25

El Obersharführer SS Willi Gauss trató de escudriñar la oscuridad entre los árboles. Luego se volvió para echar una última mirada a la casa de donde acababa de salir. En medio de la lluvia torrencial vio que Frau Kleist ya había apagado las lámparas. Con un suspiro de satisfacción, salió del bosque para tomar la senda estrecha que bordeaba las laderas arboladas hacia Totenhausen.

Tardaría cuarenta minutos en llegar al campo caminando bajo el viento y la lluvia, pero no le importaba. El cansancio causado por las visitas a Frau Kleist no tenía nada que ver con la fatiga provocada por la instrucción de orden cerrado. El esposo de Frau Kleist era el comandante del submarino U-238 apostado en el Golfo de México. Pero el "viejo" faltaba del hogar desde hacía dieciocho meses, y su esposa no era de la clase de mujer que sacrificaba su sexualidad en aras de la Armada alemana. A Willi le parecía divertido. Sybille Kleist detestaba el mar, pero se había casado con un capitán de submarinos seducida por su garboso uniforme. ¡Una alemana típica! Decía que por ser tan infrecuentes las visitas de su esposo, no tenía motivos para vivir cerca de un puerto de mar; por eso había optado por una casa de lo más cómoda en las afueras de Dornow, su aldea natal.

La desgracia del capitán era la salvación de Willi Gauss. Sybille Kleist era insaciable en la cama. Willi tenía veintitrés años, ella cuarenta. Pero lo dejaba exhausto dos y hasta tres veces por semana. Algunas noches no le daba tiempo ni para ir a hacer pis. Esperaba que la necesidad le provocara una erección y lo usaba otra vez. Y Willi no se quejaba. Claro que últimamente, ella decía tonterías. Decía que lo amaba. A pesar de su corta edad, Willi comprendía el peligro. El fin de la guerra significaría el regreso del capitán Johann Kleist. Los submarinistas tenían fama de soberbios y muy rudos. Willi tenía intenciones de poner fin a la relación mucho antes de que llegara ese día. Con todo, un par de excursiones más a la cama de Sybille no agravaría una situación que ya anticipaba penosa.

Al acercarse a un recodo en la senda, oyó un golpe sordo más adelante. Le pareció vagamente conocido, pero la lluvia alteraba los ruidos. Al doblar el recodo oyó un susurro de hojas entre los árboles a su izquierda, seguido por otro golpe. Pensó que tal vez el sargento Sturm lo espiaba para averiguar qué hacía en el bosque por las noches.

Segundos después, Willi se detuvo en seco sobre la senda barrosa. A diez metros de él había un hombre gigantesco enfundado en un uniforme oscuro. En el espacio que debía ocupar la cara sólo se veían los blancos de un par de ojos. Al ver el paracaídas y las cuerdas agitados por el viento, una vocecilla interior dijo Kommando. La desoyó. ¿Acaso no estaba en tierra alemana, a gran distancia del frente más cercano? Tal vez el comandante Schörner había dispuesto un operativo para ejercitar a los efectivos de Totenhausen. Eso lo hizo vacilar un instante, antes de buscar la pistola en la cartuchera que llevaba en el cinturón.

Un destello se abrió como una flor frente al paracaidista.

Willi sintió un golpe brutal en el estómago. A continuación, descubrió que contemplaba el cielo lluvioso sobre Mecklenburg. El paracaidista se inclinó sobre él. Willi se sintió más desconcertado que temeroso. Y cansado. Insólitamente cansado. Ante sus ojos, la cara pintada de negro giró, se borró y en su lugar aparecieron los rasgos tiernos de Sybille Kleist. Había cambiado. Estaba… hermosa. Antes de perder el conocimiento, Willi pensó que, después de todo, tal vez la amaba.


– Está muerto, Ian -dijo una voz en inglés. El sargento McShane dio un puntapié al cadáver, que no reaccionó.

– Asegúrate -ordenó.

Una silueta oscura se arrodilló junto al alemán y le hundió una daga en el corazón.

– Documentos -dijo McShane.

El hombre arrodillado hurgó en los bolsillos del muerto hasta encontrar una billetera de cuero marrón.

– Es un sargento. SS Oberscharführer Willi Gauss. Tarjeta de racionamiento con la palabra Totenhausen.

McShane asintió:

– Me parece que un sargento a solas con una pistola no es una patrulla, Colin. Pero alguien podría esperarlo en el campo.

El instructor de tiro de Achnacarry alzó la vista:

– Huele a alcohol, Ian.

McShane vigiló la senda mientras se desenganchaba del paracaídas. Segundos después, otras dos sombras corrieron hacia él. Ambos eran instructores en Achnacarry. Uno era Alick Cochrane, un montañés de físico similar al de McShane, y el otro John Lewis, el maestro de yudo humillado por Stern el primer día de la instrucción. Mediante vendas, ejercicios constantes y bolsas de hielo durante las noches, Lewis había cumplido su promesa de recuperarse a tiempo para la misión.

– ¿Dónde estamos, Ian? -preguntó Alick Cochrane.

– Entre los dos grupos principales de lomas. Al oeste del pueblo y el campo, como queríamos, pero demasiado al sur. Tormenta de mierda. Pero pudo ser peor, ya que tuvimos que saltar a ciegas.

– Eso -asintió Cochrane-. Creo que no habría saltado si tú no lo hubieras hecho primero.

– ¿Dónde están las garrafas y el equipo? -preguntó Lewis.

McShane contempló las laderas oscuras, alzando una mano para protegerse los ojos, azotados por el viento y la lluvia.

– Deberían de estar al norte de aquí, en el llano. Donde debíamos caer nosotros. Se supone que la usina está en la cima de esas lomas a la izquierda. Es decir, al este.

Colin Munro limpió su daga y se puso de pie.

– ¿Cómo quieres hacerlo, Ian?

McShane contempló al muerto sobre la senda e intentó poner orden en sus pensamientos. Desde que ingresaron en el espacio aéreo alemán, todo empezó a andar mal. Habían partido de la base aérea de Wick, en Escocia, en el aparato más secreto de la Escuadra de Tareas Especiales, un JU-88A6 de la Luftwaffe que había realizado un aterrizaje forzoso en Cornualles. El SOE lo había equipado para misiones de alta prioridad en Europa. Al mando de un piloto de la Real Fuerza Aérea que hablaba alemán, el Junker los transportaba sin problemas sobre los Países Bajos, pero de pronto se alteró el clima. Una tormenta del Báltico había virado inesperadamente hacia el sur para descender como un muro sobre la antigua frontera alemana. El piloto quería volver, pero McShane lo obligó a penetrar en la tormenta. Siguiendo el curso del río Recknitz, transportó a los comandos prácticamente al lugar previsto.

Se lanzaron a ciegas, sin bengalas ni radio que los guiara, y por puro milagro aterrizaron ilesos. Pero los paracaídas de carga con las garrafas tardaron demasiado en caer. McShane sabía que los hallarían; no los había perdido de vista mientras caían. El problema era el cadáver tendido a sus pies. Por haber estado en el lugar equivocado en el momento menos oportuno, el Oberscharführer Willi Gauss podía echar a perder la misión antes que McConnell y Stern llegaran a Alemania. McShane miró alrededor. Era muy posible que alguien oyera los disparos fatales. Los silenciadores de las metralletas Sten eran poco eficaces.

– ¿Ian? -insistió Cochrane.

– Enterrémoslo aquí, en el bosque -replicó McShane-. Junto con los paracaídas. No hay tiempo para otra cosa. Después vamos a buscar las garrafas, enterramos los paracaídas de cargas y subimos la cuesta.

– Hablando de garrafas -dijo Colin Munro-. Si dejamos las estacas de carga y cada uno alza una garrafa sobre el hombro, reducirnos el tiempo de transporte a la mitad. Sobre todo en estos bosques.

– Son más pesadas que la mierda -comentó Lewis.

– No tanto como los troncos en Achnacarry -dijo McShane-. ¿Aguantará tu rodilla, John?

– Me arreglaré.

– Bien. Llegó el momento de poner en práctica esa chachara que damos a los reclutas sobre…

– ¡Cuerpo a tierra!

McShane cayó sobre la nieve húmeda junto al cadáver de Willi Gauss.

– ¿Qué viste, Alick?

Cochrane le tomó el brazo y señaló hacia el bosque.

Cuarenta metros al norte, una luz amarilla brillaba entre los árboles. Al cabo de treinta segundos de observación, McShane decidió que era una luz estacionaria.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Lewis.

– Cerramos el pico y rogamos que se apague.


Desde la ventana del frente de su casa, Sybille Kleist trataba de penetrar la oscuridad. Conocía los ruidos de sus bosques. El breve tableteo que atravesó la noche después de la partida de su adorado Willi no formaba parte de la serenata mecklemburguesa normal. Tal vez era su amante que volvía para hacer el amor una vez más -al menos, eso deseaba-, pero Willi no reapareció.

Chupó ávidamente el cigarrillo y lamentó por enésima vez no tener teléfono. Claro que no podía comunicar sus temores a nadie. Sus amores con Willi saldrían a la luz y sería el fin de todo. La vida se volvía demasiado complicada. ¿Qué haría al regresar su esposo? Divorciarse de un heroico capitán de submarinos, aunque fuese un pelmazo, la convertiría para siempre en una ramera infiel, además de una enemiga de la patria.

Las cosas nunca resultaban como una quería.

Observó y escuchó ansiosamente durante un minuto más, pero acabó por volver a la cama. Encendió otro cigarrillo. Las sábanas todavía estaban húmedas por causa del entusiasmo de Willi. Al pensar en él, recordó el ruido que había oído en la senda. Seguramente era un ciervo que se frotaba la cornamenta contra un árbol. Pero sería un alivio volver a ver a Willi.


– Arriba la compañía -susurró McShane-. Faltan apenas siete horas para el amanecer. Después de montar las garrafas y ocultar la radio, tenemos que volver a la playa.

Colin Munro sacó una pala de trinchera de su mochila:

– Enterremos al hijo de puta de una buena vez.

Tardaron noventa y seis minutos en enterrar a Willi Gauss, hallar las ocho garrafas, sujetar los mecanismos de rodamiento y los brazos de suspensión a las cabezas de aquéllas y enterrar los paracaídas de carga que habían transportado los equipos a tierra. Necesitaron dos horas más para cargar las ocho garrafas -y la caja que debían ocultar donde luego la recogerían McConnell y Stern- hasta la cima de la colina más alta.

Se instalaron al pie del primer poste por fuera del alambrado que cercaba la usina transformadora. El edificio en sí estaba oscurecido para ocultarlo de los bombarderos aliados. Un zumbido grave en el bosque indicó a los comandos que la usina estaba funcionando. Cochrane efectuó un reconocimiento rápido: el lugar estaba desierto.

Lewis protestó que trepar el poste y trabajar con cables de alto voltaje bajo la lluvia era suicida. McShane no le prestó atención; se colocó las correas claveteadas, sujetó una soga enlazada a su cinturón y trepó rápidamente uno de los postes de apoyo, de veinte metros de altura. Colin Munro lo siguió. En la cima del poste, azotado por el viento y la lluvia helada, McShane sujetó el lazo al travesaño para mayor seguridad, desenrolló la soga larga y la utilizó para alzar el aparejo de poleas con que luego elevarían las garrafas de gas.

Los comandos trabajaron en silencio y a un ritmo febril. Habían ensayado la operación una docena de veces en Achnacarry. En tierra, Cochrane y Lewis sujetaban cada garrafa a su correspondiente rodamiento y alzaban todo el dispositivo hasta la cima del poste por medio del aparejo. McShane y Colin Munro se ocupaban de montarlo sobre los cables auxiliares.

En Achnacarry, Munro había dicho que la operación era como colgar un adorno de Navidad de sesenta kilos de una cuerda floja. La garrafa era el adorno, el rodamiento y la barra de suspensión formaban el gancho. Era una buena analogía, que todos adoptaron. Para colgar el adorno se requería una combinación de equilibrio perfecto con gran fuerza, ya que debían desengancharlo del aparejo que lo había alzado, luego elevarlo un poco más e instalarlo sobre el cable auxiliar externo; todo eso había que hacerlo sin que la carne o una pieza metálica rozara el cable electrificado que pasaba a pocos centímetros del auxiliar.

McShane ponía la fuerza, Munro el equilibrio. Instalado el rodamiento sobre el cable, Munro pasaba del travesaño a la garrafa, mientras McShane sujetaba al hombre y el dispositivo por medio de una soga de caucho atada a un gancho en el fondo de aquélla. McShane daba un poco de rienda para que la garrafa -y Munro aferrado a ella- se alejara hasta una distancia determinada del travesaño. Cuando se detenía, Munro sacaba de la riñonera que llevaba sujeta al cinto una clavija de dos patas engrasada y la introducía en un orificio en el mecanismo de rodamiento. Luego armaba los seis disparadores de presión que asomaban entre las gruesas mallas de alambre que cubrían las garrafas. Por último, abrochaba el extremo de una gruesa soga de caucho a la anilla que pendía de la clavija. Esa soga, sujeta en orden inverso a fin de liberar en primer término la garrafa más alejada del poste, le serviría a Jonas Stern para iniciar el ataque con gases.

El operativo se desarrolló de acuerdo con lo previsto, hasta llegar a la última garrafa. McShane y Munro habían decidido tomarse un minuto de respiro antes de colgarla del cable. Pendía debajo de ellos, suspendida del aparejo que Cochrane y Lewis manejaban desde el suelo. Descansaban sobre el travesaño -McShane sentado; Munro, con su increíble sentido del equilibrio, en cuclillas-, cuando oyeron un estruendo en la usina a sus espaldas.

No supieron si había caído un rayo o si una rama había tocado un cable electrificado, pero Ian McShane vio cuando el cable auxiliar se activó y la soga de caucho saltó en sus manos. El montañés no fue consciente de su grito; sólo sintió el tirón violento y su brazo reaccionó con fuerza. Bruscamente cesó la corriente y él cayó del travesaño.

Lo salvó su lazo. Suspendido del travesaño a dieciocho metros del suelo, estaba en la mejor posición para ver cómo su misión culminaba en una catástrofe. A su vista impotente, la garrafa más alejada del travesaño empezó a rodar por el cable hacia Totenhausen.

Entonces fue testigo de un acto insólito de coraje o de locura. Una sombra negra surcó el aire y se posó sobre la barra de suspensión que unía la tapa de la garrafa con el mecanismo de rodamiento. Al principio pensó que era un búho o una chotacabras.

Después vio que era Colin Munro.

El instructor de tiro había oído el grito de McShane y había visto cómo, al tratar de liberarse, arrancaba la clavija de la garrafa más alejada. Sin pensar en lo que hacía, Munro se lanzó desde el travesaño.

McShane extendió el brazo en un vano intento por detenerlo, pero llegó tarde. La máquina y el hombre ya aceleraban su descenso por el cable. Segundos después, desaparecieron en las tinieblas.


Cuarenta metros más abajo, al acercarse al segundo poste, Colin Munro sintió el chisporroteo de la electricidad en su pelo. Estuvo a punto de perder el valor al comprender que el cable del cual pendía estaba electrizado, y que él mismo lo estaba. Ya era un milagro que no hubiese activado uno de los disparadores armados de la garrafa; en ese caso ya estaría muerto. Sabía que durante algunos segundos no corría peligro. Así como un pájaro puede posarse sobre un cable eléctrico, también puede hacerlo un hombre siempre que no haga masa y que el voltaje no sea excesivo. Más sereno, pudo hacer algunos cálculos rápidos.

Le quedaban unos treinta segundos antes de que el rodamiento llegara al poste siguiente, destrozara la porcelana aislante y provocara un cortocircuito en todo el sistema. El "adorno de Navidad" continuaría el descenso hasta Totenhausen y se detonaría al estrellarse contra el suelo; los gases mortales invadirían sus pulmones… si es que no lo mataba antes la caída. Sería el fin de la misión, y también de sus camaradas. En tanto, su voz interior repetía lo que él había inculcado a miles de reclutas en Achnacarry: "Muchachos, por buena que sea, la instrucción no prevé todas las situaciones. Siempre habrá un imprevisto para saber si uno es hombre de verdad".

Fortificándose contra el dolor, Munro aferró la barra de suspensión y alzó las piernas sobre el cable para frenar el descenso. La fricción del cable de acero envainado rasgó los pantalones de lana y la piel. El cable cortó hasta el hueso; Munro chilló, y supo que no tendría valor para mutilar sus manos.

A menos de quince metros del poste, recordó el lazo. Lo tomó de su cinturón con la izquierda y lanzó el mango sobre el cable delante del rodamiento.

La rueda quebró el mango como si fuera un palito, pero la soga se enredó en las horquillas de aluminio y trabó parcialmente el mecanismo. La garrafa patinó un par de metros y empezó a rodar otra vez. El mecanismo se tragó el lazo de un tirón.

El lazo arrastró consigo el brazo de Colin Munro. Atrapada bajo la rueda, su mano se quebró con un crujido aún más ruidoso que el del mango de madera. El rodamiento y la garrafa se deslizaron a lo largo de los últimos tres metros, arrastrando al paracaidista, que se debatía impotente.

La rueda se detuvo centímetros antes de llegar al poste. El cuerpo de Colin Munro siguió de largo. Arrojado sobre el aparejo, rozó el cable electrificado e hizo masa sobre el travesaño.


Sesenta y cinco metros cuesta arriba, Ian McShane vio un deslumbrante destello amarillo con un candente núcleo azul. Las luces remotas de Totenhausen parpadearon una, dos veces… y volvieron a encenderse.

En su prisa por descender, McShane se "quemó" con el poste. La creosota y las astillas rasparon la piel de sus brazos y cara. Apenas sus suelas golpearon la nieve, partió a la carrera cuesta abajo mientras Cochrane y Lewis sujetaban la soga de la última garrafa.

McShane halló el cuerpo de su camarada tendido boca abajo al pie del segundo poste. La mano derecha estaba mutilada, el brazo lacerado y roto, las piernas del pantalón cortajeadas y empapadas de sangre. Había olor a ozono en el aire, como si hubiera caído un rayo. Munro olía a pelo chamuscado y piel cocida. McShane cayó de rodillas y buscó el pulso de la carótida, aunque sabía que era inútil.

Permaneció agazapado, inmóvil, hasta que llegaron Cochrane y Lewis.

– ¿Qué mierda pasó, Ian? -preguntó Alick entre jadeos.

– ¡Mierda, mierda, mierda!. -gruñó McShane-. Se electrificó el cable auxiliar. Me dio una patada que me dejó ciego y tiré de la soga. Mis guantes de caucho estaban sucios, por eso la corriente me llegó al brazo. La garrafa escapó, pero Colin le saltó encima. Qué joder, él solo detuvo esa mierda.

McShane se paró y escudriñó la oscuridad sobre su cabeza.

– Allá quedó un resto del lazo. Colin lo usó para trabar el mecanismo.

– ¡Mierda! -murmuró Cochrane, contemplando el cuerpo de Munro.

– Hizo masa contra el poste -dijo McShane-. Cuando cayó a tierra ya estaba muerto.

– ¿Qué mierda le pasó en el pie? -preguntó Lewis.

El pie derecho de Munro estaba descalzo y tenía un boquete en el tobillo como si hubiera estallado por dentro.

– La corriente salió por ahí -explicó McShane-. Qué joder, le arrancó la bota. A mí no me agarró toda la corriente, o tal vez me pasó por el brazo y la pierna del mismo lado, sin tocarme las tripas. Colin no tuvo tanta suerte.

– No -murmuró Cochrane-. Pero salvó la misión, Ian. Nos salvó la vida.

– Así es, Alick. -McShane tuvo que esperar unos segundos para recuperar la voz. -Pero quedan dos garrafas por colgar. Una allá arriba y ésta aquí.

– ¿Y los alemanes? -preguntó Lewis-. Vi parpadear las luces.

McShane fue al poste más próximo y hundió una clavija en la madera.

– Una de dos: se dieron cuenta o no se dieron cuenta. Si vienen, tendrán pelea. Si no, cumplimos la misión. Dame tu soga.

Lewis se la entregó.

– Voy a quitar el lazo de Colin. Después arrastramos el aparato cuesta arriba y lo trabamos junto con los demás.

Alick lo miró fijamente. Admiraba tanta resolución, capaz de olvidar la muerte de un camarada para seguir adelante con una misión imposible. Pero sabía que su amigo no pensaba con claridad.

– Ian -dijo suavemente-, si tratamos de arrastrarlo moriremos electrocutados.

– Me parece que los cables auxiliares ya no están electrificados -contestó McShane-. El cortocircuito fue temporario porque Colin rozó los auxiliares y las luces allá abajo están encendidas.

Cochrane lo pensó un instante.

– También es posible que el cuerpo interrumpiera la corriente en los auxiliares por un instante. Puede haber corriente en ellos.

– Está bien, en ese caso… saltaré a la garrafa como hizo Colin y trabaré esa mierda donde está con algo que se rompa fácilmente, como una ramita. Cuando llegue el momento, lo destrabará el peso de las otras garrafas.

Cochrane se puso a buscar una rama adecuada.

– ¿Qué haremos con Colin? -preguntó Lewis-. ¿Quieres que lo entierre mientras tú te ocupas de eso?

McShane ya había hundido las dos clavijas en el poste e iniciado el ascenso, pero se detuvo y miró a Lewis a los ojos:

– Si pudimos hombrear las garrafas de gas, John, podremos llevar a Colin a la playa. Lo llevaré a Escocia para enterrarlo o moriré aquí con él.

Cochrane entregó dos ramitas a McShane.

– Son veinticinco kilómetros hasta la costa, Ian.

El montañés entrecerró los ojos.

– En ese caso, no hay tiempo que perder.

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