35

McConnell despertó bruscamente de un sueño profundo. Su corazón latía violentamente. Al regresar de la cloaca de Dornow, Stern le había dicho que no se desvistiera para dormir; ahora comprendía el motivo. Alguien golpeaba a la puerta. Stern, ya de pie, verificaba la carga de su Schmeisser. Los ruidos sordos indicaban que la puerta golpeada no era la del sótano, pero era un alivio fugaz.

Stern le dio un puntapié.

– ¡Tratan de entrar en la casa!

McConnell desenfundó la Walther y siguió a Stern por la escalera. A través de una grieta vieron a Anna entrar en la cocina en camisón. Echó una ojeada a la puerta del sótano, titubeó y fue al vestíbulo.

– ¿Quién es?

Fraulein Kaas? ¡Abra!

Stern entró en la cocina y se ocultó detrás del armario próximo al vestíbulo. McConnell permaneció en la escalera, pero apuntó la Walther a través de la grieta.

– ¡Enfermera Kaas! ¡Abra la puerta!

Anna apoyó la espalda contra la puerta, tomó aliento y cerró los ojos.

– ¿No sabe la hora que es? ¡Identifíquese! -dijo perentoriamente.

McConnell miró su reloj: las doce y minutos.

– ¡Soy el Sturmmann Heinz Weber! ¡El comandante Schörner requiere su presencia en el campo! ¡Inmediatamente!

Anna echó una ojeada a la cocina, se volvió y abrió la puerta. Se encontró ante un hombre alto, un cabo, cuyo aliento humeaba en el aire frío.

– ¿Qué sucede, Sturmmann?

– No lo sé, enfermera.

– ¿Vino en auto?

Nein, en moto con sidecar. De prisa, por favor.

– Espere. Debo vestirme.

– ¡Rápido! El Sturmbannführer me fusilará si llegamos tarde.

– ¿Tarde para qué?

– ¡De prisa! -insistió el cabo, y se alejó de la puerta.

Anna atravesó la cocina sin intención de detenerse, pero McConnell abrió la puerta y le tomó el brazo.

– ¡No vaya! -dijo para su propia sorpresa y la de Anna.

– Debo hacerlo -dijo con una mirada extrañada-. No hay alternativa.

Stern la empujó hacia su dormitorio, luego empujó a McConnell hacia la escalera, lo siguió y cerró la puerta.

– ¿Qué mierda pretende? -preguntó.

Ante el silencio de McConnell, Stern le rozó el pecho con la culata de la Schmeisser. Veloz como una víbora, McConnell le dio un violento empellón en el pecho que lo estrelló contra la pared.

– No vuelva a hacer eso. Jamás.

Atónito por la reacción, Stern se limitó a mirar al norteamericano que subía la escalera y se sentaba junto a la puerta.

– Ella no tendrá problemas -dijo-. Hasta ahora se las ha arreglado de lo más bien sin su ayuda.

McConnell lo miró furioso.

– ¿Qué sabe usted? ¿Y si Schörner y Brandt están torturando a las enfermeras? No sabe de lo que son capaces esos hijos de puta.

– ¿Y usted sí, doctor? Pasó toda la guerra a salvo en Inglaterra.

McConnell bajó la escalera y fue a la biblioteca desvencijada contra la pared del fondo. Tomó el diario de Anna del anaquel detrás de los libros de contabilidad y lo arrojó a Stern.

– Eso es lo que sé. Debería leerlo. Tal vez le revolvería el estómago, aunque quiere hacernos creer que es imposible.

Stern miró el diario:

– Claro que es posible. Y sé muy bien de qué son capaces esos hijos de puta. Hace diez años que los judíos lo estamos sufriendo.

McConnell se puso en cuclillas.

– ¿Cree que hallaron los cadáveres? ¿O tal vez las garrafas?

– Los cadáveres, no. No han tenido tiempo.

– Tal vez deberíamos ir a la cima. Si decidimos que la partida está perdida, estaremos a tiempo para soltar las garrafas y gasear el campo.

Stern abrió la boca, pero no respondió. La sugerencia de McConnell persistía en el aire como un desafío.

– Quiero decir que si Schörner está enterado -prosiguió McConnell-, esa sería la única manera de llevar a cabo la misión.

– ¿Quiere decir que está dispuesto a matar a los prisioneros?

– Y si no, ¿qué?

– Olvídelo, doctor. Esperaremos aquí.

– ¿Y si vienen a buscarnos?

– Si vienen, los mantendré a raya todo el tiempo posible. Usted tratará de esquivarlos e irá allá arriba. Aquí tengo todo el equipo para escalar. Podrá gasear el campo usted mismo.

Aunque aparentaba hablar con convicción, McConnell se dio cuenta de la mentira. Si aparecieran los SS, jamás llegaría a la cima de la colina. Probablemente, ni siquiera saldría vivo de la casa. Stern lo sabía. Por consiguiente, ¿qué le impedía subir la cuesta ahora mismo para poder lanzar las garrafas en caso de necesidad?

Algo en su mirada le impidió a McConnell hacerle la pregunta.


El portón de Totenhausen estaba abierto de par en par. La moto conducida por el cabo entró sin detenerse, cruzó el campo de instrucción y la Appellplatz para detenerse frente al hospital.

– La esperan en el sótano -dijo-. En la morgue.

Anna bajó del sidecar y entró en el hospital. A la izquierda estaba la escalera tanto para subir a las plantas altas como para bajar al sótano. Cruzó la puerta y bajó.

Al diseñar el hospital de Totenhausen, Klaus Brandt había prestado atención especial a la morgue. Allí realizaba gran parte de su trabajo, sus análisis tanto de los gases como de los efectos patológicos de la bacteria meningococo. En el centro había cuatro mesas para realizar autopsias, pero lo más notable era una pared que parecía un espejo en la cual estaban empotrados cuatro cajones de acero inoxidable. Cada uno podía alojar a dos cadáveres de adultos o cuatro de niños.

A pesar de su fortaleza de ánimo, Anna estuvo a punto de desmayarse. La mesa más próxima estaba vacía, pero en la segunda yacía el cuerpo desnudo de un hombre al que reconoció desde lejos: era Stan Wojik. La barba negra del polaco estaba apelmazada por la sangre; su cabeza, hinchada por los golpes; su corpachón, cubierto de heridas y moretones. El vaticinio de Jonas Stern se había cumplido: Anna había visto tantos cadáveres que no le cabía duda de que Stan Wojik estaba muerto.

– Adelante, enfermera -dijo una voz desde el fondo.

El comandante Wolfgang Schörner apareció de atrás de una estantería metálica. En su mano izquierda sostenía un teléfono y en la diestra el auricular. La saludó con un gesto.

– Efectivamente, Herr Doktor -decía-. Faltan dos de los hombres de Sturm. No volvieron de la patrulla. Claro que podrían estar borrachos en alguna taberna, pero lo dudo.

Anna sabía que no debía escuchar la conversación, pero era difícil evitarlo. La tercera mesa atraía inexorablemente su mirada. "No mires", dijo su voz interior. "No podrás soportarlo." Se obligó a mirar a Schörner, quien se paseaba con el teléfono, cuyo cable era muy largo.

– Beck sigue convencido de que el blanco es Peenemünde, pero yo no estoy tan seguro -decía-. Me parece que los Aliados están enterados de nuestra existencia. Atraparon a los polacos entre Totenhausen y Peenemünde, pero eso no nos dice nada sobre sus actividades o intenciones. Debemos interrogarlos. El Standartenführer Beck ya está en camino desde Peenemünde con un interrogador de la Gestapo.

Schörner escuchó atentamente durante un par de minutos.

– Me parece que no vale la pena que se tome la molestia, Herr Doktor. Conoce a la Gestapo. Estoy de acuerdo. Estaré presente durante el interrogatorio. He llamado a una enfermera para que lo deje presentable. Sí, Gute Nacht.

Schörner cortó la comunicación y llamó a Anna con un gesto. Ella lo miraba fijamente. No quería ver los ojos del hombre tendido sobre la tercera mesa.

– Quiero que limpie a este hombre -ordenó Schörner-. Está golpeado, pero haga lo que pueda.

No había manera de evitarlo. Anna lo miró.

Los ojos de Miklos Wojik eran los de un animal apresado por una trampa de acero. Al verla se largó a llorar.

"Dios me perdone", pensó Anna. "Que no diga mi nombre."

– ¿Está muy mal? -preguntó Schörner.

Anna retiró la sábana que cubría el cuerpo del joven polaco. No había sufrido la suerte de su hermano. Tenía un hematoma en el pecho y una muñeca aparentemente fracturada, pero no mostraba cortes ni quemaduras. Carraspeó.

– ¿Qué pasó, Sturmbannführer?

Schörner miró a Miklos Wojik con frialdad profesional.

– Es un partisano polaco. Hubiera preferido interrogar al otro, pero el Hauptscharführer Sturm y sus hombres los detuvieron y los interrogaron en el lugar. Evidentemente, el entusiasmo de Sturm pudo más que su profesionalismo.

Anna miró a Stan Wojik. Desde ese ángulo se veía que la zona genital estaba muy lastimada, probablemente como resultado de los puntapiés. Era fácil imaginar el placer de Sturm al realizar la tarea. Se preguntó qué hubiera sido del Hauptscharführer si se hubiera topado con Stan Wojik sin el respaldo de sus matones armados.

– Un agente de la Gestapo vendrá a interrogar a este hombre -dijo Schörner-. Está muy disgustado por la muerte prematura del otro prisionero. Confío en que lo tendrá en buenas condiciones cuando él llegue.

Anna asintió:

– Haré lo que pueda, Sturmbannführer.

Bitte. -Schörner la miraba a los ojos con el fervor de un sacerdote, cuando el estrépito inconfundible de una descarga de fusilería retumbó en los pasillos.

Sturmbannführer! -exclamó Anna-. ¿Qué fue eso?

– Nuevas represalias -dijo Schörner, inmutable-. El Hauptscharführer Sturm cree que la ausencia de sus hombres se debe a algo más grave que el whisky o las mujeres alegres. Convenció a Brandt de que la mejor manera de desentrañar el misterio consiste en matar a unos cuantos prisioneros. En este momento los están fusilando contra el paredón del hospital. -Schörner hizo un gesto de desdén. -Como si los infelices encerrados aquí pudieran mantener una red de espionaje.

– ¿A quién mataron esta vez? -preguntó Anna.

Schörner entrecerró los ojos:

– ¿Le interesa algún prisionero en particular?

– No, Sturmbannführer. Preguntaba por curiosidad.

– Aja. Bueno, creo que mataron a cinco mujeres judías y cinco varones polacos. Van a repetir los fusilamientos cada veinticuatro horas.

El tono sereno de Schörner indicaba que Rachel Jansen no estaba entre las condenadas. Pero tal vez sí. Tal vez lo considerara la mejor manera de evitar dificultades en el futuro…

– Usted es Fraulein Kaas, ¿no es cierto?

– Sí, Sturmbannführer -respondió, al borde del pánico.

– ¿Su hermana es la esposa del Gauleiter Hoffman?

– Sí, Sturmbannführer.

– Escuche bien. Es evidente que cualquier enfermera podría bañar al prisionero. La hice llamar a usted porque es una persona de confianza. Alguien que está al tanto de lo que se hace aquí, pero al mismo tiempo es… de afuera. ¿Entiende?

– Creo que no, Sturmbannführer.

– Se lo diré con claridad. Si usted tuviera que señalar a un miembro del personal del campo que fuera capaz de traicionar, ¿a quién elegiría?

– ¿Traicionar, Sturmbannführer?-preguntó Anna con un hilo de voz.

– Sí. Hay alguien en el campo que filtra información a la resistencia polaca o a los Aliados. Tal vez a ambos. Desde luego, no es un prisionero. Estoy enterado desde hace tiempo de una radio clandestina que opera en esta zona.

Anna comprendió que Schörner jugaba con ella al gato y el ratón. Estaba a punto de detenerla. El hombre de la Gestapo venía a interrogarla a ella, no a Miklos Wojik.

– ¿Conoce a los técnicos del laboratorio? -preguntó Schörner.

– ¿A los técnicos? No, Sturmbannführer.

– ¿No se cruza con ellos en Dornow? ¿En la taberna?

– No hago vida social, Sturmbannführer.

– Mal hecho. Usted es una mujer hermosa. ¿Y sus compañeras de la enfermería? ¿Confía usted en su lealtad política?

Su mente era un torbellino, no sabía qué pensar, cómo responder. ¿Qué diría Jonas Stern?

Schörner tamborileó sobre la mesa de autopsias como si Miklos Wojik no existiera.

– ¿Somos el blanco? -murmuró-. La radio, Gauss, el auto robado… y ahora, los polacos. -Dio un golpe sobre la mesa. -Debo ir a la oficina de Brandt, enfermera. Le doy tiempo hasta mi regreso para pensar en lo que acabo de decirle.

"No aguanto más", se dijo. "Tengo que salir dé aquí."

Sturmbannführer, debo ir a la sala de guardia a buscar un botiquín.

– Mandaré, a buscarlo. Usted, ocúpese de este hombre. -Salió rápidamente.

Anna empapó un trapo con agua tibia para lavar la frente de Miklos. El joven polaco lloraba.

– Miklos, Miklos -susurró-. ¿Qué pasó?

Meneó la cabeza con impotencia:

– Mataron a Stanislaus -dijo con voz ronca-. Antes… le pegaron. ¡Desgraciados!

Anna contuvo su dolor.

– ¿Enviaron el mensaje a Suecia? ¿Llegaron al transmisor?

– No. Lo siento. No anduvimos más de quince kilómetros. Los bosques estaban llenos de soldados. Estaban en todas partes, como si nos buscaran.

– A ustedes, no. Buscaban a otros.

– Tus amigos. El sargento que mató a Stan preguntaba sobre los paracaídas. ¿Pescaron a tus amigos?

– Todavía no. ¿El papel, Miklos? ¿El que te dio el judío?

– Stan se deshizo del papel. No lo encontraron.

– ¿Estás absolutamente seguro? -preguntó Anna con un destello de esperanza.

– Lo quemó antes que llegaran. -Miklos respiraba agitadamente. -Stan peleó. Peleó tanto que le dispararon a las piernas para derribarlo sin pelear y…

Anna le tapó la boca con la mano.

– No pienses en eso, Miklos. Respira por la nariz. Te estás hiperventilando.

El polaco le aferró la muñeca con desesperación y le apartó la mano.

– Ayúdame, Anna -imploró-. Debes ayudarme.

Contuvo las lágrimas con esfuerzo. Parecía que su destino era acompañar a los condenados sin poder hacer nada por ellos.

– No puedo hacer nada por ti.

– Sí que puedes, Anna. Debes hacerlo.

Oyeron pasos de borceguíes en la escalera, y un soldado SS entró a la carrera con el botiquín negro. Se lo entregó y fue a apostarse al pie de la escalera.

Anna se inclinó sobre Miklos para lavarle el pecho con el trapo húmedo.

– ¿Qué quieres que haga? -susurró.

– Mátame -dijo Miklos con menos de un hilo de voz.

Anna se puso pálida.

– Debes hacerlo. Stan no les dijo nada porque era fuerte. -Las lágrimas bañaban sus mejillas. -Yo no soy fuerte, Anna. Tengo miedo. Siempre tuve miedo. Si me hacen lo mismo que a Stan, hablaré. Sé que no podré contenerme.

– No puedo hacerlo.

– ¿Qué está diciendo? -preguntó el centinela desde su puesto. Anna se enderezó:

– Está delirando. Creo que sufrió una conmoción.

Se inclinó otra vez como si examinara sus ojos.

– Viene la Gestapo -dijo el polaco-. Es peor que las SS. Usan la picana eléctrica.

– No puedo hacerlo.

Entonces en los ojos de Miklos Wojik apareció una mirada implorante, tan intensa como Anna jamás había visto en nadie, ni siquiera en las víctimas de los experimentos de Brandt.

– Estoy condenado -susurró-. Moriré de todas maneras. Pero si no haces lo que pido, también morirán tú y tus amigos.

Un hormigueo como de corriente eléctrica surcó sus hombros y las raíces de su pelo. Miklos decía la verdad. Si hablaba, morirían todos. La torturarían a ella. ¿Cuánto tiempo resistiría si daban rienda suelta a Sturm? Y si sobrevivía, la enviarían al campo de Ravensbrück para mujeres…

Abrió el botiquín portátil negro y estudió las hileras ordenadas de ampollas y jeringas de vidrio sujetas por bandas elásticas en sus ranuras correspondientes. Antisépticos, anestesia local, sulfamidas, insulina… ¿Insulina? No: para matarlo se requeriría una enorme sobredosis, y la caída del nivel de azúcar provocaría calambres musculares que llamarían la atención del centinela. Ah, ahí…

Del fondo del botiquín tomó una ampolla de morfina, luego apoyó el oído sobre el pecho de Miklos Wojik.

– ¡Guardia! -exclamó-. ¡Este hombre sufre palpitaciones!

– ¡Pediré un médico! -dijo el SS, y fue al teléfono.

– ¡No, necesito adrenalina inmediatamente! ¡Vaya a la farmacia y tráigame una ampolla!

– No puedo abandonar el puesto -observó el centinela, desconcertado.

– ¡El prisionero morirá!

El SS asintió:

– No tardo.

Anna tomó una jeringa de diez centímetros cúbicos y la llenó con seis de morfina. No había tiempo para colocar un torniquete que hinchara la vena ni podía usar una vena superficial que dejara rastros de una inyección. Estudió el cuerpo desnudo de Miklos. Su ingle mostraba rastros de golpes, como la de su hermano. Uno de esos hematomas cubría el ligamento inguinal, debajo del cual discurría la vena femoral. Se necesitaba mucha experiencia para poder encontrarla a ciegas, pero Anna la había usado con decenas de prisioneros cuyas venas superficiales estaban demasiado debilitadas. Con dos dedos de su mano izquierda apretó la carne entre el pene y el hueso de la cadera derecha. Miklos gimió de dolor, pero ella sintió el latido de un pulso fuerte bajo las yemas de sus dedos.

Tras una ojeada a la escalera, colocó la aguja en ángulo cerca de sus dedos y atravesó la piel lastimada. Al tirar del émbolo, la sangre oscura entró en la jeringa. Oró en silencio, cerró los ojos e inyectó el contenido de la jeringa en la vena.

Cuando retiró la aguja, Miklos alzó la cabeza:

– ¿Ya está?

Por primera vez desde que tomó la decisión pudo mirarlo a los ojos. Estaban cerrados.

Boze -murmuró-. Dios te bendiga, Anna. ¿Cuánto tiempo?

– Poco. Dios me perdone este acto terrible.

Miklos abrió los ojos. Eran pardos y muy grandes.

– Yo te perdono -dijo con vehemencia-. ¡Yo mismo te perdono! Dios te envió a mí, Anna. Eres su ángel, pero no lo sabes. Así sucede siempre, ¿no?

Oyeron un estruendo de botas en la escalera. El soldado volvió a la carrera con la ampolla de adrenalina.

– ¿Está vivo?

– Sí. Danke. Creo que sufrió un ataque de pánico. Pero su corazón está muy débil.

– Cualquiera en su lugar sentiría pánico -murmuró el guardia.

Miklos cerró los ojos para no mirar al SS. Anna permaneció rígida a su lado. Su respiración se volvía más lenta. Cuando el guardia volvió a su puesto, Anna fue al otro lado de la mesa y tomó la mano del joven polaco. Miklos le devolvió el apretón débilmente. Dos minutos después entró en coma. Le sostuvo la mano durante un minuto más para estar segura y la soltó. Había llegado al límite de su resistencia.

– Se ha dormido -dijo al guardia-. No puedo hacer nada más por él. Está presentable para el interrogatorio. -Con su última reserva de valor, añadió: -Dígale a Wolfgang que volveré si me necesita, pero ahora debo dormir. Mañana estoy de turno.

Tomó la ampolla de adrenalina del botiquín para justificar esa parte de su versión de los hechos y fue a la puerta. Sabía que debía esperar el regreso de Schörner. Al partir cometía un error fatal. Debía permanecer ahí y hacer el papel de la enfermera desconcertada mientras Schörner daba explicaciones al agente de la Gestapo que venía de Peenemünde. Pero era más fuerte que ella.

El soldado le cerró el paso en la escalera, pero finalmente se apartó, intimidado por la pose profesional de Anna y su tratamiento familiar del comandante Schörner. Subió la escalera y salió del hospital. Sabía que cada paso la condenaba, pero no se detuvo. Siguió caminando hasta salir por el portón principal de Totenhausen.

Diecisiete minutos después, Miklos Wojik estaba muerto.

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