39

Klaus Brandt estaba impaciente. Parado sobre la nieve frente a la escalera de entrada a su hospital, miró su reloj con fastidio y con un gesto llamó al sargento Sturm.

– Estoy harto de esperar, Hauptscharführer. Empecemos de una vez.

Sturm asintió brevemente.

– Cuando usted diga, Herr Doktor. ¿Realizará usted la selección?

– Hoy no. No hay criterios médicos. Necesito tres sujetos, elíjalos usted.

Zu befehl, Herr Doktor -dijo Sturm, reprimiendo una sonrisa-. Heil Hitler!

Rachel Jansen salió del cobertizo de las letrinas; cargaba a Hannah con su brazo izquierdo, y con la diestra aferraba la mano de Jan. Entonces vio al sargento Sturm y los tres SS que la esperaban.

La lucha desigual terminó en segundos. Dos soldados le arrancaron los niños mientras Sturm y el cuarto hombre le retorcían los brazos. Chillaba y lloraba sin dejar de mirar a sus hijos mientras se la llevaban a la rastra. Jan, azorado, la miró un instante, pero enseguida se volvió hacia Hannah, que había quedado tendida sobre la nieve.

La tercera es la vencida -le gruñó Sturm al oído al atravesar el portón del sector de cuadras hacia la Appellplatz -. Esta vez tengo permiso para matarte.

Su aliento olía a ajo y morcillas.

– Te diré algo más -prosiguió-. Después que mueras me quedaré con los diamantes. Piensa en eso mientras respiras el gas. Tres judíos al horno.

La arrastraron a través del patio de formaciones casi sin dejar que sus pies rozaran el suelo. Había varios hombres frente al hospital. Todos vestían los uniformes marrones, salvo uno que se mantenía apartado.

El zapatero.

¿Tres judíos al horno? Rachel oyó gritos a sus espaldas. Reconoció la voz sin necesidad de darse vuelta: era su suegro, Benjamín Jansen. Entonces comprendió. Sturm había encontrado la manera de eliminar a todos los testigos del incidente de los diamantes. La llevaron junto al zapatero, donde Sturm la dejó al cuidado de los cuatro soldados y se alejó para hablar con Brandt.

– Ni se le ocurra tratar de escapar -susurró el zapatero.

– Nos llevan a la cámara de gas.

– No es como piensa. Están ensayando un nuevo equipo antigás. Tenemos una oportunidad. Yo sobreviví una vez a la cámara con uno de esos.

– Sturm quiere matarme para vengarse de Schörner -murmuró Rachel-. Dios proteja a mis hijitos. Sin mí…

Los chillidos de Ben Jansen, a quien arreaban a los garrotazos, taparon su voz. El zapatero se inclinó para murmurarle al oído:

– Habrá un control. Siempre lo hacen. Debe ofrecerse para usar el equipo. ¿Entiende? ¡Debe ofrecerse!

Rachel oyó el ruido de una motocicleta en el camino de la cuesta.

– Herr Stern, prométame que si vuelve su hijo le dirá que se lleve a mis hijos.

– Frau Jansen, el equipo…

– ¡Prométalo!

El zapatero suspiró, resignado: -Está bien, lo prometo.

Ben Jansen balbuceaba como una criatura pequeña, pero ella no lo escuchaba. Miraba hacia la cuadra de los niños, tratando de divisar a Jan y Hannah. ¿Quedaba alguna posibilidad de que Schörner los enviara a un hogar Lebensborn? Claro que no. Qué idiota había sido al no aceptar su oferta sin vacilar.

– ¡A la Cámara E! -ordenó Brandt desde los escalones.

Dos SS aferraron los brazos de Rachel, la arrastraron hacia el hospital y luego por el pasillo central hacia la puerta trasera, que daba al callejón de la cámara. Ya recorrían el callejón cuando una moto entró a toda velocidad por el otro extremo y se detuvo frente a los escalones. Un hombre con el uniforme gris de combate de las Waffen SS saltó de la moto y la dejó caer sobre la nieve. Fue sólo cuando se quitó las antiparras que Rachel vio el parche sobre su ojo y lo reconoció.

Herr Doktor!-vociferó Schörner-. ¡Debemos poner la tropa en alerta inmediatamente!

El sargento Sturm se abrió paso para colocarse entre Brandt y Schörner.

– El Herr Doktor está realizando un experimento -dijo-. Todo lo demás debe esperar.

Schörner no miró a los prisioneros; sabía que Rachel sería uno de ellos.

– ¡Insisto, Herr Doktor!

Ach, qué olor a mierda -murmuró Sturm-. ¿Dónde estuvo? ¿Paseando por las cloacas?

– Efectivamente.

– Un momento, Hauptscharführer -dijo Brandt serenamente-. Escuchemos al jefe de seguridad.

– Hallé a los hombres desaparecidos, Herr Doktor. Los habían matado por la espalda con armas automáticas. Los cadáveres estaban ocultos en la cloaca de Dornow.

El mismo Sturm pareció anonadado por la novedad. Schörner prosiguió en un tono que no dejaba lugar a dudas sobre la inminencia del peligro:

– Recomiendo que realicemos una inmediata pesquisa casa por casa en Dornow. Que los hombres de Sturm vuelvan inmediatamente de las colinas. Los perros también. Los necesitamos para husmear las paredes y los pisos.

El sargento Sturm volvió la espalda a Brandt.

– Le gustaría, ¿no? -murmuró-. Pero esta vez llegó demasiado tarde.

Brandt bajó un par de escalones, con algo muy parecido al miedo en su rostro amable.

– ¿Quién cree que causó esas muertes, Schörner?

– No lo sé, Herr Doktor. Pudieron ser partisanos o comandos británicos. Tal vez ambos, obrando en concierto. Pero ahora que falta tan poco tiempo para la demostración en Raubhammer, pienso que no debemos correr riesgos. Piense en Rommel. ¡Piense en el Führer!

Brandt se puso pálido.

– ¡Sturm! ¡Reúna a todos los hombres y perros disponibles y registre el pueblo! ¡Inmediatamente!

– Pero el experimento…

– ¡No lo necesito a usted para eso! -lo interrumpió Brandt-. ¡Al trabajo! Schnell!

Sturm miró a Schörner con rabia y se alejó por el callejón.

– ¡Empiecen por la casa del alcalde! -le gritó Schörner-. Que ese fanfarrón idiota se entere de quién manda aquí.

– Bien hecho, Schörner -aprobó Brandt-. Bueno, sigamos con el experimento. Estamos probando la eficacia de los equipos de Raubhammer. Ah, ahí los traen.

Rachel se volvió. Ariel Weitz y tres soldados SS bajaban cuidadosamente los escalones del hospital. Entre los cuatro cargaban dos trajes negros que tenían una especie de bolsa negra con mangueras sujeta a la espalda. Buscó los ojos de Schörner, pero éste se negaba a mirarla.

Schörner carraspeó.

– Tenía entendido que nos enviaron tres equipos, Herr Doktor.

– En efecto. Pero no permitiré que el sudor de un judío ensucie el mío. ¿Lo permitiría usted, Schörner?

Schörner miró la cara de su jefe durante varios segundos antes de responder.

Nein, Herr Doktor.

– Claro que no. Bien, Sturmbannführer, debemos tomar una decisión. Uno de los prisioneros debe servir de sujeto de control. ¿Quién será?

Entonces Rachel comprendió el juego de Brandt. El doctor estaba enterado de las andanzas de su jefe de seguridad. Darle la posibilidad de elegir era un experimento perverso, destinado exclusivamente a su propio disfrute. Antes de que Schörner pudiera responder, Rachel oyó el susurro del zapatero en su oído:

– No puede salvarla. Ofrézcase como voluntaria. Piense en sus hijos…

– Me da lo mismo -dijo Schörner con voz inexpresiva, sin dejar de mirar fijamente a Brandt.

– Sabia respuesta, Sturmbannführer -dijo Brandt con una levísima sonrisa-. Siendo así…

Rachel dio un paso adelante:

– ¡Me ofrezco como voluntaria para probar el equipo!

Brandt la miró con interés:

– Lo mismo haría yo en tu lugar -dijo, mirándola lentamente de arriba abajo. Se volvió a Schörner:

– ¿Qué espera, Sturmbannführer? Debemos complacer a la señorita. Déle un equipo.

Schörner chasqueó los dedos. Ariel Weitz se acercó con un equipo y le abrió el cierre de cremallera.

– ¡Yo también me ofrezco!

Rachel se volvió. Su suegro había seguido su ejemplo. Los ojos de Brandt estudiaron al viejo sastre con frialdad profesional.

– Me parece que no -dijo-. Que se lo den al zapatero. Veamos si tiene suerte una vez más, ¿no le parece, Schörner? Ya sobrevivió a un experimento, pero si mal no recuerdo era una de las primeras versiones de Sarin. Ni la mitad de tóxico que el Soman Cuatro. – Mientras Benjamín Jansen trataba de comprender, Brandt añadió: -Aten al control de pies y manos. No podemos correr el riesgo de que rasgue los equipos en su desesperación.

El viejo sastre quiso resistir, pero Rachel casi perdió la conciencia hasta que se encontró sentada en un rincón iluminado de la Cámara E, enfundada en caucho de pies a cabeza, respirando un aire reseco de sabor metálico. A su lado estaba el zapatero, inmóvil. Detrás de él, contra la pared, había una pequeña garrafa metálica. ¿De allí saldría el Soman? Le pareció improbable. Tuvo la impresión de que alguien la había colocado como al descuido; de color verde pálido, se mimetizaba perfectamente con la pintura interior de la cámara.

Miró a Ben Jansen, que se debatía con sus ligaduras en el rincón opuesto, a escasos tres metros de ella. Le habían ahorrado la humillación de desnudarlo, pero sólo para demostrar mejor el efecto del Soman Cuatro sobre los soldados uniformados de la fuerza aliada. Al ver sus contorsiones, se preguntó sobre el impulso que la había llevado a apartarse de él para aprovechar la única posibilidad que le ofrecía la vida. ¿Lo había hecho por sus hijos? Claro que sí. ¿Sólo por ellos? ¿Qué no haría con tal de sobrevivir un día más? El siseo del gas al atravesar la máscara de caucho le dio la respuesta. Cerró los ojos, consciente de que al volver a abrirlos su suegro habría muerto.

Su único ruego era que se le permitiera volver a abrirlos.


Desde una ventana de la planta alta del hospital, Anna Kaas miraba la escotilla de la Cámara E. En su reloj habían pasado ocho segundos desde que los tres prisioneros quedaron encerrados en su interior. Sabía que los gaseaban durante apenas un minuto. Había visto a los SS cerrar las válvulas detrás de la Cámara E. El resto del tiempo lo dedicaban a eliminar el Soman de la cámara con sustancias neutralizadoras y detergentes. En un experimento con equipos no usaban los métodos habituales de limpieza con vapor caliente y agentes corrosivos porque luego Brandt interrogaba a los sobrevivientes. Agradeció a Dios que no hubieran descubierto el tubo de oxígeno. Al menos, hasta entonces.

Dos hombres con máscaras antigás y guantes de caucho bajaron cautos los escalones de hormigón, abrieron la escotilla de la cámara y subieron a la carrera.

Nadie salió.

Klaus Brandt se arrodilló junto a un ojo de buey y lo golpeó con el puño. Anna se miró la mano izquierda: aún tenía las llaves del Volkswagen de Greta Müller. Su reloj indicaba las tres y media de la tarde. Faltaban cuatro horas y media para el ataque. Si es que lo realizaban. Mientras Sturm organizaba la pesquisa casa por casa ordenada por Schörner, tenía apenas tiempo para avisar a Stern y McConnell. La decisión de quedarse para tratar de llevar a cabo su plan o huir era de ellos. Sintió el impulso de huir inmediatamente, pero tenía que saber si el padre de Stern había sobrevivido. Cada segundo que pasaba era un reto al destino, pero si Rachel Jansen había tenido el valor de entrar en la Cámara E por sus propios medios, Anna podía esperar dos minutos más.

Un grito la sobresaltó. Una figura enfundada en negro ascendía lentamente los escalones de la Cámara E; el equipo estaba cubierto por una espuma blanca. Era jabón, la solución detergente que utilizaba Brandt para eliminar los residuos del gas. Cuando la figura se enderezó, comprendió que sólo podía ser Avram Stern. Le llevaba una cabeza a Brandt, y en sus brazos cargaba un cuerpo fláccido, enfundado como él en un equipo negro cubierto de espuma.

Rachel Jansen.

Anna se quedó hasta ver que la figura alta depositaba el fardo en el suelo y se quitaba la máscara para mostrar la nariz prominente y el bigote gris del hombre a quien llamaban Zapatero. El comandante Schörner se precipitaba hacia la mujer tendida a los pies del zapatero cuando Anna se volvió de la ventana y corrió a la escalera.


– ¿Cómo se supone que nos movemos con estos aparatos puestos? -chilló Stern para hacerse oír a través de la máscara de vinilo.

Estaba en el centro de la cocina, enfundado en uno de los equipos antigás de hule traídos por McConnell desde Oxford. Había bajado y subido tres veces las escaleras del sótano con todo el equipo, que incluía un tubo de oxígeno, y estaba empapado de sudor.

– No hace falta gritar -señaló McConnell-. El diafragma instalado en el vinilo transmite la voz. ¿Sabe lo que parece? Un insecto con su cara. -Alzó las hombreras de hule para que Stern se quitara la máscara. -Va a ser más difícil cuando los dos usemos las máscaras. Pero ya nos arreglaremos.

– Es como ponerse cinco sobretodos, uno sobre otro -resopló Stern secándose el sudor de la cara-. ¿Cómo haremos para combatir?

– Me parece que debemos evitar el combate cuerpo a cuerpo. El menor tajo en el hule basta para inutilizar el equipo. Si penetra el gas tóxico activo, es hombre muerto.

– ¿Por qué no escapa el aire de la manguera?

McConnell tomó de la mesa la manguera de caucho corrugado de su tubo de oxígeno. En la unión de la manguera con el tubo había una especie de pera de caucho.

– Este dispositivo se llama regulador -explicó-. Está calibrado para abrirse y cerrarse con la respiración. Este aparatito va a revolucionar el buceo después de la guerra. Un tipo llamado Cousteau inventó…

Miró atónito a Stern, que se había agazapado en el piso.

– ¿Qué pasa? -susurró.

– Un auto se detuvo allá afuera.

McConnell se arrodilló a su lado:

– ¿SS?

Stern tomó su Schmeisser de una silla.

– Si son ellos, somos presa fácil con estos equipos.

McConnell oyó un chasquido en la cerradura y una voz sorda que decía Scheisse mientras alguien forcejeaba furiosamente con el picaporte. La cerradura no cedió.

– ¿Una mujer? -susurró McConnell.

Stern fue de puntillas a la ventana de la cocina y espió entre las cortinas.

– Sí, es una mujer.

– Será una enfermera. Tal vez se vaya.

Stern meneó la cabeza:

– No se irá. Está sacando una maleta del maletero. Y qué auto. Es un Mercedes; demasiado lujo para una enfermera. Espere… vuelve a la puerta.

– ¡Anna! -exclamó la mujer al forcejear nuevamente con el picaporte-. ¿Por qué cambiaste la cerradura?

– ¿Qué hace?

– Se sienta sobre la maleta. ¡Y abre un libro! No se irá.

– Mejor bajemos al sótano.

Stern meneó la cabeza:

– Nos oirá.

– Diablos -murmuró McConnell-. Deberíamos haber atacado anoche.

– No se preocupe, todo está bien -dijo Stern-. Si no se va, la arrastraré adentro y la mataré.


Anna bajó la cuesta desde las colinas boscosas al sur de Dornow a gran velocidad, que sólo redujo al llegar a las primeras casas de las afueras. Sabía que era una locura usar el Volkswagen de Greta, pero debía llegar a la casa antes que los hombres de Sturm. Los guardias la habían visto conducir el VW en muchas ocasiones, y le franquearon la puerta sin preguntas. Varias veces estuvo a punto de despeñarse en alguna curva cerrada del camino de cornisa, pero el hecho de jugar con la muerte acabó por serenarla. Por fin dobló por la calle lateral que conducía a su casa.

– ¡Dios mío! -susurró-. Justamente hoy.

Detuvo su auto detrás del Mercedes. Frente a la puerta estaba su hermana Sabine con su aspecto habitual: el de la esposa ejemplar de un Gauleiter. Demasiado maquillaje, demasiadas alhajas. Hasta sus vestidos de diario venían de París.

– ¡Hace dos horas que te espero! -se quejó Sabine.

Anna se acomodó el pelo y trató de recuperar la compostura.

Guten Abend, Sabine. ¿No quisiste entrar?

La boca de Sabine Hoffman se frunció en una mueca de disgusto:

– ¿Cómo querías que entrara? ¡Cambiaste la cerradura!

– Ah… es cierto. Alguien trató de forzar la entrada cuando yo estaba trabajando. Tuve miedo.

– Deberías colgar una bandera del Partido sobre la puerta. Nadie se atrevería a entrar. Le diré al ayudante de Walter que te la envíe.

Anna vio la valija de cuero junto a la puerta. Se sentía aturdida, incapaz de mantener una conversación normal.

– No te esperaba, Sabine. ¿A qué has venido?

– A pasar la noche. Walter se fue a Berlín a lamer el culo a los jefes del Partido. Goebbels organizó no sé qué acto para la Hitler Jugend. Ya no invitan a las esposas. Bah, qué me importa. Magda es una pelmaza. -Miró el auto de Greta. -¿Es tuyo, mi amor? No está mal para ser un Volkswagen.

Anna trató de ordenar sus pensamientos.

– No, es… pertenece a otra enfermera. Una amiga mía. A veces me lo presta.

– Lástima. -Sabine tomó su maleta. -Bueno, entremos. Estoy muerta de frío.

Anna imploró que McConnell y Stern estuvieran encerrados en el sótano. Mientras abría la puerta su pulso latía a mil por segundo. Todo estaba en perfecto orden.

Sabine llevó su maleta al dormitorio de Anna y se sentó junto a la mesa de la cocina.

– Estoy famélica -dijo-. ¿Tienes algo para comer?

Anna se dio cuenta de que en su desconcierto se frotaba las manos.

– La verdad, no -confesó, y sintió un destello de esperanza-. Generalmente como en el campo. Por qué no vamos al pueblo y…

– Nada de eso -interrumpió Sabine-. Un café me caerá muy bien. Últimamente vivo a café y cigarrillos. Walter también. ¡Está tan ocupado! A veces tengo la impresión de que me casé con el Partido. Y durante las pocas horas que pasa en casa no hace más que redactar discursos. No tiene tiempo para los niños. Para ellos, Gauleiteres una mala palabra. Su padre es el hombre más importante del pueblo, pero nunca lo ven.

Anna puso el agua a calentar.

Sabine encendió un cigarrillo y lo chupó ávidamente. Soltó el humo en pequeñas bocanadas mientras continuaba su monólogo.

– Ya casi no hay vida social en Berlín. El Führer no se aleja de Rastenburg, en Prusia Oriental. ¿De qué sirve pertenecer a la realeza nazi si el Rey nunca se hace presente? Dime, Anna, ¿no conociste algún oficial atractivo en el campo? Tengo entendido que el comandante Schörner es todo un héroe. Lo conocen en Berlín.

Anna meneó la cabeza. Aún estaba aturdida.

– No tengo tiempo para esas cosas. El doctor Brandt no nos da respiro.

– Brandt -dijo Sabine con asco- Ese tipo me da escalofríos. Se pasa día y noche operando a judíos y Dios sabe qué otras alimañas. Walter dice que es un genio; si no entiendo mal, quiere decir que es impotente. -Su mirada hastiada recorrió la cocina y luego miró la puerta del dormitorio. Anna buscaba las tazas, cuando su hermana dijo:

– Aquí hay olor a hombre, ¿o me equivoco?

– ¿Cómo? -preguntó, paralizada.

– Olor a hombre. Tú sabes: sudor, cuero gastado. Dime la verdad, Anna: ¿ocultas un robusto SS en tu santuario virginal?

– Estás loca, Sabine -replicó con una risita forzada.

Sabine se levantó y señaló la mesa.

– Así que estoy loca. ¿Y eso qué es? ¿Un espantaladrones?

El corazón de Anna se detuvo por un instante: en un rincón debajo de un armario estaba la gorra de la Sicherheitsdienst que usaba Jonas Stern.

– Nada menos que la SD -comentó Sabine. Tomó la gorra y rozó con un dedo el cordón verde-. La policía secreta. Es lógico, ya que lo mantienes en secreto. Y un oficial, nada menos. ¿Quién es?

Anna se quedó sin respuesta, pero en ese instante se abrió la puerta del sótano y Jonas Stern irrumpió en la cocina. Vestía el uniforme y con la Schmeisser apuntaba a Sabine.

Ach du lieber Hergott!-exclamó ella-. No tiene por qué enojarse. No me importa si es casado. Anna tiene derecho a un poco de diversión.

– Siéntate -aulló Stern-. ¡Ya! ¡En esa silla!

La sonrisa divertida de Sabine se trocó en una mueca de furia:

– Cuide los modales, Standartenführer -dijo fríamente-. Si no, le diré a mi esposo que hable con el Reichsführer Himmler.

– Que hable con quien quiera. Tú, apoya ese culo gordo en la silla de una vez.

Sabine miró a Anna en busca de una explicación, pero ella se había tapado la cara con las manos. Entró McConnell, vestido con su uniforme de las SS.

– ¿Se puede saber qué pasa? -preguntó Sabine-. Quiero una explicación, ya.

El silencio que siguió fue para Sabine Hoffman más elocuente que las palabras: algo estaba muy mal. Nunca había sido lerda para darse cuenta de las cosas, y su instinto le indicó que corría un peligro mortal. Ágil como una gata asustada, arrojó la cafetera llena de agua hirviente hacia Stern y con el mismo impulso se arrojó hacia el vestíbulo y la libertad.

Aturdido por el agua, temeroso de herir a McConnell, Stern disparó tarde y sin puntería. Los disparos de su Schmeisser silenciada destrozaron un par de puertas de armario, pero Sabine ya ganaba el vestíbulo.

Sin dar tiempo a Stern a eliminarla, MacConnell se lanzó a la puerta y se arrojó sobre la espalda de la mujer que forcejeaba con el picaporte. Sabine giró, arañando y chillando como una gata salvaje.

– ¡Basta! -gritó Anna-. ¡Cállate, Sabine!

McConnell se arrojó hacia atrás y al mismo tiempo giró para lanzar a Sabine contra la pared. Ella cayó atontada.

Anna se arrojó sobre su hermana para evitar que Stern la matara.

– ¡Quédate quieta, Sabine! No digas una palabra.

Stern trataba de acercarse, pero con un violento empellón McConnell lo envió de vuelta a la cocina.

– ¡No tiene por qué matarla!

– ¡No oyó lo que dijo! -vociferó Stern-. Pensaba pasar la noche aquí. Podría echar todo a perder. Hay que eliminarla.

– ¡Es mi hermana, por amor de Dios! -gritó Anna desde el vestíbulo.

– ¡Es una nazi! -replicó Stern.

McConnell alzó los brazos para bloquear a Stern, que amagaba con lanzarse al vestíbulo.

– ¡No puede matar a su hermana, Jonas!

– ¿Que no?

McConnell le dio otro empujón:

– Vea, faltan menos de tres horas para atacar. Podemos encerrarla en el sótano. No podrá escapar.

Stern apartó la mirada:

– El riesgo es demasiado grande, doctor.

– Si la mata, no sabemos cuál será la reacción de Anna -susurró McConnell.

– Tampoco la necesitamos -dijo Stern. Su mirada era muy fría. -Nos basta esta casa.

McConnell bajó los brazos y se inclinó para hablarle al oído:

– Si le toca un pelo a Anna, lo mataré. Y si usted me mata antes que pueda inspeccionar la fábrica de gas, el general Smith le va a arrancar las pelotas. ¿Entiende? No hace falta derramar sangre. Dejémosla bien amarrada en el sótano.

– ¡Hijo de puta, usted tampoco puede seguir aquí! -le gritó Anna a Stern-. ¡Van a rastrillar Dornow casa por casa por orden de Brandt!

Los dos se miraron atónitos.

– ¿Cuánto tiempo nos queda? -preguntó Stern.

Anna no respondió.

– Por favor, Anna -insistió McConnell-. ¿Cuánto tiempo?

– Creo que los hombres de Sturm ya están en el pueblo. Un golpe en la puerta los hizo callar a todos. Sabine fue la primera en reaccionar:

– ¡Socorro! ¡Me quieren matar!

McConnell separó a Anna de un tirón y se llevó a Sabine a la cocina.

– ¡Un Kubelwagen! -dijo Stern desde la ventana-. ¡Prepare su arma, doctor!

Stern empujó a Anna hacia la puerta y le indicó que contestara. Se paró detrás de ella, listo para barrer todo el vestíbulo con su Schmeisser.

– ¿Quién es? -preguntó Anna con voz casi quebrada.

– Weitz -susurró una voz.

Casi desmayada de alivio, Anna tuvo que apoyarse contra la puerta para no caer. Con un gesto indicó a Stern que volviera a la cocina y luego abrió la puerta.

Ariel Weitz entró rápidamente y cerró la puerta.

– ¿Qué diablos pasa? -preguntó-. ¿Quién gritó? ¿Y de quién es ese Mercedes?

– De mi hermana. ¿Qué hace usted aquí? ¿Está loco? Sturm y sus hombres podrían venir en cualquier momento.

– ¿Me llama loco a mí, después de llevarse el auto de Greta? Bueno, no importa. Lléveme con ellos.

– ¿Con quién?

– Con ellos. Los comandos, los que van a atacar. Tengo que hablar con ellos.

Anna miró sobre su hombro, asustada.

Stern se acercó a la entrada del pequeño vestíbulo con la Schmeisser lista para disparar.

– Identifíquese.

Weitz quedó anonadado al ver el uniforme del SD.

– Soy Ariel Weitz, Standartenführer. Discúlpeme, es evidente que me equivoqué de casa.

– ¡No es de la SD! -chilló Sabine-. ¡Socorro!

Weitz tuvo que hacer un esfuerzo para no apartar la vista del espectro nazi.

– Tú debes ser Scarlett -dijo Stern-. El otro agente de Smith en Totenhausen. Tú eres el que llama a los polacos.

Los ojos aterrados de Weitz se pasearon varias veces entre Stern y Anna.

– No te equivocaste de casa -continuó Stern-. ¿Qué viniste a decirnos? Vamos, de prisa.

– Todo está bien -añadió Anna para tranquilizarlo.

– Bueno… Brandt postergó la inspección. Acuarteló a todo el mundo.

Stern entrecerró los ojos:

– ¿Por qué?

– Los perros de Sturm descubrieron más paracaídas británicos cerca del camino a Dornow. Eran paracaídas de carga. Los desenterraron las lluvias. Anna se fue y a los cinco minutos llegó Sturm. Schörner quería acordonar el pueblo, pero Brandt dijo que no. Que al ir todos a buscar comandos, el campo y el laboratorio quedan vulnerables. Van a sellar el campo.

Stern cerró los ojos por un instante. Fue la única señal de que la novedad lo había conmovido.

– ¿Y tú cómo pudiste salir?

– Brandt me envió a Dornow a buscar a los cuatro técnicos que estaban de permiso. Los oí a él y Schörner discutir la manera de desmontar el campo esta noche.

– ¿Desmontarlo? ¿Esta misma noche? ¿Tienes alguna idea de por qué habrían de hacerlo?

– No lo sé, pero…

– ¿Pero qué?

Weitz se rascó la barbilla.

– Si eso significa que se mudan mañana, y si la prueba en Raubhammer también es mañana, ¿qué pensarán hacer con los prisioneros?

Stern asintió:

– ¿Algo más?

– No, Standartenführer.

– No me llames así. ¿Eres judío?

– Sí, señor.

– Si sobrevives a la guerra, deberías venir a Palestina. Necesitamos hombres como tú.

La mano de Weitz voló a su boca:

– Usted… ¿es judío?

– Sí. Y quiero encargarte una tarea, si es posible.

– Lo que sea.

– En el momento del ataque, algunos SS correrán al refugio antiaéreo. Y bien podrían salvarse. Salvo que algún tipo con un poco de agallas encontrara la manera de convertirlo en una trampa.

Una sonrisa de satisfacción se deslizó por los rasgos de Weitz.

– Será un placer, Standartenführer.

– Así se habla. Bueno, vete. Ve a hacer lo que te ordenaron. Y antes que nada, piensa en un motivo para detenerte aquí por si alguien te vio y hay preguntas.

Weitz inclinó la cabeza y se alejó.

Stern volvió a la cocina. McConnell sujetaba a Sabine con una llave de lucha libre.

Anna fue la primera en hablar:

– Brandt gaseó a su padre.

Stern se puso pálido:

– ¿Cómo dice? -susurró-. ¿Mataron a mi padre?

Anna alzó el índice:

– Me da su palabra de que no matará a mi hermana o no le diré nada.

– Miente.

– Lo vi entrar en la Cámara E con mis propios ojos.

Su tono no dejaba lugar a dudas.

– Está bien -dijo Stern-. La dejaremos amarrada en el sótano. Dígame lo que sabe.

– Su padre sobrevivió. Era una prueba de los nuevos equipos antigás. Su padre usó uno y salió vivo. Yo lo vi.

Sin aguardar la respuesta, Anna tomó a su hermana del brazo y la arrastró hacia la puerta del sótano. Sabine no se resistió. Había comprendido que Stern la mataría ante la menor provocación.

– Será mejor que la amordace -dijo éste-. Si llego a oír una sola palabra más sobre la alta sociedad nazi, la mataré sólo para hacerla callar.

McConnell se dejó caer en una silla.

– Bueno, ya lo oyó. Sellaron el campo. Schörner sabe que habrá problemas. No hay manera de entrar ni de avisar a los prisioneros que se encierren en la cámara.

– Yo entraré -aseguró Stern, inmutable.

– Ah, ¿sí? ¿Se puede saber cómo?

Los tacos de Stern se entrechocaron con un ruido semejante al de una pistola de bajo calibre.

– Parece que el Standartenführer Ritter Stern, que acaba de llegar de Berlín, debe realizar una visita de inspección -dijo su voz acerada.

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