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El vistoso tartán de los Cameron ondeaba como una bandera, atado a la correa del tubo de oxígeno. McConnell salía de la casa seguido por Anna.

– ¡Un momento! -dijo-. Ahí viene Stern.

A unos ochocientos metros de la casa, un par de faros de automóvil venía por el camino que bajaba de las colinas hacia Dornow. Al pie de las colinas apareció otro par de faros que seguía al primero.

– ¿Lo persiguen? -preguntó McConnell, preocupado.

– No es Stern -dijo Anna con voz sorda-. Son las ocho menos diez. Si no lo han atrapado, estará en el poste. Mira la diferencia entre los faros. Es un auto de campaña seguido por un camión de tropas. Dios mío, ya vienen. Seguro que Stern cayó y tal vez Schörner pudo hacerlo cantar.

Arrancó el tubo del hombro de McConnell y lo arrastró hacia el Volkswagen de Greta. Lo dejó en el asiento trasero y tomó cuatro granadas del talego de cuero de Stern.

– ¡Sube al auto! -exclamó-. Tírate al suelo. ¡Rápido!

– ¿Qué diablos piensas hacer?

– Hay un solo camino a la estación transformadora, y es por donde vienen ellos. No podemos pasarlos. Voy a esperar en la puerta para que vengan derecho a mí. Cuando lo hagan, tú…

Le aferró los brazos y la sacudió:

– ¡No te dejaré aquí para que te maten!

– Entonces moriremos los dos en vano.

El suelo ya temblaba al acercarse los pesados vehículos.

– ¡Tiene que haber otra forma!

Anna miró una vez más los faros que se acercaban.

– Está bien -dijo. Dejó las granadas en el asiento delantero. -¡Sígueme! -Corrió al interior de la casa, encendió todas las luces, abrió la puerta del sótano y gritó: -¡Quieta, Sabine! ¡Va a haber disparos! ¡Podrían matarte por error!

Ante la mirada aturdida de McConnell, cerró la puerta del sótano, abrió un cajón del armario de la cocina y sacó una pistola que él no había visto hasta entonces.

– Stan Wojik me la dio -dijo, y fue hacia el dormitorio.

Una puerta pequeña daba al terreno baldío detrás de la casa. Anna salió primero, bordeó la casa y se arrodilló al llegar a la esquina. McConnell la siguió, demorado por el peso del equipo y el Mauser. Cuando llegó a la esquina, ella corrió hacia el Volkswagen. Él la siguió, sorprendido porque ella fue derecho al asiento del conductor.

Sin darle tiempo a abrir la portezuela, la apartó y rompió la ventanilla de un culatazo. Luego rompió la luz interior. Abrió la portezuela y la empujó hacia el interior, hasta el asiento del acompañante.

– ¡Abajo! ¡Siéntate en el piso!

Anna obedeció. McConnell se tendió de espaldas sobre el asiento, con la cara apenas bajo la ventanilla y a pocos centímetros de la de ella y los pies bajo el volante. Aferró el fusil contra su cuerpo y su dedo buscó el disparador.

– ¿Por qué encendiste las luces? -preguntó.

– Pensarán que si uno viola el reglamento sobre el apagón, seguramente estará en la casa. Pero si deciden revisar antes el auto… -Alzó la pistola.

El chillido de los frenos del automóvil se unió al rugido grave del motor del camión pesado. McConnell, crispado, trató de descifrar los ruidos. El camión se detuvo entre el auto y la casa sin apagar el motor. Se abrieron cuatro puertas y luego se cerraron. Los borceguíes pisotearon la nieve. McConnell alzó apenas la cabeza para echar un vistazo, pero su aliento había empañado los vidrios. Oyeron golpes en la puerta de la casa.

– ¡Fraulein Kaas! -vociferó un hombre-. ¡Fraulein Kaas, abra la puerta!

– Schörner -susurró Anna.

El tableteo de la ametralladora golpeó a McConnell como un choque eléctrico. Schörner había disparado a la cerradura. Se oyó una voz sorda de mujer:

– ¡Socorro! ¡Socorro, en nombre del Führer

– ¡Carajo, Sabine se soltó! -McConnell oyó un estrépito de borceguíes en el piso de madera.

Anna le aferró el brazo:

– Dime qué ves.

Se sentó lentamente y pasó la mano sobre la ventanilla empañada.

– Hay media docena de soldados junto a la puerta de la casa. Otros diez, más o menos, en el camión.

– Prepárate. Cuando yo diga, enciende el motor.

McConnell no había terminado de poner los pies en los pedales cuando Anna arrancó las chavetas de dos granadas. Bajó del Volkswagen tan despreocupadamente como si saliera de un restaurante, se volvió y arrojó las granadas al camión. Cuando estallaron, ella ya disparaba hacia los soldados en la puerta.

– ¡Ahora, por Dios! -chilló. Tenía un pie apoyado en el interior del auto.

McConnell encendió el motor y apretó el acelerador a fondo, pero las ruedas patinaron sobre el hielo.

Las dos granadas estallaron a medio segundo una de otra en medio de un fogonazo enceguecedor. Anna siguió disparando. Un SS irrumpió por la puerta de la casa, pero voló hacia atrás como un perro retenido por una correa. Anna se arrojó al auto y cerró la portezuela. Él aflojó un poco el acelerador y el auto se puso en marcha.

El Volkswagen coleó al salir al camino. Gracias a Dios que había pasado varios inviernos en Inglaterra; un nativo de Georgia sería incapaz de conducir en una ruta helada. Anna cargó la pistola y apuntó por el parabrisas trasero mientras se alejaban.

– No nos siguen -exclamó-. ¿Qué están haciendo?

– ¡Interrogan a tu hermana! -dijo McConnell sin apartar la vista del camino-. Ponte el equipo de Stern. ¡Ahora!


Wolfgang Schörner se levantó del piso de la casa y fue tranquilamente a la puerta. Miró las luces traseras del Volkswagen que se alejaban a toda velocidad hacia las colinas. El cabo SS que conducía el camión se tambaleó hacia él, la cara lívida de terror.

– ¡Cinco muertos, Sturmbannführer!. ¡Ocho heridos! ¿Qué haremos?

– Ante todo, cálmese. -Schörner lanzó un suspiro de satisfacción. -Por fin la guerra ha llegado a Totenhausen, Rottenführer. En la guerra muere mucha gente.

– ¿No los perseguiremos?

– Todavía no. Los idiotas van hacia el campo. -Se volvió hacia la cocina, donde un soldado ayudaba a Sabine Hoffman a incorporarse. -Mis disculpas por la interrupción, señora. Como le decía, nos conocimos hace unos meses en Berlín. ¿No es usted la esposa del Gauleiter Hoffman?

– ¡Sí, Sturmbannführer!

– ¿Puede decirme quién iba en ese auto?

– ¡Mi hermana! ¡Se ha vuelto loca! Dos hombres pasaron casi todo el día aquí. Un norteamericano y un judío. ¡El judío tenía un uniforme del SD!

– Ya lo atrapamos -informó Schörner en tono reconfortante-. ¿Sabe qué planes tenían su hermana y el norteamericano?

– El judío habló de una estación transformadora.

Schörner sintió una punzada de miedo.

– ¿Algo más?

– Anna le preguntó al norteamericano no sé qué cosa sobre los gases tóxicos. Parecía saber mucho sobre el asunto.

Schörner se puso pálido:

– ¿Hay teléfono aquí?

Sabine meneó la cabeza.

– ¡Rottenführer, quiero cuatro soldados en mi auto! El resto nos seguirá en el camión.

– ¿Qué hacemos con los heridos, Sturmbannführer? Algunos no pueden caminar.

– ¡Déjelos donde están!


Treinta y tres kilómetros al norte de Totenhausen, el navegante del bombardero que encabezaba la escuadrilla GENERAL SHERMAN avistó la desembocadura del río Recknitz.

– Ahí está, señor. Hay que virar.

El jefe de la escuadrilla, Harry Sumner, viró el Mosquito hacia el sur.

– ¿Está todo el mundo, Jacobs?

– Nos siguen, señor.

Sumner miró el indicador de combustible. Un viento de frente los había retrasado un poco, pero el mismo viento los ayudaría en el regreso. Habían perdido un avión, obligado a volver debido a un fallo mecánico. Así sucedían las cosas. Pero tenían bombas y bengalas de sobra para realizar la misión.

– ¿Podrá ubicar el blanco, Jacobs? Dicen que está casi tapado por los árboles.

El navegante estudiaba un mapa a la luz de una pequeña linterna que sostenía entre los dientes.

– No se aparte del río -farfulló-. El H2S muestra las curvas. Si el mapa es preciso, el pueblo de Dornow y el río nos servirán de límites. Con las bengalas podremos ver la estación transformadora y el campo.

Sumner miró la oscuridad a través del parabrisas. La cinta de plata del río les indicaba el camino hacia el sur. Era una misión rara, incluso para la Escuadrilla de Tareas Especiales. ¿Penetrar hasta el corazón de Alemania para bombardear un pequeño campo a pedido del SOE? Los mariscales del aire mantenían una guerra constante con Duff Smith para impedir que hundiera sus garras en los dichosos aviones. ¿Cómo había conseguido toda una escuadrilla de Mosquitos? Sumner se lo había preguntado a su superior en Wick, pero éste respondió con una mirada torva y murmuró que "la orden vino directamente de Downing Street".

Sumner no supo que responder. Pero sí sabía una cosa. Desde trescientos metros de altura y sin tener que preocuparse por las baterías antiaéreas, su escuadrilla era capaz de acertarle a una cabina telefónica y dejar sólo un cráter de dos mil metros cuadrados.

– Faltan ocho minutos -dijo el navegante.


– ¡Todavía no nos siguen! -dijo McConnell, mirando el espejo retrovisor. Trataba de mantener la mayor velocidad posible.

– Ya lo harán. -Anna hundió los brazos en las mangas del equipo de hule y alzó la cremallera del pecho. Él le tomó la mano.

– Primero, colócate el casco, así el traje se cierra sobre la parte que cae sobre los hombros. Es la única manera de cerrarlo herméticamente.

Anna tomó las dos máscaras.

– Ponte la tuya -indicó él-. Podré oírte si quieres hablar.

McConnell redujo la velocidad cuando el camino empezó a ascender. Apareció la primera curva cerrada del camino sinuoso que surcaba las colinas. Al tomar la curva vio los faros que los seguían.

– Ahí vienen -dijo-. ¿Conoces los tubos de aire comprimido?

– He suministrado oxígeno a muchos pacientes.

– Bueno, el funcionamiento es el mismo. Abre la válvula, conecta la manguera a la máscara y respira normalmente. -Giró bruscamente para esquivar unos abedules. -¡Diablos, es un verdadero camino de cornisa!

Anna se había colocado la máscara, que emborronaba sus rasgos y apagaba el brillo de sus ojos. Parecía un extra en una película del espacio.

– Las botas me quedan grandes -dijo. Su voz zumbaba a través del diafragma transmisor sobre la boquilla.

– Póntelas. Y baja las piernas del traje sobre ellas. -Aminoró para tomar otra curva-. ¿Cuánto falta para llegar a la estación transformadora?

– Poco.

– Dejaré el auto entre los árboles. Schörner y sus hombres seguirán de largo.

Anna asintió y señaló a su izquierda:

– Despacio.

Pasó de largo por la estación transformadora. En medio de la jungla de soportes metálicos estaba la casilla de madera del vigía; una luz tenue brillaba a través de la ventana. Treinta metros más allá, salió del camino y siguió hasta que lo detuvieron unos troncos.

Se puso la máscara y cerró la cremallera del equipo. El silencio le pareció sobrenatural después de la escaramuza frente a la casa. Anna lo ayudó a sujetar el tubo de aire. Se sentía como un caballo de noria con anteojeras. Antes de conectar la manguera, se inclinó hacia adelante:

– Será mejor que llevemos las armas.

Ella meneó la cabeza y le entregó el Mauser.

– ¿Qué haces?

– Me quedaré aquí. Tal vez Schörner se detenga en la estación transformadora o doble aquí. No podemos correr el riesgo.

– Pero no podrás detenerlos.

– Tengo las granadas de Stern y la pistola. Tú lleva el fusil, pero no lo uses hasta último momento.

– Anna…

– ¡Ya!

Iba a decir algo más, pero ella le colgó el Mauser del hombro y lo alejó de un empujón hacia los árboles. Se volvió un instante a mirarla. Estaba de pie en la oscuridad, inmóvil junto al auto, una hermosa mujer enfundada en hule negro con la cabeza cubierta por una bolsa de vinilo transparente. Ridícula. Trágica. Pensó en el diario que había llevado durante tanto tiempo, y que ahora él llevaba en la pierna izquierda de su equipo antigás. Sólo rogaba que viviera para escribir la última página cuando terminara esa noche.

Agitó el brazo, se volvió y caminó pesadamente sobre la nieve hacia el poste.


El comandante Schörner corría por las colinas al doble de velocidad que McConnell. El cabo nervioso iba a su lado y tres soldados ocupaban el asiento trasero con sus metralletas. El camión los seguía de cerca, tal vez porque su conductor estaba tan furioso y sediento de venganza como los soldados que viajaban en la caja. Schörner dio sus órdenes al cabo.

– Nos separaremos en la estación transformadora. Usted y dos hombres volverán en el auto a Totenhausen. Dígale a Sturm que se prepare para un asalto comando. Habrá un apagón en cualquier momento. La alambrada se quedará sin corriente. Gracias a Dios que se me ocurrió colocar esas minas. Dígale a Sturm que ponga la mitad de sus hombres a vigilar los tanques de gas y la otra mitad alrededor de la fábrica. Dígale… -el auto casi se salió del camino en una curva cerrada, pero Schörner no perdió el control-…dígale que volveré lo antes posible. Apostaré a los del camión en la estación transformadora. Me parece que el norteamericano tratará de detonar explosivos colocados hace unos días. El detonador debe de estar entre los árboles, cerca de la estación transformadora. Ach, daría cualquier cosa por tener uno de los perros de Sturm.

– ¡Sí que tenemos un perro, Sturmbannführer! -dijo el cabo con una sonrisa feliz-. ¡Está en la cabina del camión!

– Aja, por fin tenemos un poco de suerte. -Schörner tomó otra curva y apretó el acelerador a fondo. Lo más extraño, pensó al aferrar el volante como un campeón de automovilismo, era que a pesar de los problemas, hacía meses que no se sentía tan bien.


McConnell se tambaleó en los últimos metros hasta llegar al poste; le ardía la garganta al respirar el aire seco del tubo que cargaba sobre la espalda. Tal como había dicho Stern, encontró las clavijas y las correas junto al pie del puntal. Nunca había usado esos aparejos, pero su funcionamiento era sencillo: una clavija de hierro se proyectaba de cada empeine, soldada a piezas de hierro con forma de anzuelos de pesca que pasaban bajo la suela del borceguí y subían por la cara interior de las pantorrillas, sujetas con correas de cuero. El aparejo de seguridad consistía principalmente en un grueso cinturón de cuero con un aro de hierro adelante; por éste pasaba otro cinturón cuyo diámetro era el del poste. McConnell dejó su fusil, se sentó y se colocó las clavijas.

Luego se colgó el Mauser en bandolera, sujetó el cinturón de seguridad al poste y hundió la clavija derecha en la madera. Pensó que se soltaría al tener que soportar su peso, pero eso no sucedió. Abrazó el poste, se alzó sobre la clavija, deslizó el cinturón hacia arriba, se echó hacia atrás para mantener el equilibrio y hundió la clavija izquierda unos cincuenta centímetros más arriba. De esa manera empezó a ascender con rapidez sorprendente; al mismo tiempo tenía la sensación de subir en círculos, como una víbora que se enroscara en el poste.

No podía ver lejos en la oscuridad, pero Stern le había dicho que los postes bajaban en hilera a lo largo de una faja abierta en las laderas boscosas; los travesaños estaban por encima de todos los árboles salvo los más altos. Un callejón recto de seiscientos cincuenta metros, a un ángulo descendiente de treinta grados: así lo había descrito Stern.

Gritó cuando la clavija derecha se salió de la madera. Se deslizó más de un metro por el poste cubierto de hielo antes de poder abrazarlo con fuerza suficiente para detener la caída. El cinturón de seguridad no la había detenido. Rogó que ninguna astilla hubiera rasgado el buzo antigás.

A tres cuartos de camino hacia el travesaño vio los faros de los vehículos que venían por la cuesta. Parecían parpadear al aparecer y desaparecer entre los árboles. Hundió las clavijas en la madera y pensó en Anna que esperaba allá abajo. Cuando estaba por alcanzar el travesaño, oyó el rugido de un motor.

En un primer momento pensó que el vigía había encendido el motor de un vehículo. Pero el ruido parecía venir del pie del poste. Cuando comprendió, estuvo a punto de deslizarse hasta el suelo.

Pero no llegaría a tiempo. Anna lo había planificado así. No había nada que hacer.

Había resuelto morir por la misión.

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