37

– Se fue -dijo McConnell. Cerró la puerta rápidamente para evitar que entrara el frío.

– ¿Qué dijo? -preguntó Anna desde la mesa.

Ahora que no lo distraía la energía maniática de Stern, McConnell advirtió por primera vez el tremendo desgaste sufrido por ella. Su piel, sobre todo en torno de los ojos, había perdido la palidez del primer día; estaba oscura y brillosa como la fruta excesivamente madura.

– Va a regular las garrafas para que estallen a las ocho de la noche. Es la hora en que lanzará las demás. Dijo que yo baje al sótano y usted espere aquí.

Lo miró sorprendida:

– Pensé que le diría que subiera la cuesta y lanzara las garrafas si lo pescaban.

– Ha descartado esa posibilidad.

– ¿Y usted qué piensa?

McConnell se sentó frente a ella.

– La verdad, no sé si sería capaz de trepar al poste. No me entrenaron para eso.

– ¿Tiene que hacerlo para soltar el gas?

– Eso dice Stern.

– Puedo ir con usted y ayudarlo -dijo Anna-. No tengo motivos para quedarme.

– No tiene motivos para correr el riesgo de venir conmigo. Además, está… exhausta. ¿Por qué no trata de dormir?

Anna se cruzó de brazos como si tuviera frío.

– No puedo dormir. Es verdad que estoy exhausta, pero no quiero. Schörner podría mandar a buscarme en cualquier momento.

McConnell evaluó mentalmente los peligros de quedarse sola en la casa o acompañarlo.

– ¿Alguna vez sospecharon de usted, Anna?

– Creo que no. Pero Schörner no tardará en atar cabos. -Se apartó el pelo de la cara. -Si vienen a buscarme… si viene el sargento Sturm, prefiero matarme antes que me lleven.

McConnell la miró a los ojos. No estaba solamente exhausta, sino aterrada. Qué estúpido, no haberlo visto antes. Y lo del suicidio lo decía en serio.

– Vea, no la dejaré aquí. Vendrá con nosotros.

– Stern dijo que los ingleses no lo permitirán.

McConnell se crispó al oír el ruido de un motor en el camino a Dornow, pero el vehículo no se desvió al pasar frente a la casa.

– ¿Cuánto hace que colabora con el SOE? -preguntó.

– Seis, siete meses.

– Me importa un bledo lo que digan los ingleses. Smith está en deuda con usted.

Lo miraba fijamente. En sus ojos creyó, o mejor, deseó ver un destello de esperanza de salvarse. Evidentemente, había tratado de no pensar en lo que sucedería después del ataque. Pero ahora que él le ofrecía una esperanza, parecía querer aprovecharla.

– ¿Y la colina?

– Al diablo con eso. Prefiero esperar aquí.

– ¿En el sótano?

Extendió el brazo sobre la mesa:

– Con usted.

Bajó la vista, pero no tomó su mano.

– Stern me dijo que es casado.

– Es verdad.

– ¿Por qué no me lo dijo anoche?

– Qué sé yo. Usted no me preguntó.

Lo miró otra vez:

– ¿Qué quiere, doctor?

– A usted.

– Eso lo sé. Quiero saber por qué.

Trató de pensar en una respuesta racional, pero no la halló.

– ¿Piensa que puede morir mañana? ¿O esta misma noche?

– No es por eso -dijo después de pensarlo un instante.

– ¿Entonces?

– Porque la quiero.

– ¿Me quiere? -se extrañó Anna con un dejo de ironía-. No me conoce.

– Sí que la conozco.

– Está loco.

– Sin duda.

– No diga que me quiere, doctor. No lo diga para convencerme de que le entregue mi cuerpo porque no es necesario.

– No es fácil para mí decirlo. En toda mi vida se lo he dicho a dos mujeres.

Lo miró fijamente para ver si trataba de engañarla.

– Sé que muchos hombres lo dicen sólo por eso -prosiguió McConnell-. Seguramente es la manera más fácil de conseguir que una mujer se entregue.

– Pero lo dice ahora.

Su mirada no vaciló:

– Sí.

– Es casado.

– Sí.

– ¿No ama a su esposa?

– Sí, la amo.

– Pero no está aquí para reconfortarlo. Yo estoy aquí.

Mientras hablaba, McConnell miraba sus ojos. Su mirada era tan elocuente como sus palabras: subrayaban cada pregunta o afirmación, le agregaban matices sutiles, pero inconfundibles.

– Hace cuatro años que no está conmigo para reconfortarme. Me las he arreglado bien sin… sin eso.

– ¿No hubo tentaciones allá? ¿En Inglaterra?

– Sí las hubo.

– ¿Las resistió? ¿Fue leal?

– Traté de serlo.

– Pero ahora no quiere ser leal.

Suspiró, cansado de sus preguntas.

– ¿Qué es esto, un test psicológico? Esto no me hace sentir leal. Lo único que siento es que estoy en el infierno o algo muy parecido. Hace una semana era un pacifista y un marido fiel. Esta noche he planificado un asesinato en masa y ahora estoy pensando en cometer adulterio. -Su propia risa le sonó extraña. -Paso a paso. Primero el adulterio, después un asalto para entrar en calor… y después el ataque en regla, con gases tóxicos.

– Basta.

– Sí, dejemos eso. -Se levantó. -Subamos la cuesta.

– ¿Cómo se llama su esposa, doctor?

– ¿Qué?

– ¿Cómo se llama su esposa?

– Susan.

– ¿Tienen hijos?

– No. Todavía no.

Se levantó lentamente. Llevó su mano al primer botón de la blusa, el del cuello. Lo desabrochó y buscó el siguiente.

– Con toda humildad, pido que Susan me perdone por lo que voy a hacer.

La miró mientras desabrochaba la blusa hasta dejar al descubierto sus hombros y luego sus senos.

– ¿Por qué lo dice?

Dejó caer la blusa.

– Porque es su esposa. Porque está aquí presente y de nada vale fingir lo contrario. -Desabrochó su falda, que cayó al piso con un crujido suave. Dio un paso adelante. Una vena le latía en la base del cuello.

– No voy a sentir vergüenza por esto -declaró con voz temblorosa-. A pesar de lo que vamos a hacer. Esto es lo que es, pero me niego a sentir vergüenza.

Alzó las manos como si quisiera detenerla.

– ¿Está segura?

– Sí.

– ¿Porque piensa que podría morir mañana?

– En parte es por eso.

Sintió una punzada de dolor. Aunque era imposible, había deseado algo más.

– ¿Y también por Franz Perlman? ¿El hombre que amó?

– No -respondió con una leve sonrisa-. Eso quedó atrás.

Con un dedo le rozó los labios.

Él la atrajo y la besó en la boca. Sintió calor en la nuca, su corazón empezó a latir con violencia. Ella apretó el cuerpo contra el suyo: no quería negarle nada.

– De prisa -murmuró-. Schörner podría llegar en cualquier momento.

Retrocedió hacia el dormitorio, llevándola consigo y besándola mientras ella le desabrochaba la camisa. Después de cuatro años de abstinencia el roce de su piel, la presión de sus senos contra su pecho le infundía un fuerte calor. En el borde de la cama, Anna apartó el grueso edredón, sin dejar de besarlo.

Zeig's mir -dijo-. Muéstrame cuánto me quieres.

Y cuando se entregó, él tuvo la sensación de que se hundía en ella, que dejaba atrás mucho más que los terrores y la incertidumbre de los últimos tres días. Muéstrame cuánto me quieres, dijo ella. Pero él oyó, muéstrame que estamos vivos…

Y lo hizo. Sin embargo, al hundirse profundamente en ella, en medio del sudor y los jadeos y el vértigo, no pudo sustraerse a la sensación de que hacían el amor a la sombra de un terrible abismo, que se abrazaban con la desesperación de los condenados.


Jonas Stern estaba tendido boca abajo sobre la nieve, a escasos diez metros del alambrado eléctrico del lado oriental de Totenhausen. A su lado tenía el talego de cuero. La oscuridad y los árboles lo ocultaban de los vigías en las torres, pero las perreras estaban al otro lado del cerco. Contuvo el aliento mientras un soldado SS pasaba bordeando el alambrado, llevando un pastor alemán con bozal.

Ya había enterrado las dos garrafas en la nieve, en zanjas cavadas en ángulo ascendente y perpendiculares al alambrado. Sólo las válvulas asomaban sobre la nieve. Había moldeado el explosivo plástico en las juntas de las válvulas con las garrafas. Sólo faltaba armar el plástico con los detonadores de tiempo. Si todo marchaba bien, los detonadores harían saltar las válvulas de acero, el gas presurizado atravesaría el alambrado hacia las perreras y la cuadra de los SS.

El problema no eran las garrafas sino las patrullas. En el trayecto desde la casa hasta el campo Stern tuvo la impresión de que una división entera de las SS había ocupado la zona. Había demorado más de dos horas en llegar de la casa al alambrado y dos veces había estado a punto de caer. La muerte de los dos SS había provocado una reacción mayor de lo previsto. Tendido en la nieve junto a las garrafas, trató de pensar en sus próximos pasos.

Según su experiencia, las patrullas militares alcanzaban su nivel más bajo de eficiencia en la hora anterior al alba. En eso todos los ejércitos se parecían. Convenía esperar ese momento. Lo había hecho antes, y ahora le parecía lo más prudente. No era cuestión de caer en manos de Schörner por culpa de la impaciencia. La caja que había robado en Achnacarry contenía una colección de detonadores ajustables a distintos plazos. Aunque esperara hasta el amanecer, podía regularlos para que estallaran a las ocho de la noche. Pensó en la cara que habría puesto el coronel Vaughan al descubrir la ausencia de los detonadores y tuvo ganas de reír. Pero no lo hizo.

Oyó un crujido de botas y el jadeo de un perro.


Klaus Brandt estaba solo en su oficina en el hospital, sin otra luz que la de la lámpara del escritorio.

– Así es, Reichsführer -dijo por el teléfono negro-. Cuanto antes, mejor. Los equipos antigás eran mi única preocupación, pero Raubhammer ya los envió. Mañana los pondré a prueba.

– Tengo una sorpresa para usted, Brandt -anunció Himmler-. Se habrá preguntado por qué le he pedido planos esquemáticos de todo su equipo e informes detallados de las pruebas.

Brandt hizo girar los ojos.

– Confieso que he sentido curiosidad, Reichsführer.

– Le agradará saber que en el último año hice abrir una gran fábrica en la roca bajo los montes Harz. Lo hicieron trabajadores rusos. Si la prueba en Raubhammer resulta bien, y no tengo la menor duda de que así será, dentro de cinco días usted se hará cargo de esa fábrica para la producción industrial de Soman Cuatro.

Brandt tamborileó con los dedos sobre el escritorio. No esperaba menos: habría sido una ofensa.

– No sé qué decir, Reichsführer.

– No me lo agradezca. La mejor muestra de gratitud será la mayor producción posible de Soman hasta el día que los Aliados invadan Francia. ¡Le mostraremos a Speer lo que valen las SS!

– Le doy mi palabra, Reichsführer. Pero, ¿mi trabajo aquí? ¿Mi equipo de laboratorio, el personal, el hospital?

Himmler chasqueó la lengua con fastidio.

– Olvide ese tallercito, Brandt. En Harz tendrá todo lo que necesita, pero en escala veinte veces mayor. Desde luego, conservará a los colaboradores que desee. Ya he dispuesto reconvertir Totenhausen en una planta avícola.

– Comprendo. -La noticia lo había desconcertado. -¿Y los sujetos de laboratorio?

– ¿Se refiere a los prisioneros? Una vez que termine el trabajo, elimínelos. El secreto debe ser total.

Brand tomó una pluma y empezó a hacer garabatos en una libreta.

– Tal vez debería esperar a que concluya la prueba en Raubhammer. Sólo para estar seguro.

Berlín respondió con un silencio frío.

– ¿Tiene alguna duda, Herr Doktor?

Brandt carraspeó, fustigándose mentalmente por su exceso de prudencia.

– En absoluto, Reichsführer. Mañana mismo desmantelaré el laboratorio.

– ¿Y los prisioneros?

– No quedarán rastros.


A cincuenta metros de la oficina de Klaus Brandt, el comandante Wolfgang Schörner se sirvió una copa de coñac y se sentó en el sofá. Ariel Weitz acababa de traer a Rachel a su alojamiento, porque sus tareas lo habían ocupado hasta más tarde de lo previsto. Había sido un trabajo arduo, pero por fin podía descansar. Rachel entró y sin una palabra empezó a quitarse maquinalmente la casaca.

Schörner se levantó rápidamente y bajó la prenda.

– Un momento -dijo-. Debemos hablar. Tengo una sorpresa, algo que esperabas escuchar.

Se sentó plegó las manos sobre el regazo y aguardó.

– ¿Sabes qué es la Eindeutschung?

Meneó la cabeza.

Eindeutschung es un plan de rescate de elementos raciales nórdicos y germánicos en los territorios orientales ocupados. En este plan, los niños de dos a seis años que muestran rasgos nórdicos ingresan en uno de los hogares Lebensborn. Los tuyos muestran esos rasgos, sobre todo el varón. Me alegra decirte que hoy obtuve la promesa de que puede haber cupo para tus niños en el hogar en Steinhóring.

Rachel sintió que se le aceleraba el pulso.

– ¿Qué es un hogar Lebensborn, Sturmbannführer?

– Ah, olvidaba que estuviste aislada. Lebensborn es la Sociedad Fuente de Vida, creada por el Reichsführer Himmler para ayudar a las madres solteras de raza pura a tener y criar sus hijos. Los hogares son un modelo de pulcritud.

– ¿Y esos hogares… aceptan a niños cuyos padres no son racialmente puros?

– Efectivamente. Es una cuestión de selección biológica. Pero yo responderé por tus hijos. El director de Steinhóring es amigo de mi padre.

– Aja. -Rachel pensó unos instantes. -¿Qué hacen con los niños cuando cumplen seis años?

– Ah, los adoptan mucho antes. La demanda supera la oferta con creces.

– ¿La demanda? ¿Quién los pide?

– Las buenas familias alemanas, claro. En muchos casos son familias de oficiales de las SS que no tienen hijos.

Rachel cerró los ojos. Schörner no cabía en sí de júbilo.

– No entiendo cómo no se me había ocurrido antes. ¡Es la solución ideal!

– ¿Los educarían como nazis?

Schörner pareció ofendido:

– Como alemanes, Rachel. ¿Te parece tan horrible?

– Jamás volvería a verlos.

Una sonrisa extraña rozó los labios de Schörner.

– El plan Eindeutschung no sólo acepta niños, Liebling.

Rachel se crispó al oír el término cariñoso. Su relación con Schörner no había resultado como lo previo. En lugar de usarla para su propia gratificación sexual, parecía empeñado en crear una parodia grotesca de la vida matrimonial.

– No termino de entender -dijo, tratando de ocultar el destello de esperanza que nacía en ella-. ¿Podría ir con ellos?

La sonrisa de Schörner se desvaneció.

– Eso no sería posible. Pero no desesperes. En poco tiempo me asignarán un nuevo destino. Mis padres aún viven en Colonia. Creo que podré llevarte allá para que te empleen como sirvienta dentro de la Eindeutschung.

– Pero soy judía, Sturmbannführer.

– ¡No lo digas! Los documentos de identidad se consiguen fácilmente, sobre todo en la situación actual. ¿Quieres sobrevivir o no?

Rachel lo miró asombrada. Nada ejemplificaba mejor el abismo que los separaba: Schörner creía ofrecerle un camino de salvación, pero ella sólo veía pena y dolor.

Sturmbannführer, sin mis hijos no vale la pena vivir.

– Recibirían el mejor de los cuidados en un hogar Lebensborn! – afirmó Schörner, exasperado.

– Hasta que los adoptara una familia SS.

– ¡Por supuesto! -Se serenó con esfuerzo. -Escucha… ¿quién sabe? Después de la guerra, podríamos… podrías buscar a los padres adoptivos y convencerlos de que… -Comprendió que era una fantasía absurda. -Rachel -dijo con firmeza-, a esta altura, mi poder para proteger a tus hijos es poco menos que nulo. Debes decidir sin demora. La alternativa…

– ¿Cuál es?

– ¿Quieres saberlo? El trabajo de Brandt está a punto de terminar. Después… no puedo decir más.

– ¡No puedo decidir ya! Necesito tiempo para pensar.

– ¡Tus hijos podrán sobrevivir! ¿No es eso lo que quieres?

¡Si!, gritó su voz interior. La guerra terminará en poco tiempo. Los nazis serán derrotados. ¡Podrías hallarlos! Les dirías a todas las mujeres del círculo lo que haces, y después de la guerra todos sabrían que dices la verdad. Podrías marcar a los niños, dejarles una pequeña cicatriz para demostrar que son tuyos. Claro que te habrán olvidado, habrán cambiado bajo la influencia de los padres adoptivos SS, pero…

Se paró de un salto, demasiado aturdida para pensar con claridad.

– ¿Me necesita aún, Sturmbannführer?

Schörner fue hacia ella, pero se contuvo.

– No. Puedes retirarte. Pero piensa en lo que te he dicho. En estos tiempos reina la desesperación, Rachel. No descartemos las soluciones drásticas.

Lo miró fijamente durante un buen rato. Se volvió, fue a la puerta y golpeó para que acudiera Ariel Weitz a buscarla.


Anna se apartó el cabello de la nuca sudorosa. Estaba desnuda, tapada por el edredón traído del sótano. La luz tenue de dos velas se elevaba del piso. McConnell yacía de espaldas y ella había apoyado su cabeza en su brazo.

– Falta poco para el amanecer -dijo-. Tal vez deberíamos subir la cuesta. Si Stern cae en manos de Schörner, no tendremos otra oportunidad para atacar.

McConnell la abrazó:

– No te preocupes por eso.

– ¿Por qué?

– Porque aunque atraparan a Stern, cosa que no sucederá, los hijos de puta jamás lo obligarían a hablar. Nunca. El loco ese se degollaría con una botella rota con tal de frustrarlos.

Rió suavemente en la oscuridad.

– ¿Por qué no duermes? Yo te cuidaré.

– No puedo. Tal como sucedieron las cosas… tú y yo… la muerte de los Wojik… lo que nos espera. Todo me da vueltas en la cabeza, no puedo dormir. Además, falta poco para que todo acabe. McConnell se tendió de costado y la miró a los ojos: -¿Crees que Stern tiene orden de matarme? -Era la primera vez que expresaba esa sospecha en voz alta. -Quiero decir, si me atrapan.

– Creo que le dieron esa orden, sí -contestó Anna con voz sombría.

– La cápsula de cianuro, ¿no?

– Sí. Se la dan a todos. Sobre todo a los tipos como tú, que saben demasiado. Supongo que tenían miedo de que no la tomaras si te atraparan.

Se alzó sobre un codo.

– Sí me atraparon, Anna. Fue anoche. Stern decidió que no te dijéramos nada. El hecho es que no me mató. Pudo hacerlo fácilmente, pero no lo hizo. En cambio, mató a dos SS.

– ¿La patrulla? ¿Stern los mató?

– Sí.

Ach. ¿Y los cadáveres?

– En la cloaca de Dornow.

– Dios mío. Schörner los encontrará antes de la noche.

McConnell respiró profundamente.

– Tal vez. Pero qué extraño, ¿no? Stern desobedeció la orden.

– No es extraño. Le gustas.

– No es verdad -dijo McConnell riendo.

– Tal vez no sea la palabra justa. Digamos que te respeta. Nunca será como tú.

– ¿Cómo?

– Inocente. Ingenuo. Lleno de esperanzas. -Alzó el edredón para taparse hasta el mentón. -Norteamericano.

– No creo ser ingenuo. Y la verdad es que no me quedan muchas esperanzas.

Anna se volvió bajo las mantas y lo abrazó.

– La verdad, todo esto es una locura. ¿Por qué no bombardearon Totenhausen hasta reducirlo a escombros, y punto?

– Porque con eso no convencerían a Himmler.

Al sentir el roce húmedo de su piel, giró para que ella quedara tendida sobre él. Ella se movió apenas para que pudiera penetrarla. Se miraron a los ojos.

– ¿Quién planificó la misión? -preguntó, inmóvil.

– Un hombre de Churchill. -McConnell le tomó los muslos y trató de moverla, pero ella lo impidió con su peso.

– ¿Churchill está detrás de este plan?

– En última instancia, sí. Hablé con él. Me dio una nota que me absuelve de toda culpa por la gente que pueda morir en la misión. Ni que fuera el Papa, Anna…

Apoyó las palmas sobre su pecho para alzarse. Sus músculos abdominales se contrajeron al empezar a menearse, pero no apartó los ojos de su cara.

– ¿Sabes que haré si escapo?

– Claro que escaparás.

– Bueno… en ese caso estudiaré y me graduaré de médica. Seré pediatra. Si no, no podré vivir con el recuerdo de lo que hizo Brandt a tantos niños.

McConnell no quería pensar en eso. La estrechó con más fuerza y la miró a los ojos. Ella parecía a punto de hablar, pero se inclinó, deslizó los brazos bajo su espalda y lo estrechó con mucha fuerza, aplastando los senos contra su pecho. Hundió la cara en el hueco de su cuello. Era muy fuerte, tanto que al abrazarlo casi le quitó el aliento. Y su deseo, con ser tan intenso no lo era tanto como el de ella. ¿Cómo había podido sobrevivir tanto tiempo? ¿Viviendo en el filo de la navaja entre la cotidianidad y la locura, fingiendo indiferencia ante hechos que trastornarían a un médico forense, guardando silencio, rogando que llegara el día de la venganza?

Anna contuvo el aliento y se alzó sobre él, a la vez que hundía las uñas en la piel de sus brazos. Se había contenido en gran medida. Se había entregado apenas lo suficiente para ofrecerle un refugio. Y él la había poseído. Pero ahora ella lo había olvidado… al menos, la superficie de él. ¿Qué sentía? ¿Qué veía con los ojos cerrados y la cara congestionada? ¿El fantasma de Franz Perlman, el médico judío asesinado en Berlín? ¿O era como un nadador desesperado en un océano oscuro, que vislumbra una luz remota, una esperanza de vida? McConnell quería creerlo. El sería esa luz. La sacaría de Alemania con vida. Ambos escaparían. Pero cuando ella gritó y le aferró el pelo con los dedos mientras agitaba las caderas, sólo oyó el clamor angustiado de alguien cuya luz se ha desvanecido.


Raus! -gritó una voz de hombre-. Raus! ¡Arriba!

McConnell se despertó bruscamente y buscó su pistola. Anna ya la había encontrado. Sentada, con los senos desnudos, apuntaba al pecho de Jonas Stern.

– ¿Le parece gracioso? -dijo.

– Deje eso. Arriba, vístanse. Ya es de día.

– ¿Amaneció? -Se había puesto pálida. -¿Qué hora es?

– Las ocho y media. Las garrafas ya tienen sus detonadores y están enterradas cerca de las perreras. Detonarán a las ocho de la noche.

Anna se destapó y empezó a vestirse. McConnell advirtió que Stern no apartaba la vista.

– Espera -dijo.

Ya se había puesto la blusa y se acomodaba la falda.

– No puedo, es tarde.

– Anna… por Dios, no puedes volver allá.

– Tiene que hacerlo -terció Stern-. Lo decidimos anoche.

– No, qué mierda. -Se levantó, se puso los calzoncillos y le tomó el brazo-. ¿Cómo sabes que Schörner no te espera para interrogarte? ¿Qué mierda le dijo al de la Gestapo que fue a interrogar a Wojik?

– Qué sé yo -dijo Anna mientras se abrochaba el cinturón-. Pero si no voy, vendrán a buscarme y nos matarán a todos. Además, tengo que llevar el tubo de oxígeno a la Cámara E.

– Anna, ese tubo no es tan importante como…

– Basta. -Le tomó la mano. -Si no ha sucedido lo peor, volveré mucho antes de las ocho. -Se alzó en puntas de pie y lo besó en la boca. -No te preocupes por mí. Y no te asomes durante el día. Tampoco usted, Herr Stern. Cuento con que ustedes me sacarán de aquí.

Stern miró a McConnell:

– ¿Qué significa esto?

Anna sonrió y subió la escalera rápidamente. Salió sin mirar atrás. McConnell se puso los pantalones grises de su uniforme de SS.

– La llevaré conmigo. ¿Tiene algún problema?

Stern se encogió de hombros:

– Eso queda entre usted y la Marina Real, doctor. Claro que su esposa tal vez quiera opinar al respecto.

– Váyase a la mierda.

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