alegra tanto ver que estás bien. -Se volvió hacia las demás-. ¿Verdad que todas nos alegramos mucho?
Se oyeron algunos murmullos de asentimiento. No se puede decir que fuera un rugido ensordecedor de apoyo pero, en ese momento, me bastó.
Abby volvió a abrazarme y aprovechó para susurrarme al oído:
– Ve a sentarte, Paige. Éste es tu lugar y te pertenece. No permitas que te digan lo contrario.
Victoria me fulminó con la mirada y después se colocó en su lugar al frente del salón. Yo la seguí y tomé asiento en la silla de mi madre. Y la reunión comenzó.
Después de tratar el tema del embarazo de Tina Moss y del desagradable episodio de varicela de Emma Alden, de ocho años, Victoria finalmente se dignó reconocer mi presencia. Y dejó bien claro que se trataba indudablemente de mi problema. Que desde el principio se habían opuesto a que yo tuviera la custodia de Savannah, y lo sucedido sólo confirmaba sus temores. Lo que más les preocupaba ahora no era que yo perdiera a Savannah sino que hubiese puesto en peligro al Aquelarre. Todo se reducía a ese temor. Así que yo tenía que actuar por mi cuenta. Y, al hacerlo, no debía involucrar a ninguna otra bruja del Aquelarre. Me estaba prohibido incluso pedirle ayuda a Abby para cuidar de Savannah, porque eso creaba un lazo público entre nosotras.
Cuando Victoria terminó, abandoné el edificio hecha una furia, anulé el hechizo de traba y después me abrí paso por el perímetro de seguridad confiando en que la alarma mental les provocara a las Hermanas Mayores una jaqueca colectiva. ¡Cómo se les ocurría! El Aquelarre existía con dos finalidades: regular los negocios de las brujas y ayudarlas. Prácticamente habían renunciado a la primera regla en favor del consejo interracial. Y ahora negaban toda responsabilidad en lo tocante a la segunda. ¿En qué demonios nos estábamos convirtiendo? ¿En un club social para brujas? Tal vez deberíamos transformarnos en un auténtico club del libro. Al menos entonces podríamos mantener de vez en cuando una conversación inteligente.
Atravesé furiosa la cancha vacía de baloncesto, sabiendo que no podía irme. Savannah todavía se encontraba dentro del edificio.
Las Hermanas Mayores no permitirían que ella o ninguna otra persona salieran a buscarme. Me trataban como a una niña en plena rabieta y daban por sentado que se me pasaría y que regresaría.
– ¿Puedo suponer que las cosas no andan nada bien?
Me giré y vi a Cortez detrás de mí. Antes de que tuviera tiempo de maldecirlo, él prosiguió:
– Ayer vi en su agenda que tenía un compromiso a las siete y media de la tarde en un club del libro, y temí que fuera lo suficientemente obstinada como para asistir, a pesar del peligro que le supone continuar con sus actividades habituales…
– Hable como la gente normal -salté.
Él continuó, imperturbable:
– Sin embargo, ahora me doy cuenta de que no estaba actuando precipitadamente al asistir a un club del libro, sino que, en cambio, se proponía sabiamente conversar con su Aquelarre y asegurarse su ayuda en nuestro plan. Ahora bien, como recordará, el tercer paso de la lista inicial requiere incorporar a miembros de su Aquelarre para que la apoyen discretamente…
– Olvídelo, abogado. No me apoyarán, ni discretamente ni de ninguna otra manera. Se me ha prohibido importunar a cualquier miembro del Aquelarre con mi problema. Mi problema.
Lamenté mis palabras tan pronto como las pronuncié. Pero antes de que pudiera dar marcha atrás, Cortez murmuró:
– Yo me ocuparé -y se fue. Por un instante, sentí pánico al comprender qué se proponía. Cuando eché a correr tras él, Cortez ya se encontraba a las puertas del centro comunitario. Con un ademán, anuló los hechizos de traba y las cruzó.