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Al cruzar la oscura Appellplatz una vez que las bombas dejaron de caer, McConnell por fin adquirió conciencia de la magnitud de lo que había hecho. Sellado de pies a cabeza en hule negro, respirando aire envasado en un laboratorio de Oxford, caminaba entre los cadáveres como un fantasma en un campo de batalla.

Los muertos estaban desparramados por todas partes. SS y prisioneros, hombres, mujeres y niños yacían juntos en un revoltijo de brazos y piernas, las bocas y los ojos abiertos a un cielo pintado de rojo por los indicadores de blanco que aún ardían. Aunque era un espectáculo horroroso, McConnell sabía que era apenas un atisbo de la devastación que se produciría si la maquinaria bélica se apropiara de la ciencia del siglo XX. Miró a Stern. Las antiparras del joven sionista estaban vueltas hacia la fábrica, no al suelo. Pero ni siquiera él podía pasar por alto lo que aparecía a la vista. Habían salvado a algunos, pero matado a muchos más.

Aunque al acercarse al portón de la fábrica, había un solo pensamiento en su mente. Si la copia británica de Sarin era capaz de provocar semejante masacre silenciosa e incruenta, los alemanes poseían en Soman un arma de potencia verdaderamente apocalíptica. En Oxford lo había comprendido intelectualmente. Pero al ver el efecto que producía un agente neurotóxico en los seres humanos, comprendió por fin la clase de dilemas insolubles que enfrentaban los hombres como Duff Smith y Churchill.

El ardid tenía que funcionar. La alternativa era el Armageddon.

Stern moldeaba una carga de explosivo plástico en la cerradura del portón. McConnell pensó en todo lo que se había hecho para que él pudiera pasar un cuarto de hora en el interior de esa fábrica de gas alemana. Stern se apartó de la puerta, arrastrando consigo a McConnell. Momentos después el explosivo plástico destrozó la cerradura, y la puerta cayó a un costado.

Al iluminar el interior de la fábrica oscura con la poderosa linterna conseguida en la sala de radio, McConnell comprendió los motivos de Duff Smith para elegirlo. Sin duda, era el hombre idóneo para la tarea. El área de producción era más pequeña de lo que había previsto, pero su equipamiento industrial no tenía paralelo en el mundo. Lo más parecido que conocía era un laboratorio secreto de investigación y desarrollo de DuPont que había visitado con uno de sus profesores. La sala de producción, de dos pisos de altura, estaba atestada de serpentinas de cobre, compresores y toneles sellados. Las paredes, cubiertas de enormes carteles con la leyenda RAUCHEN VERBOTEN! Prohibido fumar. Había cajones de madera por todas partes, algunos abiertos, otros cerrados. A falta de luz era poco lo que se podía hacer con la cámara, pero Stern la sacó de todas maneras.

Como un guía turístico londinense, McConnell guió a Stern por el laberinto, apuntando la linterna aquí y allá mientras su compañero intentaba tomar fotografías de exposición prolongada. Halló el aparato de los aerosols vecteurs sujeto a una mesa en el centro de la sala. Con las herramientas que tomó de un banco de trabajo penetró en el corazón del artefacto en busca de su secreto: los discos filtrantes. Admirado, estudió la secuencia de cedazos de microgotas superfinas dispuestos en orden decreciente de tolerancia. Al atravesar el último filtro, el gas bélico se habría convertido en una suspensión de iones, invisible y capaz de atravesar cualquier máscara antigás convencional.

Guardó cinco filtros en el talego de Stern y continuó la exploración. Al agotar el primer rollo de película se dieron cuenta de que no podían introducir uno nuevo en la cámara sin quitarse los equipos. Los guantes de hule les permitían disparar un arma, pero no enhebrar la película en el carrete diminuto de la cámara. McConnell le indicó con un gesto que guardara la cámara. Sólo le interesaba recuperar dos cosas: una muestra de Soman y los diarios de laboratorio de Klaus Brandt.

Los halló en un local que ocupaba todo un piso en el fondo de la fábrica. Allí, donde el equipo no era de metal sino de vidrio, se realizaba el verdadero trabajo. En una pared colgaban equipos de caucho grueso. McConnell señaló una puerta gruesa de acero. Stern voló la cerradura con una pistola que le había quitado a un cadáver cuando se encaminaban a la fábrica.

Junto a la puerta encontraron un tesoro que daría mucho que hacer a los científicos de Portón Down. Eran tubos pequeños de gas rotulados con las letras GA, GB y otros símbolos que McConnell no reconoció. Pegados a los tubos GB había tiras de cinta adhesiva con rótulos manuscritos: Sarin II; Sarin III; Tabun VII; Soman I, Soman IV. En el fondo del armario había un arcón de madera vacío semejante a un cajón para municiones, con ranuras de veinte centímetros de longitud, a la medida de los tubos metálicos. Probablemente era la caja que utilizaba Brandt para transportar muestras de gas a otras instalaciones.

Mientras McConnell la llenaba con muestras, Stern exploraba un anaquel más alto, del que retiraba una cantidad de artefactos pequeños. Entre ellos había una esfera metálica con un vástago en la tapa. El rótulo de cinta adhesiva indicaba Soman IV. Enseguida comprendió: era una granada experimental de gas neurotóxico.

Guardó tres en su talego.

McConnell encontró el diario principal de Brandt abierto sobre un escritorio. Aparentemente el sargento Sturm había evacuado a los químicos cuando desmantelaban el equipo para transportarlo. Habían abandonado todo tal como estaba, como una mesa puesta para la cena en una casa que se incendiaba. McConnell hojeó rápidamente el grueso cuaderno. Contenía inscripciones realizadas por distintas personas; muchas incluían fórmulas químicas, la mayoría de ellas basadas en fosfatos orgánicos. Cada inscripción terminaba con las iniciales de su autor. Muchas llevaban las iniciales K.B. McConnell guardó el cuaderno en el talego de Stern, tomó el cajón de las muestras e indicó a Stern que lo siguiera. Habían conseguido su objetivo.

Era el momento de huir.


-¡Rottenführer, mire el portón! -exclamó el comandante Schörner-. ¿Qué ve?

El joven cabo miró a través del parabrisas. Había avanzado el camión unos cincuenta metros durante el último minuto, pero no veía nada.

– Lo siento, Sturmbannführer.

– ¡Junto al portón, idiota! ¡Mire bien! Cruzando el camino.

El cabo siguió los haces de los faros del camión. Entonces vio -creyó ver- algo negro y brillante que se desplazaba contra el fondo oscuro.

– ¿Qué es eso, Sturmbannführer?

Schörner se dio un puñetazo de furia impotente en la pierna.

– Comandos -dijo-. Con equipos químicos. Avance el camión, Rottenführer. Muy despacio.

Los faros del camión que avanzaba iluminaron por un instante a dos figuras que corrían agazapadas. Parecían estar envueltas en papel de aluminio negro.

Schörner dio un manotazo sobre el tablero:

– ¡Corren a la barca!

– ¿Qué debo hacer, Sturmbannführer?

Schörner lo pensó un instante. La respuesta le hizo dudar un instante. Pero en ese momento otra idea le traspasó el corazón como un puñal. Si los comandos aliados habían liberado el Soman depositado en Totenhausen, Rachel Jansen estaba muerta. Los hombres de equipos negros no sólo habían destruido las instalaciones puestas bajo su protección, sino también asesinado a la única mujer que despertaba algún sentimiento en él después de la muerte del amor de su vida bajo las bombas británicas. Con la serena temeridad del hombre condenado a muerte, abrió la portezuela y salió de la cabina.

Respiró profundamente varias veces.

– ¿Todos bien? -preguntó a los hombres en la caja del camión.

– Una esquirla mató a Hofer, Sturmbannführer. Los demás estamos bien.

– A tierra todo el mundo.

Diez SS saltaron a tierra y formaron en hilera con los fusiles y las metralletas listos para disparar.

Schörner acomodó el parche de su ojo y se irguió.

– Hay dos comandos aliados en la orilla del río cerca de la barca. Tal vez sean más. La barca probablemente está cercada por hielo, pero puede haber gas tóxico entre ellos y nosotros. Bock y Fisher permanecerán aquí por si tratan de huir en un vehículo. Los demás avanzaremos hacia la barca a pie.

Schörner recorrió la hilera y miró sucesivamente a cada hombre a los ojos.

– Cinco hombres formarán una hilera delante de mí, a intervalos de diez metros. Dos hombres me flanquearán a veinte metros a cada lado y uno me seguirá a quince metros. Disparen contra cualquier cosa que se mueva. Si alguno cae debido al gas, los demás seguirán en la dirección contraria, sin dejar de disparar. ¿Entendido?

Varios rostros palidecieron al oír la palabra gas y todos se estremecieron al comprender que los usarían como alarmas antigás humanas. Pero las SS se habían creado para enfrentar precisamente esa clase de situaciones. Schörner se preguntó si la escoria del campo de concentración, como Sturm haría honor a la tradición del cuerpo. En todo caso, era escoria alemana. Sus ojos recorrieron la hilera una vez más.

– Señores, recuerden el juramento al Führer. "Te juro a ti y a los superiores que tú designes subordinación hasta la muerte, y que Dios me ayude. Heil Hitler!

Diez pares de borceguíes chocaron los tacos al unísono y diez brazos se alzaron rígidos hacia el frío cielo nocturno:

Heil Hitler!

Las correderas chasquearon en la oscuridad. El pelotón formó según la orden de Schörner y se desplazó rápidamente hacia la barca.


Anna estuvo a punto de disparar su pistola cuando la figura enfundada en negro golpeó la ventanilla del Mercedes. Con la vista fija en los faros del camión, no había visto las dos sombras que cruzaron el camino. Reconoció el retazo de tartán atado al tubo de oxígeno en la espalda de McConnell, bajó del Mercedes y lo abrazó con fuerza.

Oyeron un rugido sordo, y la barca se estremeció en el agua. Anna miró sobre el techo del Mercedes. En la timonera, Stern había encendido el motor de la doble hélice a máxima potencia. La barca se puso en marcha y chocó contra la capa de hielo que cubría el canal. Anna y McConnell cayeron sobre la cubierta. Invirtió el giro de las hélices, retrocedió y avanzó nuevamente.

Nada.

La tercera vez, dejó que la barca chocara contra el muelle, y una parte de la rampa de acceso se rompió con un estruendo metálico. Puso marcha adelante, aceleró el motor, cerró los ojos y rezó. El crujido del hielo al romperse llenó sus oídos al tiempo que los primeros proyectiles atravesaban la timonera.


– ¡Más rápido! -vociferó Schörner-. Pusieron en marcha la barca.

El pelotón del comandante avanzaba paralelamente al río a la vez que disparaba hacia el muelle. Mientras los hombres disparaban hacia la posición que debía de ocupar la barca, Schörner mantenía su único ojo fijo en la hilera que lo precedía, alerta a cualquier señal de la presencia de gas. Pero al oír el rugido del motor, comprendió que había llegado el momento de jugarse el todo por el todo. A ochenta metros de distancia, la embarcación enfiló hacia el centro del río, ofreciendo un blanco perfecto contra la sábana blanca del hielo. Schörner abrió la boca para ordenar la carga hacia el muelle, pero advirtió que el hombre a su izquierda ya no estaba en su puesto.

– ¡Gas! -gritó-. ¡Todos a la derecha! Schnell!

Los hombres rompieron filas hacia el río, sin dejar de avanzar ni disparar a la barca. Schörner chocó contra la espalda del hombre que lo precedía y perdió el equilibrio. Se paró y dio un empellón furioso al soldado que vacilaba. El hombre se negó a dar un paso. Entonces comprendió. Treinta metros más adelante, dos hombres se retorcían en el suelo. La hilera de vanguardia había quedado reducida a tres hombres. Además, tenía al hombre del flanco derecho casi pegado a él en la orilla del río. Echó una mirada atrás: la retaguardia seguía de pie.

– ¡Cuerpo a tierra! ¡Fuego a discreción!


Acurrucado en la timonera, Stern trataba de guiar la torpe barcaza sin erguirse dentro del cubo de vidrio que conformaba la mitad superior de la casilla. Los proyectiles habían destrozado tres de las cuatro paredes.

Anna y McConnell estaban agazapados detrás del Mercedes en el borde de la cubierta. No había baranda, y con los sacudones que daba la barca al romper el hielo existía el peligro de caer al agua. Anna indicó a McConnell que sacara a la niña del asiento trasero del auto, pero él decidió que estaba en el lugar más seguro.

Anna no coincidió. Tomó el picaporte para evitar una caída, se alzó a medias y abrió la portezuela.

Se encendió la luz interior del Mercedes.

Al instante, un proyectil atravesó la ventanilla opuesta y penetró en el hombro derecho de Anna.

McConnell vio cómo su cuerpo volaba hacia atrás y desparecía en el agua. Gritó a Stern que detuviera la barca, cerró la portezuela del auto y se arrojó a las heladas aguas negras.


– ¡Le dimos al timonel! -gritó Schörner al ver que la barca se detenía a tres cuartos del ancho del río-. ¡Fuego, fuego!

Aumentó el volumen de fuego, pero entonces oyó un grito ahogado a su espalda y se volvió. El hombre que lo seguía se tocaba la cara con la mano izquierda. Bruscamente se dobló en dos, vomitó, se enderezó en un espasmo violento y su metralleta soltó una ráfaga hacia el cielo. Horrorizado, Schörner lo vio caer de espaldas sobre la nieve y quedar inmóvil. En su nariz penetró el hedor nauseabundo de la materia fecal y la orina.

El hedor de la muerte.

Contuvo el aliento y volvió a disparar.


McConnell nadó con esfuerzo hacia la máscara antigás que flotaba sobre el agua negra. La corriente arrastraba a Anna hacia la capa de hielo que cubría el resto del río. Si se hundía bajo el hielo, sería su fin. Sus brazos le pesaban como plomo. A pesar del equipo hermético de hule, el frío penetraba hasta la médula de los huesos y los borceguíes lo arrastraban hacia el fondo. Extendió sus manos enguantadas en el agua…

Dos dedos se engancharon en las correas que sujetaban el tubo de aire de Anna. Echó una mirada atrás. La barca estaba a veinte metros. Aferró la correa con más fuerza y empezó a nadar.

Sabía que sus fuerzas flaquearían antes de llegar a la barca. Su equipo se había rasgado, las piernas de hule se llenaban de agua helada y lo arrastraban hacia el fondo. Sólo la flotabilidad de los tanques impedía que se hundieran como piedras. Había dejado de nadar, cuando vio que la barca retrocedía lentamente.


Wolfgang Schörner no había vuelto a conocer el miedo después de la retirada de Kursk. Pero al ver cómo dos de los tres fusileros de la vanguardia caían entre convulsiones, un sudor frío bañó todo su cuerpo. Tal vez él mismo ya respiraba el gas. Tal vez atravesaba su piel mientras permanecía ahí, rodilla en tierra junto al río. Con un último rugido de furia y coraje se puso de pie y corrió por la orilla hacia el muelle.


McConnell enganchó el brazo derecho en un neumático semisumergido sujeto a la borda de la barca y abrazó a Anna.

– ¡Siga! ¡Siga! -vociferó-. ¡La tengo! ¡Siga!

Stern empujó las palancas hasta dar plena potencia y la cubierta delantera de la barca se alzó del agua y rompió el hielo al impulso de la doble hélice. Echó una mirada al muelle. Una ráfaga candente de fogonazos amarillos se alzó en la oscuridad, y los proyectiles barrieron la superficie del agua. Stern se arrojó de cabeza fuera de la timonera al tiempo que el resto del vidrio caía hecho añicos y aparecía una hilera de orificios en el costado del Mercedes.

La barca tendría que llegar sola a la orilla.

Rogó que los neumáticos del Mercedes estuvieran intactos.


Wolfgang Schörner se moría de pie. Mientras disparaba su arma, un veneno mortal anulaba su sistema nervioso central. El gas neurotóxico invisible penetraba por todas las superficies expuestas de su cuerpo, especialmente a través de la mucosa nasal y bucal y las escleróticas húmedas de los ojos.

Agotó el cargador de su metralleta. Quiso arrojarla al suelo, pero su mano se negaba a abrirse. Sintió una extraña vergüenza al perder el control de sus esfínteres. Vio cómo la barca chocaba al llegar a la orilla opuesta y al instante se encendían las luces traseras del Mercedes. Schörner meneaba la cabeza violentamente, sin saber por qué. A último momento pensó que el río tal vez lo protegería del gas. Con un tremendo esfuerzo de voluntad avanzó la pierna derecha. Entonces se tambaleó y cayó de bruces sobre el extremo del muelle.

Lo último que sintió fue el tirón del agua helada en su mano derecha.

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