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Universidad de Oxford, Inglaterra, 1944


Sigilosamente, Mark McConnell sacó la larga pértiga del río Cherwell y golpeó el agua con violencia. Una lluvia de agua y hielo cayó sobre la chaqueta de cuero que cubría la espalda de su hermano, sentado en la proa de la estrecha chalana de madera.

– ¡La puta madre! -David se volvió tan violentamente que casi volcó el bote. Hundió la diestra enguantada en el río y lanzó a su vez una rociada de agua y hielo.

– ¡Cuidado! -gritó Mark-. ¡Nos vas a hundir!

– ¿Te rindes? -David hundió la mano en el agua.

– Declaro un cese de fuego temporario para atender a los heridos.

– Cagón.

– Tengo el poder de fuego -dijo Mark mientras agitaba la pértiga.

– De acuerdo, acepto la tregua.

David alzó la mano y se volvió nuevamente hacia la proa de la chalana de fondo plano que surcaba lentamente un recodo del río helado. Era de estatura menor que su hermano y su físico era el de un zaguero, con piernas de velocista, cintura estrecha y hombros musculosos. Su pelo rubio, mandíbula cuadrada y ojos celestes completaban el cuadro de encanto bucólico. A la vista suspicaz de Mark, se deslizó hasta quedar tendido sobre las tablas del fondo, apoyó la cabeza sobre las manos y cerró los ojos.

Mark contempló el paisaje río abajo. Los pesados carámbanos que pendían de los árboles pelados en ambas márgenes del río doblaban las ramas hasta el punto de que casi rozaban la alfombra de nieve que cubría los prados.

– ¡Qué locura! -dijo al rociar la cara de David con una última salva de gotas heladas. No hablaba en serio. Si su hermano menor no hubiera ido a visitarlo desde la base de la 8a División de la Fuerza Aérea en Deenethorpe, el día invernal habría pasado como cualquier otro en Oxford: un monótono noticiario cinematográfico de catorce horas visto a través de las ventanas empañadas del laboratorio. Lluvia, aguanieve y otra vez lluvia que caía sobre los patios adoquinados de los colegios, envolvía la Bodleian Library en un sudario gris y convertía a los perezosos Cherwell y Támesis en torrentes.

– Qué vida -murmuró David-. Es tal como los imaginamos cuando salimos en misión de vuelo. Ustedes los intelectuales se dan la gran vida, bogando alegremente por este río de mierda mientras nosotros nos jugamos la vida. Se supone que deberían estar aportando su materia gris para ganar la guerra.

– Quieres decir, chalaneando por este río de mierda.

David abrió un ojo y bufó con desdén.

– Cada vez que te veo hablas más como un inglés. Si llamaras a mamá por teléfono no te reconocería.

Mark contempló la cara de su hermano menor. Estaba feliz de verlo, y no sólo porque le permitía escapar del laboratorio durante una tarde. Necesitaba el contacto humano. En ese lugar donde reinaba la camaradería, se había convertido prácticamente en un paria. Últimamente tenía que reprimir el impulso de hablar con la primera cara simpática que se le cruzara en un autobús. Pero al mirar a su hermano -un capitán de la Fuerza Aérea que realizaba peligrosas incursiones sobre Alemania casi todos los días- se preguntó si era correcto sumar sus presiones a las que ya agobiaban los hombros de David.

– Creo que tengo las manos congeladas -gruñó Mark mientras la chalana surcaba dificultosamente las aguas sombrías-. Daría cien libras por un motor.

Tres semanas antes, en Navidad, estaba resuelto a consultar a David sobre su problema, pero una misión de bombardeo de último momento había frustrado sus planes de reunirse. Pasó casi un mes. Así habían sido los últimos cuatro años. El tiempo pasaba como las aguas torrenciales de un río. Otra Navidad, otro Año Nuevo. 1944. Mark no podía creerlo. Había pasado cuatro años apacibles entre los claustros y las torres de piedra arenisca mientras el mundo exterior se hacía pedazos con furia implacable.

– Oye -dijo David sin abrir los ojos-, ¿qué tal las chicas de aquí?

– ¿A qué te refieres?

David abrió los ojos y torció el cuello para mirarlo.

– ¿Cómo que a qué me refiero? ¿Después de cuatro años sin Susan se te pudrió el pajarito además de la cabeza? Me refiero a las señoritas inglesas. Tenemos que justificar nuestra fama, ¿no?

– ¿Qué fama?

– La de maniáticos sexuales con dinero. Diablos, ya sé que amas a Susan. Conozco a muchos tipos que están locos por sus mujeres. Pero ya van cuatro años. No puedes pasar todas las horas del día metido en ese laboratorio de Frankenstein.

– Pero es lo que hago.

– ¡Dios mío! Pensaba contarte algunas de mis aventuras, pero será mejor que no lo haga porque no podrías dormir.

Mark hundió la pértiga hasta el fondo del río. Había cometido un error al enviar a Susan de vuelta a Estados Unidos, pero cualquier hombre sensato habría hecho lo mismo ante la inminencia de la invasión alemana. Sin embargo, ya estaba harto de pagar las consecuencias de ese error de cálculo. No conocía a otro norteamericano que hubiera pasado tanto tiempo como él separado de su país por el Atlántico.

– Ya estoy harto -dijo. Después de doblar el recodo del colegio St. Hilda apuntó la chalana hacia un terraplén abrupto cerca del prado de Christ Church. El golpe de la proa contra la orilla casi lanzó a David del bote, pero cayó de pie con la elegancia natural del atleta.

– ¡Bebamos una cerveza! -propuso David-. ¿Ustedes, las ratas de biblioteca, no beben? Además, ¿de quién fue esta idea idiota?

Mark rió con ganas al bajar de la chalana.

– La verdad es que si de beber se trata, conozco a unos cuantos mozos que aceptarían un desafío con mucho gusto.

– ¿Mozos? -dijo David, atónito-. ¿Te oí decir mozos, Mac? Tienes que volver a Estados Unidos, viejo. A Georgia. Hablas como el Gran Gatsby.

– Y tú como Tom Buchanan.

David gimió.

– Será mejor que empecemos directamente con el whisky. Un par de tragos de bourbon de Kentucky te quitarán el acento inglés.

– Pues no lo conseguirás en Oxford, muchacho.

– Por eso traigo una botella en mi bolso -declaró David con una sonrisa maliciosa-. Me costó treinta dólares en el mercado negro, pero no tomaría esa porquería inglesa aunque me muriera de sed.


Cruzaron el prado de Christ Church casi sin hablar. David bebió varios tragos de la botella que llevaba en su bolso. Mark se negó a acompañarlo. Quería mantener la cabeza despejada para hablar de su dilema. Hubiera querido que David también la tuviera así, pero no había nada que hacer.

Cuando caminaban juntos, las diferencias entre los hermanos eran más evidentes. David era musculoso, casi robusto; Mark tenía el físico alto y delgado de un maratonista. Caminaba con paso largo y ágil adquirido en años de carreras a campo traviesa. Tenía manos grandes con dedos largos y finos. Manos de cirujano, solía jactarse su padre. David tenía los alegres ojos celestes de su madre; los de Mark eran café, otra herencia de su padre. Y mientras David exteriorizaba su alegría o su furia sin titubeos, Mark tenía la mirada meditabunda del hombre acostumbrado a ponderar todos los aspectos de un problema antes de actuar.

Se decidió por el Welsh Pony en la calle George. La taberna tenía mucha clientela por las tardes, pero también abundaba en rincones apartados donde se podía conversar. Mark pidió una cerveza en la barra para justificar la ocupación de una mesa y fue con David al fondo del salón. Iba por la mitad de su jarro cuando advirtió que David había bebido una buena cantidad de bourbon acompañado por cerveza inglesa. Sin embargo, estaba totalmente lúcido. En ese sentido, aunque en ningún otro, se parecía a su padre. La analogía no era reconfortante.

– ¿Qué diablos te pasa, Mac? -preguntó bruscamente-. Desde que nos encontramos tengo la sensación de que quieres decir algo, pero no te decides. Como una rata vieja alrededor de un cubo de basura. Ya estoy harto. A ver, dilo de una vez.

Mark se acomodó en la silla de roble y por primera vez bebió un sorbo largo.

– David, ¿qué sientes al bombardear una ciudad alemana?

– ¿A qué te refieres? -Se enderezó y lo miró desconcertado.-¿Quieres saber si tengo miedo?

– No, me refiero al hecho de soltar las bombas. ¿Qué sientes al soltar toneladas de bombas sobre una ciudad donde viven mujeres y niños?

– Yo no suelto nada. Eso lo hace el bombardero. Yo piloto el avión, y punto.

– Ah, entiendo. Mentalmente tomas distancia.

David entrecerró los ojos.

– Oye, por favor no empecemos. Ya tuve esa discusión de mierda con el viejo cuando me alisté. ¿Y ahora que ha muerto tú quieres seguirla? -Con un vigoroso movimiento del brazo abarcó la taberna y el callejón nevado, apenas visible a través de la ventana cubierta de escarcha.- Aquí, en este país de Jauja, tú y los demás intelectuales pasan el día entero en el laboratorio. Se olvidan del mundo y de por qué estamos en guerra.

Mark alzó la mano:

– Ya sé que hay que detener a los nazis, David. Pero estamos destruyendo mucho más que eso.

– Abre los ojos, Mac. Estamos en 1944. Estamos hablando de Hitler. El Führer hijo de puta.

– Lo sé. ¿Pero te das cuenta de que se usa a Hitler para justificar cualquier cosa? Bombardeos de regiones enteras, misiones suicidas. Los políticos actúan como si Hitler hubiera nacido armado de la cabeza de Zeus. Los hombres con conciencia habrían podido detener a ese maniático hace diez años.

– ¿Qué importa lo que habría podido pasar? Lo que cuenta es la realidad. Hitler tendrá lo que buscó.

– Así es. Lo que yo pregunto es si debemos destruir una sociedad para eliminar a un hombre. Aniquilar una población para poner fin a una peste.

El rostro de David se volvió una máscara de furia.

– ¿Te refieres a los alemanes? Déjame que te cuente sobre esa buena gente. ¿Recuerdas a Chuckie Wilson, mi mejor amigo? Su B-17 cayó cerca de Würzburg después de la segunda incursión sobre Schweinfurt. El piloto murió en vuelo, pero Chuckie y otros tres pudieron saltar. A uno lo capturaron, a otro lo salvó la Resistencia. Chuckie cayó en manos de unos civiles alemanes. -David bebió un gran trago y se sumió en un silencio hosco.

– ¿Y?

– Y lo lincharon.

Mark sintió que se le erizaban los pelos de la nuca.

– ¿Cómo?

– Lo colgaron de un árbol, carajo.

– Yo creía que los alemanes trataban bien a los aviadores derribados. Al menos en el frente occidental.

– Los soldados regulares, sí. Pero la SS no es regular, y los civiles alemanes nos odian.

– ¿Cómo te enteraste?

– Por el tipo que escapó. Pero te contaré lo peor. Cuando los civiles ahorcaban a Chuckie, apareció un camión cargado de tipos de la SS. Se pararon a mirar, fumando y riendo, y después se fueron. Me hizo acordar de ese negro que lincharon en la granja de los Bascombe. Dijeron que había violado a una chica blanca, ¿recuerdas? Pero no había pruebas, y Dios sabe que no le permitieron defenderse. ¿Recuerdas lo que dijo tío Marty? El comisario y sus ayudantes presenciaron todo sin tratar de intervenir.

David abrió y cerró lentamente la mano izquierda mientras alzaba el vaso con la derecha.

– El tipo que vio el linchamiento de Chuckie dijo que había tantas mujeres como hombres. Y que una se le colgó de las piernas cuando estaba ahí colgado de la rama.

– Sí, entiendo lo que quieres decir. -Mark tomó aliento.- Aquí se nos pierde de vista la dimensión personal de la guerra. No vemos el odio.

– Ya lo creo, viejo. Deberías volar con nosotros alguna vez. Una sola. Con las pelotas congeladas, tratando de respirar con la máscara, sabiendo que si se te cae durante diez segundos te tienen que amputar una parte congelada. Y todo el tiempo juras que si vuelves con vida, nunca volverás a faltar a misa.

Mark pensaba en un ofrecimiento que había hecho poco antes a un general de brigada escocés. En un momento de furia había amenazado con renunciar al laboratorio y enrolarse para manejar un fusil en el frente.

– Tal vez debería acercarme a la guerra verdadera -murmuró-. ¿De qué vale tener convicciones si uno no la conoce? Podría pedir el traslado a una unidad hospitalaria del frente italiano…

David dejó caer el vaso sobre la mesa y aferró el brazo de su hermano sobre la tabla marcada. Varios parroquianos se volvieron hacia ellos, pero bastó una mirada furiosa de David para desalentar su curiosidad.

– Si lo intentas te romperé las piernas -masculló-. Y no creas que podrás hacerlo sin que me entere.

Mark lo miró, asombrado por la vehemencia de su tono.

– Hablo en serio, Mac. No quieras saber lo que es el campo de batalla. Yo lo veo desde ocho mil metros de altura y te digo que es el infierno terrenal. ¿Entiendes?

– Entendido, mi capitán -bromeó Mark. Pero lo perturbaba la sensación de ver por primera vez a su hermano tal como era. El David de sus recuerdos, el joven atleta audaz e irresponsable, ya no existía. La guerra lo había transformado en un joven maduro y demacrado, con ojos de neurocirujano.

– David -susurró, y sintió que se le acaloraba el rostro al iniciar la confesión-. Tengo que decirte algo. -No podía contenerse. Las palabras que no debía pronunciar salieron de su boca como un torrente. -Los ingleses quieren que trabaje en un proyecto especial. Quieren que lo dirija. Es un tipo de arma que nunca se usó… mejor dicho, sí se usó, pero no de esta forma ni con esta capacidad de provocar una matanza…

David le aferró el brazo:

– Oye, despacio, que no entiendo nada. ¿De qué estás hablando?

Mark echó una mirada furtiva alrededor. El murmullo de voces que llenaba el recinto parecía suficiente para tapar una conversación en voz baja. Se inclinó sobre la mesa.

– Un arma secreta, David. No es broma. Como en las películas. ¡Qué joder, es una pesadilla!

– Un arma secreta.

– Exactamente. Y nada la contendría. Mataría indiscriminadamente a hombres, mujeres, niños, perros… sin distinción. Morirían a miles.

– Y los ingleses quieren que dirijas el proyecto.

– Así es.

La boca de David se abrió en una sonrisa atónita.

– Parece que se equivocaron de tipo.

– Ellos creen que soy el tipo justo.

– ¿Qué clase de arma? No creo que pueda haber nada más destructivo ni menos indiscriminado que una incursión con mil bombarderos.

Mark echó una mirada lenta alrededor.

– Esta sí que lo es. No es una bomba, ni siquiera una de esas superbombas de las que se habla últimamente. Es… es parecido a lo que hirió a papá.

David se crispó y la mirada cínica desapareció de su cara.

– ¿Te refieres al gas! ¿El gas venenoso?

Mark asintió.

– Qué joder, nadie ha usado gas en esta guerra. Los nazis todavía recuerdan las trincheras de la primera. Hay tratados que lo prohíben, ¿no?

– El Protocolo de Ginebra. ¿A quién le importa? Estados Unidos no lo firmó.

– ¡Cristo! ¿Qué clase de gas? ¿Mostaza?

La risa de Mark tenía un matiz casi histérico.

– David, tú y yo conocemos los efectos terroríficos del gas mostaza mejor que nadie. Pero este es mil veces peor. Mil veces peor. No se ve, ni siquiera hace falta respirarlo. Pero mata, viejo. Es como una mordedura de cobra en el cerebro.

David estaba totalmente inmóvil.

– ¿Se supone que no deberías decirme una palabra de esto?

– Así es.

– Bueno… empieza por el principio.

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