13

Era la primera mañana de su viudez y Rachel Jansen se desesperaba por mantenerse despierta. Hacía muchas horas que no descansaba, pero se negaba a dormir sin tener la certeza de que sus niños estaban relativamente a salvo. Sentada en el piso, apoyaba la espalda contra el camastro que le habían asignado, uno de los tres empotrados como anaqueles de biblioteca en la pared del frente de la cuadra de mujeres judías. Frente a ella, su suegro apenas se sostenía de pie. Sus hijos -Jan, de tres años, y Hannah, de dos- dormían con las cabezas apoyadas en sus senos encogidos.

Los ojos irritados de Rachel se pasearon por la barraca. Hacía una hora que varias mujeres de distinto aspecto y condición la miraban fijamente. No entendía por qué. Desde su arribo reciente había extremado las precauciones para no ofender a nadie. Las mujeres a las que llamaba mentalmente "flamantes viudas" -las que habían llegado con ella y perdido a sus esposos la noche anterior- no la miraban. En distintos grados, todas parecían estar sumidas en estado de shock. Las demás, sí. La única característica común a todas las mujeres que la miraban era que tenían el pelo un poco más largo.

"Son las veteranas del campo", pensó desconcertada. "Ellas son las que nos miran." Rachel apretó los muslos con fuerza y pensó en los diamantes del zapatero. Ocultarlos en un lugar tan íntimo afrentaba su dignidad, pero en las duchas había visto cómo las veteranas ocultaban monedas, fotografías y otros pequeños tesoros y siguió su ejemplo. Resultó ser una decisión acertada, porque más tarde hubo dos inspecciones imprevistas.

"¿Por qué nos miran así?", se preguntó con angustia.

– Mi hijo -gimió Benjamín Jansen por centésima vez-. No les bastaron mi hogar y mi negocio. Tuvieron que quitarme a mi único hijo.

– Silencio -susurró Rachel, mirando a los niños-. El sueño es su único refugio.

El viejo meneó la cabeza, impotente:

– Aquí no hay refugios. Salvo cuando sales con los pies para adelante.

Las jóvenes facciones de Rachel se endurecieron:

– Deje de lloriquear. Si ese zapatero no lo hubiera derribado, ya lo habrían sacado a usted con los pies para adelante.

El viejo cerró los ojos.

A pesar de su cansancio, Rachel miró desafiante a los ojos de la mujer de aspecto más rudo -una eslava robusta de pelo ceniciento-para apartar de su mente el fatalismo de su suegro. No era fácil. La idea de salir con los pies para adelante aniquilaba a cualquiera. Ya se había enterado de que los estampidos sordos que se producían a intervalos irregulares entre los árboles detrás del campo no eran disparos, como había creído en un primer momento, sino explosiones de los gases producidos por la descomposición de los cadáveres enterrados en las fosas. En una de ellas yacía su esposo…

– ¡Oye! -exclamó una voz áspera-. ¿No sabes por qué te miran?

Rachel lanzó un golpe violento con la mano derecha y parpadeó. Se había dormido un instante y la eslava robusta estaba parada ante ella.

– ¡Déjanos en paz! -gruñó.

La mujer que la miraba torvamente desde lo alto no retrocedió. Se sentó en cuclillas y señaló con su dedo a Benjamin Jansen. Rachel vio que calzaba zapatos con suela de cuero. Era la única en la barraca que tenía un calzado decente.

– Te miran por culpa de él -dijo la mujer con fuerte acento polaco-. Esta es la cuadra de las mujeres judías. No puede estar aquí. Los SS permiten algunas idas y venidas entre las cuadras de las mujeres y los niños. Así hay menos lío. Pero los hombres no pueden venir aquí. Les diré un par de cosas, pero después el viejo se va.

Rachel miró a su suegro para cerciorarse de que había comprendido.

– Ustedes no conocían los campos, ¿no? -preguntó la mujer-. Ninguno de ustedes había estado aquí.

– Pasamos por Auschwitz, pero nos tuvieron apenas una hora -contestó Rachel-. Todo esto es nuevo para nosotros.

– Se nota.

– ¿Sí? Dime cómo se nota.

El rostro ancho y chato de la mujer se arrugó en una mueca desdeñosa:

– De mil maneras. En fin, no importa. Ahora que al ricachón de tu esposo lo sacaron con los pies para adelante, tal vez te dignes juntarte con nosotras. ¿O pedirás que te trasladen al pabellón de los privilegiados?

– No, no queremos privilegios.

– Me alegro, porque no los hay. En Buchenwald, sí, pero en Totenhausen todos somos iguales -señaló con evidente satisfacción. Rachel tendió la mano.

– Me llamo Rachel Jansen. Encantada de conocerte.

Ante los modales solemnes de Rachel, la mujer sonrió nuevamente con desdén:

– Soy Frau Hagan, jefa de la cuadra -declaró con altivez-. Además, soy polaca y comunista -añadió como si desafiara al diablo mismo-. Soy kapo de las presas judías. Sólo porque hablo el idish, claro está. No todos los del campo son judíos. Hay polacos cristianos, rusos, estones, letones, gitanos, ucranianos… hasta alemanes. Unos cuantos comunistas más. Todo un mundo rodeado por alambre electrificado.

Frau Hagan miró a Benjamín Jansen y frunció el entrecejo.

– Vine a ponerte al tanto de algunas cosas de la vida del campo, antes de que te maten a ti y a unos cuantos más por culpa de tu ignorancia.

– Eres muy amable y te lo agradezco -dijo Rachel rápidamente.

Frau Hagan resopló.

– Lo primero y principal es: olvídate de lo que eras. Cuanto antes, mejor. Aquí los de arriba son los que lo pasan peor. ¿Qué eras? ¿Qué hacía tu esposo?

– Era abogado. Y muy bueno.

– Ya me parecía -gruñó Frau Hagan alzando las manos al cielo-. Una princesita consentida.

– Mi padre era carpintero -agregó Rachel rápidamente.

– Así está mejor. Yo era lavandera. Mucama en la casa de un empresario alemán. Pero aquí soy jefa de cuadra.

– Notable -dijo Rachel, cautelosa.

Frau Hagan la miró fijamente para saber si se burlaba de ella. Decidió que no era así.

– Bien, hablemos de los distintivos. Tus hijos llevan la estrella amarilla. Jood. ¿Eso es judío en holandés? Qué idioma. Bueno, un judío es un judío, no importa de dónde venga. Todos llevan el triángulo amarillo. Pero hay otros colores. Acá hay gente de muchos campos, pero los distintivos corresponden al código de Auschwitz. Conocer el significado de los colores es asunto de vida o muerte.

Rachel miró el distintivo de tela cosido a su casaca sobre el lado izquierdo. Dos triángulos superpuestos formaban una estrella de David. El triángulo superior, que era rojo y apuntaba hacia arriba, tenía una letra "N" bordada en el centro. El triángulo inferior era amarillo y apuntaba hacia abajo.

– El triángulo rojo significa prisionero político -prosiguió Frau Hagan-. Es sólo un rótulo, no tiene nada que ver con lo que hacías. Los alemanes creen que lo que no tiene rótulo no existe. La letra indica el país de origen. Todos los extranjeros la llevan. Tu tienes una "N" de Nederland. La mía es una "P".

– Comprendo.

– Verás muchos triángulos verdes. Son los delincuentes, gente condenada por algún crimen antes de que la enviaran aquí. Algunos verdes no son mala gente, pero no te juntes con ellos. Se mantienen aparte de los demás. -Bruscamente frunció el entrecejo. -No dejes que el chico se acerque a los triángulos rosados. Son los homosexuales. Cuídalo de cualquier hombre que se le acerque. Hay muchos pederastas, muchachita holandesa, y no todos llevan el distintivo.

Mientras Rachel trataba de comprender el significado de esas palabras, Hannah empezó a agitarse. Sus movimientos despertaron a Jan, de tres años, quien inmediatamente hurgó en su bolsillo y sacó un dreidl. Rachel había logrado esconder el trompo durante todo el viaje desde Holanda. Los niños no sabían hacerlo girar, pero el dreidl era el recuerdo de un tiempo y lugar más felices. Rachel inició un juego en que los niños se pasaban el trompo uno a otro. Frau Hagan los miró.

– ¿Les dijiste la verdad sobre lo de anoche?

– No -susurró Rachel-. Su padre les dijo que partía en un largo viaje a buscar trabajo. No tenía sentido decirles otra cosa.

Frau Hagan hizo un gesto de aprobación:

– Me sorprende que no te hayan quitado el niño -murmuró-. Tan chico y rubio. Qué milagro que no se lo llevaran para criarlo como ario.

Rachel se estremeció horrorizada:

– El abuelo de Marcus era rubio -dijo-. Y era gentil.

Olvidada de los niños, Frau Hagan continuó su conferencia sobre los distintivos:

– El negro es para los antisociales. No son de fiar. Verás que algunos llevan un brazalete con la palabra Blod. Son los deficientes mentales. Los retardados. En general son inofensivos. Los Testigos de Jehová llevan triángulos púrpuras. Buena gente, pero no te hagas amiga de ellos porque duran poco tiempo. Son demasiado obstinados. -Suspiró. -Hay otros distintivos y colores, pero no puedes aprender todo en un día.

La robusta polaca calló al oír golpes en la pared de la cuadra. Todas las mujeres corrieron a sus camastros. Frau Hagan señaló a Benjamín Jansen con el dedo:

– ¡Bajo la cama!

El viejo rodó bajo la cama de Rachel y trató de ocultarse. Un prisionero murmuró desde la ventana:

– ¡Está bien! Es Anna.

Rachel oyó un suspiro de alivio general. Media docena de voces murmuraron: ¡La enfermera Kaas!, y la voz se corrió hasta el fondo de la cuadra. Rachel observó fascinada cómo un pequeño grupo de prisioneras -casi una delegación, encabezada por Frau Hagan- formaba solemnemente para recibir a la venerada visitante. No golpearon a la puerta. Ésta se abrió y siguió abierta a pesar del viento glacial. Una mujer alta, rubia, de cuerpo escultural, que vestía un delantal blanco con vivos azules de enfermera, entró y sacó un paquete de debajo de su falda.

– Se lo agradecemos humildemente, Fraulein Kaas -dijo Frau Hagan al tomar el paquete y entregarlo a otra prisionera. Rachel se sorprendió al oír una frase tan formal en boca de la misma mujer que momentos antes había recibido sus palabras corteses con tanto desdén.

La enfermera rubia parecía un tanto molesta.

– ¿Cómo está Frau Buhle? -preguntó.

– Lamentablemente, sigue igual -informó Frau Hagan meneando la cabeza-. Pero se mantiene. Si usted pudiera examinarla…

– Hoy no. Tenemos demasiado trabajo en el hospital.

– Claro, claro.

Rachel miró a las dos mujeres. El contraste físico era notable. Junto a la enfermera rubia, la piel de Frau Hagan era gris y reseca como un felpudo. Bruscamente se dio cuenta de que la enfermera Kaas era alemana. ¡Pertenecía a la dotación del campo!

La enfermera miró ansiosamente la puerta abierta a su espalda.

– Bueno, la veré un momento.

Frau Hagan la condujo a un camastro en el fondo de la cuadra. Las veteranas del campo le abrieron paso como a una santa terrenal y la siguieron. Cuando la enfermera se arrodilló, Rachel la perdió de vista.

A pesar de la curiosidad que sentía, decidió que era más conveniente permanecer junto a su litera y no inmiscuirse. Aprovechó el respiro para descansar la vista. Durante los últimos siete días había vivido una sucesión constante de experiencias atroces y humillaciones inenarrables. Lo peor de todo había sido el vagón de ganado. Horas interminables sin alimentos ni calefacción en una vía muerta donde Marcus tenía que pelear como una fiera para conseguir un poco de agua para los niños. Durmiendo de pie, cada uno con un niño en brazos, sostenidos por los cuerpos mugrientos mientras el tren cruzaba la frontera polaca. Alzando a Hannah, desnuda y febril, sobre un balde repleto para que moviera el vientre atacado por los parásitos, y luego agacharse ella misma sobre los excrementos. Y por último, buscar entre los cadáveres un lugar para su familia, sin molestarse por el balde ni por otra cosa que seguir respirando y mantener alejados a los que habían perdido el juicio.

El intervalo en Auschwitz significó un alivio. Un hombre callado, vestido de civil, los sacó de la multitud obnubilada que hacía cola delante de un consultorio y los hizo subir a un camión abierto que los transportó a otro tren. Durante tres días viajaron hacia el noroeste, de vuelta a Alemania, hasta llegar a un patio de maniobras semidestruido por las bombas en Rostock. Desde allí, un camión los condujo a ese lugar -Totenhausen- donde Marcus encontró la muerte.

Por lo tanto, soy viuda, pensó con una indiferencia que la sorprendió a ella misma. No era difícil de aceptarlo en el marco de la transformación total sufrida en las últimas treinta horas. Aún sentía los tirones de las tijeras con que la habían rapado. Recordó la última, débil protesta de su dignidad ultrajada cuando la obligaron a desnudarse sobre la nieve junto a un alambrado y a desfilar frente a los SS que reían como estúpidos y llamaban al proceso embrutecedor una "inspección sanitaria". Después se sucedieron rápidamente el lavado con piojicidas, el tatuaje en la cara interna de su antebrazo izquierdo, el reparto de uniformes a rayas y zuecos de madera, la colocación de los distintivos en los uniformes y el exhaustivo interrogatorio clínico. Y ahora, como si fuera un inexorable paso más, la viudez. Las lágrimas se habían secado poco antes y Rachel juró que no volverían a asomar. Tenía que obligarse a pensar, a concentrarse en una sola cosa. La supervivencia.

Era una destreza adquirida en la infancia. Como judía alemana huérfana de la Gran Guerra, la habían alojado con un matrimonio sin hijos en Amsterdam. Había aprendido a amarlos; más importante aún, supo ganarse su cariño. A pesar de sus cuatro años, comprendía que no quería volver a sufrir hambre. Aprendió rápidamente el idioma y los modales holandeses, y cuando llegó el momento de volver a Alemania, el matrimonio ya la había adoptado. Tras el casamiento con el judío holandés Marcus Jansen, la huérfana alemana acabó de convertirse en una señora holandesa.

En 1940, cuando la invasión nazi de Holanda obligó a la familia a ocultarse, se adaptó el altillo sobre la tienda de la familia cristiana con tan buen espíritu que toda la familia siguió su ejemplo. En ese altillo dio a luz a Hannah. Pero los sucesos de la última semana, a partir del ruido aterrador de la puerta al caer derribada por la Gestapo, estaban a punto de vencer su capacidad de adaptación.

– No vivirá mucho más -dijo una voz en alemán.

Rachel abrió los ojos. La enfermera se acercaba a ella mientras daba instrucciones a Frau Hagan. En su mano derecha llevaba un estetoscopio.

– La ración no le prolongará la vida -prosiguió la enfermera-. Repártanla entre ustedes. Asegúrense de que no pase frío y… -se detuvo bruscamente-: ¿Qué hace ese hombre ahí?

La enfermera miraba a Benjamín Jansen, quien trataba vanamente de pasar inadvertido bajo la cama de Rachel.

– Es de los que llegaron ayer -explicó Frau Hagan-. Vino a visitar a sus nietos. Lo echaremos apenas se vaya usted.

– Cuanto antes mejor. Si lo caza el sargento Sturm, pasará la noche en el Árbol.

– Yo me ocuparé -prometió Frau Hagan-. ¿Habrá más selecciones? La de anoche fue la peor.

– Roguemos que haya pasado lo peor -contestó la enfermera Kaas, quien parecía tener prisa por salir.

Frau Hagan asintió:

– Será mejor que se vaya.

Antes de salir, la enfermera se acomodó su espesa melena con las dos manos. A Rachel le recordó un caballero que se enderezaba la armadura.

– Esperamos que pueda volver próximamente -dijo Frau Hagan en tono de súplica.

– No se hagan demasiadas ilusiones.

– Lo que pueda. Auf Wiedersehen,

Anna Kaas se alejó. Frau Hagan se volvió y marchó como un sargento al camastro de Rachel.

– A ver, viejo, ¡sal de ahí!

Benjamín Jansen salió de abajo de la litera y se paró junto a Rachel.

– Escucha lo que tengo que decir y vete de una vez. ¿oíste a la enfermera hablar del Árbol?

– Sí. Pero no he visto árboles en este campo.

– No es un árbol de verdad, glupi. Es un poste alto clavado en el suelo que tiene dos travesaños. Uno arriba, el otro cerca del suelo. ¿Lo has visto?

– Sí. Al costado del hospital.

– Bueno, los alemanes lo llaman el Árbol de Castigos. Nosotros lo llamamos el Árbol. -Indicó con un gesto a una de las mujeres que se alejara con los hijos de Rachel. -Hay tres castigos oficiales en este campo. Todos se cumplen en el Árbol y pueden ser fatales. El látigo, la soga y los perros. El látigo se usa para castigar la primera infracción. Te llevan al Árbol, te atan las manos y te bajan los pantalones o te alzan la falda delante de todos los prisioneros. Te echan sobre el travesaño inferior y te azotan con un látigo hasta despellejarte el culo. Sólo sobreviven los más fuertes. Algunos mueren de frío, otros del shock.

– La soga es peor. Te atan las manos a la espalda, te las enlazan con una soga y te alzan al travesaño de arriba. Se te descoyuntan los hombros. Si pierdes el sentido, como le ocurre a la mayoría de la gente después de quince minutos de dolor terrible, los SS te despiertan a baldazos de agua. La soga lo vuelve loco a uno cuando no lo mata. En invierno se tarda poco en morir.

Rachel miró con temor a sus hijos, que la miraban con ojos muy abiertos, sentados contra la pared del fondo.

– ¿Y los perros? -preguntó Benjamin Jansen.

– ¿No lo imaginas? -preguntó Frau Hagan con una risotada sardónica-. Hay unos grilletes sujetos al travesaño inferior. Te desnudan, te sujetan por un tobillo y el sargento Sturm suelta los perros. -La polaca chasqueó los dedos para remedar las mandíbulas caninas. Ben Jansen se sobresaltó. -Nadie sobrevive a los perros, viejo. Sturm los alimenta y los entrena para matar. Es algo horrible de ver. Sturm era el encargado de los perros de un Einsatzgruppe en el este. Los cazadores de las SS. Su tarea era rastrear a los judíos que se escondían en los sótanos y las alcantarillas para matarlos. Dice que uno de sus ovejeros está entrenado para violar mujeres atadas.

Rachel sintió que se le revolvía el estómago.

Las facciones de Frau Hagan se endurecieron.

– Si oyen gritos durante la noche, no se levanten. A la mañana, no dejes que tus hijos miren hacia el Árbol. Puede ser más horrible que la peor de tus pesadillas.

Rachel se cubrió la cara con las manos.

– Dios mío, ¿adonde hemos venido a parar?

– Olvídate de Dios -dijo Frau Hagan-. Él se ha olvidado de ti. Pero hay algunas ventajas. Este campo no es el peor de todos. Aquí no somos esclavos sino ratas de laboratorio. Herr Doktor Brandt te hizo traer aquí para experimentar con tu cuerpo, y al doctor le gusta mantener sus ratas en estado razonablemente bueno. Eso significa que la comida es pasable y no dormimos revolcados en nuestra propia mierda. Claro que el paraíso dura hasta el día de la selección. O hasta que cometes una infracción. Los hombres de Sturm siempre andan a la busca de infractores. Es su diversión.

– ¿Pero cuáles son las reglas? ¿Dónde están escritas?

– ¡En la cabeza de los alemanes! -resopló Frau Hagan con su risa brutal-. ¡Por eso son tan difíciles de cumplir! Tú ya tienes un punto en contra, muchachita holandesa.

– ¿Cuál es?

– Eres demasiado bonita. No has pasado hambre y conservas tus tetas. -La polaca le acarició el cuero cabelludo, donde ya brotaba una pelusa negra. Rachel apartó bruscamente la cabeza. Frau Hagan rió otra vez: -Sí, tal vez a alguno se le ocurra llevarte a la cama. Schörner es un borracho, pero a veces se pone sobrio. La bebida hace aflorar lo mejor y lo peor de él. Cuídate sobre todo del sargento Sturm. Es un cerdo. Sigue mi consejo, trata de mostrarte lo más fea que puedas, aunque estoy segura de que ya te vieron en la inspección médica.

Rachel se estremeció al recordar.

– Los SS son unos bestias, pero recuerda muy bien lo que voy a decir. -Miró a Benjamin Jansen. -Tú también, viejo. ¡El peor enemigo de un prisionero es otro prisionero!

La jefa de la cuadra miró a Rachel para ver si era capaz de comprender la tosca sabiduría de sus palabras.

– Viví tres años en Auschwitz -dijo-. No me tatuaron un número. ¿Sabes qué significa? Que no existo. Ayudé a construir esa porquería. Era una buena kapo. Conocí a muchos holandeses. Morían rápidamente, sobre todo las mujeres. No soportaban el cambio. Dejaban de bañarse y de comer. Espero que no seas como ellas, holandesita. En Auschwitz, las holandesas se convertían en musselmen en menos de dos semanas.

– ¿Qué es un musselmen?

– Una bolsa de huesos, princesa. Una bolsa de huesos a la que no le importa si le dan de comer o no. Un cadáver ambulante.

– ¡Pero no he visto nada de eso aquí!

– Claro, porque aquí es distinto. No te trajeron para hacerte trabajar sino para trabajarte.

– No termino de entender.

FrauHagan miró a los niños:

– No te preocupes, ya te enterarás. -La polaca se llevó las manos a la cintura.

– ¿Entiendes todo lo que te he dicho?

Rachel asintió, temblorosa.

– Rancho dentro de dos horas. Cuida los zapatos, la cuchara y la taza con tu vida. Guarda las cosas de tus chicos. Come el pan apenas te lo dan. Tu panza es el único lugar donde estará a salvo de los ladrones. -Tomó a Ben Jansen del cuello de la camisa:

– ¡Fuera de aquí.

Atónita, Rachel vio cómo la jefa de cuadra arrastraba al viejo a la puerta y lo echaba de un empujón a la nieve. Corrió a la puerta. Su suegro ya arrastraba los pies hacia la cuadra de hombres judíos. Oyó pasos a su espalda. Al volverse, vio a Frau Hagan repartir unas salchichas del paquete llevado por la enfermera Kaas. La polaca vio sus ojos hambrientos pero no le dio una salchicha.

Rachel apartó la vista. Estaba segura de que un diamante compraría unas salchichas para Hannah y Jan. Pero los niños no estaban famélicos. Tendría que usar las piedras con gran cuidado. Con suerte, durarían hasta el fin de la guerra. Se preguntó qué diría el zapatero si supiera que al sorprenderla en las sombras junto al alambrado ella no iba a la Appellplatz sino que volvía de allá. Había corrido un riesgo terrible al abandonar a Jan y Hannah, pero no lo lamentaba: había encontrado tres diamantes y el zapatero le había dado otros dos. Evidentemente, dentro del campo o fuera de él, la vida se regía por los mismos principios: los de la economía.

No diría una palabra a su suegro sobre los diamantes. La noche anterior había demostrado que no sabía juzgar el momento oportuno para usar su tesoro. Claro que que había actuado por desesperación, pero Rachel estaba segura de que los diamantes no habrían salvado a Marcus de la selección. El soborno no podía ser una transacción pública. La supervivencia requería aliados, a los que se debía elegir con gran cuidado. Gente como el zapatero o incluso como Frau Hagan. Ya vería la jefa de cuadra lo que estaba dispuesta a hacer una holandesa para sobrevivir.

Al cruzar la cuadra para unirse a sus hijos, Rachel mantuvo tensos los músculos genitales. Tal vez no fuera necesario, pero le faltaba experiencia. Caminaría así hasta cerciorarse de que los diamantes estaban tan seguros como en la caja fuerte de un Banco. Todavía no sabía cómo usarlos, pero los tendría cuando llegara el momento de hacerlo.

Загрузка...