Llovía en Oxford. McConnell se encontraba en el centro de un laberinto insólito de caños metálicos, tanques presurizados, mangueras de caucho e hileras de máscaras de gas: un dédalo construido por él. Los carteles con el rótulo de VENENO y la calavera con las tibias cruzadas eran suficientes para espantar a todo un regimiento alemán. En un extremo del laboratorio, dos ayudantes mayores con delantales blancos preparaban el experimento de esa tarde.
McConnell se apoyó contra una ventana y contempló el patio de adoquines tres pisos más abajo. La lluvia fría formaba charcos entre las piedras y corría por las grietas abiertas a lo largo de seis siglos. Se preguntó si su hermano había salido a volar ese día. ¿La lluvia no obligaba a los B-17 a permanecer en tierra? O tal vez David surcaba el éter soleado por encima de las nubes y silbaba una tonada de moda mientras volaba hacia Alemania con su carga mortal.
Desde su último encuentro casi no pasaba un día sin que Mark recordara las palabras de su hermano. Su decisión de no participar en la carrera por un gas exterminador seguía tan firme como aquella noche, pero su voz interior volvía una y otra vez sobre el asunto. ¿Cuántos científicos habían afrontado dilemas similares durante la guerra? Sin duda lo afrontaban los del proyecto de tubos de acero de aleación, hombres que vendían su alma al diablo en el mundo tenebroso de la física nuclear. Se parecían bastante a los hombres que trabajaban en los laboratorios químicos ultrasecretos de Porton Down. Hombres buenos en una época mala. Hombres buenos que hacían concesiones o caían en trampas. ¿Qué motivo tenía para no ayudarlos?
La lluvia repiqueteaba sobre el vidrio, las gotas se deslizaban como microbios en una platina, luego se unían para caer sin dirección aparente en el caño de desagüe donde formaban un chorro con fuerza suficiente para erosionar las piedras del patio. Recordó lo que le había dicho David en la taberna sobre los muchachos norteamericanos que se reunían para la invasión. Una lluvia de jóvenes caía sobre Inglaterra; se lanzaban desde los aviones o desbordaban de las bodegas de los barcos, se aglutinaban en grupos que conformaban las células de una ola humana colosal. La ola incipiente crecía sin cesar, se inclinaba hacia el este a la espera del momento de dar el gran salto sobre el Canal. Luego del salto, como un organismo único rompería en la otra orilla y se disgregarían sus componentes, individuos jóvenes que regarían la tierra con su sangre.
Ese cataclismo, aunque cosa del futuro, era inexorable como la puesta del Sol. Los hombres que lo llevarían a cabo ya se congregaban en Inglaterra y atraían millones de vidas jóvenes. Aspiraban el aroma de la historia; al otro lado del Canal estaban nada menos que los Ejércitos de las Tinieblas, Festung Europa, la fortaleza del Anticristo, a la espera de su potente arremetida.
Pero los esperaba algo más. McConnell lo había visto y oído. En viajes a Bélgica y Francia, había cruzado los campos antes surcados por las trincheras y cubiertos de barro. Se había detenido sobre los regimientos de huesos entremezclados que descansaban inquietos en tumbas abiertas bajo la tierra. En medio del aullido del viento que barría la desolación, había oído los susurros, las voces perplejas de muchachos que no habían conocido el cuerpo de una mujer, no habían tenido hijos ni envejecido. Siete millones de voces formulaban al unísono la pregunta no contestada que contenía en sí misma su propia respuesta.
¿Por qué?
En poco tiempo esos jóvenes recibirían compañía.
– ¿Se siente bien, doctor Mac?
Mark se volvió de la ventana, sobresaltado. Sus ayudantes sostenían cuatro pequeñas ratas blancas junto a la cámara hermética de vidrio que llamaba la Burbuja.
– No es nada, Bill. Vamos de una vez.
En la Burbuja, de unos ciento cuarenta centímetros de altura, no había lugar para un hombre, pero sí para un primate pequeño. Mangueras de caucho de diversos diámetros cruzaban el piso desde las garrafas de gas hasta los acoples en la base de la Burbuja. Dentro de la cámara había varios objetos esféricos de distintos colores, aproximadamente del tamaño de una pelota de fútbol. Los asistentes abrieron las escotillas de los contenedores para introducir las ratas: una por balón. Una vez cerrados, los deslizaron en la Burbuja y cerraron la escotilla principal. McConnell estaba a punto de abrir la válvula de una garrafa cuando llamaron a la puerta del laboratorio.
– Adelante -dijo.
Entró el general de brigada Duff Smith con una sonrisa cordial. Tenía unos rollos en el vientre, señal del inexorable paso de los años, pero los músculos debajo de la grasa eran duros y elásticos. El hombre que lo siguió medía casi dos metros y tenía la tez curtida del habitante del desierto. Sus ojos oscuros se posaron en McConnell y no se apartaron.
El general contempló los aparatos.
– ¿Cómo anda, doctor? ¿Qué está maquinando? ¿Alguna forma de resucitar a los muertos?
– Me parece que todo lo contrario -contestó McConnell torvamente. Abrió la válvula y se oyó el suave siseo del gas presurizado al salir de la garrafa.
Smith miró la cámara de vidrio:
– ¿Qué tenemos hoy en la Burbuja? ¿Un mono rhesus? -Estiró el cuello. -No veo nada.
– Mire bien.
– Estoy mirando, pero sólo veo esas cuatro pelotas de fútbol.
– Así las llamamos. Dentro de cada pelota hay una rata. El material es de filtro antigás.
– ¿Para qué clase de gases?
– Cruz azul. Ácido cianhídrico. Si siente la menor irritación en las fosas nasales, contenga el aliento y corra por su vida. El gas es inodoro e inocuo para las membranas. Le agregué un poco de cloruro de cianógeno para saber si estamos a punto de morir.
– Y si sentimos el olor, ¿cuánto tiempo tenemos para escapar?
– Unos seis segundos.
El acompañante moreno del general Smith se puso tieso. Smith sonrió:
– Tiempo de sobra, ¿no le parece, Stern?
McConnell cerró la válvula:
– Creo que es suficiente. Vacíenlo.
El ayudante accionó una ruidosa bomba de succión.
– Sus amigos en Porton Down creen que los alemanes ya no usan este gas, general -dijo McConnell, alzando la voz por encima del estruendo-. Yo no coincido. Es difícil obtener una concentración letal en el campo de batalla, pero esa es justamente la clase de desafío que excita a los alemanes. El ácido cianhídrico mata en quince segundos si satura el filtro de la máscara. Es lo que llamamos la violación del filtro. El ácido cianhídrico viola fácilmente todos nuestros filtros, y creo que los alemanes lo saben. Estoy tratando de crear filtros inviolables para los botes de las series M-2 a M-5.
– ¿Y cómo le ha ido?
– Veamos. -McConnell indicó al ayudante que apagara la bomba, y a Smith y su acompañante que se retiraran al fondo del salón mientras él se colocaba una gran máscara antigás negra. Se oyó un ruido de succión al abrir la puerta de la Burbuja. Sacó uno de los balones, lo sostuvo con el brazo extendido, abrió la escotilla e introdujo dos dedos. Fascinado, el general Smith vio cómo McConnell retiraba la rata blanca, sosteniéndola por la cola rosada.
El roedor pendía inmóvil.
– ¡Carajo! -exclamó McConnell al quitarse la máscara. Sus ayudantes retiraron otras ratas muertas de los tres balones restantes. Meneó la cabeza con rabia impotente: -Ratas muertas. Hace tres meses que no veo otra cosa.
– No veo señales de asfixia -dijo el general Smith.
McConnell tomó un bisturí de la mesa del instrumental y abrió la garganta de la rata con una incisión prolija. Luego le oprimió el cuerpo hasta expulsar una gota de sangre:
– ¿Lo ve? La sangre es de color rojo brillante, como si estuviera oxigenada. El cianuro se acopla a la molécula de hemoglobina en lugar del oxígeno. El soldado parecerá perfectamente sano mientras se muere de asfixia.
Mientras los ayudantes se ocupaban de las ratas, Smith se inclinó hacia él:
– Quisiera hablar en privado, doctor. Podríamos ir a la posada Mitre y pedir un cuarto.
– Prefiero que hablemos aquí. -McConnell miró sobre el hombro de Smith al forastero callado y luego llamó a sus ayudantes:
– Vayan a comer. Seguiremos después.
Una vez que salieron los ayudantes, Smith se sentó a horcajadas en una silla y apoyó el brazo derecho en el respaldo. En esa posición se destacaba la ausencia del otro miembro.
– Hemos recibido noticias inquietantes de Alemania.
– Lo escucho.
– Antes me gustaría que pusiera al señor Stern al tanto de la guerra química. Es judío, nacido en Alemania. Acaba de llegar desde Palestina, aunque parezca increíble. El gas no es su especialidad.
Déle una explicación general breve con la nomenclatura alemana.
– Usted leyó el manual de clasificación.
– Pero usted es uno de los autores -dijo Smith con paciencia-. Es mejor que la información venga directamente de las fuentes.
McConnell se dirigió a Stern:
– Cuatro clases, señaladas con cruces de colores. Usted acaba de conocer los efectos del gas cruz azul. La cruz blanca indica el gas lacrimógeno. La verde incluye el cloro, el fosgeno, el difosgeno, etcétera. Son las armas químicas más antiguas, pero al mismo tiempo las más utilizadas en el campo de batalla. Provocan la muerte por edema pulmonar… es decir, los pulmones se llenan de líquido. Por último, tenemos la cruz amarilla, un invento de la Primera Guerra Mundial. -McConnell se secó la frente y prosiguió maquinalmente: -La cruz amarilla abarca los gases que queman, como el mostaza y la lewisita. Muy persistentes. Donde rozan el cuerpo, provocan quemaduras, llagas, úlceras profundas y muy dolorosas. La capacidad de recuperación del organismo queda deteriorada, por eso los efectos del cruz amarilla son sumamente prolongados.
– Gracias -dijo Smith-, pero me parece que se olvida de una clase.
– A la última todavía no se le ha asignado una cruz -aclaró McConnell. Entrecerró los ojos.
– Desde ayer se le asigna la cruz negra.
– Schwarzes Kreuz- murmuró McConnell-. Un nombre digno de un arma diabólica.
– ¡Pero, doctor! Usted es un científico. No me diga que se ha vuelto supersticioso.
– Al grano, general. Usted no vino desde Londres para conversar sobre la clasificación de los gases.
Smith sonrió con entusiasmo:
– Efectivamente, doctor. Vine para enrolarlo en cuerpo y alma como combatiente.
– ¿De qué está hablando?
– Desde hace una semana, Sarin pasó a engrosar el arsenal nazi. Y los alemanes ya están realizando experimentos humanos con un agente neurotóxico aún más mortífero llamado Soman. Según los informes, es cualitativamente más tóxico que Sarin y mucho más persistente.
– No puedo imaginar una sustancia más mortífera que el Sarin.
– Pues le aseguro que existe. Los muchachos de Porton están analizando el informe. Se lo diré de una vez: se considera que la amenaza de Soman es tan espantosa, que se me ha autorizado a enviar un grupo a Alemania para destruir la planta de producción y traer una muestra importante.
Stern clavó los ojos en el general.
– ¡A Alemania! -exclamó McConnell-. Pero… ¿por qué me lo dice a mí?
El escocés entretejió su mentira con la trama de la verdad:
– Porque quiero que usted forme parte del grupo, doctor. Es la tarea ideal para usted: una misión puramente defensiva. Es el equivalente de la medicina preventiva.
– No veo qué tiene de defensivo el sabotaje de una fábrica de gas neurotóxico. Podría lanzar una nube mortal sobre el corazón de Alemania. Se podría decir que su misión es un ataque con gas neurotóxico.
– Razón de más para que usted participe de la misión, doctor. Con sus conocimientos especializados, tal vez podamos impedir ese desastre.
– Francamente, general, si eso sucediera, ¿le parecería un desastre? Se me ocurre que no.
Smith iba a responder, pero McConnell alzó la mano.
– Esta discusión no tiene objeto -dijo-. Haré todo lo posible por desarrollar una defensa contra este gas nuevo, pero nada más. Lo siento por usted, señor Stern. El general hubiera podido ahorrarle el viaje desde Londres. Conoce mi posición.
– ¡Y me tiene harto! -saltó Smith con una vehemencia sorprendente-. Carajo, se dice pacifista y ha estado más tiempo en esta guerra que cualquier otro norteamericano.
– Me niego a repetir esta discusión -manifestó McConnell sin inmutarse-. Habrá otros científicos dispuestos a hacerlo.
– Pero no saben bien el alemán.
– ¿Usted cree que yo hablo fluidamente el alemán? -preguntó McConnell, sorprendido.
– Tres años de alemán en el secundario y otros tantos en la universidad.
– ¿Y cree que eso es suficiente para ser espía?
– Conozco hombres que con mucho menos conocimiento de idiomas que usted han estado en situaciones muchísimo más peligrosas.
– ¿Volvieron?
– Algunos, sí.
McConnell meneó la cabeza, atónito.
– Bastan diez palabras en alemán para pasar un puesto fronterizo, doctor, y usted sabe bastante más que eso. Uno jamás se gradúa de espía. Cada misión es parte del examen final. Además, Stern es alemán. Él le ayudará a mejorar la pronunciación durante la fase preparatoria.
McConnell dio un paso adelante.
– No lo haré, general. Usted no puede obligarme. Soy norteamericano, civil y objetor de conciencia.
– ¿Cree que no lo sé? ¿Quién consiguió que lo registraran como objetor? En el fondo, es bastante raro. Se dice objetor de conciencia, pero no se oculta en Estados Unidos como los cuáqueros y los mennonitas. He conocido otros pacifistas, pero ninguno como usted. No, doctor. Para mí… -Smith titubeó- para mí que tiene miedo de que lo maten.
McConnell rió, divertido:
– Claro que tengo miedo, de que me maten. Como cualquier soldado que no esté loco. Si trata de hacerme sentir vergüenza, no lo conseguirá, general. No somos chiquilines de escuela primaria en el recreo.
– ¡Por supuesto, muchacho! Si el alemán nos ataca con Soman, tenemos que estar preparados para devolver el golpe con el doble de fuerza.
McConnell sonrió fríamente:
– ¿Por qué no riega el campo con gérmenes de ántrax? Así Alemania se volverá inhabitable por medio siglo, o tal vez un siglo entero.
– Es un riesgo que no podemos correr, y usted lo sabe. Podrían devolvernos el favor. Golpe por golpe, y el enemigo tiene la ventaja de poder tirar la primera piedra. Es la desventaja de ser una democracia.
– El hecho de no estar dispuestos a usar esa clase de armas es lo que nos diferencia de los nazis, general.
– Que suenen los violines, qué mierda -gruñó Smith.
Jonas Stern fue el primero en oír los pasos en el corredor. Tocó el brazo de Smith, quien fue a la puerta y la entreabrió. McConnell lo vio salir y oyó un murmullo de voces. Smith volvió lentamente al salón seguido por un joven capitán que llevaba la camisa oscura y los galones de la 8a región aérea. En la mano traía un sobre.
– Doctor -dijo el general suavemente-, este joven quiere hablar con usted.
Mark sintió un hormigueo en las puntas de los dedos.
– ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a David? El capitán miró al general Smith.
– No debería decir nada antes que usted abra la carta. Pero… ayer derribaron el avión de su hermano, doctor. Lo siento mucho.
El capitán le ofreció el sobre. McConnell lo tomó y rompió el lacre. En su interior había una hoja con un mensaje mecanografiado a la manera de un telegrama:
LAMENTO INFORMAR CAPITÁN DAVID MCCONNELL MUERTO EN ACCIÓN ENERO 19 STOP ACCIONES CAPITÁN MCCONNELL SIEMPRE HONRARON A ÉL MISMO LA FUERZA AÉREA Y LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA STOP RECIBA MÁS PROFUNDO PÉSAME STOP
CORONEL WILLIAM T. HARRIGILL
ESCUADRÓN BOMBARDEROS 401, BRIGADA AÉREA 94
8A GUARNICIÓN FUERZA AÉREA USA, DEENETHORPE, INGLATERRA
– ¿Doctor? -dijo Smith suavemente-. ¿Mac?
McConnell alzó la mano:
– Por favor, no diga nada, general. -Había imaginado ese momento muchas veces. Los tripulantes de los bombarderos que realizaban misiones diurnas sufrían una cantidad enorme de bajas. Sin embargo, había algo que no cuajaba. Era el momento. Dos minutos después de rechazar el ruego más enardecido del general Smith, aparece un mensajero a decirle que los alemanes mataron a su hermano. Alzó la vista del papel y la fijó en los ojos celestes del escocés.
– ¿General? -Su voz era un susurro casi inaudible. -¿Esto es obra suya?
Smith lo miró atónito:
– ¿Cómo dice, doctor?
McConnell dio un paso hacia él:
– Es así, ¿no es cierto? Esto es cosa del SOE. Está dispuesto a todo con tal que yo acepte la misión, ¿no? Y el fin justifica los medios. Si el pacifista no quiere ir, buscaremos la manera de obligarlo. -McConnell estaba lívido. -¿No es cierto, general?
El escocés enderezó la espalda y alzó el mentón. Era el equivalente británico de una cobra preparándose para picar.
– Doctor, aunque su insinuación me ofende, la pasaré por alto. Comprendo que en circunstancias como esta la mente se aferra a cualquier recurso salvador, por endeble que sea. Pero se equivoca.
McConnell sintió que su cara se volvía encarnada. El capitán lo miraba como a un loco peligroso. Releyó el telegrama. Muerto en acción. Tan vago, carajo. Carraspeó.
– ¿Puede decirme algo más, capitán?
El joven oficial tiró del faldón de su chaqueta de salida.
– El coronel dijo que usted está autorizado para conocer ciertos secretos y que le dijera lo que sabemos. El avión de David sufrió averías catastróficas al volver de una incursión sobre Regensburg. Lo alcanzó una batería antiaérea, posiblemente también el cañón de un caza. Nadie lo vio estrellarse, pero tampoco se vieron paracaídas. McConnell sintió ardor en los ojos y la garganta.
– Usted… ¿Conoció a mi hermano, capitán?
– Sí, señor. Un piloto de primera. Siempre bromeaba con la tripulación de tierra. A veces lo hacía reír al mismo coronel. El coronel hubiera venido, pero tuvimos… estaba ocupado.
Mark parpadeó para contener las lágrimas.
– ¿Ya avisaron a nuestra madre?
– No, señor. Lo que usted tiene es el borrador del telegrama.
– ¡Diablos! Por favor, dígale al coronel que no lo envíe. Quiero decírselo yo.
– No hay problema, señor. Hay que enviarlo en algún momento, pero creo que el coronel aceptará esperar un par de días.
McConnell miró sucesivamente la cara rubicunda del general, la morena de Jonas Stern y finalmente la del capitán. El mensajero se agitó, incómodo.
– Nuevamente, mis condolencias, doctor-, dijo. Hizo una venia al general Smith y salió.
Mark se llevó la mano a la boca y trató de tragar. En su mente veía a David, no como cuatro días antes sino de niño, aprendiendo a nadar en una laguna fangosa de Georgia.
– Lo siento, general -murmuró-. Discúlpeme.
El escocés alzó la mano.
– No hay necesidad, hombre. Sé que es duro. Yo también perdí un hermano. Fue en Lofoten, en el 41. Pero por Dios, doctor, ¿qué otra razón necesita para enrolarse? ¡Los hijos de puta mataron a su hermano!
McConnell meneó la cabeza con impotencia.
– Usted no termina de entender, ¿no? No sabe por qué soy como soy.
– Claro que lo entiendo -replicó Smith, furioso-. Sé lo que le pasó a su padre. Pero, ¿qué diría él, eh? Le pido que participe de una misión humanitaria. Por Dios, doctor, los nazis experimentan los agentes neurotóxicos con seres humanos. ¿Por qué cree que Stern aceptó la misión? La mayoría de esas cobayas humanos son judíos. Mientras los alemanes masacran a su pueblo, ¡el mundo mira y no interviene!
McConnell estudió el rostro de Stern. No había tristeza ni súplica en la mirada del joven. En él sólo vio -o creyó ver- asco.
– Lo siento de veras -dijo-. Debo pedirles que se retiren. Quiero estar solo.
Para sorpresa de McConnell, el general Smith dio media vuelta y salió sin una palabra más. El joven judío no lo siguió. Hasta el momento no había abierto la boca, pero se adelantó lentamente hasta quedar a escasos centímetros de McConnell. Mark era seis o siete años mayor que el extraño, pero percibió una vehemencia en él que lo perturbó.
– Smith no lo comprende, doctor -susurró Stern-. Yo sí. Usted no es un cobarde sino un idiota. Se parece a mi padre, a millones de judíos de Europa. Cree en la razón y en la bondad esencial del hombre. Cree que si se niega a hacer el mal, algún día lo vencerá. -Su voz trasuntaba todo su desdén. -Los idiotas que creyeron en eso están muertos. Fueron entregados a los gases y las llamas por hombres que conocen la verdadera naturaleza de la humanidad. Usted sólo se diferencia de esos idiotas porque es norteamericano. -Bruscamente pasó del inglés al alemán, pero McConnell comprendió el sentido: -Todavía no ha probado un sorbo de la copa de dolor que otros han bebido hasta las heces.
McConnell abrió la boca para responder, pero no pudo decir palabra. El peso de las palabras de Stern parecía incongruente con el rostro juvenil de quien las había pronunciado. Pero no con los ojos. Los ojos del joven judío se parecían a los de David al hablar de sus amigos muertos. Intemporales, inmutables…
– ¡Stern! -El general Smith apareció en la puerta. -Déjelo en paz.
El joven moreno asintió lentamente.
– Lamento lo de su hermano -dijo-. Pero él era sólo una gota en un océano infinito. Piénselo. -Se volvió y siguió al general por el corredor.
A solas, McConnell releyó el telegrama. Aún se sentía obnubilado. Lamento informar… muerto en acción… acciones McConnell siempre honraron… más profundo pésame… pésame.… Mark tanteó a sus espaldas hasta encontrar el borde de un escritorio. Le faltaba el aire. Se tambaleó hasta la ventana más próxima y trató de abrirla, pero estaba trabajada. Alzó el pie derecho y pateó el herraje con furia.
Furioso por el rechazo de McConnell, Smith conducía el Bentley superando de lejos el límite de lo racional, ni que hablar de la ley. El hecho de dejarse conducir a semejante velocidad y de noche por un hombre manco habría aterrado a Jonas Stern, salvo que en ese momento estaba tan furioso como el general.
– ¡Hay que conseguir otro químico! -vociferó por encima del rugido del motor.
– No es tan fácil -gruñó Smith-. No puedo usar personal militar norteamericano ni británico. Además, McConnell es el mejor para esto. Los otros son mayores de sesenta años.
Stern dio un puñetazo a la puerta.
– ¿Y qué diablos vamos a hacer? No puede permitir que nos detenga un idiota idealista.
El general Smith miró al joven sionista.
– Todavía no me doy por vencido con el buen doctor.
– ¿No? ¿Está loco? Daría lo mismo pedirle a Albert Schweitzer que cargue con un lanzagranadas.
– Creo que lo hará -insistió Smith-. Creo que hoy estuvo a punto de aceptar. El telegrama lo llevó hasta el borde.
– Usted está loco -repitió Stern con una risotada sardónica.
– Recuerde lo que le digo. -Smith tenía los ojos fijos en el camino. -Aceptará. La gente cambia la forma de pensar cuando sufre una tragedia.
Stern lo miró fijamente:
– General, esto no es cosa suya, ¿no? Quiero decir… ¿es verdad que mataron a su hermano?
Smith lo miró con verdadera consternación.
– Diablos, ¿de veras me cree tan maquiavélico? Debería conseguir más judíos mientras pueda. Son conspiradores natos.
Stern lo miró fijamente en busca de algún indicio, pero el rostro del escocés era impenetrable. No tenía sentido seguir interrogándolo. Pero al hundirse en sus propios pensamientos, no pudo dejar de preguntarse: ¿hasta dónde estaba dispuesto a llegar Smith en pos de sus objetivos? La respuesta a esa pregunta tendría gran importancia en Palestina después de la guerra.
Si es que sobrevivía hasta entonces, claro.
McConnell aún pateaba el herraje de la ventana cuando lo asaltó la primera duda. ¿Por qué le había creído al general Smith? Si todo era un engaño montado por el jefe del SOE, éste difícilmente lo reconocería.
– Es lo bastante hijo de puta como para maquinar un plan como este -dijo en voz alta.
Aunque sabía que era altamente improbable, el fuego de la esperanza arrasaba cualquier objeción racional que su mente pudiera inventar. Con manos temblorosas llamó al conmutador de la universidad para pedir la comunicación con la base aérea militar en Deenethorpe. Golpeó los pies con impaciencia mientras el operador repetía con exasperante amabilidad, estoy tratando de comunicarlo… hasta que lo consiguió.
– Quisiera hablar con alguien sobre una baja, por favor.
– Un momento, señor -dijo una joven voz masculina.
Después de varios chasquidos, apareció una voz con tonada del sur de Estados Unidos:
– Coronel Harrigill.
Harrigill. Era la firma del telegrama. ¿Y qué?, pensó McConnell. Para el general Smith sería fácil averiguar los nombres.
– Coronel -dijo, sorprendido por el temblor de su voz-, soy el doctor Mark McConnell. Llamo de la Universidad de Oxford. ¿Hubo una incursión sobre Regensburg anoche?
– Perdone, doctor, pero no puedo dar esa clase de información por teléfono.
McConnell situó rápidamente el acento de Harrigill: era del delta del Mississippi. Al mismo tiempo lo embargó la emoción. La voz del coronel Harrigill no sólo era amable, sino que trasuntaba compasión.
– ¿Qué información puede darme, coronel?
– Bueno… ¿recibió un telegrama hoy, doctor?
McConnell cerró los ojos:
– Sí.
– Puedo confirmar que el avión de su hermano cayó en cumplimiento del deber volando sobre Francia. Los informes de otros aviones nos permiten establecer que esos tripulantes murieron en acción.
Mark no pudo responder.
– ¿Hay algo que pueda hacer por usted, hijo? Estaba a punto de enviar el telegrama a su familia en Estados Unidos.
– ¡No! Por favor, no lo haga. Sólo queda nuestra madre, que ha sufrido bastante… sólo… yo se lo comunicaré, coronel.
– Para la Fuerza Aérea no hay problema con eso, doctor. Trataré de demorar un poco el telegrama. Nuevamente, permítame expresarle mi pésame. El capitán McConnell fue un excelente oficial. Honró a su escuadra, a su patria y al sur.
Mark se estremeció al escuchar esa frase arcaica de respeto en boca de un sureño como él. Al mismo tiempo, lo conmovió. Parecía la forma más adecuada de despedir a David.
– Gracias, coronel.
– Buenas noches, doctor. Que Dios lo bendiga.
McConnell cortó la comunicación. El coronel Harrigill había destruido su última esperanza. David estaba muerto. Y pensar que el general Smith creía que su muerte acabaría con su odio hacia la guerra.
Esta vez, el dolor lo embargó sin aviso. Su hermano había muerto. Su padre había muerto. Él era el único hombre de la familia McConnell que quedaba con vida. Por primera vez desde que estaba en Inglaterra sintió el impulso irresistible de volver a casa. A Georgia. Con su madre. Con su esposa. Al pensar en su madre sintió una ola de calor en la cabeza. ¿Cómo se lo diría? ¿Qué podía decir?
AI dar un último puntapié al herraje, las ventanas con sus marcos de hierro se abrieron violentamente y sintió una ráfaga de viento helado en la cara. Poco a poco se le abrió la garganta y empezó a respirar mejor. Contempló un paisaje nevado que había cambiado poco en los últimos cuatro siglos. La Universidad de Oxford. Una isla serena en medio de un mundo demencial. Qué broma patética. El telegrama cayó de su mano, rozó el bastidor de la ventana y revoloteó hasta caer sobre los adoquines tres pisos más abajo.
El primer ruido que escapó de su garganta fue un grito desgarrador que nació en lo más profundo de su alma. En torno del patio se abrieron varias ventanas y asomaron pálidos rostros curiosos. En algún lugar, un tocadiscos dejaba oír la voz de Bing Crosby cantando, I'll Be Seeing You. Cuando la segunda estrofa flotaba sobre el patio, las lágrimas se congelaban en las mejillas de McConnell.
Estaba solo.