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– Se detuvo su grabador -dijo el rabino Leibovitz.

– ¿Cómo?

El largo dedo del viejo señaló el grabador de microcassete Sony sobre el extremo de la mesa, junto a su silla. Parpadeé dos veces, incapaz de apartar de mi mente la imagen de mi abuelo en esa ventana en Oxford ni los pensamientos sobre mi tío abuelo, a quien no conocí.

– Necesita otro cassete -señaló Leibovitz-. Y yo necesito otra copa de coñac. Por favor, alcánceme la botella.

Lo hice. El rabino me miró mientras vertía cuidadosamente el líquido ambarino en su copa.

– ¿Y bien? ¿Qué le parece, doctor?

– No sé qué pensar.

– ¿Pero refleja fielmente la personalidad de su abuelo, o no?

Lo pensé mientras insertaba un cassete virgen en el Sony.

– Creo que sí -dije por fin-. No creo que abandonara sus principios sólo por venganza.

– ¿Está seguro, Mark?

Estudié la cara demacrada del rabino.

– Parece que no lo sabré hasta que usted me cuente, ¿no? La verdad, es una historia fascinante. Pero tantos detalles… ¿Cómo se enteró?

Leibovitz sonrió fugazmente.

– Largas veladas con Mac en mi oficina. Cartas de otras personas interesadas. Una vez que me enteré, la historia me fascinó durante un cierto tiempo.

– ¿Y la chica? -pregunté-. ¿La mujer de la fotografía? ¿Cuál es su papel en esta historia? ¿Es la que le envió el mensaje cifrado al general Smith? Y ya que lo menciono, ¿qué diablos quería decir?

El rabino Leibovitz sorbió el coñac.

– Paciencia. Ya llegaré a ella. Usted quiere que le sintetice todo en una hora, como una serie de televisión. -El viejo inclinó la cabeza para escuchar el canto incesante de los grillos en la húmeda oscuridad exterior. -Tenemos que cambiar de escenario. Como usted sabe, estas cosas no sucedían en el vacío. Otras personas perseguían sus propios fines, sin tener idea de lo que hacía el general Smith en Londres. Personas malignas. Monstruos, diría yo, si no le molesta el término.

Los ojos del viejo rabino saltaban de un lugar a otro en el estudio de mi abuelo. Tuve la impresión de que no le gustaba recordar esa parte de la historia.

– ¿Hacia dónde cambia la escena? -dije para animarlo.

– ¿Cómo? -preguntó, fijando sus ojos en los míos.

– ¿A dónde? Se refiere a Alemania, ¿no?

Leibovitz se enderezó en la silla.

– Sí -contestó con voz ronca, pero resuelta-. La Alemania nazi.

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