15

Una mujer hablaba en idish en la penumbra. Hablaba con el acento gutural de Europa del Este, pero Rachel Jansen la entendía perfectamente. La habría entendido aunque no supiera idish, porque la desesperanza no necesita traducción.

Todas las mujeres de la cuadra se acurrucaban en círculo en torno de una vela tapada por una lata. Estaban acuclilladas como penitentes en un templo sombrío. La luz de la vela no suavizaba los rostros pálidos, envejecidos prematuramente, ni penetraba en las profundas cuencas de sus ojos. Todas menos Frau Hagan llevaban el distintivo amarillo cosido a la casaca.

Rachel jamás había imaginado semejante ritual. Las mujeres lo llamaban der Ring, el Círculo. Todas las noches se reunían a relatar sus recuerdos, por turno. Durante el Círculo echaban a los niños de la cuadra. El motivo era fácil de comprender: las historias que se relataban les habrían provocado pesadillas, profundas depresiones, tal vez les habrían dejado huellas indelebles. Los mismos adultos tenían que esforzarse para escuchar. Pero todas las mujeres presentes llevaban cicatrices imborrables; ningún relato ajeno podía ser más doloroso. Y al menos podían contar sus propios sufrimientos.

Pero el propósito del Círculo no era intercambiar relatos de dolor sino dejar todo asentado. Una mujer a quien llamaban la Escriba anotaba todo en lenguaje taquigráfico y prestaba atención especial a los nombres, las fechas y los lugares. Cada noche, la Escriba ocultaba sus apuntes en un hueco detrás de la pared donde debía instalarse el material aislante, pero no se instaló. Después de escuchar los relatos de una noche, Rachel supo que jamás tendría el coraje de leer el texto completo. Era nada menos que el testimonio de la renuencia -o tal vez peor aún, la incapacidad- de Dios de proteger a sus siervos.

Con gran esfuerzo logró borrar de su mente la voz de las demás.

Los fines del Círculo le parecían admirables, pero durante las últimas cuatro noches había utilizado ese tiempo para meditar sobre lo ocurrido durante el día y aprovechar los nuevos conocimientos para la supervivencia de su familia. A diferencia de otras flamantes viudas, que parecían estar sumidas en diversos grados de letargo, Rachel aguzaba los oídos para escuchar cualquier conversación y extraer de cada una cualquier información que le sirviera para proteger a sus hijos.

Ya había conocido la esperanza y la desesperación. Se había enterado de que si los hubieran atrapado unos meses antes, sus hijos no se habrían salvado de las cámaras de gas en Auschwitz. Pero al cundir los rumores sobre los campos de la muerte nazis y al crecer la presión internacional, las SS habían resuelto crear "unidades familiares" en ciertos campos. Inspectores de la Cruz Roja podrían ingresar por las puertas principales y recorrer las rutas programadas para presenciar escenas de vida familiar no muy distintas de las que se desarrollaban fuera de los campos, aunque con menos bienes materiales. Se irían convencidos de que los rumores espeluznantes eran exageraciones de los judíos asustados.

Frau Hagan le dijo a Rachel que cuando el Reichsführer Himmler explicó el plan al Herr Doktor Brandt, éste aprovechó la oportunidad. Y el sistema tenía algunos beneficios. Unas pocas familias se habían salvado de la separación forzada de sus miembros, que para algunos era un destino peor que la muerte; según Frau Hagan, algunas madres se suicidaban al serles quitados sus hijos. Pero lo curioso era que desde la creación de las unidades familiares en los campos, ningún inspector de la Cruz Roja tuvo acceso a Totenhausen.

Rachel se había enterado del motivo el día anterior, y desde entonces estaba aterrada. Aparentemente, hasta hacía poco, los experimentos con gases tóxicos exigidos por el Reichsführer Himmler no agotaban el talento de Klaus Brandt, quien se dedicó a investigar por su cuenta la etiología de la meningitis espinal. Algunos decían que tenía la intención de crear algunos medicamentos, patentarlos y ganar una fortuna después de la guerra. Sea como fuere, sus experimentos requerían enormes cantidades de niños, ya que su método consistía en inyectar meningococos en la médula espinal de niños sanos y luego verificar la eficacia o falta de ella en los diversos compuestos que empleaba para curar la infección. El sistema de unidades familiares le aseguraba un flujo constante de niños para sus experimentos.

Según Frau Hagan, en las últimas semanas las investigaciones sobre meningitis se habían reducido considerablemente, pero Rachel no se tranquilizó. La idea de que pudieran llevarse a Jan o Hannah de la Appellplatz al "hospital" para inyectarles una bacteria mortal era demasiado aterradora para pasarla por alto. La idea de que cualquier niño pudiera sufrir esa suerte, de que en ese preciso instante algunos estaban sufriendo una muerte horrible, la había sumido en un estado de pánico constante. Dedicaba cada momento de vigilia a estudiar la manera de evitar que experimentaran con sus niños.

Un sollozo interrumpió sus pensamientos. Conmovida por lo que oía, una mujer había estallado en llanto. Atraída por una fascinación morbosa, Rachel no pudo dejar de escuchar. El relato era mucho más horrendo que el suyo. No sabría qué decir cuando llegara su turno.

– Los camiones ocuparon la plaza -dijo la mujer. Sus ojos estaban clavados en el piso como si viera allí su antigua aldea. -Los SS sacaron a todos de sus casas. Los que se demoraron, los que trataron de recoger algún objeto de valor o de necesidad, fueron los primeros en morir. Yo había oído los rumores el día anterior y me habían parecido verídicos. Ya tenía preparado un bolso. Disparaban de todos lados. Eso causó pánico y todos corrimos hacia los camiones. Éramos como ganado. Nadie quería saber qué significaban los disparos. Mujeres que llamaban a sus hijos, niños que chillaban. Los hombres se preguntaban unos a otros qué hacer. ¿Qué podían hacer? Para entonces los SS habían fusilado al alcalde y al jefe de policía.

"Desde el camión vimos lo peor. Los niños… pobrecitos, los bebés. En la calle Praga los alemanes mataban a los bebés. Les rompían la cabeza a culatazos o los tomaban de los talones para estrellarlos contra una pared. Yo misma vi a un SS arrancarle el bebé a Hannah Karpik y estrellarle la cabeza sobre los adoquines. Hannah se volvió loca, se arrancó el pelo y trató de golpear al SS, que finalmente sacó su pistola, le disparó al estómago y la dejó por muerta. -La mujer se encogió de hombros. -Así hicieron los alemanes en Damosc.

– También en Lodz -dijo otra desde el borde del Círculo-. Lo mismo, pero peor. Nos hicieron formar en la plaza y estacionaron un camión de remolque junto a la pared del hospital. No entendíamos qué pasaba. Se abrió una ventana del tercer piso y empezaron a caer unos paquetes sobre el camión. Cuando cayó el segundo, nos dimos cuenta: estaban tirando a los bebés recién nacidos desde la maternidad. Tres pisos. Se reían mientras los tiraban.

– Como los bárbaros de la Edad Media -comentó la primera mujer-. Nuestro rabino pedía a Dios que nos protegiera, y un muchacho joven maldecía a Dios con voz más fuerte. Esa noche le di la razón al muchacho. No entiendo cómo Dios puede ver semejante cosa sin mover un dedo.

– Siempre lo mismo -terció otra mujer. Era mucho mayor que las otras y su voz estaba alterada por la flema. -¿Para qué escribir? Es la misma historia contada cien veces. Mil veces. ¿A quién le importa?

– Justamente por eso debemos escribirlas -señaló Frau Hagan con vehemencia-. Para que el mundo sepa lo que hacen estos bárbaros. En la guerra, los hombres buenos pueden cometer actos malos. Pero los SS lo hacen deliberadamente. De manera sistemática. Nuestros relatos, junto con otros y debidamente documentados, serán la prueba de esta locura. Así no podrán negarlas más adelante.

– Más adelante -repitió con desdén una voz incorpórea-. ¿Qué significa más adelante? ¿Quién vendrá a desenterrar estos papeles? Estas historias. ¿Quién querrá escucharlas? Dentro de poco, los alemanes serán los amos del mundo.

– Cállate, estúpida -ordenó Frau Hagan-. Siempre hay ajuste de cuentas. El Ejército Rojo nos liberará. Stalin aplastará a Hitler sobre los hielos de Rusia, ahogará sus tanques en los pantanos de Pripet. Debemos estar preparadas para cuando lleguen los soldados. Debemos identificar a los carniceros.

– Stalin no vendrá. Hitler casi conquistó Moscú en el 41. Además, Stalin odia a los judíos tanto como Hitler. No importa. Dentro de poco, las calles de Moscú tendrán nombres alemanes.

– ¡Mentirosa! -gruñó Frau Hagan-. ¡Pedazo de irresponsable! Pregúntale a la holandesa, que viene de Amsterdam. Tenía una radio. Pregúntale sobre Stalin y el Ejército Rojo.

Todos los ojos se clavaron en Rachel.

– Diles -ordenó Frau Hagan.

– Es verdad -dijo Rachel-. Los rusos iniciaron una ofensiva de invierno en diciembre. Días antes de que nos encontraran, oí que habían entrado en Polonia.

– ¡Qué les dije! -exclamó Frau Hagan con orgullo.

– La BBC dijo que estaban expulsando a los alemanes de Ucrania.

Cincuenta rostros se volvieron hacia Rachel y dispararon preguntas en distintos idiomas. ¿Qué pasaba en Estonia? ¿Y en Varsovia? ¿En Italia? ¿Qué pasaba con los norteamericanos? ¿Y los ingleses?

– Sobre ellos no sé gran cosa -dijo en tono de disculpa-. Había rumores de una invasión.

– Como todos los años -acotó una voz escéptica-. No vendrán. Qué les importa lo que nos sucede.

Un alarido se alzó en la noche. Se hizo silencio en el Círculo. Rachel ya había oído gritos que parecían ser pedidos de auxilio, pero eran más lejanos, desde la cuadra de los SS, y Frau Hagan se negaba a prestarle atención. Pero al oírse el segundo alarido -más cerca que el primero- la cara de Frau Hagan indicó que había peligro.

– Tendré que hablar con Frau Komorowski -dijo la jefa de la cuadra.

– No te arriesgues -aconsejó otra mujer-. Deja que resuelvan sus propios problemas.

Frau Hagan lo pensó unos instantes.

– Esperaré unos minutos. Termina tu historia, Brana.

– ¿No debería esconder los papeles? -preguntó la Escriba -. Con tantos gritos, tal vez ordenen una inspección.

– Termina la historia.

La mujer llamada Brana continuó su relato: en pleno invierno, los habían llevado en camiones abiertos hasta un tren en una vía muerta. Habló de familias como la de Rachel, encerradas en vagones de ganado sin calefacción, alimentos, agua ni baños. Rachel evocaba a pesar suyo el viaje de pesadilla desde Westerbork, cuando se le erizó el vello de los antebrazos.

¡Silencio! -siseó.

Frau Hagan la miró furiosa:

– ¿Qué pasa, holandesita?

– Hay alguien afuera. Escondan los papeles.

– Heinke está en la puerta -dijo Frau Hagan, incrédula-. Y no oyó nada.

– ¡Te digo que hay que esconder los papeles!

Frau Hagan tomó los papeles de la Escriba y los ocultó bajo su falda. Miró a Heinke junto a la puerta:

– ¿Hay algo?

La centinela meneó la cabeza. Frau Hagan miró a Rachel con desdén.

– ¡SS! -susurró Heinke de pronto-. ¡A la cama!

Apagaron la vela y corrieron en tropel a sus respectivos camastros. Evidentemente habían ensayado esa operación, porque no había otro ruido que el de las novatas al golpearse los pies y las canillas. Las veteranas lo hacían mejor. Caminar rápida y sigilosamente era una destreza que ella había adquirido mucho antes en Amsterdam. No era fácil.

Contuvo el aliento a la espera del estrépito de botas de los SS, pero sólo oyó un golpe furtivo a la puerta. Ésta se abrió para dar paso a una sombra.

– ¿Hagan? -susurró la sombra.

– ¿Irina? ¿Eres tú?

Da.

– Que nadie se levante -ordenó Frau Hagan.

Rachel oyó los pasos pesados de la polaca que cruzaba la cuadra en la oscuridad y conversaba en murmullos con la kapo de la cuadra de mujeres cristianas. Menos de un minuto después se abrió y se cerró la puerta.

– Desapareció otro niño -informó Frau Hagan a todas-. Un gitano.

Se hizo silencio.

– ¿Varón? -preguntó una voz.

– Sí. Ocho años.

Rachel oyó un gemido en la oscuridad.

– La que gritaba era su madre. Frau Komorowski la hizo amordazar y atar a la cama. Por su propio bien. La gitana había dicho que iba al cuarto del doctor Brandt a buscar a su hijo.

– No se equivocó de lugar -comentó una voz.

– Dios proteja al chico -dijo otra-. Esto no tiene nombre.

– ¿Igual que antes?

– Un preso político letón vio a Ariel Weitz con el gitanito unas horas antes -contestó Frau Hagan con voz exhausta.

Rachel oyó escupitajos y maldiciones en la oscuridad. Las voces se sucedían con tanta rapidez que era difícil entender lo que decían.

– ¡Demonio!

– Los hombres deberían aplastarlo como un gusano.

– Matémoslo nosotras.

– Qué locura -dijo Frau Hagan-. Si matan a Weitz, morimos todos. Es el sirviente de Brandt, por eso Brandt lo protege. Sturm también. Hasta Schörner lo protege, aunque lo detesta.

– Schörner también lo usa -señaló la voz de alguien que parecía estar bien enterada-. Weitz es su alcahuete.

– Y pensar que es judío de nacimiento -murmuró otra-. Es peor que los SS. Mil veces peor.

– El zapatero también es judío -dijo Frau Hagan.

– El zapatero hace zapatos. Weitz lleva a los niños a que los violen y después los maten.

– ¿Qué le pasó al último muchachito?

– Probablemente fue a la cámara de gas con los hombres.

– No -replicó Frau Hagan-. Lo fusilaron junto a la fosa hace una semana.

– ¿Por qué no lo dijiste? -preguntó una voz llorosa.

– ¿Qué habrías hecho, Yascha?

Rachel advirtió que Frau Hagan reconocía a todas por sus voces.

– Basta de chachara -ordenó la polaca, tajante. Después de una breve pausa, añadió: -Tienes buen oído, muchacha holandesa. Irina se apretó contra la pared para evitar el reflector. ¿Eso fue lo que oíste?

Rachel tragó:

– Oí algo. En Amsterdam viví escondida durante tres años sobre una tienda. Los clientes entraban y salían todo el día. Cualquier ruido significaba un peligro.

– Aprendiste bien. De ahora en adelante, harás la guardia en la puerta.

Rachel cerró los ojos. ¿Era conveniente ser guardia? Si le granjeaba los favores de Frau Hagan, sin duda lo era. Pero, ¿no la malquistaría con Heinke?

– ¿Oíste, holandesita?

– Mañana haré la guardia en la puerta.

– Sí. Bueno, a dormir todo el mundo.

Rachel oyó el crujido de la madera frágil cuando la jefa de la cuadra se tendió en su camastro. Desde el segundo día en el campo, Rachel vigilaba a los hombres con distintivos rosados -en realidad, a todos los hombres- como una gallina que cuida a sus polluelos, pero no había visto la menor señal de que alguien intentara molestar a Jan. ¿Acaso el mayor peligro venía del comandante de Totenhausen? ¿Había dos clases de selección a evitar para poder sobrevivir? En ese caso, ¿cómo protegería al niño? Herr Doktor tenía poder absoluto de vida o muerte sobre todos los internos. Ya había ordenado la muerte de su esposo. Si Klaus Brandt quería abusar de su Jan, ella no podría impedirlo.

Recordó a Ariel Weitz y se estremeció de odio. Si Weitz era el alcahuete de Brandt, tal vez podría sobornarlo para que dejara en paz a Jan. Tenía los cinco diamantes. Pero, ¿de qué servía sobornar a Weitz? Lo más probable era que Brandt escogiera sus víctimas mientras se paseaba por el campo con su guardapolvo blanco, fingiendo curar enfermedades. Era inconcebible. Pero era la realidad. No podía volar a Holanda cargando a los niños bajo las alas. Tendría que pensar en algún recurso.

¿A quién acudir? El zapatero había demostrado ser un hombre compasivo, pero en los últimos cuatro días casi no lo había visto. ¿Y Anna Kaas? Evidentemente, la joven enfermera simpatizaba con los prisioneros: tal vez podría sugerirle un medio para evitar que Jan corriera peligro. Pensó en Jan y Hannah, que dormían a pocos metros de ahí en la cuadra de niños judíos. Una judía sefardí de Salónica dormía allí para mantener el orden. Durante la cena, Rachel le había dado la mitad de su ración de pan a cambio de que acostara a Jan y Hannah en camas contiguas. Había pensado en ofrecerle la ración de una semana a cambio de su trabajo, pero decidió que no era conveniente. Una semana sin pan la debilitaría demasiado, y si bien estaría cerca de sus hijos, se alejaría de las mujeres que conocían las reglas del campo, en especial de Frau Hagan. Un pastor alemán aulló junto al alambrado perimetral. En ese momento Rachel decidió que la jefa de la cuadra era la soga que la ataba a la vida, el puente a la supervivencia. Lo que Frau Hagan quisiera, Rachel Jansen lo haría.

Montaría guardia junto a la puerta, pero ese sólo sería el comienzo.

Загрузка...