29

Habían pasado apenas veinticuatro horas desde que el comandante Schörner lo había humillado, pero en ese lapso la rabia del sargento Gunther Sturm había crecido a proporciones inéditas. Consumido por una furia atroz, juró que mataría a Schörner. Pero la aparición de los paracaídas británicos provocó un escándalo tal, que llegó a conocimiento del coronel Beck en Peenemünde. Sería una locura tratar de eliminar a Schörner bajo las narices de ese demonio.

Estuvo tentado de desafiar a Schörner a un duelo. El reglamento de las SS lo autorizaba a exigir una satisfacción en un asunto de honor. Pero en la práctica se desalentaban los duelos. Además, aunque tuerto, Schörner era un esgrimista de primera y su puntería con la pistola era excelente. No; si quería vengarse rápidamente, tendría que hacerlo a través de la puta judía.

El hombre elegido para la ejecución de su vendetta fue el cabo Ludwig Grot. No sólo era el hombre más violento de la unidad, sino que le debía a su sargento casi cuatrocientos marcos en deudas de juego. Sturm había abordado el asunto frente a una botella de excelente aguardiente que conservaba para una ocasión especial. Grot se mostró más que dispuesto a cancelar su deuda con un favor. ¡Era tan sencillo! Una paliza. Un par de golpes certeros. ¿Cuál era el problema? Si una judía ofendía el honor del Reich precisamente cuando él pasaba por ahí, el deber lo obligaba a darle una lección. Y si la mataba, ¿qué? Sería un judío menos para contaminar el aire puro de la patria.

Sturm se aseguró de que Grot tuviera el campo libre para atacar. Schörner estaba en Peenemünde, conferenciando con el coronel Beck sobre el asunto de los paracaídas británicos; Brandt había viajado a Berlín a un encuentro con el Reichsführer Himmler. Al pasear con su mascota preferida -un enorme pastor alemán llamado Rudi- hasta el lugar que había elegido para observar el ataque, Sturm vio a Grot apoyado en la puerta de la cuadra de los soldados SS. Lo miró, sonrió brevemente y pensó que, en verdad, había elegido bien a su hombre.

Cuando servían en el Einsatzkommando 8, destinado a limpiar Letonia de judíos, Ludwig Grot solía quejarse de que se aburría. También deploraba el despilfarro de municiones para eliminar judíos. Un día encontró el remedio para los males que lo irritaban tanto. Ordenó a varios judíos que se pararan en fila india, cada uno con el pecho apretado contra la espalda del hombre que lo precedía. Luego aceptó apuestas sobre cuántos judíos podía matar de un solo tiro. En Polonia oriental había ganado treinta marcos al matar a tres hombres adultos con un solo disparo de la Luger. Cerca de Poznan mató a cinco mujeres, pero la última de la fila había muerto después de varias horas de agonía, y por lo tanto no se la contaba.

Sturm rascó afectuosamente a Rudi detrás de su grueso cuello. Casi deseaba que Schörner estuviera presente para ver el espectáculo.

Rachel cruzaba la Appellplatz con Hannah y Jan. Se detuvo bruscamente al oír una ronca voz alemana.

– ¿Qué dijiste, judía?

Se volvió para encontrarse con la cara siempre ceñuda del cabo Ludwig Grot.

– ¿Qué me dijiste, Judenlaus?

Rachel advirtió que el cabo elevaba la voz como si se dirigiera a una galería de espectadores. Tomó con fuerza las manos de Jan y Hannah.

– No dije nada, Herr Rottenführer. Pero si lo ofendí, le pido disculpas.

– Sí que me ofendiste, puta apestosa.

El golpe la derribó. No comprendió lo que pasaba. Tenía la impresión de haberse estrellado contra un poste de hierro. El puntapié en el estómago casi la desmayó, pero alcanzó a gritar a los niños que fueran con Frau Hagan.

Jan tomó la mano de la pequeña Hannah y la arrastró hacia las cuadras de los prisioneros.

Grot alzó a Rachel y la abofeteó dos veces, con mucha fuerza; evidentemente, la violencia era un hábito en él. Le ardía la mejilla derecha como si se hubiera quemado con agua hirviente. Su flanco izquierdo estaba entumecido. Ante sus ojos apareció la imagen borrosa de un anillo de plata con la calavera y las tibias. Pensó en Wolfgang Schörner, pero recordó que estaba en Peenemünde, a ochenta kilómetros del campo. Esa vez no vendría a auxiliarla. Cerró los ojos y rogó que Frau Hagan cuidara a los niños.

Grot la derribó de un puñetazo brutal en la cabeza y la pateó salvajemente en las costillas con su borceguí claveteado. Rachel oyó un crujido y sintió que su costado izquierdo se plegaba hacia adentro. El borceguí de Grot ya apuntaba a la cabeza, cuando una voz de mujer le gritó algo en un idioma extranjero.

Alzó la vista.

Frau Hagan cruzaba el patio con la misma decisión que demostraba al cavar la turba en Auschwitz o cargar ladrillos en Buna. A diez metros del cabo, empezó a regañarlo en alemán, agitando las manos, gritando que el comandante Schörner había regresado inesperadamente y esperaba a Grot en su oficina.

Frente a ese espectáculo desconcertante, Grot se enderezó sin saber qué hacer. La kapo de la cuadra de mujeres judías era una prisionera, pero ocupaba un cargo oficial y decía algo sobre el comandante Schörner. Giró en busca del sargento Sturm, quien miraba la escena desde el pie de la torre del vigía, a cuarenta metros del lugar.

Mientras el cabo Grot miraba a Sturm a la espera de instrucciones, Frau Hagan salvó rápidamente la distancia que los separaba. Ante la mirada atónita de Rachel, sacó una azada de jardinero de entre los pliegues de su casaca gris.

Grot giró a tiempo para ver el destello metálico de la azada que se hundía en su cuello hasta el mango. Ella la retiró bruscamente, y un chorro de sangre brotó de la carótida de Grot, que se llevó las dos manos a la garganta.

Dosyc! -aulló la polaca-. ¡Basta! ¡A la mierda con todos los SS! -Miró a Grot con ojos desafiantes.

El SS, con ojos desorbitados por el desconcierto, cayó al suelo en medio de un charco de sangre.

Frau Hagan se arrodilló junto a Rachel.

– ¿Estás bien, holandesita?

Rachel casi no podía respirar, ni mucho menos hablar. Las lágrimas de gratitud ardían en sus mejillas. Oyó gritos de furia y confusión por todo el campo. Nadie podía creer lo que sucedía.

Corre -gruñó-. Escapa… mientras puedas.

Un ladrido salvaje le heló la sangre. Pero Frau Hagan, lejos de amilanarse ante ese ruido aterrador, giró y se agazapó a la espera del ataque. En su rostro Rachel vio una máscara de furia, una ira acumulada durante años, tal vez toda una vida.

Rudi, la mascota de Sturm, cruzaba el patio a la carrera, mostrando los colmillos. Corría sobre el suelo helado más rápido que un galgo y se lanzó sobre Frau Hagan desde una distancia de cuatro metros.

La jefa de cuadra gritó algo en polaco y alzó su antebrazo izquierdo. Las fauces de Rudi se cerraron sobre la carne desprotegida. El perro sacudió la cabeza de lado a lado para tratar de derribar a la mujer.

Frau Hagan alzó la azada con toda la fuerza de su cuerpo robusto y la hundió en la garganta del perro. Un chillido atroz reverberó sobre la nieve. El perro aún sacudía la cabeza y desgarraba la carne, pero sus movimientos parecían mecánicos, confusos. Frau Hagan retiró la azada y con un nuevo golpe le abrió el vientre desde la ingle hasta el esternón.

Rudi la soltó. Enloquecida, Frau Hagan se arrojó sobre la fiera y la golpeó con la fuerza de la desesperación. Una nube de vapor se alzó del vientre abierto del perro.

Rachel se crispó al oír el primer disparo, que sin embargo aparentemente no tuvo consecuencias. El segundo proyectil se hundió en la carne, pero Frau Hagan siguió con sus hachazos. Rachel comprendió que un centinela nervioso había disparado contra el perro, ya fuese por error o para poner fin a su agonía.

Frau Hagan miró por sobre su hombro.

– ¡Levántate! -gritó-. ¡Corre! ¡Te matarán!

Rachel quiso levantarse, pero sus miembros no respondieron.

– ¡No! -chilló-. ¡Ven conmigo!

El perro recibió otro balazo. Uno de los vigías disparó una ráfaga corta para afinar la puntería. Frau Hagan miró a Rachel por última vez, con ojos que brillaban con una extraña felicidad. Se alzó la túnica y se lanzó hacia la torre del vigía, desde cuya base el sargento Sturm contemplaba la escena con ojos incrédulos.

Enloquecida de furia, la polaca atravesaba la plaza a toda velocidad con la azada en alto cuando la derribó el ametralladorista. Quedó tendida de espaldas, inmóvil.

El silencio descendió sobre Totenhausen. Desde el suelo, Rachel escrutó los rostros de las prisioneras que habían formado un círculo irregular a su alrededor. Por primera vez desde su arribo, percibió la violencia acumulada en ellas. Todas conocían a Frau Hagan. Muchas le debían favores, algunas la vida. Era el símbolo de la supervivencia frente a la perversidad nazi. Durante algunos segundos, Rachel tuvo la sensación de que las mujeres atacarían a los guardias, siguiendo el ejemplo de Frau Hagan.

Oyó la orden de un SS de volver a las cuadras. Nadie obedeció. Al otro lado del patio, a la sombra del hospital, Rachel vio a Anna Kaas. Desde los escalones de hormigón la enfermera rubia la miraba a los ojos. Parecía un ángel con ese delantal blanco. Cuando se miraron a los ojos, Anna alzó las dos manos rápidamente. Rachel la miró, inmóvil, y la enfermera repitió el gesto con mayor vehemencia.

"¿Que me pare?", pensó Rachel. "¿Eso es lo que me dices? Sí. Ponte de pie y aléjate si no quieres morir ahí donde estás."

Se alzó sobre sus brazos y luego sus rodillas. Frau Hagan yacía inmóvil a menos de veinte metros. El sargento Sturm vociferaba una retahíla de órdenes. Algunas prisioneras avanzaban en grupo hacia el portón principal, donde las aguardaba un pelotón de SS con las armas preparadas para disparar. Rachel se levantó con esfuerzo.

Alguien disparó al aire.

La turba avanzó hacia el portón. En cualquier otro campo las hubieran barrido con las ametralladoras, pero estas eran las cobayas de Brandt. Los guardias vacilaron. Rachel pasó sobre el perro mutilado y se acercó a su amiga caída. No podía evitarlo. La embargaba una extraña serenidad, y por primera vez los niños no eran lo más importante. Aunque la muerte estaba cerca, no tenía miedo.

Estaba muy cerca deFrau Hagan cuando alguien le aferró un brazo. La enfermera Anna Kaas la llevó a la rastra hacia el hospital.

Rachel volvió la cabeza hacia la polaca muerta.

– ¿Adonde me llevas?

– ¡Calla y sígueme!

Se oyó un tableteo de armas. Rachel se volvió hacia el portón. Los SS disparaban al suelo a los pies de la turba. Las mujeres vacilaron en su marcha, pero algunas gritaron insultos a los guardias. El sargento Sturm alzó su pistola y disparó tres veces, rápidamente y a quemarropa.

– Está matando gente -dijo Rachel.

La turba se dispersó a la carrera; las heridas quedaron tendidas en el suelo.

Anna la arrastró por la escalera hasta el pasillo central y de ahí a un cuarto que no era un consultorio sino una salita oscura que olía a ropa de cama sucia.

– Debes volver a tu cuadra antes que se despeje la plaza -dijo-. No pidas un médico. Si estás herida, los médicos te matarán. ¿Comprendes?

Rachel la miró en silencio. Anna le aferró los hombros y la sacudió con violencia.

– ¡Hagan está muerta! ¡Tú estás viva! ¡Sin ti, tus hijos están condenados! ¿Oyes?

Rachel asintió, aturdida.

– ¡Qué locura! -exclamó Anna, al borde de la histeria-. Pensé que ya estaríamos todos muertos. ¡Y ahora, esto! ¡Sólo Dios sabe qué hará Sturm en represalia por lo de Hagan!

Arrastró a Rachel de la salita a la puerta trasera del hospital.

– Sabes dónde estás. Dobla a la izquierda, hacia las letrinas. Ve a la cuadra por donde puedas. -Abrió la puerta y se asomó. El callejón estaba desierto. -¡Vete ya! -dijo, y la echó de un empujón.

Rachel se alejó.

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