24

– ¡El dinero es mío! -exclamó el sargento McShane.

Al pie de uno de los soportes de un poste de energía de veinte metros, Jonas Stern miraba fijamente a Ian McShane, parado a seis metros de él al pie del otro soporte. Los dos postes estaban unidos en lo alto por un travesaño de unos seis metros. El dispositivo era similar al que Stern debería escalar en Alemania. Tres cables eléctricos estaban tendidos desde el travesaño hasta otro poste cien metros cuesta abajo y de ése a un tercero en la orilla del lago Lochy. McShane le había apostado cinco libras a que, a pesar de la diferencia de edad, era capaz de llegar antes que él a la cima del poste y soltar una de las garrafas que pendía de los cables.

– ¿Preparado? -insistió.

Stern miró sus borceguíes. Las clavijas de hierro estaban sujetas a sus pantorrillas; dos puntas filosas se proyectaban hacia adentro desde los arcos de sus pies. Habría descartado el cinturón de seguridad que lo sujetaba al poste, pero McShane insistía que era parte de la apuesta. Alzó el pie izquierdo a un metro de la tierra mojada y clavó la punta en el poste. Alzó el cinturón para que no le estorbara al saltar.

– Preparado -dijo.

– ¡Lo espero arriba! -exclamó McShane.

Stern empezó a trepar con movimientos convulsivos; su ascenso era veloz, pero el cinturón le estorbaba. Había jurado que en Alemania no lo usaría. Miró a su izquierda; lo maravillaban los movimientos elegantes de McShane al escalar. El sargento pesaba veinte kilos más que él, pero se deslizaba sobre el poste con la agilidad natural de un mono de la selva. Stern clavó la vista en el travesaño y se concentró en la tarea; al escalar se raspaba las mejillas y la cara interior de los antebrazos. Su mano derecha aferraba el travesaño cuando oyó la exclamación de McShane:

– ¡Me debe cinco libras, compañero!

Stern alzó la vista. El robusto montañés ya estaba sentado sobre el travesaño, sus piernas pendían bajo la falda escocesa y su rostro coronado por la boina verde lo miraba risueño. Stern oyó un zumbido suave: treinta metros cuesta abajo, una garrafa verde oscuro bajaba por el cable que nacía entre las piernas de McShane.

Stern extendió el brazo y dio un tirón a la soga de caucho que colgaba del rodado más cercano a él para extraer la clavija que sostenía la garrafa. Impulsada solamente por la gravedad, la garrafa verde se alejó del poste y tomó velocidad. El dispositivo parecía un gran tubo de oxígeno sujeto por el cuello a una silla aérea desbocada, pero funcionaba con total precisión.

– No tengo cinco libras -gruñó Stern al acomodarse lo mejor posible en el otro extremo del travesaño.

– Convídeme a una jarra de cerveza en Fort William. Eso es mejor que el dinero.

Stern asintió. Aún no recuperaba el aliento.

– Allá está Ben Nevis -indicó McShane-. La que parece un león agazapado. La montaña más alta de Escocia.

Stern alzó la vista para mirar hacia el otro lado del valle. Hacia el sur vio una loma boscosa envuelta en brumas. El lago Lochy brillaba como la pizarra pulida bajo el sol pálido.

– Creo que ya sabe cómo hacerlo -dijo McShane, alzando la voz por encima del silbido del viento-. Claro que necesitaría un mes de entrenamiento para alcanzarme.

– Lo hace muy bien -admitió con renuencia-. Lo que no entiendo es por qué tanto esfuerzo. Usted no es el que va…

Miró fijamente a los ojos azules del montañés. McShane guiñó.

– Por fin se da cuenta. Diablos, le tomó apenas una semana.

– Carajo, y no decía nada. ¡Usted va a colgar las garrafas!

– ¿Qué es eso de colgar las garrafas? -gruñó McShane con fingida indignación-. ¡Soy el jefe de la misión!

– ¿Quién irá con usted?

McShane echó una ojeada cauta en derredor, lo que a Stern le pareció ridículo considerando que estaban a veinte metros del suelo.

– Tres instructores -dijo-. A veces nos cansamos de servir de niñeras a los cachorros como ustedes. Me parece que ésta será la última incursión comando de la guerra. Quiero decir, en el sentido tradicional. Disparar y huir, como se dice.

– Para ustedes es como un juego, ¿no? -dijo Stern, hosco-. La guerra es un juego.

McShane no dejó de sonreír, pero sus ojos se entrecerraron.

– A veces. Y no está mal. Así, cuando las cosas se ponen feas, uno mantiene el equilibrio. Pero le diré una cosa. Cuando la Luftwaffe arrasaba Londres y los muchachos de la Fuerza Aérea caían como moscas sobre el Canal, eso no era un juego. Churchill nos hizo cruzar a Europa sólo para demostrarle a Hitler que Inglaterra no se entregaba. Nos destrozaron. En esos dos años perdí más de un buen compañero. Bueno, pero ya llega el momento de ajustar las cuentas.

McShane dio un puntapié a la tercera garrafa que pendía del cable.

– La mayoría sólo espera la invasión. Pero los montañeses somos gente rencorosa. A veces, para nuestro propio mal. Smith me ofreció la oportunidad de dar un buen golpe a los hijos de puta, y no la iba a desperdiciar.

Stern jamás había pensado que se identificaría con un soldado británico, pero era justamente lo que sentía en ese momento.

– ¿Qué sabe sobre la misión, sargento?

McShane contempló las laderas grises.

– Sólo lo que necesito saber. Igual que usted. No quiero saber más. -Verificó que las clavijas estuvieran bien sujetas para iniciar el descenso. -Alégrese de que vaya yo. Necesitará ayuda.

– ¿Por qué lo dice? Sé cuidarme muy bien.

– ¿De veras? -McShane rió suavemente. -Espero que sepa esconderse mejor que a esa bicicleta. La encontré hace cuatro días.

Stern lo miró boquiabierto.

– No se preocupe. El coronel no está enterado. La llevé a la casa del campesino. -El montañés aferró la clavija que sostenía la garrafa. -Hará muy bien lo que tenga que hacer -dijo-. Smith sabe lo que hace. Eligió al hombre adecuado para la misión. -Sacó la clavija de un tirón. -Y yo soy el más adecuado para la mía. Si hay alguien capaz de colgar estas garrafas, guardar todo el equipo y huir sin que Adolf se dé cuenta de nada, somos los muchachos de Achnacarry.

La garrafa se deslizaba rápidamente por el cable. En verdad, era bueno saber que McShane le allanaría el camino. No sentía demasiada estima por los demás instructores, pero al cabo de cinco días de entrenamiento, debía reconocer que en su vida jamás había conocido soldados mejor entrenados.

La garrafa saltó al pasar el segundo travesaño y continuó el descenso hacia el lago.

– ¿Cuándo irán? -preguntó Stern-. Según mi cálculo, ya es hora.

– Se supone que las garrafas deben llegar de Porton Down dentro de una hora -dijo McShane con calma-. Mis muchachos y yo partiremos inmediatamente.

– ¿Esta noche? -preguntó Stern, excitado.

McShane se quitó el cinturón de seguridad, se bajó del travesaño y hundió las clavijas en el poste. Miró a Stern y sonrió:

– Ojalá estuviera ahí para ver las garrafas entrar en el campo. Qué espectáculo, ¿no? Una sola noche y no sale nadie con vida.

– Salvo McConnell y yo -dijo Stern.

– Exactamente -replicó McShane-. Eso es lo que quería decir.

Más allá del recodo del Arkaig, donde el cauce del río torcía hacia el castillo, McConnell guardó sus textos de química y alemán en una mochila de cuero e inició la marcha hacia el campamento. Estaba cansado, harto de estudiar y su estómago clamaba por alimentos. Tomó un atajo por una parte del bosque llamada Mile Dorcha, la Milla Negra. El motivo del nombre saltaba a la vista. Lo que había sido una huella abierta en el bosque se había convertido en un túnel bajo las ramas de los árboles. La senda en sí corría entre dos taludes cubiertos de musgo y líquenes. Uno esperaba oír en cualquier momento el martilleo de los cascos de un caballo y la aparición del jinete fantasma.

Lo que salió del bosque y sobresaltó a McConnell no fue un jinete, sino un hombre de unos sesenta años. Vestía una hermosa falda escocesa, una boina verde y borceguíes gastados. El extraño de ojos grises lo aguardaba inmóvil junto al camino. Cuando McConnell se acercó, alzó su bastón y dos dedos a guisa de saludo.

– Hola -dijo McConnell.

– Lindo día para pasear -replicó el hombre, y se puso a marchar a su lado.

– Así es -convino Mark.

El extraño no dijo más. McConnell no se sintió obligado a hablar ni, para su propia sorpresa, incómodo por el silencio. El caminante con falda parecía estar en total armonía con el entorno; formaba parte del paisaje, como el musgo y los troncos retorcidos. En el silencio fecundo, McConnell reflexionó sobre los hechos de la última semana. Había descubierto muchas cosas sobre sí mismo en Achnacarry. La operación de emergencia junto al río le había provocado un estado de euforia y a la vez le recordaba su vida antes del laboratorio en Oxford. Significaba el comienzo de una recelosa amistad con Stern. El judío taciturno se negaba a revelar qué clase de instrucción recibía, pero cada vez que McConnell oía un estampido sordo entre las laderas, en su mente veía a Stern accionar el detonador.

Después del incidente junto al río, lo había sorprendido en dos ocasiones más. El día anterior, los sargentos McShane y Lewis se habían acercado al trote, cargando sobre los hombros un grueso tronco de tres metros de longitud. Lewis tenía la rodilla vendada, pero se esforzaba por demostrar que Stern no lo había dejado fuera de combate. Cuando los dos sargentos fingieron entregar el tronco a McConnell, éste asombró a todos al cargarlo sobre su hombro y llevárselo por la cuesta, aparentemente sin esfuerzo. No les dijo que cuando era estudiante secundario, durante las vacaciones trabajaba en una fábrica de creosota, donde él y doce negros incansables cargaban palos enormes bajo el sol ardiente de Georgia nueve horas por día.

Por la noche, cuando él y Stern asistieron a un curso al aire libre sobre la cocina de supervivencia, McConnell entró a formar parte de las tradiciones de Achnacarry. El cocinero, un sargento, desafió al auditorio a identificar el animal cuya carne asada comían junto al fuego. Cuando los desconcertados comandos franceses -y Jonas Stern-oyeron que el manjar asado que tenían en la boca era rata de Achnacarry, huyeron en tropel hacia el río para vomitar. McConnell comió tranquilamente su ración y luego explicó que durante la Gran Depresión se había acostumbrado a comer caimán, zarigüeya, nutria, víbora y mapache. Se ganó la amistad imperecedera del cocinero al opinar que la carne de rata era superior a la de nutria, un gran roedor del sudeste norteamericano.

Con todo, eran episodios aislados. La incertidumbre sobre la misión, la impaciencia por iniciarla, los apartaban de los soldados, que sabían que sus batallas contra los alemanes no comenzarían antes de la primavera boreal.

– Usted es el norteamericano, ¿no?

McConnell se sobresaltó al oír la voz. El paso del escocés era tan ágil y sigiloso que casi había olvidado su presencia.

– El pacifista del que tanto se habla.

McConnell miró un instante el rostro curtido bajo la boina y luego volvió la vista al camino. En el extremo del túnel de árboles brillaba un arco de luz, como la ventana de una gran catedral.

– Así es. Pero lamento no saber quién es usted.

– Perdóneme. Creí que habría reconocido el tartán. Soy Donald Cameron.

– ¿Sir Donald Cameron? ¿El laird de Achnacarry?

El montañés sonrió:

– Sí. Suena impresionante, ¿no? -Contempló las altas copas de los árboles, sumidas en las sombras. -Es un hermoso atardecer.

– Sí, señor. Estas montañas me recuerdan las de mi estado natal.

– ¿Cuál es?

– Georgia. Estas colinas tienen la misma bruma y las mismas laderas arboladas que los Apalaches.

– Me han hablado de esas montañas. Muchos norteamericanos vienen aquí. En busca de sus raíces, dicen. Muchos Cameron perdieron sus tierras durante las grandes evacuaciones. Unos cuantos se fueron a Estados Unidos. Incluso a sus montañas.

A medida que se acercaban al arco, su luz parecía atenuarse.

– ¿De veras? -dijo McConnell-. Cuando me dijeron su nombre, fue una sorpresa para mí.

– ¿Por qué le sorprende, muchacho? Los Cameron poseen esta tierra desde hace setecientos años.

McConnell oyó el ruido del agua torrencial.

– Justamente por eso. Mi segundo apellido es Cameron.

El laird no dejó de caminar, pero se volvió para mirarlo:

– No me diga. ¿Cuál es su apellido?

– McConnell.

– Aja, un irlandés.

– Mi abuela era Cameron.

– Bien, hay dos familias Cameron por aquí. Los de Lochiel y los de Erracht. -Sir Donald le guiñó un ojo. -Esperemos que su abuela fuera una Lochiel, ¿eh?

Salieron de la Milla Negra a la suave luz invernal. El aire estaba impregnado de un rocío helado. El laird lo condujo a un puente peatonal de piedra y señaló las dos cascadas que caían al fondo del lago bajo los arcos. Aspiró el aire profundamente y con satisfacción.

– Parece que los muchachos han estado acosándolo por este asunto de su pacifismo, ¿no?

McConnell vaciló:

– Un poco.

– ¿No se cree apto para la batalla?

– Sólo creo que hay mejores maneras de hacer las cosas.

El laird sonrió melancólico.

– Sí, así parece después de todo lo que ha pasado. Pero los hombres son animales sanguinarios.

La luz cambiaba rápidamente, la espuma blanca de las cascadas se tornaba plateada en el crepúsculo.

– Cuando el príncipe Carlos Eduardo quiso iniciar la rebelión -dijo Cameron-, mi antepasado, a quien llamaban el Pacífico Lochiel, fue a hablar con él para que desistiera. Le dijo al príncipe que el momento no era oportuno.

– ¿Lo convenció?

– Lamentablemente, no. Empezó la rebelión y Lochiel combatió como cualquiera. Pero sabía que estaba condenada a fracasar. Todo terminó en la masacre de Culloden. -Sir Donald lo miró y asintió lentamente. -Lo que quiero decir, muchacho, es que uno no es más hombre por pavonearse y golpearse el pecho. El sabio prefiere la paz a la guerra. -Alzó el índice: -Y el sabio elige el momento de pelear. Al menos, cuando se puede.

McConnell se sorprendió al oír semejantes conceptos en boca de un jefe de montañeses, una verdadera estirpe guerrera.

– Las vueltas de las cosas -murmuró el laird-. En 1746, los casacas rojas quemaron el viejo castillo. Ahora Charlie Vaughan y sus comandos ingleses requisaron el nuevo. No me gusta, pero comprendo que es por una buena causa. No me gusta Hitler. La verdad, no me gusta ningún alemán. Usted irá a Alemania, ¿no?

McConnell no podía creerlo. Le parecía imposible que el general Smith revelara el blanco de la misión a un civil, aunque fuera el dueño de casa.

– No se sorprenda, muchacho. Es difícil ocultarme algo. Si no, ¿por qué habría de entrenarse junto con un judío alemán? Y no se preocupe. No soy de los que abren el pico.

– Es verdad -dijo McConnell. Se sentía tan aliviado como si acabara de confesarse.

– Será importante. -Los ojos azules del laird taladraron los de McConnell. -Ir al campo enemigo significa que habrá derramamiento de sangre. Creo que lo sabe.

– Estoy pensando en eso.

– Bueno… Si lo eligieron es porque debe de ser el hombre adecuado.

Mark apoyó los codos sobre la baranda de piedra. -Al principio no lo pensaba. Pero ahora tengo una sensación rara. Casi como… si fuera mi destino, o qué sé yo. Por ejemplo, el nombre Cameron. En este momento tal vez esté pisando la tierra de mis antepasados, y sólo gracias a la misión.

Sir Donald asintió:

– Escuche, muchacho. Cuando llegue el momento, cuando esté en el filo de la navaja, sabrá qué hacer. Me hablaron de cómo salvó al franchute junto al río.

– Estaba preparado porque soy médico. Pero no estoy preparado para esto.

– ¡Tonterías! -exclamó Cameron con un destello en sus ojos-. Si tiene la sangre de los Cameron, tiene la voluntad. Hará lo que deba hacer cuando llegue el momento.

Apoyó su bastón contra el parapeto y sacó un cuchillo de desollador de su media derecha. Miró a McConnell a los ojos.

– Juro por Dios que quisiera ir con ustedes. Pero ya estoy viejo. Mi hijo tiene más o menos su edad. Revista en los Exploradores de Lovat. Sea como fuere, usted pertenece a alguna rama de los Cameron y tiene derecho a usar el tartán.

Para asombro de McConnell, el laird cortó un retazo de su gruesa falda de lana.

– Llévelo, doctor. Tal vez le dé suerte cuando esté en aprietos. -Guardó el cuchillo bajo su media. -No hay alemán en el mundo capaz de vérselas con un Cameron cuando tiene la sangre caliente. Recuérdelo.

McConnell se irguió, plegó cuidadosamente la tela verde, roja y amarilla y la guardó en un bolsillo de su pantalón militar.

– Gracias, señor. Lo tendré siempre conmigo.

– Eso es, muchacho.

Ya era casi de noche. McConnell oyó una explosión sorda, un nuevo preludio al gran cataclismo que en poco tiempo reduciría a escombros lo que quedaba de Europa.

Se apoyó en la baranda del puente y contempló las cascadas. Era un ruido que envolvía todo pensó. Con él y el olor de la piedra mojada y el humo y la bruma uno perdía la noción del tiempo. Un gran salmón saltó del agua oscura al pie de la cascada. Sus flancos brillaban como peltre aceitado y su cola era una mancha oscura.

– ¡Mire eso! -exclamó, mirando a su derecha.

No había nadie. El puente de piedra y la senda hacia el túnel de la Milla Negra estaban desiertos. El Laird de Achnacarry había desaparecido. Aunque era una tontería, McConnell buscó el retazo de tartán en el bolsillo para asegurarse de que no había sufrido una gran alucinación.

El roce de la lana burda contra sus dedos lo reconfortó. Mientras volvía al castillo pensaba en la conversación con Lochiel. Elige las batallas. Ésa no la había elegido él sino Duff Smith. Qué extraño. En la guerra, los que daban las órdenes eran los generales pragmáticos como Smith, que evaluaban las pérdidas con la frialdad de un corredor de seguros. ¿Por qué no combatía a las órdenes de un hombre como Sir Donald Cameron? Un hombre de carne y hueso y compasión. Un inspirador, no un manipulador.

Echó la mochila al hombro y empezó a trotar. La furia impotente le hacía latir las sienes. Estaba harto del entrenamiento. Era hora de partir.


Mientras McConnell cenaba a solas en la casilla aislada detrás del castillo, Jonas Stern se encontraba en la oficina del coronel Vaughan. Temía recibir una fuerte reprimenda por haber robado la bicicleta. Sin embargo, quien apareció en la puerta no fue Charles Vaughan sino el general Smith. El jefe del SOE vestía un grueso impermeable y su gorra de cazador. Esa noche no traía mapas. Se dejó caer en la silla de Vaughan, sacó de un armario una botella de whisky de malta y dos vasos y sirvió una medida en cada uno.

– Beba -ordenó.

– ¿Qué pasa? -preguntó Stern sin tomar el vaso-. ¡No me diga que se canceló la misión!

– ¡Pero no! De ninguna manera. En este preciso instante McShane y sus hombres están volando hacia Alemania.

– Entonces, ¿qué?

Había en la voz de Smith un tono que Stern jamás había oído. Era casi… compasión.

– Vine de despedirlos a ellos directamente aquí, a hablar con usted. Acabamos de recibir información de Alemania. Creo que le interesará.

– ¿Cómo?

El general sacó una hoja del bolsillo interior de su chaqueta.

– Tres días atrás, el SOE rescató a un polaco de un témpano de hielo en el Báltico. Una maravilla de agente, pero lo habían delatado. Pudo conseguir algo de información antes de escapar. Entre sus papeles había varias listas de nombres. Muertos en distintos campos. Uno de los campos era Totenhausen.

Stern asintió lentamente:

– ¿Sí?

Smith le tendió la lista, que contenía unos cincuenta nombres, cada uno con su correspondiente número. Stern la leyó rápidamente. Cerca del pie de la página, un nombre se destacaba como si estuviera grabado a fuego:

Avram Stern (87052).

Stern carraspeó:

– ¿De cuándo es esta lista? -preguntó con voz temblorosa.

– No sabemos. Semanas, meses, o quizá de la semana pasada. ¿Es su padre, muchacho?

– ¡Qué sé yo! -dijo Stern con violencia-. ¡Podría haber cien Avram Stern en los campos!

– ¿En la zona de Rostock? -murmuró Smith.

Stern alzó la diestra para suplicar que callara. Clavó los ojos en el piso.

– Se lo dije -murmuró-. Le supliqué. No quiso dejar el país. Yo tenía catorce años y lo veía venir. Pero él había combatido en el ejército del Kaiser durante la Gran Guerra. Decía que Hitler no traicionaría a los veteranos. Qué mierda. ¡Qué mierda!. -Se levantó para salir.

– Un momento -dijo Smith-. Sé que es un golpe duro para usted. No estaba seguro de mostrarle esta lista, pero tenía derecho a saberlo. Tal vez no salga de Alemania con vida.

Stern asintió, aturdido.

– Irán mañana por la noche. Casi la Luna nueva. -Smith titubeó brevemente. -Tengo que decirlo. ¿Sabe que no pueden traer a nadie con ustedes?

– No entiendo.

– Me refiero a los judíos -dijo Smith con firmeza. Los únicos que saldrán de Alemania serán McConnell y usted. Si traen a alguien más, el submarino no los recibirá. ¿Está claro? Nadie deberá enterarse de esta misión, Stern. Jamás. Y menos aún los norteamericanos.

– ¡Al diablo con los norteamericanos! ¿Cómo podría rescatar a nadie si voy a entrar en el campo después del ataque?

– Exactamente a eso iba. Asegúrese de que sea así. -Smith se miró las uñas. -¿El doctorcito sigue tratando de convencerlo de que no vaya?

– ¿Cómo? Ah, no, nada de eso. Hablar, habla, pero eso no significa nada. Pura chachara.

– Entonces, ¿está dispuesto? Aunque McConnell se acobarde o titubee, ¿llevará a cabo la misión hasta el fin?

Stern lo miró exasperado. La mirada ardiente de sus ojos negros era por demás elocuente.

– ¿Y los prisioneros?

– Sé lo que hay que hacer.

– Bien, muy bien. -Tras un gruñido de satisfacción, Smith se sirvió otra medida de whisky y la paladeó lentamente. -Falta discutir un aspecto. Es duro, lo sé, pero necesario. Sé que usted es mi hombre.

– Lo escucho.

– Usted ha estado en territorio enemigo. Sabe cómo son las cosas. No puede permitir que los tomen con vida. Sobre todo a McConnell, que sabe demasiado. No puede ser.

Stern introdujo la mano bajo su camisa y sacó una medalla redonda que tenía grabada una Estrella de David. Smith no la había visto antes. Stern manipuló la medalla de plata con los dedos y abrió la mano. En su palma apareció una píldora negra alargada.

– La tengo conmigo desde que estuve en el norte de África -dijo.

El general alzó las cejas, sorprendido.

– Muy bien. Generalmente es lo mejor, incluso para usted. Sin embargo, dudo de que el doctor McConnell comparta sus ideas sobre lo que significa ser prevenido. La verdad… aunque tuviera cianuro creo que no lo tomaría.

– Tiene razón -asintió Stern.

Duff Smith calló durante casi un minuto.

– ¿Comprende lo que quiero decir? -preguntó por fin.

Los ojos negros de Stern lo miraron sin parpadear.

– Si así ha de ser -dijo con voz inexpresiva-. Zol zayn azoy. Así sea.


Una vez que Stern salió, el general plegó la lista de nombres y la guardó en el bolsillo. Bebió el whisky que Stern no había probado. No había querido mentir, pero no tenía alternativa. Jamás había planificado una misión como esa. En la guerra, la victoria siempre exigía el derramamiento de sangre, pero jamás había visto la ecuación expuesta de manera tan severa. CRUZ NEGRA no requería el sacrificio de soldados entrenados a manos del enemigo sino el asesinato de prisioneros inocentes por uno de los suyos. Bajo la luz indiferente de la sala de planificación era un cálculo sencillo de costo en vidas en función de un beneficio potencial… un beneficio colosal. Pero Smith sabía por experiencia que al hombre sobre el terreno, al encargado de tomar esas vidas inocentes, no le bastaba el frío raciocinio. En esa situación se necesitaban convicciones ardientes como la lejía en la panza.

Eran las convicciones que acababa de inculcarle a Jonas Stern. Era verdad que tres días atrás el SOE había rescatado a un polaco frente a la costa báltica. Ese polaco traía una lista de judíos muertos. Avram Stern no estaba entre ellos. Smith no tenía la menor idea de si Avram Stern estaba vivo o muerto y no le importaba demasiado. El nombre se lo había proporcionado en Londres el mayor Dickson, que poseía un grueso legajo sobre Jonas Stern, preparado por la policía militar en Palestina. Lo más curioso, pensó, era que su mentira sobre la muerte del padre de Stern en Totenhausen probablemente se ajustara a la verdad. Y si esa mentira le diera al hijo el impulso necesario para llevar a cabo CRUZ NEGRA, el viejo judío no habría muerto en vano.

– ¡Pero qué caradura! -tronó una voz conocida-. ¡Se bebe mi whisky! ¡Te cortaré las orejas, Duff!

Smith parpadeó al ver la cara rubicunda del coronel Charles Vaughan. Se paró.

– Perdona -dijo-. Tuve que darle una mala noticia a alguien. Un trago para atenuar el golpe, ¿entiendes?

La expresión de Vaughan se trocó inmediatamente por la de un padre solícito.

– Bromeaba nada más, Duff. Bebamos unas copas más por los amigos ausentes.

– Gracias, Charles, pero no puedo. -Le palmeó el antebrazo. -Tengo que volver a mi oficina inmediatamente.

Decepcionado, Vaughan frunció el entrecejo.

– Capas y espadas, como siempre. ¿Llegó la carga especial?

– Llegó muy bien. Te agradezco que me prestaras a McShane y los demás. Esta misión dura necesita a los más duros.

– No te quepa duda de que son los mejores. Y nadie sabrá que se fueron, Duff. Pierde cuidado.

– Gracias, viejo.

Smith fue a la puerta, pero se volvió y frunció los labios, pensativo.

– Sabes, Charles, algunos judíos son tan fanáticos que me da miedo. Fríos como los gurkas a la hora de matar. Tendremos que cuidarnos en Palestina cuando termine la guerra.

Vaughan se frotó el prominente mentón.

– No me preocuparía por eso, Duff. Después de Adolf, no quedarán tantos judíos como para armar un alboroto, ni qué hablar de una guerra.

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