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Inmóvil frente a la puerta de la oficina de Klaus Brandt, Ariel Weitz miraba la espalda del doctor a través de la ventana. Brandt estudiaba unos gráficos clínicos, pero Weitz sabía que en realidad esperaba una llamada telefónica. Una hora antes el jefe del campo había llamado al Reichsführer Himmler en Berlín. Aun los poderosos debían aguardar como lacayos hasta que el antiguo avicultor que regía las SS se dignara atenderlos.

Weitz sintió un escozor en las manos al contemplar la espalda del guardapolvo médico de Brandt. Hasta la pelusa gris que cubría la robusta nuca prusiana le daba ganas de gritar de odio y repugnancia. La reluciente coronilla calva le parecía un lugar excelente para clavar un centenar de clavos. Cien veces había pensado en quebrar las célebres manos con la puerta de acero del pabellón de aislamiento. Mil veces había querido inyectar en esa médula espinal el bacilo meningocóccico, tal como hacía Brandt a "sus niños". Pero esa noche…

Esa noche pagaría todas las facturas.

Oyó pasos en el corredor principal y se apartó rápidamente. Dos SS pasaron de largo y se apostaron frente a la puerta. Una dificultad imprevista.

Weitz cruzó el salón hasta un pequeño consultorio que daba al corredor principal. Allí había ocultado el resto de sus armas y también su trofeo. En el armario estrecho había colgado uno de los equipos antigás de Raubhammer probados esa tarde y luego descontaminados. Además, de pesar menos de la mitad que los modelos anteriores, incluía un filtro y un tubo pequeño de oxígeno puro dentro de una alforja. El otro equipo de Raubhammer estaba en la oficina de Brandt, pero a Weitz le daba lo mismo. Uno era suficiente.

Se preguntó qué pensarían los guardias SS al ver aparecer al judío mimado de Brandt empuñando una metralleta. En todo caso, serían sus últimos pensamientos. Lo que no entendía era el motivo de su inesperada presencia. ¿Acaso Schörner se había dado cuenta de que el campo corría peligro? Minutos antes, Weitz había visto una larga hilera de técnicos de la fábrica que cruzaban la Appellplatz hacia el cine, arreados por el sargento Sturm. Pero no veía motivos para preocuparse por ello. No importaba lo que hubiera averiguado, a esa altura Schörner estaba en desventaja. Era demasiado tarde para contrarrestarla.

Iba a colocarse el equipo de Raubhammer cuando oyó el rugido de un camión de transporte de tropas.


Avram Stern alcanzó a dar tres pasos hacia el portón trasero cuando se detuvo en seco al oír voces de mando y un rugido de motores. Al volverse, vio el auto de campaña gris de Schörner que salía a gran velocidad por el portón principal, seguido por un camión abierto cargado de soldados SS armados hasta los dientes.

Avram sintió que se desvanecía su última esperanza.

Aferró la Schmeisser con fuerza y volvió hacia el centinela, pero se detuvo nuevamente al oír un portazo. Parado en los escalones de entrada al hospital, Ariel Weitz miraba desconcertado los vehículos que salían. Weitz inclinó la cabeza como si hubiera intuido que una mirada humana estaba clavada en él. Cuando por fin se volvió hacia las cuadras de los prisioneros, el zapatero tomó la decisión más rápida y temeraria de su vida. Jamás habría comprendido el motivo. Si en ese momento alguien se lo hubiera preguntado, tal vez habría mencionado las lágrimas que vio en la cara de Weitz la noche de la gran selección. Desde esa noche pensaba mucho en Weitz. En el hecho de que el odioso alcahuete podía andar por el campo a voluntad. Que los SS solían enviarlo a hacer mandados en Dornow, tal era su confianza en él. Y que los ingleses sólo podían montar un operativo como el de Jonas si contaban con una buena fuente de información dentro de Totenhausen. Avram había llegado a la conclusión de que ningún judío podía venderse a los nazis como aparentaba hacerlo Weitz. Y fue por eso que, cuando Weitz se volvió hacia las cuadras de los prisioneros, Avram le indicó con un gesto que se acercara a la puerta de la alambrada.


Weitz vaciló al ver que el centinela le ordenaba acercarse a las cuadras. No quería cruzar la Appellplatz. Pero el hombre que lo llamaba era un SS; aun en el umbral de su gran triunfo, no podía negarse. Cruzó el campo nevado rápidamente y cuando llegó a la puerta tenía la mirada obsecuente de siempre.

– ¡Tú! -exclamó-. ¿Y ese uniforme?

Avram le aferró la nuca con la mano izquierda. Empuñó la daga con la diestra y apoyó la punta en el cuello de Weitz.

– Un solo grito y te degüello.

Weitz meneó la cabeza con vehemencia.

– ¡No! ¡No entiendes nada! -Miró el uniforme de arriba abajo. -Yo tampoco entiendo nada.

Avram empezó a hundir la daga en la piel de Weitz.

– Una pregunta. ¿Tienes algo que ver con lo que va a pasar?

El hombrecillo abrió los ojos de par en par.

– Sé lo que va a pasar. Pero tengo mis propios planes.

– ¡Lo sabía! ¡Lameculos! Era una pose. Escucha, los SS tienen a mi hijo. Si no lo liberas, no habrá ataque.

– ¿Tu hijo…? ¿Tu hijo es el Standartenführer judío?

– Sí.

– Dios mío. ¿Dónde lo llevaron? ¿Al cine con los técnicos?

– No lo sé. Deben de haberlo llevado a alguna parte para interrogarlo. -Avram le sacudió el cuello.- ¡Debes liberarlo! Tú conoces el campo mejor que nadie. 1

Aunque estaba furioso por tener que cambiar de planes, Weitz asintió.

– Veré qué puedo hacer. ¿Qué harás tú? ¿Te quedarás aquí hasta que te maten?

Avram lo soltó.

– Ocúpate de mi hijo, nada más.

Weitz volvió al hospital y en ese momento Rachel Jansen apareció en las sombras detrás de Avram.

– ¿Por qué hablaba con él? Es un soplón de los SS.

– No importa. ¿Ya están todas en la cuadra de los niños?

– Sí. -Alzó el bulto que llevaba en sus brazos. -Aquí está Hannah. ¿Dónde está su hijo?

Avram meneó la cabeza.

– Lo atraparon. Tendrás que llevar a Hannah a la Cámara E.

Rachel gimió. Le respondió una vocecilla plañidera entre las mantas. Rachel tranquilizó a la niña en holandés y volvió al alemán.

– ¿Qué haremos, zapatero? No puedo llevar a los niños mientras el centinela siga apostado en el portón trasero. ¡Nos verá y dará la alarma!

– Vuelve adentro.

– ¡Pero ya viene el gas!

– Prepárate para salir de prisa. Volveré por ti en un minuto. Si no vuelvo, tendrás que arreglártelas. Haz lo que te parezca mejor.

Rachel le aferró el brazo.

– Si ve a su hijo, dígale que vuelva por Hannah. Se lo suplico, Herr Stern.

– Se lo diré.

Avram quitó el seguro de la Schmeisser y fue hacia el portón trasero.


Jonas Stern trataba de mantenerse despierto mientras el sargento Sturm lo torturaba. El hombre era idóneo para la tarea. Sobre todo, demostraba entusiasmo. La tortura física era un trabajo agotador. Lo peor de todo eran los golpes a los parietales. El zumbido en los oídos casi no le dejaba pensar. Quería aflojar, desmayarse. Pero se esforzó para mantenerse despierto. Porque tenía una ventaja sobre el torturador. Sabía exactamente qué estaba a punto de ocurrir en el campo de Totenhausen. Y tal vez -sólo tal vez- cuando estallara el explosivo plástico que había adherido a las garrafas enterradas, sería físicamente capaz de correr hacia el portón principal. Pero para eso debía mantenerse despierto. Lo cual no era fácil cuando trataban de reducirle el cerebro a picadillo. Cuando el sargento Sturm tomó la daga, casi soltó un suspiro de alivio.


Avram Stern no había matado a un ser humano desde 1918, pero no se detuvo a cavilar. Al cruzar el campo nevado hacia el centinela, se preguntó cuánto ruido haría una Schmeisser con silenciador. Veterano de la Primera Guerra Mundial, le parecía imposible silenciar del todo el tableteo de una ametralladora.

Decidió usar la daga.

Trató de adoptar un paso confiado y arrogante como el de todos los SS. Al caminar miraba fijamente la espalda del centinela. Parado junto a la puerta, el soldado miraba los árboles. Pensó en llamarlo suavemente para no asustarlo, pero el hombre no parecía tener conciencia de su entorno. Avram miró la daga plateada que llevaba en la mano. Tendría que golpear con fuerza para atravesar el capote y la chaqueta de invierno. Jonas había degollado ostensiblemente al otro centinela, pero Avram no poseía esa destreza. Por un instante lamentó no tener una bayoneta como en la Gran Guerra o, mejor aún, una pala afilada, el arma más fiable en el combate de trincheras. Pero esta era otra guerra.

Kamerad -dijo con una serenidad que lo sorprendió a él mismo-. ¿Tienes fuego?

El centinela se sobresaltó, pero se tranquilizó al ver el uniforme pardo y hurgó en el bolsillo de su capote.

– Me vendría bien un cigarrillo -dijo con una risita nerviosa-. Ese hijo de puta del SD me hizo cagar de miedo.

A la luz del fósforo, los ojos del joven centinela vieron la cara de Avram. Los dos se reconocieron simultáneamente. Avram Stern vio al jovencito que le había pedido unas pantuflas de fino cuero para regalar a su novia; el centinela vio la cara surcada de arrugas del zapatero.

Avram sintió que la furia se adueñaba de su brazo al hundir la daga en la piel suave bajo el mentón. Bruscamente, algo la detuvo. La daga había atravesado el paladar, los senos y la masa encefálica hasta chocar con la bóveda del cráneo, pero aún quedaban tres centímetros de hoja y la empuñadura por debajo del mentón. Mirando fijamente los ojos celestes, Avram dio un tirón hacia la izquierda antes que el cuerpo cayera sobre la nieve.

Trató de extraer la daga de la cabeza del centinela, pero le fallaron las fuerzas. Sentó el cuerpo contra el alambrado para que el centinela pareciera dormir en su puesto. La empuñadura de la daga mantenía la cabeza semierguida. Avram se limpió las manos ensangrentadas en el capote del centinela y volvió hacia las cuadras.

Su reloj le indicó que eran las 19:48.

Embargado por el pánico, estuvo a punto de disparar la Schmeis ser cuando un grupo de sombras pasó en la oscuridad. Bruscamente comprendió lo que sucedía.

Rachel Jansen encabezaba la marcha hacia la Cámara E.

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