Es un hecho notable que entre los hombres que comparten trabajos sumamente arduos se forjan vínculos tácitos indisolubles, aunque antes hubiesen sentido una mutua aversión o incluso odio. No es por insensibilidad ni por estupidez que los ejércitos entrenan a los reclutas más allá de lo soportable. Durante milenios este sistema ha convertido a jóvenes indiferentes de innumerables naciones en soldados dispuestos a morir por sus camaradas, aunque el único vínculo entre éstos sea el odio compartido hacia su verdugo: el ejército.
Desde luego, los procesos que unen a la gente no siempre son tan drásticos. Las personas en una parada de ómnibus pasarán largos minutos sin mirarse ni dirigirse la palabra. Pero basta que el ómnibus se demore o que caiga un chaparrón para que se forme rápidamente un grupo unido por la inquina hacia la empresa de transportes y sus conductores holgazanes.
Una gama de vivencias situadas entre los dos extremos sirvió para tender un puente sobre el abismo entre Mark McConnell y Jonas Stern. Aunque McConnell pasaba mucho tiempo a solas con sus manuales de alemán y de química orgánica, y Stern escalaba postes cubiertos de hielo hasta que fue capaz de hacerlo con los ojos vendados, los dos compartían marchas nocturnas, carreras de obstáculos, las comidas y, más importante aún, la casilla oscura detrás del castillo donde caían exhaustos. El deshielo era inevitable; Smith debió haberlo previsto. El hecho inexorable era que la pareja no tenía otros amigos en el castillo. No pertenecían a una cofradía hosca de hermanos de armas como los comandos, ni a un grupo de colegas amables como los instructores. Eran dos civiles solitarios que seguían un curso de entrenamiento totalmente extraño a la rutina de los comandos.
El personal los consideraba una molestia, un trastorno que debían tolerar por pedido de su jefe, quien a su vez le hacía un favor a un amigo. Y el margen de tolerancia era sumamente estrecho, salvo en el caso del sargento Ian McShane. Habían circulado ciertos comentarios de Stern sobre el pacifismo de McConnell, y el norteamericano, como en Oxford, tuvo que soportar las miradas agrias de los instructores. Por su parte, Stern era víctima de prejuicios mucho más arraigados. Había mucho antisemitismo en el ejército británico, y para colmo Stern hablaba con acento alemán. Difícilmente pasaba junto a alguien en el castillo sin recibir una mirada sombría o un insulto por lo bajo.
Y así sucedió que, al cabo de cuatro días, dos hombres tan disímiles en su manera de pensar encontraron un terreno común por ser víctimas de los mismos prejuicios. Stern conservaba su máscara de cínico a ultranza, pero McConnell descubrió rápidamente el intelecto melancólico y reflexivo que había detrás. Stern tardó un poco más en reconsiderar sus opiniones sobre McConnell, hasta que un suceso inesperado le demostró que las primeras impresiones suelen ser las menos certeras.
En el puente de sogas -una gran red de lazos tendida sobre un amplio tramo del tío Arkaig- el sargento McShane explicaba complacido ese empleo ingenioso de su herramienta preferida. Stern replicaba que el puente suspendido sobre las aguas torrenciales había requerido por lo menos cincuenta lazos, en tanto McConnell y él sólo tendrían dos.
Mientras intercambiaban pullas en la orilla, un grupo de comandos franceses era instruido sobre la manera de cruzar ese puente flexible bajo fuego. Las aguas aún crecidas del Arkaig ocultaban rocas capaces de quebrar los huesos de un hombre que sufriera la caída de seis metros del puente al río. Un francotirador oculto disparaba a errar por poco, y para dar mayor realismo a la instrucción, se detonaban cargas explosivas hundidas en el lecho del río. Por consiguiente, varios comandos furiosos se encontraron amontonados en el centro del puente oscilante, mientras un instructor con una tabla sujetapapeles maldecía a sus antepasados hasta Guillermo el Conquistador. Cada vez que estallaba una bomba, los franceses gritaban con furia renovada.
Entre carcajadas, el sargento McShane explicaba a Stern y McConnell los errores de los franceses. Dejó de reír cuando una explosión particularmente violenta hizo perder el equilibrio a un joven comando, quien cayó entre la maraña de sogas enlazadas y quedó enganchado del cuello. Su cuerpo se sacudió como el de un ahorcado, su cabeza se torció hacia atrás y cayó al río.
Sólo los observadores en la orilla comprendieron lo que había sucedido; entre ellos, sólo McShane y el otro instructor sabían que dos hombres ya habían perdido la vida en circunstancias similares. En esa ocasión, una bomba los había arrojado del puente, la corriente los había arrastrado sin dar tiempo a ayudarlos y los cadáveres aparecieron en el lago Lochy. Posteriormente se colgó una red de contención desde un puente peatonal de hierro río abajo, pero el sargento McShane no estaba dispuesto a correr riesgos. Cuando los camaradas del francés apenas empezaban a advertir su ausencia, el montañés se arrojaba al río para recuperar el cuerpo.
Impulsado por sus brazos fuertes y alentado a gritos por los hombres en el puente, McShane alcanzó al francés a tiempo. Los comandos terminaron de cruzar el puente de sogas mientras el sargento arrastraba a su camarada a la orilla opuesta.
A pesar de la distancia, McConnell y Stern se dieron cuenta de que el joven comando estaba gravemente lesionado. El sargento McShane se desesperaba por apartar a los amigos del soldado para que pudiera respirar. Cuando el montañés empezó a clamar por un médico, se quebró el hechizo en la otra orilla. McConnell se lanzó de cabeza al torrente y cruzó a nado. Stern corrió por la orilla y cruzó ágilmente el puente de sogas.
Al atravesar el corrillo de hombres, McConnell vio a un joven que jadeaba como un pez fuera del agua, pero no conseguía introducir aire en sus pulmones. Sus labios ya tenían un tinte gris ceniciento.
Cianosis, pensó. Poco tiempo.
Con gritos desaforados en su idioma, los comandos franceses suplicaban que alguien diera respiración artificial a su camarada para vaciar el agua de sus pulmones. Con ojos desorbitados por el terror, el joven trataba vanamente de respirar. McConnell se abrió paso a los codazos, gritando, "Je suis un medecin! Le docteur!" El grito le abrió paso en la multitud de franceses desesperados. Se arrodilló junto al sargento McShane y palpó el cuello del francés. Tenía la laringe fracturada.
– Necesito una navaja -dijo-. J'ai besoin d'un couteau!
– ¿Qué hace? -dijo McShane-. ¡Tiene los pulmones llenos de agua!
– Nada de eso. No puede respirar. Un couteau!
– ¡Hay que acostarlo de panza! -insistió McShane-. Sacarle el agua. Ayúdeme a volcarlo.
McConnell apartó violentamente el brazo del sargento, tomó la mano del francés y la alzó para que el sargento pudiera verla.
– ¡Mírele las uñas, sargento! ¡Se está sofocando!
Mientras McShane, paralizado, miraba la piel azulada bajo las uñas, alguien puso una navaja suiza en la mano de McConnell. Abrió las dos hojas y optó por la más corta, que era la más filosa. La cara del joven francés adquiría rápidamente un tinte azul. Con su índice izquierdo palpó el cuello en busca del punto principal, la membrana cricotiroidea en el centro de la nuez, y apoyó la punta de la hoja sobre la piel.
– ¡No lo haga! -gritó McShane-. ¡Se va a ahogar con su propia sangre! Lo he visto en combate. Si tiene la garganta quebrada, hay que llevarlo al hospital.
– ¡Se muere! -exclamó McConnell-. ¡Sosténgalo fuerte! -Alzó la hoja y la giró para introducirla entre los cartílagos cricoides y tiroides. -¡Sosténgalo fuerte, sargento!
Asombrado por la inesperada muestra de autoridad, McShane posó el antebrazo izquierdo sobre el francés, pero aferró el brazo de McConnell con la mano derecha:
– ¡Espere, carajo!
– ¡Soy médico!-vociferó McConnell. Y en francés- Mettez-le dehors! ¡Aparten a este hombre!
Una docena de manos aferraron al montañés atónito. Tres comandos franceses ocuparon su lugar para sostener el cuerpo de su joven camarada sobre la tierra. De un solo golpe la punta de la navaja atravesó la piel y las membranas.
Se hinchó el pecho del francés.
– Mon Dieu! -exclamó un coro de comandos.
– Necesito algo hueco -dijo McConnell-.J'ai…, mierda… J'ai besoin de quelque chose de creux. Un junco, una paja, una pluma… un stylo! ¡Lo que sea, rápido!
Al brotar un hilillo de sangre, hizo girar la hoja para agrandar la incisión. Luego deslizó el índice derecho a lo largo de la hoja hasta introducirlo en el orificio, extrajo la navaja y dejó el dedo en su lugar para mantener la incisión abierta. Estaba a punto dé gritar, cuando Jonas Stern se arrodilló a su lado y puso una pluma fuente desarmada en su mano.
– ¡Es la del instructor!
Stern había quebrado la punta del cuerpo de la pluma para convertirlo en un tubo. McConnell tomó el extremo más ancho, lo deslizó a lo largo de su dedo y lo introdujo en el orificio, tal como había hecho antes al sacar la navaja. Cuando el tubo se introdujo en la tráquea, el pecho del francés se agitó y empezó a llenarse de aire.
– Regardez! -gritó un soldado.
McConnell ordenó a dos comandos que le alzaran las piernas a una altura superior a la de la cabeza. Mientras tanto, sostenía el tubo en su lugar. En menos de un minuto la cara del francés empezó a perder el tinte azulado. Tres minutos después, recuperaba el color y el ritmo cardíaco.
– ¿Cómo está?
El sargento McShane se había sentado en cuclillas a su espalda.
– Mal, pero estable. Hay que operarlo de la laringe.
– Ya viene la ambulancia desde Fort William.
– Bien.
Un paramédico francés se arrodilló junto al paciente, miró a McConnell con muda admiración y sujetó la pluma con cinta adhesiva para el viaje al hospital. Mark se paró y sacudió las manos. Sólo entonces advirtió que temblaban.
– Hacía mucho que no atendía un caso de urgencia. Cinco años sin salir del laboratorio.
– No estuvo nada mal, señor Wilkes -dijo McShane con respeto-. Muy bien, carajo.
McConnell tendió la diestra:
– Me llamo McConnell, sargento. Doctor Mark McConnell.
– Encantado de conocerlo, doctor -dijo McShane al estrechársela con firmeza-. Pensé que era una especie de químico.
McConnell sonrió.
– Tiene razón al decir que no se debe practicar una traqueotomía. Es una intervención peligrosa, incluso en el hospital. Le hice una cricotiroidotomía. Así casi no hay peligro de interesar una arteria.
– Lo que fuera, era lo que correspondía. -Los ojos azules del sargento miraron fijamente los suyos. -Hacer lo justo en el momento justo… No cualquiera.
McConnell se encogió de hombros ante el cumplido.
– ¿Dónde fue Stern?
– ¿Se refiere a Butler?
– Esteee… sí.
– Aquí -dijo Stern, acuclillado junto con los franceses.
– Gracias por la lapicera.
El joven judío lo sorprendió al tenderle la mano. Después de estrecharla, Stern se volvió hacia McShane:
– Sargento, después de todo parece que puede andar bien, ¿no?
– Así parece -contestó McShane, lacónico.
Al volver al castillo, McConnell pensó que hacía mucho que no disfrutaba tanto de los elogios.
Esa noche, tendidos sobre sus catres en el frío de la prefabricada, Stern y McConnell conversaron por primera vez sobre un tema no relacionado con la misión inminente.
– Muchas veces deseé haber sido médico -dijo Stern en voz baja-. No como cosa de la vida cotidiana, entiende, sino desde que llegué a Palestina. Y también en el norte de África. He visto morir a muchos hombres.
Permaneció en silencio durante unos minutos.
– Lo más extraño es que los recuerdo a todos. No los nombres, sino las caras. Los últimos segundos. Y siempre me llama la atención cuánto nos parecemos todos al final. En las películas lo hacen todo mal. La mayoría de los hombres llaman a sus madres. Si es que pueden hablar. ¿Qué le parece? Años sin escribirle una miserable carta, y al final es lo único que les alivia el miedo. Otros llaman a sus esposas, sus hijos. Los he visto morir a kilómetros de cualquier hospital. Sin botiquín de primeros auxilios ni nada.
McConnell lo escuchaba en silencio en medio de la oscuridad. A los veinticinco años, Stern había visto más muerte que la mayoría de los hombres en toda su vida. Se apoyó sobre un codo.
– ¿Alguna vez ayudó a alguien en ese trance, Stern?
– ¿Ayudarlo a qué?
Apenas distinguía la silueta de Stern: un cuerpo supino, con los brazos cruzados sobre el pecho.
– Usted sabe. Poner fin al dolor. Durante la residencia hospitalaria, vi unos cuantos pacientes a los que sólo podía aliviar la muerte. Claro que no podía hacer nada. Pero me preguntaba qué haría si tuviera plena libertad de acción.
La respuesta tardó mucho tiempo. McConnell había cerrado los ojos y se había tendido de costado para dormir, cuando la voz susurró: "Una vez".
– ¿Cómo?
– Lo hice una vez. En el desierto. Habíamos atacado un asentamiento árabe. A caballo. Uno de los hombres, mejor dicho, un chico, recibió un balazo en la espalda. Las tripas le colgaban por delante. No podía cabalgar, y nos perseguían los árabes. Dos en un caballo no hubieran escapado. Chorreaba sangre, y los árabes son persistentes para seguir un rastro por el desierto. No había alternativa: era la muerte rápida o la tortura. Igual, nadie quería hacerlo. Todos rogábamos que se muriera, pero nada. Esperábamos y esperábamos, y él lloraba y pedía agua. -Hizo una pausa. -Tampoco nos decía que lo dejáramos.
– ¿Y entonces?
– Lo hice yo. Nadie me dio la orden. Pero no podíamos esperar más porque nos habrían capturado a todos.
– ¿Lo hizo cuando él no lo miraba?
Stern rió con amargura:
– No es como en las películas, doctor. Él sabía lo que le esperaba. Se tapó los ojos y gimió. Pum. Nos fuimos.
– Diablos.
– No es bueno que lo haga un judío.
– Alguien tenía que hacerlo, ¿no?
– Ojalá hubiera podido ayudarlo. Quiero decir, ayudarlo a vivir, como usted hoy.
McConnell se arrebujó en las mantas. No sabía qué responder. Con el pasar de los minutos, se preguntó si Stern dormía. Y en ese caso, ¿con qué soñaba? ¿Alguna vez había conocido la paz? Su infancia había transcurrido en Alemania, durante la década de locura y desesperación que había parido a Adolf Hitler. ¿Era capaz de evocar imágenes de una Renania perdida para siempre?
McConnell cerró los ojos. Sin haber conocido aún el campo de batalla, el miedo, la vergüenza, la primitiva intensidad de los seres humanos que se mataban deliberadamente ya había penetrado en su ser. ¿Qué había detrás de todo eso? ¿Qué habían llevado a un pacifista criado en Georgia a una fría casilla prefabricada en un castillo remoto de las montañas de Escocia? ¿El asesinato de su hermano? Qué absurdo. El mundo occidental se aprestaba a tomar por asalto la Fortaleza Europa de Hitler.
¿Qué misión podían cumplir él y Stern?
A la tarde siguiente, el sargento McShane lo llamó al castillo. El general Smith lo esperaba en la puerta, vestido con su saco espigado y gorra de cazador. Su agitación era evidente. Con un gesto brusco de la cabeza, lo invitó a seguirlo hasta un lugar detrás del castillo donde el rugido de las aguas del Arkaig apagaba el sonido de las voces. Le habló, mirando hacia el río.
– ¿A qué mierda cree que está jugando, doctor?
Atónito, McConnell miró la espalda del general:
– No entiendo de qué está hablando.
Smith giró violentamente:
– ¡Estoy hablando de por qué mierda tuvo que abrir el pico!
– ¿Está borracho, general?
– Escuche, doctor. No me importa lo que piense de la misión. No tiene derecho a contagiar su pesimismo a Stern. ¿Entendido?
Entonces comprendió. Durante los últimos días, cada vez que intentaba desentrañar la lógica de la misión, Stern decía confiadamente que la respuesta a sus objeciones estaba en ciertos hechos elementales que le ocultaban por razones de seguridad. Tal vez la verdad era otra. Tal vez había despertado dudas en Stern, quien las había formulado al general Smith.
– ¿Habló con usted?
– ¿Que si habló conmigo? -replicó Smith con la cara roja de furia-. Ayer, después que usted resucitó a ese Lázaro francés, entró en la oficina de Charlie Vaughan y me rastreó por teléfono por todo Londres. Me hizo como mil preguntas.
McConnell no pudo reprimir una sonrisa.
– ¿Las contestó?
– De ninguna manera. Tampoco contestaré las suyas. Pero le diré una cosa: no se crea tan vivo. Ustedes nunca sabrán en qué consiste toda la misión, y será mejor que la dejen en manos de los profesionales.
– ¿Como usted?
– Exactamente. Salvo que quiera desertar ahora. Si es así, dígalo.
McConnell se acuclilló junto al río. El gran manipulador merecía que lo tuvieran en suspenso un rato.
– Es una tentación -dijo al cabo de unos minutos-. Sé que usted me miente sobre la misión, general. También le miente a Stern. Pero nunca pensó que seríamos amigos, ¿no?
– ¿Amigo de Jonas Stern? -se extrañó Smith con una risotada sardónica-. Usted es más ingenuo de lo que yo pensaba. Créalo o no, doctor, su único amigo aquí soy yo.
McConnell se paró y lo miró de frente.
– Si somos un par de tarados como usted dice, ¿por qué no viene a Alemania conmigo? Después de todo, es una misión incruenta, ¿no?
– No sea ridículo. Pero estaré a ciento cincuenta kilómetros de ustedes, en la costa sueca.
– Qué interesante.
Smith chasqueó la lengua:
– ¿Y bien? ¿Se va o se queda?
McConnell lanzó una piedra plana, que rebotó varias veces sobre el agua.
– Me quedo. Sólo quiero que sepa que yo sé que miente. No sé cómo ni por qué, pero lo sé. -Se frotó las manos en los pantalones y sonrió: -Es una locura que no me perdería por nada del mundo.
Smith, boquiabierto, lo miró alejarse.