7

Oculto en un zaguán oscuro como la boca de una mina de carbón, Jonas Stern acurrucó su cuerpo estremecido de frío contra el muro de piedra y contempló la amplia avenida de Whitehall. No tenía adonde correr. Había viajado tanto para llegar hasta ahí. A los catorce años había huido de Alemania con su madre; el padre se había quedado allá. Miles de kilómetros por tierra con una caravana de refugiados a quienes los contrabandistas despojaron de todos sus bienes antes de conducirlos por la senda ilegal hasta Palestina. Semanas en la bodega de un carguero viejo cuyo casco oxidado rezumaba agua salada mientras la gente se moría de sed. Años de lucha contra los árabes y los británicos en Palestina, luego en el norte de África contra los nazis. Por fin, de Palestina a Londres, a la reunión con oficiales británicos de bigotitos recortados y altaneros ojos celestes. Sólo el mayor Dickson le había dicho la verdad: le habían permitido viajar para interrogarlo sobre Haganá.

Stern se crispó al oír el ruido de pasos presurosos. Se asomó del zaguán y suspiró con alivio. Los pasos eran de Peter Owen; el galés estaba solo. Stern extendió el brazo y lo aferró de la chaqueta.

– ¡Jonas! -exclamó Owen.

Stern lo soltó.

El joven gales alzó los hombros; estaba furioso.

– ¿Qué diablos te pasó?

– Dime tú qué pasó, Peter. ¿Me persiguen los hombres de Dickson?

– Lo harán si no te entregas dentro de cuatro horas. -Owen trató de encender un cigarrillo en el viento helado. Por fin lo consiguió con ayuda de Stern. -Gracias, viejo. Qué joder, el desierto es un paraíso al lado de esto.

– Estúpidos hijos de puta -masculló Stern.

– Te dije que tu plan era utópico, ¿no? Es una cuestión de escala, entre otras cosas. ¿Qué son para los militares unos cuantos miles de civiles, y para colmo judíos, cuando se prepara el desembarco anfibio de un millón de hombres en la Europa ocupada?

Stern alzó las manos engrilladas:

– Quítamelas, Peter.

Owen lo miró atribulado:

– Dickson me hará un tribunal de guerra.

Peter

– Bueno, está bien. -Owen hurgó en su bolsillo y sacó una llave.

Stern la arrebató y se encaminó a Trafalgar Square. Las esposas abiertas tintinearon sobre el cemento como monedas arrojadas a un chico de la calle. Guardó la llave en el bolsillo y siguió caminando. Con la ciudad a oscuras debido al apagón, las estrellas brillaban sobre Londres como reflectores lejanos; a su luz se leía un cartel que indicaba un refugio antiaéreo en la estación Charing Cross del subterráneo.

– Tienes que entregarte, Jonas -dijo Owen, que apenas podía seguirle el paso-. No tienes alternativa.

Al caminar, Stern inclinaba su cuerpo en dirección del viento y ladeaba levemente la cabeza. No había vuelto a caminar así desde su infancia en el norte de Alemania. Algunos hábitos nunca se pierden, pensó.

Owen le aferró la manga para obligarlo a detenerse.

– Jonas, no te reprocharé por lo que hagas a partir de ahora. Pero no puedo hacerme responsable por ti. Pase lo que pasare, considero que la deuda de Tobruk está saldada.

Stern miró al joven gales con ojos por demás elocuentes, pero no abrió la boca.

– ¿Oíste? Dije que Tobruk está saldado -insistió, pero su voz vacilaba.

– Por supuesto, Peter. -Stern iba a decir algo más, pero el rugido de un motor tapó su voz. Un gran Bentley plateado se deslizó hasta el borde de la acera y se detuvo a la altura de los dos hombres con el motor en marcha.

Stern dio un violento empellón a Owen y se largó a correr. Oyó la voz del galés que lo llamaba y se volvió. Owen se había erguido en posición de firmes junto al automóvil. En el interior del auto había un conductor y un solo pasajero. Se acercó con cautela. La ventanilla trasera estaba abierta, y en su marco oscuro Stern vio un rostro curtido iluminado por ojos chispeantes y las charreteras de un general de brigada.

– ¿Me reconoce? -dijo una voz grave con acento escocés.

Stern miró la cara fijamente.

– Estaba en la reunión -dijo.

– Soy el general Duff Smith. Quiero hablar con usted, señor Stern.

Stern miró a Peter Owen para preguntarle con la mirada si era una trampa. El galés se encogió de hombros.

El general Smith alzó una petaca de plata:

– ¿Un trago? Hace un frío del demonio.

Stern no tomó la petaca. Al mirar al general Duff Smith, tuvo la certeza de que debía huir. Alejarse de ese hombre y sus planes. Sin pensarlo, empezó a alejarse del Bentley.

El automóvil se puso en marcha para mantenerse a la altura de él.

– Vamos, muchacho. Conversemos un poco.

– ¿Sobre qué?

– Sobre los alemanes y cómo matarlos.

– Yo soy alemán -dijo Stern, caminando contra el viento. Alzó los ojos a la fachada oscura del Almirantazgo. -El mayor Dickson lo dijo, ¿no?

– Debí haber dicho nazis.

– Maté unos cuantos nazis en el norte de África. No me interesa. La voz de Smith se alzó apenas sobre el rugido del motor del Bentley, pero al oírla Stern se paró en seco:

– Me refiero a matar nazis en Alemania. -El Bentley se detuvo junto a Stern. Los ojos del general brillaban con humor negro. -¿Eso sí le interesa, muchacho?

El conductor del Bentley bajó y abrió la portezuela trasera opuesta a la de Smith, pero Stern vaciló aún.

– Habla bien el inglés -dijo Smith por decir algo-. No lo tome como un cumplido. Siempre digo que lo primero es conocer bien al enemigo.

– ¿Puede sacarme de encima al mayor Dickson?

– Mi querido amigo -dijo Smith enfáticamente-, puedo hacerlo desaparecer de la faz de la Tierra si me da la gana.

Al subir al Bentley, Stern oyó vagamente la voz de Peter Owen que gritaba, pero sólo registró el último cambio de palabras de Smith con el gales antes de cerrar la ventanilla. Owen protestaba que el general Little había ordenado el arresto de Stern, y que si escapaba, el mayor Dickson lo cazaría a él. Smith, inmutable, replicó en un idioma que Stern no conocía: era gales. Lo que le dijo en síntesis fue: "Muchacho, no tienes de qué preocuparte. No lo encontraste, a mí no me viste y punto. Busca una taberna y no te hagas problemas. Lo que Duff Smith oculta, nadie jamás lo encuentra ".


Durante dos horas, mientras el Bentley recorría las tétricas calles invernales de la ciudad sumida en tinieblas, Stern se enteró de una realidad europea que superaba sus previsiones más cínicas. Al principio apremió al general para que le hablara sobre la misión, pero el escocés iría al grano cuando lo considerara oportuno. Lo primero que hizo fue desalentar cualquier esperanza que Stern pudiera abrigar sobre la salvación de los judíos atrapados en Europa. Mucho más adelante, al recordar sus palabras, sentiría admiración por la franqueza con que Smith había expuesto la situación.

– ¿No se da cuenta? -le hizo notar Smith-. Si ofrecemos santuario a los judíos de Europa, corremos el riesgo de que Hitler acepte. Y la verdad es que no los queremos. Los norteamericanos tampoco. Ustedes los judíos son una raza altamente instruida. Por eso se apropian de más puestos de trabajo que cualquier otro grupo inmigrante. También hay razones militares. Little no bromeaba. Los nazis hablaron claro con la Cruz Roja: "Si se meten en los campos de concentración, no cumpliremos la convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra". No es una amenaza hueca.

El Bentley se deslizó frente al Royal Hospital.

– Usted se adelantó a su época, Stern. Pero no por mucho. Creo que no pasará mucho tiempo antes de que Chaim Weizmann pida a Churchill lo mismo que usted pidió esta tarde. Bombardeen los campos. Pero el resultado será el mismo. El comando de bombarderos obedece sus propias leyes. Hay mil maneras de enterrar semejante pedido en comités y estudios de factibilidad. Usted perdió la batalla antes de empezar. Para los tipos como Little, es un civil entrometido. Eso es motivo más que suficiente para denegar su pedido, por racional que fuera. -Smith soltó una risita. -¿Qué pensaba? El mismísimo arzobispo de Canterbury pidió que Inglaterra diera refugio a los judíos de Europa, y no lo escucharon. ¡Usted es un terrorista con orden de captura!

– Tuve que intentarlo -adujo Stern-. Si supiera la cantidad de inocentes que están muriendo…

– La cantidad es lo de menos. -Duff Smith meneó la cabeza. -He leído las declaraciones de testigos presenciales. Chicas polacas violadas y torturadas, arrojadas a la calle con el cuerpo bañado en sangre. Familias enteras desvestidas y obligadas a pararse sobre planchas de metal para ser electrocutadas. Mujeres judías esterilizadas y encerradas en burdeles militares. Niños arrancados de los pechos de sus madres. Toda la feria de los horrores. Lo que usted no entiende, Stern, es que eso no tiene la menor importancia. Ya se sabe que la guerra es un infierno. Relatos como esos no conmueven a nadie, menos aún a los tipos como Little, que vieron morir a miles de sus camaradas en la Gran Guerra. Para él, la muerte de civiles es un hecho lamentable, pero intrascendente. No tiene relación directa con el curso ni el desenlace de la guerra.

– No creo que todos ustedes sean como Little -dijo Stern-. Me parece inconcebible.

– Tiene razón. Son muchos más los que se parecen al mayor Dickson.

El general encendió una pipa tallada a mano.

– Tiene que haber hombres decentes en Inglaterra.

– Claro que sí, muchacho -convino Smith, mientras chupaba suavemente su pipa-. Churchill es un partidario firme de ustedes y de la creación de un hogar nacional judío en Palestina después de la guerra. Lo cual no significa nada. Los hijos de puta del parlamento lo dejarán caer como una papa caliente apenas les haya ganado la guerra.

Una vez que convenció a Stern de la inutilidad de su viaje a Inglaterra, Duff Smith abordó por fin su propuesta.

– Lo que dije al principio sobre matar alemanes en Alemania -dijo, arrastrando las palabras-, no es broma.

– ¿De qué se trata? -preguntó Stern, receloso.

Bruscamente el rostro de Smith se volvió pétreo.

– No trataré de engañarlo, muchacho. No trato de salvar los restos patéticos del judaismo europeo. Francamente, no es mi departamento.

– ¿Y qué es lo que trata de hacer?

Smith parpadeó.

– Poca cosa. Digamos que alterar el curso de la guerra.

Stern se acomodó en el asiento.

– General… ¿quién es usted? ¿Cuál es su departamento?

– Ah, sí. Oficialmente somos el SOE, a cargo de operativos especiales. Hacemos lío en los países ocupados, sobre todo en Francia. Sabotaje, de todo. Pero ahora que se viene la invasión, eso pierde importancia. Lo que más hacemos es llevar suministros.

– ¿Cómo piensa modificar el curso de la guerra?

Smith lo miró con una sonrisa enigmática.

– ¿Qué sabe usted sobre la guerra química?

– Contener el aliento y colocarse la máscara antigás. Punto.

– Sus compatriotas saben bastante. Me refiero a los nazis.

– Sé que usan gases tóxicos para asesinar a los judíos.

El general Smith agitó la pipa con desdén.

– El Zyklon B es un insecticida común. Es mortífero en ambientes cerrados, pero no es nada en comparación con lo nuevo.

Smith explicó sintéticamente el proyecto de desarrollo de gases neurotóxicos, incluido el interés particular de Heinrich Himmler. Destacó dos aspectos: la impotencia de los Aliados ante el Sarin y la afición de los nazis por experimentar sus gases bélicos con prisioneros judíos.

Hemos podido averiguar que las pruebas se realizan en tres campos de concentración -dijo Smith en conclusión-. Natzweiler en Alsacia, Sachsenhausen cerca de Berlín y Totenhausen cerca de Rostock.

– ¡Rostock! -exclamó Stern-. ¡Ahí nací yo!

– ¿De veras?

– ¿Qué quiere hacer? ¿Inutilizar una de las plantas? ¿Una incursión comando?

– No, mi plan es un poco más complejo. Tiene más estilo. -El general hizo crujir sus nudillos, empezando por el del meñique izquierdo. -Quiero darles un susto tan grande que jamás se atrevan a usar los gases neurotóxicos, aunque el Reich se derrumbe.

– ¿Cómo lo hará?

– Me olvidé de mencionar un detalle sobre el proyecto aliado, Stern. A partir de un análisis minucioso de la muestra robada de Sarin, un equipo de químicos británicos logró producir un agente neurotóxico similar.

La respiración de Stern se aceleró.

– ¿Cuánto tienen?

– Uno coma seis tonelada métrica.

– ¿Es una buena cantidad?

– Francamente, no -suspiró Smith.

– ¿Cuánto tienen los nazis?

– Calculamos que unas cinco mil toneladas.

– Cinco mil… -Stern se había puesto pálido. -Dios mío. ¿Cuánto se necesita para causar grandes daños en una ciudad?

– Doscientas cincuenta toneladas de Sarin bastan para aniquilar la ciudad de París.

Stern apartó la vista y apretó la mejilla contra la fría ventanilla del auto. Sentía un latido en las sienes.

– ¿Ustedes tienen una tonelada métrica?

– Uno coma seis.

– Ah, eso cambia todo. ¿Qué harán con ella?

La voz del general Smith cortó el aire como un sable oxidado:

– Voy a matar hasta el último hombre, mujer, niño y perro en uno de los tres campos. Los de la SS, los prisioneros, todos. Y después me encargaré de que Heinrich Himmler se entere de quién lo hizo.

Stern no estaba seguro de haber oído bien. Se tomó un minuto para tratar de asimilar la monstruosidad que creía haber entendido.

– Por Dios, ¿por qué tiene que hacer semejante cosa?

– Es un gambito, una jugada. Quizá la más arriesgada de la guerra. Con nuestro dedal de gas, convenceré a Heinrich Himmler de que tenemos grandes depósitos de gas neurotóxico y, lo que es más, estamos dispuestos a usarlo. Cuando descubra que en uno de sus preciados campos no queda un hombre vivo pero todo el equipo está intacto, tendrá que llegar a la conclusión que yo quiero. Que si los nazis detienen nuestra fuerza de invasión con gas neurotóxico, sus ciudades serán aniquiladas con la misma arma.

– ¿Cómo sabe que Hitler no replicará con sus depósitos mayores:

– No lo sé. Pero si es verdad, como pienso, que Himmler está desarrollando el proyecto de gases neurotóxicos por su cuenta, Hitler no se enterará de nuestra incursión. Himmler barrerá todo el asunto bajo la alfombra. Y aunque se enterara, no tendría pruebas que mostrar ante el mundo para justificar una represalia. Al menos, no si todo sale de acuerdo con mi plan.

– ¿Está loco? Hitler jamás justificó sus acciones ante nadie.

– Se equivoca -dijo Smith, confiado-. Hitler no vacila en masacrar a los judíos, pero trata por todos los medios de ocultar el hecho. Le importa la opinión pública. Siempre le ha importado.

Bruscamente receloso, Stern preguntó:

– General, ésta es una misión estratégica. ¿Por qué recurre a mí?

– Porque mis manos están atadas debido a ciertas desafortunadas consideraciones políticas.

– ¿Por ejemplo?

– Los yanquis se oponen -masculló Smith-. Capullos de mierda. Quieren pelear con palitos y piedras y rogar que nadie se enoje lo suficiente para correr en busca de la escopeta de su papá. La oposición yanqui me impide usar comandos británicos o norteamericanos en este operativo.

– ¿Y sus propios agentes del SOE?

– Los norteamericanos están metidos ahí también. Exigen que enviemos equipos de dos hombres, un yanqui con uno nuestro, para ir a Francia a preparar a la Resistencia para el día D. Es lamentable. No conozco un yanqui que sepa suficiente francés para pedir boeuf bourguignonne, ni que hablar de engañar a un alemán.

– O sea que recurren a lo último que encuentran. Refugiados.

– Terroristas de mierda -dijo Smith con una sonrisa maliciosa.

– ¿Tiene usted autoridad suficiente para emprender esta operación? General de brigada no es lo mismo que comandante supremo.

Duff Smith hundió la mano en el bolsillo de su saco cubierto de condecoraciones para sacar un sobre. De su interior tomó la nota de Churchill y la entregó a Stern. Éste la leyó sin parpadear.

– ¿Satisfecho? -preguntó Smith.

Mein Gott! -susurró Stern.

– Quiero que encabece la misión. ¿Es el hombre que busco o no?

Stern asintió en la oscuridad:

– Sí.

Smith tomó un mapa de Europa y lo desplegó. Estaba cubierto de esvásticas desde Polonia hasta la costa francesa. Stern sintió que se le aceleraba el pulso ante la perspectiva de entrar en acción.

– Parece que en cinco años no hemos conseguido gran cosa, ¿no? -dijo Smith-. Vea, hay algo que puede ayudarme a resolver esta misma noche. Tal vez ya lo hizo.

– ¿Qué es?

– Elegir el blanco. Nombré tres campos. La verdad es que en mi lista sólo conservaba dos. Sachsenhausen es demasiado grande para esta clase de operación. Tiene que ser Natzweiler o Totenhausen.

Stern estudió el mapa con avidez. Sabía cuál de los dos quería atacar, pero no quería mostrarse excesivamente ansioso.

– Natzweiler es de lejos el más grande -señaló Smith-. Es casi seguro que los SS matan más judíos ahí que en otras partes.

– En un campo más grande será más fácil entrar sin ser descubierto -dijo Stern.

– Usted no se infiltrará en el campo. Ese no es el plan.

– Y bien -dijo Stern con fingida indiferencia-, ya que tiene una cantidad limitada de gas, la elección del campo más pequeño aumenta las probabilidades de éxito.

– Efectivamente -asintió Smith.

– ¿A qué distancia está Totenhausen de Rostock?

– Treinta kilómetros al este, sobre el río Recknitz.

– General -dijo Stern sin disimular su emoción-, conozco esa región. Mi padre y yo solíamos explorar los bosques alrededor de Rostock. Cuando era chico yo salía de excursión con el Wandervogel.

Smith estudió el mapa.

– Totenhausen está casi sobre la costa del Báltico. Mucho más cerca de Suecia que Natzweiler. Eso facilita la infiltración y la fuga.

– ¡General, tiene que ser Totenhausen!

– Lamentablemente, no puedo tomar la decisión esta noche. -El escocés enrolló su mapa. -Pero le diré una cosa. Instalaron el campo de Totenhausen con el único fin de producir y experimentar con el Sarin y el Soman. Desde el punto de vista político es el blanco perfecto.

Stern trató de dominar su impaciencia.

– ¿Ahora qué debo hacer? ¿A dónde me llevan?

– Mi gente se ocupará de usted. -Smith se inclinó hacia adelante y abrió una ventanilla en el tabique que los separaba del conductor del Bentley. -Al edificio Norgeby -ordenó. Cerró la ventanilla y mito a Stern: -Esta misión consiste en algo más que matar gente. Tiene otros objetivos igualmente importantes. Una vez aniquilada la guarnición SS…

– Un momento -interrumpió Stern-. ¿Dijo usted que mataremos a los prisioneros?

– Sí. Lamentablemente, no hay manera de evitarlo. No podemos ponerlos sobre aviso sin comprometer el éxito de la misión. Y aunque lo hiciéramos, no podríamos sacarlos del campo, ni mucho menos de Alemania.

Stern asintió lentamente:

– ¿Todos son judíos?

– Por Dios, no me venga ahora con remilgos. ¿Hace un rato no lo escuché proponer el bombardeo sin aviso de cuatro campos de concentración?

Lo embargó una extraña sensación de duda. Es verdad que lo había propuesto. Pero eso era distinto. El bombardeo de los campos habría sido una muestra inequívoca de apoyo aliado a los judíos y un golpe mortal para el sistema de exterminio nazi. El plan del general Smith entrañaba el sacrificio de judíos, pero sin beneficio apreciable para el pueblo de éstos en su conjunto. Con todo… Si la invasión de Eisenhower quedara atascada en las playas francesas, Hitler casi seguramente tendría tiempo para completar el genocidio iniciado once años antes. Stern carraspeó.

– ¿Dice que hay otros objetivos, general?

Smith lo miraba atentamente.

– Así es. Después de anular la guarnición, penetran en la fábrica de gas. Ante todo necesitamos una muestra de Soman, el gas más nuevo y tóxico. También queremos fotografías del equipo de producción. Los agentes neurotóxicos son difíciles de producir en gran escala. Podríamos aprender mucho del estudio de las fotografías.

– No soy científico, general. Sé manejar una cámara, pero no distinguiría una fábrica de gases tóxicos de una envasadora de arenques.

– No se preocupe. Su tarea es tomar el campo. Otra persona le dará indicaciones técnicas sobre todo lo relacionado con el gas.

– ¿Quién es?

– Un norteamericano. El más importante especialista en gases tóxicos fuera de la Alemania nazi. Además, habla bien el alemán.

– ¿No dijo usted que los norteamericanos se oponen a la misión?

– Así es, pero este hombre es un civil. El candidato perfecto para el puesto.

Stern frunció el entrecejo.

– Tengo la impresión de que usted trata de convencerme de que lo acepte.

– Al contrario, es a él a quien tendremos que convencer de que acepte la misión. Es un pacifista.

– ¡Pacifista! Entonces no lo quiero.

– Pero lo aceptará -dijo Smith con dureza-. ¡Usted hará lo que yo le ordene, carajo! Y su primera tarea será ayudarme a convencerlo de que acepte la misión. Quiero un relato bien lacrimógeno sobre la suerte de los judíos, el deber moral, toda la chachara.

– ¿Quiere que lo ayude a convencer a un pacifista de que asesine prisioneros indefensos? -preguntó Stern con disgusto.

– Nadie va a decir una palabra sobre matar -recalcó Smith con una sonrisa maligna-. Esto es como una venta. La primera regla del vendedor es: conoce bien tu blanco. En este caso se puede interpretar la regla al pie de la letra.

– No entiendo nada. ¿Quién es esa persona?

El general Smith se acomodó en el asiento y cerró los ojos.

– El doctor en medicina Mark McConnell. Y le digo desde ya, Stern, que a usted le parecerá un tipo detestable.


Dos horas más tarde, en un bosque denso del norte de Alemania, un Volkswagen negro se detuvo en un claro entre los abetos. Dos figuras -un hombre y una mujer- bajaron del auto y se hundieron en el bosque. La mujer llevaba un grueso abrigo de lana sobre su delantal de enfermera y cubría su pelo rubio con un gorro de piel. El hombre llevaba una chaqueta sin botones sobre su camisa a rayas grises de prisionero.

El hombre se quedó a montar guardia en el borde del claro. Entre los árboles aparecieron dos hombres a la luz de la Luna. Uno era altísimo, casi un gigante, con una tupida barba negra. Llevaba una metralleta Sten en la mano y una cuchilla de carnicero bajo el cinturón. El joven que lo acompañaba era la mitad de robusto que su camarada y sólo sostenía una valija. Con sus largos brazos delgados y sus dedos delicados parecía un refugiado de una ópera de mendigos.

– Llegas tarde, Anna -dijo el gigante-. Ya desmontamos la antena.

– Pues tendrán que montarla otra vez -respondió-. Tuvimos suerte de poder llegar.

El gigante sonrió y dijo unas palabras en polaco. El hombre flaco abrió la valija y sacó un cable enrollado. El gigante anudó un extremo a su cinturón y trepó al abeto más próximo.

La mujer llamada Anna tomó una libreta de su bolsillo y se arrodilló junto a la valija. La fascinaba la sencillez del dispositivo. Trasmisor, receptor, batería, antena, todo en una destartalada valija de cuero. Aunque fabricado con elementos caseros por los partisanos polacos, el trasmisor funcionaba casi tan bien como el aparato alemán que empleaba en su trabajo. Palmeó el brazo del joven, que ya buscaba una frecuencia en el dial.

– ¿De veras es tarde, Miklos? -preguntó.

La miró con sus ojos hundidos y sonrió.

– Mi hermano es un bromista, Anna. Londres siempre espera. -Tomó de su bolsillo el manual de códigos, lo abrió y alzó la vista hacia las ramas oscuras:

– ¿Listo, Stan?

– ¡Venga! -dijo el gigante-. Pero que sea breve.

Miklos se frotó las manos para darles calor, luego hizo un ejercicio de música para dar elasticidad a sus dedos. La mujer rubia abrió su libreta y se la entregó.

– ¿Nada más? -preguntó Miklos al mirar la hoja que estaba casi en blanco-. ¿Tanta molestia por tan poca cosa?

Anna se encogió de hombros:

– Es lo que pidieron.


A noventa kilómetros de Londres, en el emplazamiento de una antigua guarnición romana, se alza una horrible mansión victoriana llamada Bletchley Park. Desde el principio de la guerra, el caserón se convirtió en el centro neurálgico de la guerra clandestina contra los nazis. Antenas ocultas en los árboles recibían lacónicas transmisiones desde la Europa ocupada y las dirigían a los operadores de radio, todos veteranos de la Armada, quienes a su vez entregaban las señales descifradas al sínodo de catedráticos e investigadores encargados de armar el rompecabezas y trazar un panorama de lo que sucedía en la noche que había caído sobre el continente.

Esa noche, el general Duff Smith había conducido su Bentley a velocidad temeraria para llegar a Bletchley. Hubiera podido llamar por teléfono, pero quería estar presente cuando llegara el mensaje esperado… si es que llegaba. Parado detrás de un joven marinero de Newcastle, había contemplado el receptor mudo durante horas hasta que la tensión nerviosa se volvió insoportable. Estaba a punto de darse por vencido y volver a Londres cuando se oyó la sinfonía entrecortada de puntos y rayas de la clave Morse.

– Es él, mi general -dijo el marinero, dominando su emoción-. PLATÓN. No hace falta oír su clave. Su toque es inconfundible como el piano de Ellington.

El general Smith miró al joven que copiaba los grupos de signos a medida que entraban. Fueron tres grupos breves. Finalizado el mensaje, el marinero lo miró desconcertado.

– ¿Nada más, mi general?

– Lo sabremos cuando lo descifre. ¿Cuánto tiempo estuvieron en el aire, Clapham?

– Diría que unos cincuenta y cinco segundos, mi general. PLATÓN toca la tecla Morse como un músico. Es un artista.

Smith miró su reloj:

– Para mí fueron cincuenta y ocho segundos. Excelente. Los polacos son lo mejor de lo mejor en esto. Descífrelo inmediatamente.

– Sí, mi general.

Minutos después, el marinero arrancó una hoja de su libreta y la entregó al jefe del SOE. Smith leyó las líneas manuscritas:


Cable de acero montacargas envainado debido a escasez de cobre.

Diámetro 1,7 cm. Diez pilotes. 609 metros.

Pendiente 29 grados. 6 cables. 3 electrificados, 3 neutros.


El general Smith dejó la hoja sobre la mesa y sacó otra de su bolsillo. Consultó unas cifras anotadas días antes por un gran ingeniero británico. El marinero vio como la mano del general se crispaba hasta arrugar la hoja de papel.

– Por Dios, esto puede andar -murmuró Smith-. Esa mujer vale su peso en oro. Puede andar. Guardó las dos hojas en el bolsillo interior de su chaqueta y tomó su gorra de la mesa. -Buen trabajo, Clapham. -Posó una mano sobre el hombro del marinero. -De ahora en adelante, todas las transmisiones de la fuente PLATÓN tendrán la clave SCARLETT. SCARLETT con dos te.

– ¿Como en Lo que el viento se llevó, mi general?

– Exactamente.

– Comprendido. -El joven marinero sonrió: -Es bueno saber que los germanos andan escasos de algunas cosas, ¿no?

Duff Smith se detuvo en la puerta y lo miró pensativo.

– Nunca sabrán lo que les cuesta esa falta de cobre, Clapham.

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