27

– ¿Cómo? ¿Qué?

McConnell se despertó en la oscuridad como solía hacerlo durante su residencia hospitalaria en Atlanta, con los ojos muy abiertos pero semidormido, tratando de obligar a su cerebro a entrar en acción.

Alguien le sacudía el brazo.

– ¡Levántese, señor Wilkes! ¡Despierte, señor!

Los ojos de McConnell se clavaron en el hombre. Para su sorpresa, no era una enfermera sino un ordenanza del coronel Vaughan. El soldado lo alzó de la cama.

– ¿Este es todo su equipaje, señor?

– No, carajo, tengo unas valijas en el castillo. Un momento. Dios mío… ¿es la misión? ¿Esta noche?

– Déjelo todo aquí, señor. No lo necesitará. Sígame.

El ordenanza salió. McConnell tanteó en la oscuridad hasta encontrar sus zapatos, se calzó y lo siguió. Llovía, como casi siempre en Achnacarry. El ordenanza lo esperaba en la senda al castillo, saltando de impaciencia.

McConnell lo siguió a paso rápido, pero sin correr. Ese hábito, adquirido en sus años de residente, le daba tiempo para pensar. ¿Dónde diablos estaba Stern? Después de cenar, los dos se habían retirado a la casilla, pero ahora no estaba ahí. Habían perdido todo el día; era la primera vez que el sargento McShane no aparecía al amanecer para matarlos de cansancio. No había aparecido en todo el día y, cosa extraña, Stern no había expresado la menor curiosidad.

McConnell bordeó la esquina trasera del castillo y avanzó rápidamente junto al muro. Al llegar al frente vio que la única luz era la bombilla pálida sobre la puerta. Una mano rígida se apoyó en su pecho.

– Alto, señor Wilkes -dijo el ordenanza.

– Qué mierda…

– Cállese, doctor -dijo una voz conocida. Los ojos de McConnell se volvieron lentamente hacia la figura agazapada contra el muro junto a un talego de cuero. Era Stern.

McConnell se sentó en cuclillas a su lado:

– ¿Llegó la hora?

– El avión de Smith llegó hace un rato. Yo lo oí.

McConnell sintió que se le aceleraba el ritmo cardíaco. Advirtió que su mano aferraba el retazo de tartán de los Cameron. Bajo la lluvia fría que ya le empapaba el cuello, miró hacia la aldea de casillas prefabricadas en el prado al otro lado del camino. Estaba desierta; no había fogatas ni se oían cantos.

– ¿Dónde están? -preguntó.

– Asalto nocturno -dijo Stern.

– ¿Qué es eso?

– El ejercicio de graduación inventado por el coronel -explicó el ordenanza-. Lo más parecido al combate verdadero. En este momento los franchutes cruzan el lago.

McConnell oyó un rugido sordo en la oscuridad. Era un motor. Un camión militar con la caja cubierta por una lona subió lentamente por el camino y se detuvo frente a la entrada principal del castillo. De la compuerta de cola saltaron tres hombres que parecían sostenerse de pie con gran dificultad. McConnell contuvo el aliento al verlos a la pálida luz de la lámpara sobre la puerta.

Uno de los tres era el sargento Ian McShane.

Stern se paró de un salto y corrió hacia el camión, seguido por McConnell. En ese momento se abrió la puerta del castillo y salió el general Smith. Esa noche no vestía saco espigado ni gorra cazadora sino uniforme de combate. Dos ordenanzas lo seguían con las valijas de McConnell y dos talegos de lona.

– Al camión -ordenó Smith secamente. Vio a Stern y McConnell. -Suban, los dos. Hay mudas de ropa en esos talegos. Cámbiense ya.

En el alboroto junto a la compuerta de cola, McConnell miró a los ojos del sargento McShane y quedó atónito por lo que vio: fatiga, furia, los restos del shock. Cuando le tocó el brazo, McShane se estremeció como si le doliera. Entonces vio las raspaduras y las costras de sangre en la cara interna de los brazos, como si hubiera patinado sobre cincuenta metros de hormigón.

– ¿Dónde diablos estuvo, sargento?

– Donde usted irá esta noche, doctor.

El general Smith se interpuso entre los dos:

– Al castillo, sargento. Los espera un buen fuego y una botella de whisky. Sé lo han ganado.

McShane, flanqueado por John Lewis y Alick Cochrane, no respondió. Al mirar sobre el hombro de Smith, McConnell vio que los otros dos parecían estar peor que el sargento. Iba a decir algo, pero Smith se adelantó:

– Vaya, sargento.

Cochrane y Lewis fueron hacia la puerta. McShane dio un paso al costado y apoyó un dedo en el pecho de Stern:

– Tengan cuidado cuando estén allá. Cuide bien al doctor. Tal vez se encuentren con una recepción más cálida de lo que esperaban.

El montañés miró al general Smith a los ojos, dio media vuelta y entró en el castillo.

– ¿De qué está hablando? -preguntó Stern.

– Sufrieron una baja -dijo el general-. Usted sabe lo que lo que es sufrir bajas, ¿no? Colin Munro, el instructor de tiro. Cargaron su cuerpo veinticinco kilómetros a pie hasta el punto de encuentro. Bueno, en marcha. Tenemos que llegar a Suecia a las tres y a Alemania antes del amanecer.

Stern arrastró a McConnell hacia el camión:

– No hay nada que hacer -dijo.

En su talego McConnell encontró ropa de civil seca -con las etiquetas alemanas correspondientes- y también un uniforme militar de invierno, de lana gris, prolijamente doblado. Se estremeció al ver las runas plateadas de las SS y la calavera con las tibias en su gorra de capitán. Stern tenía un uniforme verde grisáceo con los temidos cordoncillos verdes y el distintivo de las SD. En el pecho tenía una Cruz de Hierro Primera Clase y una condecoración por las heridas recibidas. El distintivo en la solapa izquierda indicaba que era un coronel, un Standartenführer.

– ¿De civil o de uniforme? -preguntó McConnell.

– De uniforme -contestó Stern.

McConnell no había terminado de vestirse cuando el camión se puso en marcha. Stern se puso a hurgar en la valija que contenía los equipos antigás de McConnell.

– ¿Qué busca? -preguntó éste.

– La bicicleta no es lo único que robé en el castillo -dijo Stern, alzando la voz por encima del ruido del motor-. Smith está loco si cree que iré a Alemania armado sólo con una Schmeisser y una pistola.

McConnell se arrodilló a su lado. Dentro de la valija había varias granadas de mano, una cajita y un paquete envuelto en papel kraft.

– ¿Qué es eso?

– Explosivo plástico. Detonadores de tiempo. Granadas.

– ¿Dónde los consiguió?

– En el arsenal particular de Vaughan. Gracias a Dios que los ordenanzas no registraron las valijas.

– Tal vez lo hagan más adelante.

– No. De ahora en adelante, las cargaremos usted y yo, nadie más.

Minutos después se detuvo el camión y el general Smith se asomó por la compuerta de cola.

– A la carrera -ordenó-. No hay tiempo que perder.

McConnell saltó al suelo. Se habían detenido junto a un avión que evidentemente no era una máquina común. Era un monoplano de alas altas pintado de negro mate. A cincuenta metros sería totalmente invisible. El piloto de Smith había aterrizado ese aparato de aspecto siniestro en un prado húmedo donde no parecía haber lugar suficiente para una bandada de gansos. Stern pasó junto a McConnell con las valijas. Bruscamente se alzó en la noche un tableteo de armas como una tormenta de verano en Georgia.

– ¡Carajo! -chilló McConnell-. ¿Qué es eso?

– ¡Al avión! -vociferó el general-. ¡Si nos damos prisa, podremos verlo mejor!

McConnell alzó los talegos al avión y antes de que pudiera tomar aliento el Lysander alzó vuelo, esquivando por centímetros la cresta de una loma. A la orden de Smith, el piloto viró sobre el lago Lochy para que pudieran ver el espectáculo. Las balas trazadoras surcaban el cielo nocturno en una escena digna de una novela de H.G. Wells. Las bengalas que estallaban en torno del avión iluminaban una docena de chalupas en el lago como si fueran patos de cartón en un concurso de tiro.

– ¡Los franchutes están cagados de miedo! -exclamó Smith-. Los muchachos de Charlie disparan con munición de guerra a centímetros de sus culos.

Smith le dijo al piloto que enfilara hacia "Checkers" o algo parecido. Cuando el Lysander pasaba sobre la playa apenas, treinta metros por encima de los obuses, McConnell vio una ambulancia con los faros encendidos. En el resplandor húmedo de los faros vio una figura robusta con las manos tomadas a la espalda. El hombre alzó el brazo derecho y lo agitó cuando el Lysander meneó las alas al pasar sobre él.

– ¡Mírenlo! -vociferó Smith-. Como si fuera Cecil B. de Mille en persona. ¡Qué espectáculo! En el Ministerio de Guerra dicen que Charlie Vaughan usa más artillería en su asalto nocturno que Montgomery en El Alamein.

El piloto penetró directamente en el centro de la tormenta. McConnell tuvo que hacer un esfuerzo para retener sus alimentos. Para distraerse de las náuseas intentó hacerle preguntas a Smith, pero éste no le prestó atención. La lluvia repiqueteaba en las ventanillas de plexiglás. El piloto era apenas una gorra de cuero vista de atrás y Stern una silueta a su lado.

Por primera vez desde la muerte de David, comprendió que el destino era irrevocable. Volaba en un avión negro bajo un cielo encapotado, sobre una isla cuyas luces estaban apagadas desde 1939. La idea de que se estaba librando una guerra de envergadura mundial en la que tal vez estaba en juego el alma misma del hombre jamás se le había aparecido tan nítidamente como en ese momento.

¿Eran esos los olores que conocía David? ¿El olor pesado de la lana mojada y el cuero? ¿El más penetrante del combustible de avión y el aceite? ¿El aroma de la euforia que emanaba de Stern, ese olor sudoroso del cazador al amanecer? Y, desde luego, el olor metálico que McConnell creía percibir en sí mismo…

El del miedo.

Por primera vez adquirió plena conciencia del destino de su vuelo. La Alemania nazi. Un metro cuadrado del glorioso Reich aguardaba que se posaran en él sus pies, o tal vez su cadáver. Trató de desterrar esos pensamientos mientras el Lysander volaba obstinadamente hacia el sur, y se durmió cuando aún quedaba más de una hora de vuelo.

Lo despertó el impacto de las ruedas sobre el suelo.

– ¿Ya llegamos a Suecia? -preguntó aturdido.

– Todavía no, muchacho.

Era la voz del general Smith. El avión viró y carreteó sobre la pista, que estaba totalmente oscura. Finalmente, los faros de un auto parpadearon tres veces,

El piloto detuvo el avión junto al auto.

– Bajen -dijo Smith.

Saltaron del avión y subieron al auto, un lujoso Humber. El piloto se quedó en el Lysander. El conductor del Humber vestía un uniforme negro y manejaba como un hombre que estuviera a punto de llegar tarde a la boda de su hija. Los uniformes alemanes atrajeron su mirada por el espejo retrovisor, pero poco después el auto se detuvo junto a una cerca de ligustros prolijamente recortados. Smith bajó y encabezó la marcha a través de un espléndido jardín inglés. McConnell vio el reflejo de la Luna en las ventanas de mainel, y entonces llegaron a una gran puerta de roble.

– ¿Dónde mierda estamos? -preguntó Stern.

– Cuide el lenguaje -observó el general en tono severo.

Smith abrió la puerta y los condujo por un pasillo oscuro. McConnell sintió el aroma de libros encuadernados en cuero y chintz viejo, maderas finas y té. Vio el destello de la luz sobre objetos de bronce y de cristal. Por un instante pensó que se encontraba en la casa de su profesor en Oxford. Pero no, era imposible.

El general Smith giró para avanzar por otro pasillo, iluminado por una lámpara eléctrica de pared. Se detuvo ante una puerta. La pared estaba revestida de paneles de madera que parecían tener más de cuatro siglos. Smith puso una mano en el picaporte y se volvió hacia Stern.

– Cuidado -dijo-. Hablen solamente cuando se les dirija la palabra y cuiden muy bien el lenguaje.

McConnell advirtió con cierta inquietud que el general había abandonado su pose habitual de informalidad cordial. Cada palabra y gesto eran propios de un militar. Cuando Smith abrió la puerta, comprendió el motivo.

Lo primero que vio fue la coronilla calva que remataba una gran cabeza redonda. La cabeza estaba inclinada sobre un enorme mapa. Aunque lo veía al revés, McConnell reconoció el Pas de Calais. El cuerpo robusto estaba enfundado en un gabán de marino; cosa nada extraña, puesto que en la casa hacía casi tanto frío como afuera. Olió el gran cigarro mucho antes de verlo, y también el aroma del coñac en la copa de cristal.

Winston Churchill alzó la vista del mapa y parpadeó. Se enderezó rápidamente.

– ¡Diablos! -exclamó-. ¡Los matones de Himmler descubrieron mi paradero!

McConnell rió, tal vez con cierta histeria, pero el Primer Ministro había descubierto la manera precisa de distender el ambiente. Seguramente no era frecuente para él encontrarse frente a dos oficiales de las SS con sus borceguíes. Su sonrisa amplia al mirarlos de arriba abajo parecía indicar que le encantaba. La vitalidad que emanaba de él era asombrosa. Churchill tenía setenta años, pero sus ojos acuosos brillaban con humor y una inteligencia casi desconcertante. Cuando se llevó el cigarro a la boca y le habló directamente a McConnell, éste sintió que crecía su propia importancia, como si se hubiera producido una sutil modificación en el campo magnético terrestre.

– ¿Le gustó Escocia, doctor? -dijo con una voz mucho más profunda que la que transmitía la radio-. Fue un curso bastante duro, ¿no?

La gran cabeza de Churchill se inclinaba hacia él como desafiándolo.

– Bastante duro -asintió McConnell.

– Duff dice que aprobó con todos los honores.

McConnell sabía que el Primer Ministro utilizaba todas las facetas de su increíble carisma a fin de ganar a los demás para su causa, pero no pudo resistir. Se sentía a la defensiva cuando oyó la voz de Stern que murmuraba:

– Juegos.

– ¿Cómo dice? -Churchill alzó la cabeza y chupó su cigarro. – Usted debe ser Stern.

– Dije juegos. Allá en el norte no hacen otra cosa que jugar.

McConnell miró al general Smith, que tenía cara de querer apuñalar a Stern en los riñones.

– Señor Stern -dijo Churchill-, en Achnacarry juegan porque la guerra es un juego. Por eso hay que tomarla con una sonrisa. Y el que no pueda, que se haga a un lado. -Dejó el cigarro en el cenicero y apoyó las manos sobre la madera lustrada del escritorio. -Quise hablar con ustedes por dos razones. Porque son civiles y no son súbditos británicos. Van a emprender una misión sumamente peligrosa. Quiero que comprendan la importancia suprema de lo que van a realizar. Señores, esta misión no debe fracasar. -Alzó las piernas de su pantalón y se sentó detrás del escritorio. -Sobre todo quería hablar con usted, doctor McConnell. Si no me equivoco, se considera discípulo del señor Gandhi.

– En cierta medida, lo soy -respondió con una rapidez que lo sorprendió al él mismo.

– Espero que no lo sea en la misma medida que algunos de sus colegas científicos. ¿Conoce al profesor Bohr?

– ¿Niels Bohr? ¿El físico danés?

– El mismo. -Sé quién es.

– Es un utopista y, en cuestiones de guerra, el tipo más despistado que he conocido en mi vida. ¡Diablos, es infantil! Se sentó frente a mí y habló durante tres cuartos de hora sin decir absolutamente nada. Creo que sólo quería decir que la única arma para enfrentar la violencia es la humildad. Gandhi dice lo mismo, pero al menos lo hace en cinco minutos.

Churchill entrecerró los ojos y lo miró con indisimulada curiosidad.

– ¿Qué me dice de usted, doctor? ¿Cree que la humildad es la mejor arma contra los ejércitos de Herr Hitler?

McConnell se tomó su tiempo para responder. El nombre de Niels Bohr lo había desconcertado. Se suponía que el célebre físico estaba en Suecia. ¿Cómo era que "se había sentado frente a" Winston Churchill? La inesperada nueva coincidía con los rumores que se corrían por Oxford sobre el impulso que se daba últimamente a la investigación en física nuclear.

– ¿Qué me dice, doctor? -insistió Churchill.

– Creo que esa etapa quedó atrás, señor Primer Ministro. Pero también creo que hace años habría sido posible detener a Hitler con poca o ninguna violencia.

– Estoy muy de acuerdo con usted. Pero vivimos el presente. -Alzó un poco la voz. -Duff me dijo que su padre ganó la medalla por servicios destacados durante la Gran Guerra. En el fuerte Saint Mihiel.

– Así es -asintió McConnell, algo extrañado de que los conocimientos de Churchill sobre su pasado lo sorprendieran tanto-. Y una estrella de plata. Arrojó ambas condecoraciones al río Potomac en 1932.

Churchill bajó el mentón hasta el pecho y lo miró fijamente:

– ¿Por qué demonios habrá hecho una cosa así?

McConnell pensó que la respuesta no agradaría al Primer Ministro, pero no pudo contenerse.

– ¿Recuerda el alboroto de los veteranos del ejército en Washington? ¿Durante la Gran Depresión?

– Si no me equivoco, pedían pensiones militares.

– Exactamente. Los veteranos querían ayuda del gobierno, y entre ellos había algunos camaradas de la unidad de mi padre. Eran unos veinticinco mil hombres con sus familias. Pidieron a mi padre que los acompañara para prestarles auxilios médicos, y él fue. La policía de la capital daba de comer a los veteranos y sus familias, pero el presidente Hoover no sentía la menor simpatía por su causa. Después de tres meses de manifestaciones pacíficas, mandó llamar al ejército. Los militares atacaron a la multitud desarmada con gases lacrimógenos, bayonetas, caballería, tanques. Hubo heridos de bala, niños muertos por asfixia. -McConnell hizo una pausa. -Mi padre estuvo ahí.

Churchill lo miró sin parpadear:

– Si no me equívoco, usted quiere expresar una moraleja.

– Una acotación al margen. Conozco los nombres de los oficiales que dirigieron el ataque. Las tropas estaban al mando de un tal Douglas MacArthur. Éste desobedeció a Hoover; en lugar de ceñirse a las órdenes, cometió graves excesos. El edecán de MacArthur era el mayor Dwight Eisenhower. La caballería cargó con los sables desenvainados a las órdenes del capitán George Patton. Usted comprenderá, señor Primer Ministro, que mi afecto por los militares dista de ser incondicional.

– Lo comprendo perfectamente. La política suele ser un asunto difícil, doctor. Desgraciadamente, debo reconocer que he cometido errores parecidos. Pero nada de eso tiene que ver con la situación actual. Un hombre de su inteligencia comprende muy bien la amenaza que pende sobre la civilización cristiana.

McConnell no tenía la menor duda de que Stern había tomado debida nota de la falta de alusión a los judíos.

– Usted tuvo sus propias razones para aceptar la misión. Cualesquiera que fuesen, se lo agradezco. No exagero al decir que la liberación de Europa tal vez dependa de ella.

Miró fijamente a McConnell durante varios segundos. Luego tomó una hoja de papel y alzó la pluma del tintero.

– Seguramente se perderán algunas vidas durante la misión -dijo mientras escribía rápidamente-. Quiero que sepa que asumo la responsabilidad por ello.

Churchill arrancó la hoja del cuaderno y la entregó a McConnell, quien leyó la esquela con asombro.


Que estas muertes recaigan sobre mí.

W.


– ¿Sabía que parte de mi familia es norteamericana? -preguntó Churchill-. Y me parece que usted es inglés a medias, doctor.

– ¿Cómo? -murmuró McConnell sin dejar de mirar la esquela increíble-. ¿Qué quiere decir?

Churchill apretó el cigarro con los dientes y sonrió:

– ¡Un hombre capaz de sobrevivir a Oxford y luego al castillo de Achnacarry bien merece la ciudadanía!

McConnell oyó el bufido impaciente del general Smith a sus espaldas. Pero el acento alemán de Stern se alzó en la oficina, filoso como una navaja.

– ¿Y mi pueblo? -preguntó en tono acusador-. ¿Los judíos tienen cabida en su paraíso anglosajón?

– ¡Cierre el pico! -vociferó el general Smith.

– Déjelo hablar, Duff -dijo Churchill-. Tiene derecho a estar furioso.

Stern dio un paso adelante. Su acento alemán y su uniforme de la SD dieron a sus palabras una extraña intensidad.

– Quiero saber si de veras apoyará la creación de un hogar nacional judío en Palestina después de la guerra.

Churchill blandió su cigarro a la manera de un puntero:

– Desde luego que sí, señor Stern. Pero la frase clave de su pregunta es "después de la guerra". Todavía restan muchos combates.

– Estoy dispuesto a combatir.

– ¿De veras? Me alegra saberlo. Cuando vuelva de la misión, me encargaré de que lo incorporen como oficial a la brigada judía. -Sonrió: -Claro que deberá cambiar de uniforme. Esa esvástica no caería muy bien.

– ¡La brigada judía no existe! Hace años la enterraron bajo toneladas de papel.

– Así es, pero acabo de desenterrarla -dijo Churchill-. La brigada judía combatirá en la liberación de Europa. ¿Le interesa?

Para sorpresa de todos, Stern adoptó la posición de firmes. Churchill sonrió.

– Me gusta este tipo, Duff. Me parece que eligió bien.

– No está mal -admitió Smith con renuencia-. Pero ya es hora de partir. Se acerca el momento.

– La hora H -dijo Churchill con entusiasmo-. ¡Al corazón de Alemania! Qué no daría por ir con ustedes. -Se levantó y estrechó con fuerza las manos de ambos.

McConnell quiso preguntar algo más, pero el general ya los obligaba a salir de la oficina y seguirlo por el pasillo.

El conductor del Humber los esperaba en la puerta.

– Síganlo -indicó Smith-. Volveré en un momento.

Al salir por una puerta distinta, McConnell volvió la vista atrás. En el dintel estaban grabadas las palabras Pro Patria Omnia. Recordó lo que había dicho Duff Smith al piloto cuando sobrevolaban el lago Lochy. No era "checkers" sino Chequers, la residencia veraniega del Primer Ministro inglés. Al seguir a Stern hacia el Lysander, se preguntó si Adolfo Hitler conocía esas palabras grabadas sobre la puerta de la casa y comprendía su significado.

Todo por la patria.


Churchill fumaba aplicadamente su cigarro cuando volvió el general Smith, quien se sentó frente al escritorio a la espera del intenso interrogatorio al que lo sometía el PM antes de un operativo importante. Churchill soltó una gran nube de humo azul, resopló y dejó el cigarro en el borde del cenicero.

– Es la primera vez que apruebo un operativo directamente contrario a los deseos de los norteamericanos -dijo gravemente-. Todavía no estoy seguro de que sea prudente usar a un norteamericano, aunque sea el hombre idóneo desde el punto de vista técnico. Podríamos tener problemas.

– No habrá problemas, Winston. Si se lleva a cabo la misión, se producirá un hecho negativo: la no utilización de gases neurotóxicos por los nazis. Si fracasa, lo más probable es que McConnell y Stern mueran en el intento.

– Lo que me preocupa es que la lleven a cabo, pero que después el digno doctor decida sincerarse para aliviar su conciencia.

Smith miró fijamente los ojos celestes en busca del mensaje subliminal de la conversación.

– Es una misión peligrosa -dijo por fin-. Aunque tengan éxito, tal vez no vuelvan con vida.

Churchill juntó las puntas de los dedos y su vista se perdió en las sombras detrás de Smith.

– ¿Alguien está enterado de que McConnell participa de una misión?

– Dejó dos cartas a un profesor en Oxford para que las envíe a su madre y su esposa. Dicen lo que era de esperar. Las confisqué.

Churchill suspiró ruidosamente.

– Si Eisenhower o Marshall se enteran de que pasé por encima de ellos para dar un golpe de tanta magnitud…

– ¡No le dejan alternativa, Winston! Si los ejércitos de Eisenhower se desploman al minuto de poner pie en las playas francesas, Rossevelt y Marshall pondrán el grito en el cielo sobre lo que debía haberse hecho y Ike renunciará, pero será demasiado tarde.

– Sí, sí, está bien, Duff. La pregunta es si la misión es realizable. Si las probabilidades son buenas.

– Más que buenas.

– ¿Y el gas? ¿Cuánto tiempo se conserva estable?

– Varía según la partida. Las últimas dos enviadas por Porton se conservaron durante noventa y siete horas.

– ¿Unos cuatro días?

– Un poco más.

– ¿Y era letal?

– Ya lo creo. Mató dos primates grandes rápidamente.

Churchill se crispó:

– No me diga dónde consigue los ejemplares. No quiero problemas con los protectores de animales. ¿Cuánto tiempo tiene el gas que llevaron los muchachos de Achnacarry?

Smith miró su reloj:

– Veintiséis horas.

– Un margen estrecho, ¿no le parece?

– La prueba de Raubhammer está prevista para dentro de cuatro días -dijo Smith-. Si no lo hacemos antes, podemos decir que fracasamos. Cuando lleguen, si el viento está por debajo de los diez kilómetros por hora, Stern liberará el gas esta misma noche. Si no, lo hará mañana.

Churchill hacía garabatos en su anotador.

– ¿Por eso dispuso que el submarino espere cuatro días? ¿Para esperar las mejores condiciones del tiempo?

– Para eso y también pensando en la demostración para Hitler. En cuanto al clima, un viento de seis kilómetros por hora es óptimo para este tipo de ataque con gases. Si no llueve, tanto mejor.

– ¿Saben Stern o McConnell que el gas tal vez pierda efectividad?

– Claro que no.

Churchill se arrebujó en su gabán.

– Dígame cuál es el porcentaje de probabilidad de éxito.

– Para el ataque en sí, cincuenta y cincuenta -murmuró Smith-. Pero si el ataque resulta, hay un noventa por ciento de probabilidades de que el bluff tenga éxito. Estoy absolutamente seguro de que el desarrollo de los gases neurotóxicos es una iniciativa exclusiva de Himmler. Todas las pistas apuntan a eso. Un golpe discreto con su propia arma milagrosa le quitará el suelo bajo los pies. No le quedará la menor duda de que hay diez mil toneladas de Sarin inglés listas para caer sobre Berlín. Tendrá que cancelar la demostración.

– ¿Podrá demostrar que el ataque lo iniciamos nosotros?

– No. Usamos garrafas alemanas de la Primera Guerra Mundial. Pero sabrá quién lo hizo. Me ocuparé de eso.

– ¿Y si el Sarin no actúa?

Smith se encogió de hombros:

– Irán los bombarderos.

Un gruñido profundo escapó de la garganta de Churchill.

– ¿Qué pasará si nos vemos obligados a bombardear el campo?

– Depende de varios factores. Ante todo, el clima. La cantidad de gas almacenado en el lugar. Los aviones lanzarán bombas incendiarias para quemar la mayor cantidad posible de gas antes de que se disperse por la zona. Claro que siempre es posible que extermine los pueblos vecinos. No podemos predecirlo. Si eso sucede, estoy seguro de que Himmler anunciará que se produjo un lamentable accidente industrial. En cualquier caso, nuestra misión no dejará el menor rastro.

– ¿Qué pasará si no hay noticias de Stern y McConnell?

– Si dentro de tres noches no recibo noticias fehacientes del éxito de la misión, enviaré los bombarderos.

– ¿Stern y McConnell están enterados de que habrá un bombardeo?

– Por supuesto que no.

Churchill se frotó las sienes. Había sorprendido a McConnell con su aire de vitalidad, pero Smith sabía que el Primer Ministro había sufrido una neumonía en diciembre, después de sobrevivir a dos ataques cardíacos en el mismo mes. Lo agobiaban presiones tremendas. Sin embargo, se obstinaba en asumir la responsabilidad moral por cada misión.

– Son civiles, Duff.

– Firmarán sus descargos antes de partir.

– No me refería a eso. Ahora que los SS asesinaron a su hermano, ¿no le parece que puede revelarle a McConnell el propósito verdadero de la misión?

Smith meneó la cabeza:

– No creo que el doctor McConnell matara a un ser humano ni para salvar su propia vida.

Sonó el teléfono sobre el escritorio, pero Churchill no le prestó atención.

– Veo una falla que podría causar un desastre, Duff. ¿Qué pasa si los atrapan y los torturan antes del ataque? ¿Les dio píldoras de cianuro?

– Stern lleva una consigo en todo momento, aunque usted no lo crea. En cuanto a McConnell, no lo creo capaz de tragarla. -El general hurgó en su bolsillo en busca de su pipa. -No se preocupe por eso. Ante una posibilidad cierta de caer en manos del enemigo, Stern tiene orden de matar al buen doctor donde se encuentre.

Por fin el teléfono dejó de sonar.

– Es una orden muy dura, Duff. Hay gente en ambos lados del Atlántico que no la aprobaría.

Smith había previsto ese último estertor de la conciencia.

– Hay un precedente, Winston. En Dieppe, cuando enviamos expertos en radar a reconocer la estación alemana, detrás de ellos fueron hombres armados, haciéndose pasar por guardaespaldas, por si los alemanes los rodeaban.

– No comprendo qué tiene que ver con esta misión.

Smith sonrió:

– Uno de esos guardaespaldas era agente del FBI norteamericano. Si los yanquis no tuvieron escrúpulos en permitir que un hombre del FBI matara a nuestros científicos, no veo cómo pueden objetar que hagamos lo mismo.

Brendan Bracken se asomó por la puerta:

– Llaman de Hayes Lodge. El general Eisenhower espera en línea.

Churchill asintió y despidió a su ayudante con un ademán.

– Es discutible, Duff. Pero si alguna vez esto llega a trascender, la cuestión de quién mató a quién no tendrá la menor importancia. Lo que importa es que la misión triunfe y que nada salga a la luz. Dígame… ¿cree que Stern mataría a McConnell a sangre fría?

Duff Smith se levantó y acomodó su uniforme pardo.

– No me cabe absolutamente la menor duda, Winston.

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