31

– ¿Cree que lo hará esta vez? -preguntó Anna.

Sentados frente a frente junto a la mesa de la cocina, bebían café de centeno. Era un brebaje horrible, pero al menos estaba caliente.

– Si llega a la cima con vida, creo que lo hará. ¿Le parece que debe hacerlo?

– Alguien tiene que hacer algo -dijo Anna-. No sé si está bien matar a los prisioneros. Pero en algo tiene razón.

– ¿En qué?

– Todos los del campo están condenados. Ninguno sobrevivirá a la guerra.

– ¿Cree que es verdad lo que dijo? ¿Que soy un cobarde por no ayudarlo?

Anna contempló su jarro de café.

– Cada uno es como es. Lo que él llama coraje, para usted es estupidez. Lo que usted llama coraje, para él es debilidad. Creo que algunos hombres no están hechos para la guerra. Eso es bueno, ¿no? -Lo miró. -¿Por qué lo enviaron a esta misión? Me parece ilógico.

– Dicen que me eligieron porque no soy inglés y porque soy especialista en gases neurotóxicos. La idea es que entre Stern y yo conformamos un soldado perfecto. Un asesino con la mente de un científico. ¿Usted es enfermera civil?

– Sí. Dicen que hay escasez de médicos militares, pero me parece que Brandt prefiere rodearse de civiles.

– Yo soy civil.

Asintió:

– Químico, si no me equivoco.

– Secundariamente -dijo con una sonrisa-. En realidad soy doctor en medicina.

La expresión de Anna sufrió una alteración sutil, pero profunda. Parecía mirarlo con otros ojos.

– ¿Es médico?

– Lo fui hasta que empezó la guerra.

– ¿Atendía pacientes?

– Por poco tiempo.

Meditó en silencio antes de preguntarle:

– ¿Es por eso que le disgusta matar?

– Es una de las razones -declaró McConnell, evasivo.

– Es por eso, entre otras razones, que hago lo que hago.

– ¿En qué sentido?

Anna echó una mirada a la ventana de la cocina.

– Es peligroso seguir aquí. Schörner podría disponer una búsqueda casa por casa.

– ¿Quiere que baje al sótano?

Se levantó, sirvió más café y tomó la botella semivacía de vodka del aparador.

– Bajaré con usted -dijo-. Creo que los dos esperamos lo mismo.

– ¿Qué?

– Las sirenas de Totenhausen. Si Stern ataca las oiremos, incluso desde el sótano.

McConnell bajó las escaleras y encendió la lámpara de gas. Se sentaron en el sofá que le había servido de cama la noche anterior, semioculto detrás de las cajas y los repuestos de maquinaria agrícola.

– Quiero hacerle una pregunta -dijo-. Desde luego, no está obligada a contestar, pero siento curiosidad sobre usted.

Ella miró al piso y sonrió con tristeza:

– Usted quiere saber por qué milito contra los nazis. ¿Es así?

– Sí. Reconozca que pocos alemanes lo hacen.

– Claro que lo reconozco. Los pocos que tuvieron el coraje de combatirlos fueron aniquilados en los primeros tiempos. Los demás se dividen en dos grupos: los que aman el nuevo orden y los que buscan la salida más sencilla. Este último es un rasgo muy desarrollado de la personalidad política de los alemanes.

– Pero no de la suya.

Anna echó una buena medida de vodka en su café.

– Podría haberlo sido. -Bebió. -Pero no sucedió. ¿Qué es lo que me hizo cambiar? Lo recordé hace un instante, cuando me habló sobre usted y Stern, y cómo entre los dos conforman un soldado completo.

– No entiendo.

– ¿Por qué soy distinta de la mayoría de los alemanes? Por culpa de un hombre, claro está.

– ¿Un hombre como yo y Stern: No puedo creer que exista semejante cosa.

Rió:

– Se parecía a usted más que a Stern. Y era doctor.

– ¿Médico?

– Sí. Pero también era judío.

Lo dijo con un tono desafiante, y lo tomó completamente por sorpresa. No sabía qué decir. Pero quería conocer la historia.

– ¿Lo conoció aquí en Dornow?

– No, en Berlín. Nací en Bad Sülze, no muy lejos de aquí. Mis padres eran campesinos. Acomodados, pero muy provincianos. Mi hermana y yo teníamos grandes ambiciones. A los diecisiete años me fui a Berlín con toda la idea de convertirme en una chica mundana de la gran ciudad. Cuando me recibí de enfermera, fui a trabajar con un clínico de Charlottenburg. Franz Perlman. Era 1936, las leyes de Nuremberg ya habían sido sancionadas, pero yo era una tonta. No tenía la menor idea de lo que significaba todo eso. Las restricciones a los judíos entraban en vigencia en distintos momentos según el campo de actividad, y los médicos estuvieron entre los últimos que las sufrieron. Franz estaba tan ocupado que no se daba cuenta de nada. Trabajaba de la mañana a la noche y atendía a todo el mundo: judíos, cristianos, cualquiera que lo necesitara.

Sorbió su café y miró la suave luz de la lámpara de gas.

– Éramos tres en el consultorio: Franz, la recepcionista y yo. Imagine lo que sucedió. Un médico y su enfermera, en fin, no es nada raro, ¿no? Yo tenía veinte años. A la tercera semana estaba perdidamente enamorada de él. No era de extrañar. Era un hombre considerado, y muy trabajador. Al principio trató de desalentarme. Era viudo y mayor que yo. Cuarenta y cuatro años. A mí no me importaba su edad ni mucho menos que fuera judío. Antes de que pasara un año dejó de desalentarme, pobre. Yo era una desvergonzada. Quería casarme, pero él se negaba rotundamente. Jamás permitía que nos vieran juntos fuera del consultorio. En todo ese tiempo fue sólo dos veces a mi apartamento, y jamás me permitió visitarlo en el suyo.

Entonces me puse furiosa con él. No entendía por qué se negaba a casarse conmigo, siquiera en secreto. Era una idiota. Por fin, un día se me cayeron las vendas de los ojos. Me habló de sus amigos obligados a abandonar sus actividades, o que habían desaparecido. No le creí.

Vivía en… in einem Traum. Como en un sueño. Las facultades de medicina ya habían cesanteado a los profesores judíos. Franz recibía cartas amenazantes. Me las mostró. Entonces comprendí por qué se había negado a formalizar nuestra relación: temía por mi seguridad. Estaba loco por casarse conmigo.

La voz de Anna se quebró, pero sólo por un instante.

– El consultorio recibía casi tantos pacientes como antes. Muy pocos dejaron de ir. No son muchos los médicos que se desvelan por los pacientes. En general prefieren ir derecho al bisturí, ¿no? O sólo piensan en ellos mismos.

– Sí, conozco a unos cuantos -convino McConnell con una sonrisa.

– Franz era distinto. Para él no había nada más importante que los pacientes. Por eso no dejaba de trabajar. Por fin, los nazis lo dejaron sin margen de acción. Prohibieron a los judíos el ejercicio de la medicina. Era la ley. La recepcionista renunció, pero yo no. Durante cinco semanas hice el trabajo de las dos. Y Franz hacía el trabajo de diez. Visitaba a los viejos, asistía a partos… era uno de los últimos. Lo extraño es que conservó a muchos de sus pacientes arios. ¡Y los recibía! -Tomó aliento. -Perdóneme por extenderme tanto. Es que… nunca he podido hablar sobre esto. No podía decírselo a nadie. Ni a mis padres ni a mi hermana. A ella menos aún.

– Comprendo, Fráulein Kaas.

– ¿De veras? ¿Sabe lo que sucedió?

– Lo llevaron a un campo de concentración.

– No. Cierta mañana, un lindo chico de las SS… de veras era un chico, más joven que yo. Bueno, entró en la sala de espera y exigió ver al doctor. Lo acompañaban cuatro camaradas, todos de negro y con el distintivo de la calavera. Franz vino a la sala de espera con su delantal blanco y su estetoscopio. El SS le dijo que el consultorio estaba clausurado. Franz dijo que nadie tenía derecho a prohibirle tratar a los enfermos y que le importaba un bledo su uniforme. Le dijo al chico que se fuera a su casa y le dio la espalda para volver al consultorio.

McConnell sintió escalofríos en el cuello y los brazos. -No me diga que…

– El chico desenfundó una Walther y le disparó por la espalda. La bala le destrozó la columna. -Anna se secó las lágrimas de las mejillas. -Murió un minuto después, tirado en el piso de su sala de espera.

McConnell no supo qué decir. Ella lo miró.

– ¿Sabe qué fue lo peor? Habría cristianos en esa sala de espera. Pacientes de Franz desde hacía quince años. Ninguno de ellos, ni uno, dijo ni pío. Ni siquiera al chico que había asesinado a su médico delante de sus propios ojos.

– Anna…

– ¿Stern pregunta por qué odio a los nazis? -Crispó los puños. -Si no fuera tan cobarde, mataría a Brandt con mis propias manos.

Un nuevo pensamiento asaltó a McConnell.

– Después de lo que sucedió, ¿cómo demonios fue a parar a un campo de concentración?

Bebió otro sorbo de café con vodka.

– Esta historia es la que se lleva la palma. Cuando volví de la ciudad, deprimida y casi desamparada, mi hermana mayor se ocupó de mí. Y estaba en muy buena posición para ayudarme. Para escapar del tedio de la vida rural se casó con el Gauleiter de Mecklenburg. ¿Qué le parece? ¡Mi hermana Sabine era una nazi rabiosa! Me consiguió el puesto en Totenhausen y no pude rechazarlo. La verdad es que la primera vez que recorrí el hospital de Brandt, pensé que estaba en una institución civil. ¡Seguía siendo una idiota!

Qué locura, pensó McConnell. Pero así era la guerra: alteraba la vida de la gente en las formas más inesperadas.

– Usted dijo que hay distintas clases de coraje -dijo-. Yo admiro el de su Franz Perlman. Era un hombre de principios. Y los defendía con carácter y convicción.

– Así es -convino Anna-. Y está muerto. Mire adonde van a parar los hombres de principios en este mundo que hemos forjado.

– Puede ser. Pero lo prefiero antes que la capitulación.

– ¿Qué me dice de usted, doctor? Yo me confesé, ahora le toca a usted. ¿Por qué se niega a subir la cuesta y ayudar a Stern?

McConnell se deslizó del sofá hasta quedar sentado en el piso con la espalda apoyada contra una pata.

– En el fondo es muy sencillo. La culpa la tiene mi padre. Era médico. Murió hace un tiempo. Combatió en la Primera Guerra, contra los alemanes, claro.

– Como mi tío. Murió en el Marne.

– Mi padre fue gaseado en St. Mihiel. El gas de mostaza le causó unas quemaduras terribles. Jamás se curó del todo.

Anna le palmeó suavemente el hombro:

– Lo siento.

– Creo que Freud tendría algo que decir sobre mi decisión vocacional -dijo McConnell con una sonrisa-. Me importa un carajo. Era muy joven cuando vi cómo la guerra afecta a la gente y no me gustó. No me gusta. Cuando empezó ésta quise usar mis conocimientos para aliviar el sufrimiento, no para infligirlo. Como ve, a los ingleses no les basta.

Anna se inclinó hacia él y lo miró a los ojos.

– Usted me recuerda a Franz, doctor. Es un hombre bueno, considerado. Pero me parece que no termina de entender lo que sucede en Alemania. -Se puso de pie y fue a un estante cargado de libros que parecían ser de contabilidad. -Le mostraré algo.

Retiró varios libros, introdujo la mano en el hueco y sacó un pequeño volumen encuadernado en cuero. Las tapas estaban gastadas por el uso.

– Este es mi diario íntimo -dijo-. Lo inicié el día que murió Franz. Casi diría que es mi único amigo. En la primera parte no encontrará nada interesante: sólo asuntos personales. Pero alrededor de la página treinta, empiezo a registrar mis vivencias en Totenhausen. Ahí están todos los experimentos que he presenciado y también los que el doctor Brandt describió a otros médicos, personalmente o por teléfono. Cosas que él me dijo después de visitas a otras instituciones médicas del Reich. Campos de concentración, centros de eutanasia, clínicas de distinto tipo.

Empezó a subir la escalera, se detuvo y arrojó el volumen a McConnell.

– Usted es médico. Ahí tiene el curriculum vitae de un colega suyo.

Salió, y McConnell abrió el diario y empezó a leer.


Sentada en el sillón de la antesala del comandante Schörner, Rachel Jansen lo miraba en silencio mientras él sorbía su copa de coñac.

– ¿Por qué no me mataron en las represalias? -preguntó por fin. Schörner alzó la copa para mirar la luz a través del líquido ambarino.

– Sturm me tiene un poco de miedo -dijo-. Y tiene razón. Me gustaría degollarlo con su propio cuchillo. Cuando veo los moretones en tus hermosos brazos… me hierve la sangre. Al verte sentada así y oír cómo respiras me doy cuenta de que te duelen las costillas. ¿Te pateó ese desgraciado de Grot?

– Esto es una locura -susurró Rachel. Al hablar sentía punzadas de dolor en el pecho. -¿Qué pasará si me descubren aquí esta noche?

Los finos labios de Schörner se torcieron en una sonrisa desafiante.

– Es justamente lo que no sucederá esta noche, Liebling. Brandt no quiere conflictos, nada que altere sus planes con el Reichsführer Himmler. Para Brandt, Sturm y yo no tenemos la menor importancia. Además -su voz se volvió más suave-, tenía que verte. Quería asegurarme de que ese cerdo no te hubiera hecho demasiado daño. -Se inclinó hacia ella: -¿Te hizo daño? Si esta noche no puedes… comprenderé.

Rachel se estremeció.

– ¿Tienes frío, Liebling? Ven aquí conmigo -dijo Schörner con ternura.

Rachel titubeó, se paró y fue al sofá como si caminara hacia el patíbulo.

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