42

Jonas Stern cruzó la congelada Appellplatz como Erwin Rommel al revistar el Afrika Korps. No tenía otra arma que la Walther PPK; había entregado la Schmeisser silenciada a su padre y la daga SS a Rachel Jansen. Cada vez que uno de los SS en el portón trasero se llevaba el cigarrillo a la boca, un resplandor amarillo iluminaba la mitad superior de su cara. Esa luz le bastó para ver que dos de los centinelas eran soldados rasos y el otro un sargento primero. No lo habían visto.

Hauptscharführer! -dijo bruscamente al suboficial-. ¿No sabe saludar a su superior?

Atónito, el sargento Gunther Sturm miró el uniforme verde grisáceo y la Cruz de Hierro Primera Clase. Jamás hubiera esperado toparse con un furioso coronel de la SD en el portón trasero de Totenhausen.

Standartenführer! -exclamó-. Heil Hitler!

Los dos soldados lo imitaron.

Stern alzó el mentón y miró altivamente al robusto sargento.

– ¿Es usted el Hauptscharführer Sturm?

Jawohl, Standartenführer -respondió Sturm, asustado.

– No se asuste. Busco a un pez más grande que usted. He venido a detener al comandante Wolfgang Schörner por asociación ilícita para revelar secretos de Estado. Necesito su ayuda, Hauptscharführer y también la de sus soldados. El Obergruppenführer Kaltenbrunner en Berlín agredecerá su ayuda.

La cara mal afeitada de Sturm se alteró y enseguida se iluminó con una sonrisa feroz.

Standartenführer -dijo en su tono más obsecuente-, no soy de los que murmuran sobre sus superiores, pero he tenido mis sospechas sobre el Sturmbannführer.

– ¿Se puede saber por qué no informó?

– Es que… no tenía pruebas, Standartenführer -dijo, momentáneamente desconcertado-. No se puede acusar a la ligera a un oficial condecorado.

– Herr Schörner no conservará su Cruz de Caballero por mucho tiempo más, Hauptscharführer.

Sturm miró a los soldados. No terminaba de creer en su buena suerte.

– ¿Qué quiere que hagamos, Standartenführer!

Stern miró su reloj: las 19:37. En trece minutos saldrían las mujeres. Lamentaba haber entregado la Schmeisser con silenciador.

– Ésta es la situación, Hauptscharführer. Creemos que una fuerza comando aliada atacará el campo esta noche para asesinar a Herr Doktor Brandt y destruir su laboratorio. Creemos que Schörner montó el ataque a través de sus contactos con la resistencia polaca.

Gunther Sturm no cabía en sí de júbilo.

-¡HerrDoktor tenía razón!

– Los refuerzos SD llegarán en treinta minutos -prosiguió Stern-. Pero necesito su ayuda para detener a Schörner inmediatamente y retirarlo del campo para que no preste la menor ayuda a los comandos. ¿Está preparado?

Sturm sacó la Luger de la cartuchera que colgaba de su cinturón y la agitó en el aire:

– Sé tratar a los traidores, Standartenführer. Si Schörner se resiste, le vuelo la cabeza.

Stern asintió:

– Que vengan los dos soldados. Schörner es peligroso.

– Debo dejar a uno en el puesto, Standartenführer -objetó Sturm-. El comandante mandaría fusilarme si lo dejara abandonado.

La mirada feroz de Stern se clavó en el soldado al otro lado del alambrado.

– Basta de fumar -dijo-. No aparte la vista de los árboles. Los comandos seguramente atacarán desde las colinas. ¿Entendido?

Jawohl, Standartenführer!

El soldado, cuya cara había tomado un tinte gris, giró al instante y clavó la vista en esos árboles oscuros que momentos antes le habían parecido amistosos.

– ¡Al cuartel, Hauptscharführer!

Stern se adelantó a los dos SS al cruzar la Appellplatz.

– ¿No sería conveniente soltar los perros para que patrullen el alambrado? -sugirió Sturm.

– Por ahora no será necesario -dijo Stern. La sola idea de que los perros feroces patrullaran la zona de la Cámara E era aterradora. -Soltaremos los perros a último momento. Queremos que estén descansados.

– Entendido, Standartenführer.

Pasaron detrás del microcine contiguo al cuartel general. Al llegar a la puerta principal del cuartel, ésta se abrió y apareció un oficial alto con el uniforme de las Waffen SS y un ojo tapado por un parche.

Wolfgang Schörner se quedó helado al ver el uniforme del SD.

Stern, inmutable, desenfundó la Walther y la apuntó al atónito comandante.

Sturmbannführer Wolfgang Schörner, queda usted detenido en nombre del Führer.

El comandante Schörner miró al sargento Sturm, que había desenfundado su Luger, y nuevamente a Stern.

– Perdón, ¿cómo dijo, Standartenführer?

– No se haga el sordo. Quítele la pistola, Hauptscharführer.

Schörner no hizo el menor gesto mientras Sturm le arrancaba la Luger de la cartuchera.

– ¿Quién es este hombre, Hauptscharführer?

Stern alzó la mano:

Standartenführer Ritter Stern del Sicherheitsdienst en Berlín. Creo que es evidente, ¿no?

– No se me había informado sobre su visita.

– Desde luego que no. En Berlín se aclarará todo.

– ¿En Berlín? -Los ojos de Schörner recorrieron el uniforme de Stern de arriba abajo, se posaron en cada botón, insignia, arruga y mancha. -Hauptscharführer, ¿no le llama la atención que el Standartenführer haya perdido su daga?

Stern agitó la pistola hacia el hospital, donde había estacionado el Mercedes.

– Llévelo a mi auto, Hauptscharführer -dijo enérgicamente.

Pero Gunther Sturm miraba a Schörner. Conocía el rostro de la culpa, y aunque detestaba al comandante, no veía el menor rastro de ella en su actitud.

– Iré a Berlín con mucho gusto -dijo Schörner serenamente-. ¿Pero no deberíamos exigirle a este hombre que muestre sus documentos? Un oficial del SD que pierde su daga puede ser detenido por ello.

Sturm miró a Stern, perplejo:

Standartenführer?

Stern miró su reloj con fastidio, como un oficial que tiene prisa:

– Lo lamentará -dijo. Sacó su portadocumentos y lo entregó a Sturm, quien a su vez lo entregó a Schörner sin abrirlo.

– Estos documentos lo autorizan a inspeccionar el dispositivo de seguridad de Totenhausen. -Schörner alzó la vista. -No puede detenerme.

– El reglamento otorga al SD plenos poderes para inspeccionar a las SS y detener a sus oficiales -dijo Stern-. No necesito una orden escrita para detener a un traidor. -Su voz se volvió un susurro amenazante: -Marche al auto de una vez.

– Estas órdenes tienen fecha de hace cuatro días -replicó Schörner sin ceder un ápice. -¿El viaje desde Berlín le llevó cuatro días? -Y sin darle tiempo para responder, añadió: -Qué interesante, su piel bronceada. ¿Brilla el sol en el Tiergarten en pleno invierno?

Stern apuntó directamente a la cara de Schörner.

El comandante no se inmutó.

Stern quería disparar, pero sabía que sería el peor de los errores.

– Bueno, ¿dónde está su daga, Standartenführer?

Stern hizo un esfuerzo para no mirar la vaina vacía. Para ello tuvo que apelar a todas sus reservas, porque su mente estaba en blanco.

Schörner lo miraba con aire meditabundo.

– Con todo respeto, Standartenführer, ¿qué día le entregaron la daga?

En un sentido era bastante irónico, pensó Stern. Se repetía la escena en la cuadra, cuando las mujeres lo interrogaron para que demostrara que era judío. Pero el comandante Schörner no le preguntaba qué año era según el calendario hebreo.

– No he venido a responder a sus preguntas -dijo bruscamente-. Usted responderá a las mías.

Schörner miró a Sturm:

– ¿Qué me dice, Hauptsharführer? Es una pregunta sencilla, ¿no? Usted podría responderla.

Gunther Sturm tenía la cara de un perro de caza que recibiera órdenes de dos amos. Detestaba a Schörner con toda su alma, pero justamente por esas cualidades por las cuales jamás traicionaría a Alemania. Giró con angustiosa lentitud hasta apuntar la Luger a la derecha del vientre de Stern.

– Por favor, Standartenführer, responda a la pregunta -pidió en tono de disculpas-. ¿Cuándo recibió la daga?

Stern siempre había sabido que algún día llegaría ese momento. Aquel en que se agotaban las alternativas. Una situación sin salida. Había sobrestimado sus propios recursos y subestimado los de un veterano de guerra como Wolfgang Schörner. Pensó en la cápsula de cianuro que había trasladado de su Estrella de David al bolsillo del uniforme, pero no tenía el menor deseo de tragarla. No importaba lo que le hicieran los hijos de puta: no lo quebrarían antes que cayera el gas sobre el campo.

– No recuerdo el día -dijo-. Fue en 1940.

– ¡Qué interesante! -ironizó Schörner-. La ceremonia de entrega de dagas siempre se realiza el nueve de noviembre.

Stern miró su reloj: las 19:40. Ahora sólo pensaba en ganar tiempo para que las mujeres llegaran a la Cámara E. Eso sí podía hacerlo.

– Hay una sola solución -propuso-. Llame al Obergruppenführer Kaltenbrunner en el cuartel general del SD en Berlín. -Tomó su Walther por el cañón y la entregó al sargento Sturm.

Totalmente desconcertado, el suboficial SS aceptó el arma. Una sonrisa fugaz cruzó los labios de Schörner.

– ¿Dónde conoció a este hombre, Hauptscharführer?

– En el portón trasero, Sturmbannführer.

– ¿Tiene un hombre apostado allá?

– Ja.

– ¿Cuántos técnicos hay en la fábrica?

– La dotación completa. Treinta y cuatro hombres. La están desmantelando.

Schörner asintió, pensativo.

– Encierre inmediatamente a todos los técnicos en el cine y ponga centinelas. Luego cierre todas las puertas de la fábrica. ¿Entendido?

Zu befehl, Sturmbannführer.

– Bastará una llamada a Berlín para saber qué clase de pescado tenemos aquí. Cuando termine la llamada, quiero que todos los técnicos estén encerrados. Las enfermeras civiles también. Absolutamente todas. Al trabajo.

El sargento Sturm se alejó a la carrera. Schörner se volvió hacia Stern:

– Fue una conversación de lo más amena. Si usted es quien dice, pronto seré yo quien se quede sin su daga. Si no, bueno… -Miró por sobre el hombro de Stern: -Venga, Schütze.

Con el cañón del fusil de un soldado apuntándole entre los omóplatos, siguió a Schörner al cuartel. Al entrar echó una última mirada al reloj: 19:41.


– ¿Por qué no hay una explosión?

– Le quedan nueve minutos -dijo McConnell, sentado junto a la mesa de la cocina. Se volvió hacia la estufa, donde Anna trataba de entrar en calor. -¿Estás segura de que oiríamos la granada en la colina?

– Sí. Creo que deberíamos ir de una vez. Tengo la sensación de que algo anda mal.

– Estás nerviosa. Todavía no es el momento.

McConnell también sentía una agitación en el vientre, como si estuviera a punto de correr la carrera más importante de su vida. Acababa de beber un gran vaso de agua para reponer el líquido perdido al pasar media hora enfundado en su equipo antigás. El tubo de oxígeno, con la manguera de caucho enroscada en él, estaba en el piso.

Anna se volvió hacia él:

– Me parece que lo atraparon.

McConnell dio un puñetazo sobre la mesa.

– ¿Por qué no oímos nada? Disparos, una alarma, qué sé yo. ¿Crees que se entregaría sin pelear?

– Es posible. Su padre está ahí, ¿recuerdas?

McConnell tomó aliento y trató de serenarse. Había colocado sobre la mesa su lazo, su máscara antigás de vinilo transparente, el fusil Mauser de Stan Wojik y el retazo de tartán que sir Donald Cameron le había obsequiado en el puente de Achnacarry. La nota de Churchill estaba plegada dentro del diario de Anna, oculto en la pierna de su equipo de hule. El equipo antigás de Stern estaba plegado sobre el asiento trasero del Volkswagen de Greta.

– ¿Dónde estaba Stern?

Anna le tocó el brazo:

– El confía en que soltaremos las garrafas de gas. Creo que deberíamos esperar en la cima.

– Haré lo que él me dijo -replicó McConnell, obstinado. Bebió otro vaso de agua. -Ocho minutos. Llegaremos a la cima a tiempo.

Ella le tomó la mano.

– De acuerdo. Pase lo que pase, me alegro por lo de anoche. Así todo será más fácil.

McConnell iba a preguntar qué quiso decir, pero se contuvo. Tenía la sensación de saberlo.


Cuando Avram Stern vio a Jonas cruzar la Appellplatz delante del sargento Sturm y un soldado estuvo a punto de sufrir un ataque de pánico. Sin embargo, se dominó y trató de pensar como lo haría su hijo. Jonas había llegado hasta allí sin que lo atraparan; seguramente sabía lo que hacía.

Los tres hombres bordearon el microcine y desaparecieron de la vista. ¿Acaso Jonas trataba de llegar al portón principal? A cincuenta metros de distancia, se lo distinguía borrosamente en la oscuridad, pero si un hombre lo atravesara, Avram lo vería.

Nadie pasó por ahí.

Dos minutos después de que Jonas desapareció de su vista, Avram vio al sargento Stern que irrumpía por la puerta trasera del cuartel general y corría hacia la fábrica acompañado por cinco soldados. ¿Acaso Jonas había tratado de huir hacia la libertad? ¿Había montado una especie de maniobra diversionista para alejar a los SS de la Cámara E? Avram sintió una punzada de miedo cuando los técnicos de laboratorio con sus delantales blancos salieron de la fábrica en tropel, arreados por los hombres del sargento Sturm.

Un crujido suave de pasos sobre la nieve a sus espaldas le indicó que Rachel y las mujeres se trasladaban a la cuadra de los niños judíos; luego irían a la Cámara E. Miró su reloj de pulsera; era un objeto prohibido -el reloj de un judío muerto- que había aceptado en pago por remendar las botas de un SS.

Las 19:41.

Jonas había dicho que provocaría un apagón. Ahora no podría hacerlo. Sin el amparo de la oscuridad total, las mujeres y los niños tendrían que cruzar el campo abierto a la vista del centinela del portón trasero.

No llegarían a ninguna parte.

Con manos temblorosas, el zapatero empuñó la Schmeisser silenciada y se encaminó hacia el portón trasero.


– Nadie lo conoce en Berlín.

El comandante Schörner sonrió al colocar el auricular sobre la horquilla.

Stern miró impasible el cañón negro de su propia Walther.

– Hablé con Kaltenbrunner en persona -dijo Schörner-. Me ordenó que lo envíe a Berlín para interrogarlo. Pero antes… yo también quiero hacerle algunas preguntas.

Se abrió una puerta a espaldas de Stern. No se volvió, pero el estrépito de los borceguíes le dijo que por lo menos tres hombres habían entrado en la oficina.

– ¡Sturmbannführer, los técnicos están encerrados en el microcine! -informó el sargento Sturm-. ¡La fábrica está cerrada!

– ¿Las enfermeras?

– Encerré a las tres que estaban de turno en el cine con los técnicos. Greta Müller, desde luego, ha muerto. Mandé un mensajero a buscar a Frau Jaspers.

– Son cinco. ¿Y la sexta?

– Es Fraulein Kaas, Sturmbannführer. Parece que se retiró temprano hoy.

– ¿Y? -insistió Schörner con fastidio.

– ¡Acabo de enterarme de que se fue en el auto de Greta Müller! En la confusión después del hallazgo de los cadáveres en la cloaca…

– Nadie se dio cuenta -lo interrumpió Schörner-. La verdad es que yo sí me di cuenta, pero no pensé que Fraulein Kaas, la cuñada de un Gauleiter, pudiera ser una traidora. Estúpido de mí. Ahora que lo pienso, era muy amiga de la Müller.

Stern miró subrepticiamente su reloj: las 19:43. Rogó para sus adentros que McConnell saliera de la casa a tiempo.

Schörner tamborileó sobre el escritorio.

– ¿Sabe qué pienso, Hauptscharführer! Que nuestro falso Standartenführer no pudo haber pasado cuatro días en el bosque. Está demasiado pulcro. Diría que ha disfrutado de la hospitalidad de algún lugareño. Y que ha comido bastante bien. Dígame, Sturm, ¿dónde vive Fraulein Kaas?

– En una cabaña vieja en las afueras, al sur de Dornow.

– Conozco la casa. -Bruscamente se puso de pie y enfundó la Walther de Stern. -Yo mismo allanaré la casa con un pelotón.

– Pero Herr Doktor Brandt ha ordenado el acuartelamiento general.

Schörner crispó la mandíbula:

– El jefe de seguridad soy yo, no Brandt. Este hombre ya no representa el menor peligro, pero sus camaradas sí. Quién sabe si los Aliados no pensaban secuestrar a Brandt. Quiero que ponga a Herr Doktor bajo guardia.

Schörner tomó un cargador del cajón de su escritorio y su Luger que aún tenía el sargento Sturm.

Hauptscharführer, si hay algún problema durante mi ausencia usted deberá evitar a toda costa que Herr Doktor caiga en manos del enemigo. -Lo miró fijamente:

– ¿Entiende lo que digo?

Sturm carraspeó:

– ¿El Sturmbannführer dice que debo matarlo?

– Exactamente.

Sturm asintió, muy serio. La brusca transformación del monaguillo Schörner en un oficial implacable lo desconcertaba.

– ¿Qué hacemos con éste? -preguntó, señalando a Stern.

– Necesito saber qué es lo que sabe. Quién lo envió, con cuántos hombres y con qué planes… todo. Lo creo capaz de realizar la tarea, Hauptscharführer. ¿O me equivoco?

Gunther Sturm sabía que era capaz de realizarla, pero había cometido el error de matar al gigantesco polaco y temía hacerse cargo de otro interrogatorio importante.

– ¿Hasta dónde puedo llegar, Sturmbannführer?

Schörner se puso un capote y fue a la puerta.

– No lo mate. ¿Entendido?

Zu befehl, Sturmbannführer! -exclamó mientras hacía una venia-. Buena caza. Schörner salió.

Sturm tomó el teléfono:

– ¿Karl? Diga a Glaub y Becker que vigilen a Herr Doktor hasta nueva orden. -Cortó e hizo una señal a los dos SS que permanecían en el fondo de la oficina:

– Sujétenlo a la silla.

Stern se crispó cuando cuatro manos aferraron sus antebrazos con tanta fuerza que casi le cortaron la circulación.

El sargento Sturm registró rápidamente el uniforme, rió al encontrar la cápsula de cianuro y se guardó las llaves del Mercedes de Sabine. Sonrió al desenvainar su daga SS. Era idéntica a aquella con la cual Stern había degollado al centinela antes de entregarla en su ignorancia a Rachel Jansen. Cortó despreocupadamente los botones de la chaqueta y luego rasgó la camiseta.

Ach! -exclamó al ver el pecho desnudo de Stern-. ¡Miren!

Los dos soldados contemplaron atónitos las cicatrices lívidas que surcaban el pecho y el vientre. Sturm advirtió que las cicatrices se extendían hacia el bajo vientre.

– Levántenlo.

Cortó el cinturón y le bajó los pantalones hasta las rodillas.

– ¡Le falta un pedazo! -gritó con júbilo-. ¡Carajo, es un judío! ¡Un judío de mierda en uniforme del SD!

Stern se quedó sin aliento cuando el sargento le alzó el escroto con la hoja fría de la daga.

– Miren cómo se arruga como un rábano marchito -indicó Sturm, riendo-. ¿Cuánto tiempo crees que el pajarito tardará en cantar, Félix?

Uno de los soldados miró admirado el pecho de Stern, cruzado de cicatrices.

– Apuesto veinte marcos a que aguanta dos horas -dijo.

– Buena apuesta -convino Stern suavemente. Miró fijamente a los ojos de Gunther Sturm. -Espero que seas un hombre paciente.

Si los dos soldados no lo hubieran sostenido, el puñetazo de Sturm lo habría arrojado al piso doblado en dos. Tardó casi diez segundos en recuperar el aliento.

– Siéntenlo en la silla -ordenó Sturm-. En menos de una hora rogará que lo matemos.

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