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– ¿El tubo de oxígeno? -vociferó Stern mientras corría hacia la linterna encendida en el otro extremo del pasillo del hospital.

El haz apuntó hacia abajo para iluminar un tubo verde sobre una hoja oscura que reflejaba la luz. Stern depositó a Hannah, que pataleaba dentro de la manta, sobre la hoja de vinilo.

– Se la quité a un paciente de neumonía -dijo la voz ahogada de Weitz-. Usted, póngase el equipo de una buena vez.

Stern se apresuró a obedecer. Pero al alzar la cremallera se dio cuenta de que algo andaba mal. Weitz no podía apuntarle con la linterna y al mismo tiempo envolver a la niña en el vinilo… que era justamente lo que estaba haciendo si había interpretado bien los ruidos.

– ¿Quién más está aquí? -exclamó, apartándose rápidamente de la luz.

– ¡No hay problema! -dijo Weitz. Su linterna iluminó a una figura enfundada en un equipo negro con un tubo de aire sujeto a la espalda. La figura alzó la cara. Al principio, Stern sólo vio el reflejo de la luz. Pero enseguida, detrás de la máscara de vinilo transparente que McConnell había traído de Oxford aparecieron la cabellera rubia y los ojos oscuros de Anna Kaas. Ella lo miró un instante, evidentemente pasmada al ver su cara hinchada y ensangrentada, pero enseguida reanudó su tarea.

Stern se acomodó rápidamente el equipo de Raubhammer. Bruscamente las luces del hospital parpadearon un par de veces y se encendieron.

La luz deslumbrante paralizó a Stern.

– El generador de emergencia -dijo Weitz-. ¡Hay alguien en el sótano! -Tomó el hombro de Stern:

– ¿Mi pistola?

– Se la di a alguien.

Con una maldición, Weitz corrió hacia la oficina de Brandt. Anna alzó su pistola y lo llamó, pero el zumbido de su voz a través del diafragma tenía poco alcance. Dejó su pistola en el suelo y con ayuda de Stern selló la hoja de vinilo con la cinta adhesiva que había traído Weitz. Stern recogió el bulto -mucho más pesado que antes debido al tubo de oxígeno- y se volvió hacia la puerta del hospital.

En la escalera estaba el sargento Gunthet Sturm, que apenas se sostenía en pie, pero le apuntaba con un fusil de infantería. El costado izquierdo de su chaqueta estaba empapado de sangre.

Sturm disparó en el momento que Stern se inclinaba para dejar a la niña en el suelo.

Erró el tiro.

El SS accionó la corredera para disparar otra vez.

Aunque los años de reflejos condicionados lo impulsaban a abalanzarse hacia el hombre armado, una fuerza mayor lo hizo arrojarse sobre Hannah Jansen para protegerla con su cuerpo. Al mismo tiempo, su voz interior le dijo que iba a morir por ello.

Oyó disparos, demasiado seguidos para un fusil a corredera. Ariel Weitz irrumpía del pasillo lateral, disparando la Luger de Klaus Brandt.

El sargento Sturm disparó a quemarropa.

El estampido del fusil aún reverberaba en el pasillo cuando Weitz cayó al piso de baldosas. El sargento se tambaleó hacia el hombre caído a la vez que accionaba nuevamente la corredera. Weitz se debatía, pero no podía pararse, ni siquiera arrastrarse. El proyectil de Sturm le había quebrado la columna.

Jonas iba a abalanzarse sobre el SS, cuando un arma de grueso calibre disparó junto a su oreja. La tapó con su mano para protegerse el tímpano y a su vista atónita Anna Kaas disparó tres veces más. Los impactos estamparon a Sturm contra la pared del hospital. Después de un instante, el sargento abrió los brazos y su cuerpo cayó como una salchicha cortada, dejando un rastro sangriento en el muro.

Anna se arrodilló junto a Weitz. El hombrecito respiraba a duras penas. Le quitó la máscara y la manguera.

Como siempre, estaba mal afeitado. Una sonrisa tenue iluminó sus ojos.

– ¿Recuerda lo que dijo? -susurró.

Las luces parpadearon, pero no se apagaron.

Anna le tomó la mano derecha envuelta en caucho.

– ¿Cómo dijo, Herr Weitz?

– Que Dios… conoce la verdad. -Trató infructuosamente de tragar saliva. -Espero que sea cierto -jadeó antes de morir.

Anna inclinó la cabeza.

Stern le tocó el hombro:

– ¿Tiene un auto, Fraulein Kaas?

Anna iba a responder cuando las luces del hospital se apagaron definitivamente. Stern la ayudó a levantarse.

– El auto de Greta, pero me reventaron los neumáticos -dijo-. ¿Y el Mercedes de Sabine?

– No. -Stern oyó el llanto ahogado de la niña dentro de la hoja de vinilo-. Pero… -Se arrastró hasta el cadáver de Gunther Sturm y le palpó los bolsillos. Casi gritó con júbilo al encontrar las llaves del auto. -¡Aquí están! -exclamó mientras tanteaba las baldosas en busca del fusil del muerto-. Vamos al poste a buscar a McConnell.

Se levantó y colgó el fusil de su hombro. Al oír el zumbido frenético junto a su oído pensó que un insecto había entrado en su máscara. Entonces Anna le dio un puñetazo y se dio cuenta de que la enfermera le gritaba algo. Se enderezó y miró hacia donde apuntaba su brazo.

En la puerta trasera se perfilaba una figura alta enfundada en negro, perfilada contra el resplandor de una bengala moribunda. Cuando alzó un brazo hacia ellos, la voz interior de Stern gritó ¡pistola!; al instante descolgó el fusil de su hombro y apuntó.

Anna disparó la pistola, pero erró el tiro. Veinte metros era una distancia excesiva para su arma.

Stern apretó el disparador.

No pasó nada. El sargento Sturm no había introducido el proyectil en la recámara. En el momento que accionaba la corredera, una luz roja estalló detrás de la ventana a espaldas de la silueta.

Fue la visión de un retazo de tela multicolor sobre el buzo negro lo que lo hizo desviar el tiro. El proyectil atravesó la ventana a espaldas de la figura. Dio un violento empellón a Anna y agitó los brazos con fuerza. Le parecía insólito que McConnell hubiera bajado tan rápidamente de la colina, pero sabía que ningún alemán llevaría un retazo de tartán escocés en medio de la batalla.

McConnell se acercó y le gritó al oído:

– ¡Tenemos que irnos! ¡El gas es efectivo! ¡El callejón está lleno de muertos!

La máscara de Stern no tenía diafragma, de modo que desacopló la manguera a pesar del riesgo:

– ¿Cómo diablos llegó hasta aquí? -Al instante tapó el orificio con una mano.

– ¡Vía aérea! -Su voz sonaba irreal al atravesar diafragma.

– ¿Cómo?

– ¡Otro día se lo cuento!

– ¿Y qué hacemos con la fábrica? ¿Nos vamos o terminamos la misión?

– ¿Tenemos auto?

– El Mercedes.

– ¿La cámara y los tubos para llevar muestras?

– En el Volkswagen de Greta -dijo Anna.

McConnell vio el bulto que se retorcía en el piso.

– ¿Qué diablos es eso?

– Una nena -dijo Stern-. Tiene un tubo de oxígeno, pero tenemos que sacarla de aquí.

– ¿Y los demás niños? -preguntó Anna.

– La Cámara E está llena -informó Stern-. Los demás… -Meneó la cabeza. -Pero a ésta podemos salvarla.

– ¡Póngase la manguera! -chilló McConnell-. Anna, lleva a la nena en el Mercedes y espéranos junto al río. Hay viento allá, es el lugar más seguro. Jonas y yo vamos a cumplir nuestra misión. Nos encontraremos en el río y usaremos el Mercedes para llegar a la costa. -Se volvió hacia Stern:

– ¿De acuerdo?

Stern asintió.

– ¿Hay señales de Schörner?

– Ninguna -dijo Anna.

Stern meneó la cabeza.

– Espéranos en un lugar oscuro.

– Hay una barca en el río -dijo Anna-. Tiene espacio para un camión. La usan para traer provisiones. Con esa barca evitaríamos el riesgo de cruzarnos con Schörner en la ruta.

Stern asintió con vehemencia exagerada, se inclinó y alzó a Hannah Jansen sobre su hombro derecho.

Anna encabezó la marcha con la pistola. Bruscamente, McConnell chocó contra el tubo de oxígeno que llevaba en la espalda. La pasó y quedó estupefacto al ver la Appellplatz. Dos deslumbrantes fuegos rojos ardían sobre la nieve como bengalas. Otros dos, dispuestos en línea recta, ardían más allá del portón principal, aparentemente cerca del río. Al ver el resplandor color rubí que estalló a sus espaldas en la puerta trasera del hospital, imaginó que el SS moribundo había encendido una bengala.

Eso era muy distinto.

Los fuegos seguían una pauta, como si fueran cometas lanzados por un dios furioso pero metódico. McConnell se habría quedado ahí, mirando, pero Stern lo apartó de un empellón y bajó la escalera como si el demonio le pisara los talones. Anna lo arrastró consigo hasta el auto de Greta, de cuyo asiento trasero tomó un talego de cuero. Juntos siguieron a Stern, que bordeaba el hospital hacia el Mercedes.

Se cruzaron con Stern que volvía. McConnell preguntó a los gritos qué diablos le pasaba, pero Stern ya cruzaba la Appellplatz hacia el cuartel general.

El motor del Mercedes ya estaba encendido y Hannah estaba tendida sobre el asiento delantero. El tubo de oxígeno inflaba lentamente el envoltorio de vinilo como si fuera un globo. McConnell ayudó a Anna a sentarse detrás del volante. El tubo de oxígeno en su espalda la apretaba contra el volante, pero pudo poner la primera.

– ¡Nos vemos en el río! -gritó, y cerró la portezuela con violencia.

Las ruedas del Mercedes patinaron sobre el hielo.

Impulsivamente, McConnell abrió la portezuela trasera, subió al auto y gritó:

– ¡Me bajo en el portón!


El comandante Schörner tardó cinco minutos en cubrir la distancia recorrida por McConnell en ochenta segundos. McConnell había descendido en línea recta, en tanto que Schörner conducía un camión de transporte de tropas por un sinuoso camino de montaña y tuvo que esquivar el montón de chatarra al que había quedado reducido su auto de campaña a cuatrocientos metros del campo. Para colmo, había perdido tiempo al reagrupar a sus hombres en la usina, y sabía que estaba retrasado. Cada bengala roja acentuaba la sensación de apremio. Conocía el significado de esos fuegos rojos. Los había visto en Rusia. Cuando el camión se acercaba a toda máquina al portón, se asomó por la ventanilla para gritar una orden a los centinelas.

No vio a ninguno. J

– ¡Despacio! -rugió al conductor-. ¡Más despacio, cerdo! Abrió la puerta y se irguió en el estribo. Al acercarse más al portón, lo embargó una sensación de pavor. No conocía el origen de sus intuiciones, pero en Rusia había aprendido a obedecerlas al pie de la letra.

– ¡Pare el camión! -ordenó-. ¡Ahora!

El camión patinó cuando el conductor clavó los frenos.

Schörner bajó de un salto y dio un par de pasos hacia el portón. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio tres formas oscuras en el suelo a unos cinco metros de la entrada. Alzó la vista a la torre más próxima. El torso del ametralladorista colgaba sobre el parapeto.

Parpadeó, incrédulo, luego retrocedió hacia el camión y subió de un salto.

– ¡Atrás! -aulló, a la vez que cerraba la ventanilla-. ¡Vámonos de aquí!

El conductor lo miró como si se hubiera vuelto loco. Schörner sacó la pistola y le apoyó el cañón en la sien.

– ¡Hubo una pérdida de gas! Retroceda doscientos metros!

En su pánico, el conductor puso marcha atrás, pero las ruedas patinaron durante diez segundos eternos hasta que el camión se puso en marcha.


– Indicadores de blanco colocados, señor -dijo el navegante-. Punto de mira verificado.

– Habla el jefe -dijo Sumner por su micrófono-. Si hubiera baterías antiaéreas, ya las habrían usado. Así que hagamos las cosas despacio y bien. Primero la usina, después el campo. Lancen bombas sobre los indicadores rojos.

Mientras el Mosquito de Sumner volaba en círculos a quinientos metros de altura, el primer bombardero encabezó el ataque. El avión modificado hizo un pase de sur a norte, apuntando a las bengalas en la usina. Soltó la bomba con medio segundo de demora, y la bomba de dos mil kilos de poderosos explosivos cayó al otro lado de la cima. Momentos después, el pueblo de Dornow dejó de existir.


McConnell tenía medio cuerpo fuera del Mercedes cuando una estremecedora onda de choque sacudió la tierra bajo sus pies. Se volvió hacia el hospital: una bola de fuego con forma de hongo se alzaba al cielo nocturno detrás de las colinas, mientras la cima más alta se disolvía en una guirnalda de destellos blancos. La luz que bañó Totenhausen le mostró una instantánea del campo cubierto de cadáveres.

Entonces comprendió el significado de las fogatas rojas que Stern ya había adivinado al ver los indicadores de blanco colocados en damero sobre el campo. ¿Pero qué diablos podía hacer Stern al respecto? No era cuestión de tomar el teléfono, llamar a la comandancia de la Octava División Aérea en Inglaterra y decirles que cancelaran una misión de bombardeo.

Reaccionó al oír el rugido del Mercedes que huía. De un puntapié abrió la puerta del edificio donde había visto entrar a Stern y se detuvo. Una luz amarilla invadía el pasillo desde una puerta abierta. ¿De dónde venía la luz? Contempló desconcertado el pasillo desierto. ¿Por qué no había alemanes muertos en el piso? ¿Acaso el gas no había penetrado en el edificio? Cerró la puerta y trató de orientarse por los ruidos.

La máscara de vinilo dificultaba la audición, pero el ruido del generador diesel era inconfundible. Corrió por el pasillo hacia la fuente de luz y descubrió que venía del cuarto del operador de radio. Sentado frente a la consola, Stern giraba el dial en busca de una frecuencia.

Una nueva serie de explosiones estremeció el piso de madera.

Stern dio un puñetazo furioso sobre el escritorio. McConnell comprendió el problema. Stern quería usar el transmisor, pero no podía correr el riesgo de quitarse la manguera para hablar. No sabía con quién quería comunicarse, pero adivinó instantáneamente la única solución. Tomó una lapicera que estaba cerca de la consola y garabateó tres palabras en el cuaderno de transmisiones:

¡CANARIO MINA DE CARBÓN!

Stern lo miró a través de las enormes antiparras de la máscara. Tomó el fusil de infantería que le había quitado al sargento Sturm y salió a la carrera.

Hubo nuevas explosiones, cada vez más cercanas. La onda expansiva estremeció los aparatos transmisores en su estante. ¡Mierda! Era el colmo de la mala suerte. Cuando estaban a punto de cumplir la misión, todo se iba al diablo por culpa de la mala organización. Era insólito que Duff Smith no previera la posibilidad de que el comando de bombarderos de la Octava División resolviera por su cuenta aniquilar una usina como la de la colina que dominaba Dornow. Qué imprevisor.

McConnell se sobresaltó cuando Stern volvió, trayendo a los empujones a un joven SS, y cerró la puerta con violencia. El soldado de uniforme pardo no tenía máscara antigás, pero estaba vivo. Stern entregó el fusil a McConnell y arrojó al SS al suelo de un empellón. Su boca y su nariz quedaron aplastadas contra la base de la puerta.

– Ahí tiene al canario -dijo-. Póngale un pie en la espalda y si trata de huir, mátelo.

Se sentó en la silla del operador y tomó el micrófono:

– ¡Atlanta! ¡Atlanta! Aquí Butler y Wilkes, repito, Butler y Wilkes. ¡Adelante, Atlanta!

McConnell puso su borceguí entre los omóplatos del alemán y le apoyó el cañón del fusil sobre un riñón.

– ¿Qué diablos hace, Stern?

Butler, repito, Butler llamando a Atlanta -dijo Stern, mientras le indicaba con un gesto que se callara-. Emergencia, emergencia.

En cualquier momento las explosiones ensordecedoras estallarían dentro del campo.

– ¡Trate de comunicarse con los aviones! -gritó McConnell-. El general Smith no puede detenerlos.

Stern se volvió violentamente:

– ¡Smith los mandó, pedazo de idiota! ¡Es el único que puede detenerlos!

Bruscamente comprendió la verdad. Qué idiota no darse cuenta. El general Smith era muy previsor. Y sus previsiones revelaban un grado de profesionalismo implacable que lo dejaban estupefacto. Miró fijamente a Stern, que ya se inclinaba sobre la consola:

Aquí Butler, repito, Butler, llamando a Atlanta…


Ach du lieber, Sturmbannführer, ¡mire eso!

Wolfgang Schörner contempló con admiración profesional las bombas incendiarias que borraban la usina de Dornow. Meneó la cabeza, maravillado.

– Creo que la última bomba era de fósforo, Koerner. Tal vez mezclado con un poco de termita. Alégrese de que no haya caído sobre su cabeza.

– Pero, ¿qué están haciendo?

Se frotó el mentón, pensativo.

– Van a aniquilar Totenhausen y a sus propios agentes. Lo que no entiendo es por qué.


Esas bombas incendiarias eran justamente lo que Anna Kaas esperaba. No las bombas en especial, pero sí algo semejante que mantuviera alejados al comandante Schörner y sus hombres el tiempo suficiente para salir de Totenhausen en el Mercedes negro sin ser vista. Había visto al camión acercarse al portón, reconoció a Schörner cuando saltó del estribo, dio media vuelta y volvió a subir al camión. Gracias a Dios que no había encendido los faros del auto al atravesar el campo.

El camión había retrocedido doscientos metros hasta el camino de acceso que iba del campo a las colinas, pero Schörner no era idiota. El camión aún cerraba la vía de escape y conservaba una vista oblicua del portón. Anna tenía que recorrer una ladera descendiente de cuarenta metros a campo abierto entre el portón y el río, donde la barca que conducía al camino de acceso secundario a Totenhausen flotaba en las aguas heladas. Necesitaba una maniobra diversiva para poder cruzar ese terreno sin que la vieran.

GENERAL SHERMAN le proporcionó esa maniobra. Al ver reflejado en sus parabrisas el resplandor anaranjado de la colosal llamarada en las colinas detrás del campo, alzó el pie del freno y avanzó lentamente entre los postes destrozados del portón y los cadáveres de los SS. El bulto envuelto en vinilo en el asiento trasero se debatía violentamente. Gritos ahogados rompían el silencio. Anna sabía que la niña debía estar trastornada de pavor, pero no había nada que hacer. La muerte de los centinelas indicaba que el gas neurotóxico había flotado hacia el sur, al menos hasta el portón.

Aceleró un poco, sin apartar la vista de los faros del camión, rogando que los ojos de Schörner estuvieran fijos en las colinas. Veinte metros hasta el río. Diez. Apartó los ojos del camión apenas el tiempo suficiente para enfilar el Mercedes hacia el muelle de la barca. Apenas bajó un poco la trompa del Mercedes, la embargó el terror. ¿No la delatarían las luces de freno? Sí. Murmuró una oración, apagó el motor y dejó que el Mercedes avanzara por su propio impulso hasta el muelle. Apenas las ruedas tocaron la madera, puso el cambio en primera, apretó el pedal y puso el freno de mano.

El Mercedes se deslizó suavemente sobre el hielo que cubría el muelle. Si el paragolpes delantero no hubiera chocado contra un poste de hierro en el borde del muelle a la altura de la timonera, el auto hubiera seguido de largo hasta caer al río. Apenas se detuvo, echó un vistazo al camión por el parabrisas trasero. No se había movido. Murmuró unas palabras para reconfortar al bulto de vinilo inflado por el oxígeno. En esa época del año el río estaba congelado, pero la barca lo recorría con frecuencia y mantenía un canal abierto durante el día. El canal se congelaba durante las noches, pero lo abrían nuevamente a la mañana. No sabía cuánto tardaba en cerrarse.

Tampoco podía correr el riesgo de bajar del auto para averiguarlo. Trató de penetrar la oscuridad. Delante del capó veía el hielo, pero era negro en comparación con la capa blanca que cubría el río en ambas direcciones. El hielo negro era una línea recta hasta la margen opuesta. Era negro porque por debajo corría el agua del río. Había una capa de hielo, pero era delgada.

Rogó que fuera muy delgada.


El general Duff Smith monitoreaba la frecuencia de GENERAL SHERMAN cuando el aviador Bottomley irrumpió en la casilla junto a la pista.

– ¡Pase a tres-uno-cuatro-cero, señor! ¡Rápido!

Duff Smith había estado en suficientes aprietos en su vida como para exigir el debido respeto cuando la voz de un hombre trasuntaba la tensión de la batalla; obedeció a su subalterno sin demora. El crujido de la estática llenó la casilla al pasar por las sucesivas frecuencias.

– Estaba en el Junker, señor -explicó Bottomley entre jadeos-. Giraba el dial cuando lo oí.

– ¿Qué oyó?

– ¡Son ellos, señor! ¡La recepción es clara!

Bruscamente se oyó una voz ahogada que hablaba con un acento alemán muy similar al de Jonas Stern:

– ….repito, Butler llamando a Atlanta! ¡Emergencia! ¡Emergencia!

Smith se puso pálido. Oprimió el botón transmisor y rugió:

– ¡Aquí Atlanta! ¡Adelante, Butler! Los dábamos por muertos. Digan su situación.

La radio crujió otra vez:

– ¡Misión cumplida!¡Repito, misión cumplida!¡Cancele bombardeo, cancele bombardeo!

– Caá… rajo -exclamó Smith. En momentos de tensión, su acento escocés siempre se imponía sobre su formación inglesa.

– Repita, Butler. ¿Misión cumplida?

– ¡Misión cumplida! ¡Pare los bombardeos, manco hijo de puta!

Con dedos temblorosos buscó la frecuencia de emergencia de GENERAL SHERMAN.


Las manos del jefe de escuadrilla Harry Sumner casi soltaron los controles cuando oyó la voz de acento escocés en el radio de alta frecuencia del Mosquito.

¡General Sherman! ¡Atención, General Sherman!

La cabeza del navegante Jacobs asomó sobre la pantalla del radar; su cara era una máscara de desconcierto y suspicacia.

– ¿Que mierda pasa, Harry?

– Ojalá lo supiera.

Le ordeno abortar la misión. Repito, abortar la misión.

Sumner parpadeó sin comprender.

– ¿Hay algún código para abortar esta fase de la misión, Jacobs?

– No, señor. Estricto silencio de radio desde que nos separamos de la escuadra principal.

– ¿Y cómo mierda conoce nuestra frecuencia y nombre clave?

Jacobs se encogió de hombros:

– Igual ya es tarde, señor. La usina está destruida. La escuadrilla ya forma para bombardear el campo.

Atención, General Sherman. Su posición es cincuenta y cuatro punto cero cuatro grados norte, doce punto tres uno grados este. La clave del blanco es Tara. Yo di la orden escrita para esta incursión y ahora la cancelo. Sé que mantienen silencio de radio. También sé que me oye. Interrumpa la incursión inmediatamente. Responda para confirmar el cumplimiento de la orden. Aborte la misión inmediatamente o aguarde las consecuencias cuando vuelva a Skitten.

Las manos de Harry Sumner temblaron sobre los controles.

– Parece auténtico, Peter. ¿Qué me dice?

– Usted manda, Harry. Tiene diez segundos para abortar el bombardeo.

– Nunca oí a un alemán capaz de imitar así el acento escocés. -Tomó el micrófono: -Aquí General Sherman. Diga el año de la batalla de Harlaw.

Hubo una pausa hasta que el radio crujió nuevamente:

Mil cuatrocientos once. Dios te bendiga, muchacho, fue en mil cuatrocientos once.

Sumner tomó el micrófono VHF:

– Aquí jefe de misión. Abortar bombardeo, abortar bombardeo. Repito, aquí jefe de escuadrilla. Volver a la base. Abortar, abortar. Volver a la base.

El navegante Jacobs se echó hacia atrás en su asiento y suspiró ruidosamente:

– Espero que sepa lo que hace, Harry.

– Yo también -dijo Sumner-. Yo también.

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