33

Cuando oyó el portazo, McConnell soltó el diario y tomó su Schmeisser. Oyó la voz de Anna seguida por la de un hombre que hablaba en alemán. Subió la escalera sigilosamente y abrió apenas la puerta. En el centro de la cocina, Stern, vestido con su uniforme de la SD, se frotaba las manos con fuerza. Tenía la cara roja y los ojos llenos de lágrimas como si hubiera corrido varios kilómetros bajo un viento fuerte.

Kaffee, bitte -dijo a Anna-. ¿Dónde está el doctor? ¿Duerme?

Anna fue a la cafetera abollada que humeaba sobre la estufa.

– Empiezo a pensar que no va a atacar el campo -dijo McConnell al entrar en la cocina.

La vista de Stern se posó en la Schmeisser.

– Yo que usted la tomaría del cañón y la usaría como garrote.

– Váyase a la mierda -replicó McConnell, y se sentó junto a la mesa.

Danke -dijo Stern al aceptar la taza que le ofrecía Anna-. Amigo, si su infierno cristiano existe, acabo de conocerlo. Y le diré algo más: está atestado de judíos.

– ¿Qué dice? ¿Entró en el campo?

Stern se llevó la taza a los labios quemados por el viento y miró a McConnell por encima del borde.

– Los campos existen para mantener a la gente encerrada, no para permitirle salir.

– Entonces, ¿cómo salió?

– Debajo de un camión de provisiones médicas. Una hora un poco extraña para hacer entregas, ¿no le parece?

– Herr Stern, en Totenhausen hay tantos cristianos como judíos -hizo notar Anna desde la estufa.

Para sorpresa de McConnell, Stern no respondió. El joven sionista parecía preocupado por algo. Su genio siempre fogoso parecía sosegado.

– Bueno, dígame por qué no atacó -dijo McConnell.

– Demasiado viento -respondió Stern. Sus ojos estaban clavados en la mesa.

– Aja. ¿Descubrió algo que valga la pena?

– ¿En qué sentido? Pensé que apostaba al fracaso de la misión.

Anna lo miró por encima del hombro de Stern. Sus ojos parecían preguntar si eso aún era cierto.

– Tengo una propuesta que hacerle, doctor -prosiguió Stern en tono neutro.

– Escucho.

– Es evidente que no podré llevar a cabo la misión sin su ayuda. Le propongo un acuerdo.

Anna colocó una taza de café de centeno frente a McConnell, quien le agradeció con un gesto.

– ¿Qué clase de acuerdo?

– Si me ayuda a gasear la guarnición de las SS, haré todo lo posible para salvar la vida de los prisioneros.

McConnell se irguió bruscamente. ¿Había oído bien? Anna lo miraba fijamente: había oído lo mismo.

– Pero qué les parece -dijo-. Saulo en el camino de Damasco, nada menos.

Stern se irguió con tanta violencia que derribó su silla.

– ¡Epa! -exclamó McConnell-. ¡Tranquilo, por favor! Hace cuatro horas quería matar a todo el mundo. ¿Por qué quiere salvarlos?

Stern sintió que sus manos temblaban. Al abrazar a su padre después de once años de separación, fue como si se derritiera una camisa de hielo que le envolvía el corazón. Todo lo que había pensado enrostrarle si alguna vez tenía la oportunidad -su estúpida obstinación en permanecer en Alemania, su crueldad al obligar a su esposa e hijo a partir hacia Palestina sin su protección-, todo eso se borró de su mente al ver el estado lamentable de su padre.

Avram Stern no había reconocido a su propio hijo. Cuando Jonas dijo su nombre hebreo y el nombre de su madre, el zapatero cayó como fulminado. Mientras Rachel Jansen mantenía apartadas a las mujeres, hablaron de muchas cosas, pero Jonas fue rápidamente al grano. En un susurro casi inaudible, pidió a su padre que saliera del campo con él.

Avram se negó. Jonas no podía creerlo. ¡Igual que en Rostock!

Pero había una diferencia. Diez años antes, Avram se había negado a creer que Hitler traicionaría a los veteranos de la guerra. Las ilusiones se habían desvanecido, pero seguía tan obstinado como siempre. Decía que su conciencia le prohibía abandonar a otros judíos a la suerte que les aguardaba en Totenhausen. Jonas discutió con vehemencia -estuvo a punto de revelar la verdad sobre la misión-, pero no logró conmover a Avram. La única concesión que pudo arrancarle fue que si Jonas ayudara a todos a escapar, él también huiría. Y así, desbordando de furia e impotencia, Jonas le dijo a su padre que durmiera en la cuadra de las mujeres hasta su regreso.

Al volver a pie por las colinas, Stern se tranquilizó lo suficiente para pensar en un plan. La obstinación de su padre le obligaba a acometer una empresa que el mismo jefe del SOE consideraba imposible: encontrar la manera de matar a los guardias SS de Totenhausen con el gas tóxico y a la vez salvar a los prisioneros. Para eso necesitaba la ayuda de McConnell. Esa dependencia le era tan detestable como su propia incapacidad para llevar a cabo el plan original. Y no tenía la menor intención de revelar su debilidad al norteamericano.

– Estoy dispuesto a tratar de salvar a los prisioneros -declaró Stern entre dientes-. Si usted me ayuda a matar a los SS, tomar las fotos que necesitan los ingleses y robar una muestra de Soman. Si se niega a ayudarme, atacaré y todos morirán, incluso tal vez usted y Fráulein Kaas.

– Cálmese -lo instó McConnell-. Siéntese y cierre el pico por un minuto, nada más.

Anna enderezó la silla y la colocó detrás de Stern, pero él no se sentó.

McConnell trató de sondear los pensamientos detrás del brillo cristalino de sus ojos, pero era como tratar de leer a través de un cristal de cuarzo negro. Stern tenía sus propias razones y se negaba a revelarlas, al menos por el momento.

– Está bien -dijo McConnell después de unos segundos de silencio-. Me parece un trato justo. Le ayudaré.

Más conmocionado por ese brusco cambio de posición que McConnell al escuchar su oferta, Stern tanteó torpemente hasta encontrar la silla y se sentó junto a la mesa.

– No pensó que me convencería tan fácilmente, ¿eh? Bien, pero antes de festejar, dígame cómo piensa matar a ciento cincuenta soldados de las SS sin matar a los prisioneros.

– Usted es el que quiere salvarlos -adujo Stern precipitadamente-. Dígame usted qué hacer.

McConnell tuvo una impresión fugaz de que las palabras de Stern no se correspondían con sus pensamientos. No tenía pruebas de ello; lo cierto era que Stern casi siempre decía exactamente lo que pensaba y por eso sus palabras transmitían convicción. Sin embargo, su última frase sonaba falsa, exagerada. Pero, ¿qué podía ocultar detrás de esas palabras?

– Dicen que usted es un genio -prosiguió Stern para cortar el silencio-. Llegó el momento de demostrarlo.

– Lo haré -aseguró McConnell mientras sus ojos y oídos evaluaban la nueva personalidad que se presentaba ante él-. Encontraré la manera de hacerlo.


Media hora y dos cafeteras después, McConnell aún no había encontrado la solución. Los tres estaban encorvados en torno de la mesa como estudiantes que deben resolver un problema difícil de cálculo numérico. Stern había sugerido realizar un asalto veloz de tipo comando pata liberar a los prisioneros antes de gasear el campo, pero cualquier variante de esa idea necesitaba por lo menos una docena de hombres y ejecución milimétrica. Sus ideas no ayudaron a McConnell a encontrar la solución, pero sí confirmaron sus sospechas de que Stern -por los motivos que fuesen- realmente deseaba salvar a los prisioneros.

Fue Anna quien le dio la pista. Stern relataba cómo su grupo guerrillero había intentado asaltar una fortificación británica, cuando Anna lo interrumpió con la exclamación:

¡Ach, la Cámara E!

– ¿Cómo? -dijo Stern, sorprendido.

– La Cámara Experimental. Es una cámara sellada en el fondo del campo donde Brandt realiza sus experimentos con gases.

– ¿Qué pasa con eso? -preguntó McConnell.

– Los SS la evitan como si fuera un pabellón de apestados. Estaba pensando, ¿qué pasa si encerramos a los prisioneros ahí? Los llevamos de a poco una media hora antes del ataque. Los prisioneros estarían a salvo allá adentro mientras los SS morirían gaseados afuera.

Stern la miró con admiración:

– Es una idea brillante.

– Un momento -dijo McConnell-. ¿Cuáles son las dimensiones de la cámara?

La sonrisa de Anna se desvaneció.

– No la conozco por dentro, pero… sí, tiene razón. Es muy pequeña. Desde afuera no lo parece, pero tiene una doble pared. Es como una cámara dentro de otra. A ver si recuerdo… he leído los informes. Tiene nueve metros cuadrados, si no recuerdo mal.

– Es muy poco -dijo McConnell-. ¿Y la altura?

– Apenas la suficiente para que un hombre alto pueda estar de pie. Unos dos metros.

– No es mucho. ¿Cuántos son los prisioneros?

Meneó la cabeza:

– Después de las represalias de hoy quedan doscientos treinta y cuatro.

– Es imposible.

– Tiene razón -opinó Stern-. No entrarían ni la mitad de los prisioneros. ¡Diablos! Tiene que haber una forma.

McConnell puso las manos sobre la mesa y permaneció inmóvil durante casi un minuto mientras su mente exploraba las variantes posibles de la idea de Anna.

– Me parece que la hay -manifestó por fin.

– ¿Cómo? -exclamó Stern-. ¿Se le ocurre una idea?

– Desde el punto de vista conceptual, Anna tiene razón sobre la Cámara E. El problema es cómo gasear a los SS y a la vez proteger a los prisioneros. Pero ella lo aborda al revés.

– ¿Quiere decir que habría que encerrar a los SS en la cámara mientras los prisioneros están a salvo en el exterior?

– En teoría, sí.

– ¡Pero los SS nunca se acercan a la cámara! Además, son ciento cincuenta.

McConnell no pudo reprimir una sonrisa.

– Tiene razón, sin duda. Pero también es indudable que el arquitecto que diseñó Totenhausen fue lo suficientemente previsor para incluir un refugio antiaéreo en los planos.

Lo miraron fijamente al comprender el significado de lo que acababan de escuchar.

– Cielos, tiene razón. Es un túnel largo, con capacidad más que suficiente para encerrar a todos los SS del campo.

– Eso es -dijo Stern con voz alterada por la euforia-. Introducimos dos garrafas en el túnel, buscamos la manera de que los SS corran a buscar refugio y auf Wiedersehen… misión cumplida. Ese gas debe ser doblemente eficaz en un recinto cerrado.

– Diez veces más eficaz que al aire libre -afirmó McConnell-. Además, eliminamos el factor viento.

Stern meneó la cabeza:

– Smith tiene razón, doctor. Usted es un genio.

McConnell inclinó la cabeza con falsa modestia.

– ¿Cuántas entradas tiene el refugio, Anna?

– Dos. El acceso principal está en una de las cuadras de los SS, el otro en el sótano del hospital. La morgue.

– ¿Podrá trabar la puerta de la morgue para que nadie que entre desde la cuadra salga por ese lado?

– Si es necesario, sí.

– Si es más eficaz en un recinto cerrado -dijo Stern, pensativo-, bastará una garrafa. Usaré dos para mayor seguridad. Es cuestión de descolgarlas del poste y…

– ¿Cuál es el problema? -preguntó McConnell-. ¿No podrá descolgarlas?

– Sí, eso sí. El problema es cómo introducirlas en el campo. Yo entré saltando desde una rama que pasa sobre el alambrado, pero no podré hacerlo con las garrafas de acero. -Stern pensó un instante y miró a Anna: -Hay una sola manera de hacerlo.

– En auto.

Asintió:

– ¿Puede conseguirlo?

Anna se mordisqueó el labio inferior.

– Mi amiga Greta Müller. Es hija de un campesino que provee de alimentos al Oberabschnitt de las SS en Stettin. Tiene vehículos y el combustible para hacerlos marchar.

– Si tenemos un auto, ocultamos las garrafas debajo del asiento trasero. Mejor aún, las sujetamos con cadenas debajo del chasis. -La energía pura irradiaba de Stern a medida que el plan adquiría claridad en su mente. -Usted entra mañana a la noche, tarde, y estaciona junto al hospital. Yo la espero allá. Tomamos las garrafas y usted me acompaña a la morgue, para entrar en el refugio por ahí. Las instalo y pongo los disparadores en hora. -Se inclinó hacia Anna. Sus ojos negros irradiaban la fuerza plena de su personalidad. -¿Puede conseguir un auto?

– Estoy casi segura de que sí -respondió, mirándolo fascinada-. Greta cree que tengo un amante en Rostock. Yo he alimentado esa ficción para pedirle el auto sin dar explicaciones. Lo he usado tres veces, pero generalmente con mayor aviso.

– Dígale que es una emergencia. Él quiere terminar la relación.

– Un momento -interrumpió McConnell.

– Es la única manera -dijo Anna.

– De acuerdo, pero hay un problema importante.

– ¿Cuál? -preguntó Stern con fastidio.

– Necesitamos una alarma aérea para que los SS corran al refugio.

– ¿Y bien? Yo mismo activaré la sirena. Los SS no sabrán si es verdadera o falsa y correrán derecho al gas.

McConnell miró a Anna, que no parecía convencida.

– En todos estos años hemos tenido una sola alarma, y resultó ser falsa. Los zafarranchos están programados. Además, hay oficiales responsables de cada fase de la alarma. Pelotones a cargo de las sirenas, bomberos, encargados de evacuar los edificios… claro que no incluyen a los prisioneros. Ellos quedan a merced de las bombas.

– ¿Quiere decir que no sirve?

– Quiero decir que si no caen bombas, muchos soldados no irán al refugio. Dudo mucho de que lo habilitaran antes que cayera la primera bomba. No podemos confiarnos.

– Diablos -murmuró Stern-. Tiene que haber una forma.

– Claro que sí -dijo McConnell-: una auténtica incursión aérea. -Tamborileó sobre la mesa. -Creo que podemos conseguirla. El general Smith conoce las coordenadas exactas de Totenhausen. Él puso en marcha todo esto. Lo menos que puede hacer el hijo de puta es prestarnos un puñado de bombarderos para ayudarnos a terminarlo. Necesitamos un transmisor.

– Que es justamente lo que no tenemos -observó Stern-. McShane nos dejó uno, pero se arruinó. Cuando volví del campo, desenterré la caja de provisiones para sacar las correas y las clavijas. La caja estaba rota y llena a medias de agua. Parece que el paracaídas no se abrió bien. La linterna de señales estaba seca, pero la radio estaba empapada y las válvulas, rotas. -Stern se echó hacia atrás y fijó la vista en el techo.

– Aunque tuviéramos un transmisor, la incursión aérea nos crea otro problema. Podemos pedirle a Smith que programe el bombardeo para una hora determinada, pero no tenemos la seguridad de que los aviones llegarán en el momento preciso. ¿Comprende?

– Sí -dijo McConnell-. No hay manera de programar los disparadores de las garrafas para soltar el gas en el preciso momento en que las bombas obliguen a los SS a correr al refugio.

– Exactamente. -Stern se relajó y echó la cabeza muy atrás. -Salvo que…

– ¿Salvo que qué?

Se enderezó y lo miró con una sonrisa extraña:

– Salvo que yo los espere en el refugio y accione el disparador manualmente.

– ¿Cómo?

– Es la única manera. Usaré uno de esos equipos antigás que trajo de Oxford.

– Está totalmente loco.

– ¿Quiere decir que el equipo que diseñó no me protegerá?

– ¿En una cámara sellada invadida por gases neurotóxicos? No le puedo dar seguridad. Qué joder, es como jugar a la ruleta rusa.

– A mí me gusta la idea -dijo, mirando a Anna-. Es lo más sencillo. Y podré mirar cómo esos hijos de puta de las SS se arrancan los ojos.

– Por Dios -susurró McConnell-, Es un loco con cojones.

– Bien, estamos de acuerdo.

– O sea que necesitamos el transmisor -murmuró Anna. Stern se alisó el pelo renegrido y clavó en ella una mirada calculadora.

– Usted tiene un transmisor, ¿no es cierto, Fraulein Kaas? Meneó la cabeza:

– El único al que tengo acceso pertenece a la resistencia polaca.

– ¿Ellos operan cerca de aquí?

– No, en Polonia.

– ¡Pero estamos a doscientos kilómetros de la frontera polaca! Necesitaría un transmisor para contactarlos.

– Tengo un medio para contactarlos, Herr Stern. Pero deberá confiar en mí.

– ¿Por qué?

– Porque usted es tan temerario que podría dejarse atrapar. Sería un riesgo para los demás.

– ¿Cree que los SS me arrancarían una sola palabra?

Anna lo miró con suspicacia.

– Eso debería estar fuera de discusión, Herr Stern. Estoy segura de que los ingleses le dieron una cápsula de cianuro. Corrieron grandes riesgos para hacerme llegar una. ¿Quiere decir que no la tomaría si lo atraparan?

– A mí no me dieron nada -dijo McConnell-. Y no es que quiera mi propia cápsula de cianuro ni nada por el estilo.

Anna se volvió hacia Stern, pero él evitó su mirada.

– ¿Usted sí tiene una cápsula? -preguntó McConnell.

– Carajo -estalló Stern-. Quiero saber cómo se comunicará con los polacos. Si no, no veo cómo nos comunicaremos con Smith.

– No se preocupe, me comunicaré -aseguró Anna con serena certeza.

– Sé que Smith tiene un agente en el campo -insistió Stern-. Conozco los códigos de la misión, tomados de esa película con Clark Gable. Nosotros somos Butler y Wilkes. Usted es Melanie. La base de Smith en Suecia es Atlanta y Totenhausen es Tara. ¿Quiere decirme quién es Scarlett?

Anna no respondió.

– No le preguntó el nombre, sino cómo hará para comunicarse.

Suspiró:

– Por teléfono. ¿Está bien? Los llamarán si yo lo pido.

– ¿Desde el pueblo?

– Basta de preguntas.

– ¡Lo sabía! -exclamó Stern con júbilo-. El comandante Schörner es Scarlett. Es él, ¿no es cierto? ¡Contésteme! Sabía que usted no se comunicaba directamente con Londres.

Anna fue al vestíbulo y tomó su abrigo.

– Piense lo que quiera, Herr Stern. Falta poco para el amanecer. Debo partir.


Anna llegó a Totenhausen cansada y aterida después de recorrer las colinas en bicicleta. Durante el camino había ensayado su pretexto: Me olvidé de almacenar correctamente unos cultivos en el laboratorio… Lo tenía en la punta de la lengua, pero el centinela que se acercó para identificarla sólo sonrió e indicó a su camarada que abriera el portón.

Atravesó la Appellplatz desierta hasta la puerta trasera del hospital. No trató de evitar el ruido; el sigilo habría llamado la atención más que el silencio. El corredor del segundo piso estaba oscuro. Avanzó al tanteo hasta llegar a una puerta.

Golpeó suavemente; sabía que estaba cerrada con llave.

– ¡Identifíquese! ¡Estoy apuntándole con una pistola!

– Soy Anna. Abra la puerta.

Oyó un chasquido. Se abrió la puerta. Ariel Weitz, en calzoncillos, apuntaba con una pistola. Ella entró en el cuarto. Era apenas más grande que una alacena, pero tenía agua corriente fría y caliente: un verdadero lujo comparado con las condiciones de vida de los demás prisioneros. Había olor a tabaco y aguardiente ordinario.

– ¿Qué quiere? -preguntó perentoriamente.

– Una reunión de emergencia.

– ¿Con quién?

– Con los Wojik. Que traigan el transmisor.

– ¡Está loca! ¿Pretende que los llame?

– Sí. Ahora mismo.

– No lo haré -dijo Weitz con gesto teatral.

– Debe hacerlo. Todo depende de que lo haga.

Los ojos salvajes se iluminaron.

– ¿Llegaron los comandos?

– Llámelos, señor Weitz.

– ¿Cuántos son? ¿Atacarán el campo?

– Dígale a Stan que nos veremos en el mismo lugar.

– No puedo -se negó Weitz obstinadamente-. Schörner me descubrirá.

– Lo dudo. Debe de estar en la cama con su judía.

La miró de reojo:

– ¿Estaba enterada de eso?

– Y de mucho más. ¿Por qué está tan asustado? Pensé que no tenía miedo a nada.

– Es que Schörner ha cambiado. Ha dejado de beber, y vigila todo.

– ¿Qué esperaba después de que uno de sus hombres apareciera muerto y envuelto en un paracaídas británico?

– Tiene razón, es un desastre. Pero creo que la culpa la tiene la Jansen más que los paracaídas. Schörner ha vuelto a vivir. Cree que está en Rusia.

Herr Weitz -dijo Anna con su tono más persuasivo-, todo lo que usted ha hecho hasta ahora era en preparación para lo que va a suceder. Todo está dispuesto. Pero si no me consigue la cita con los Wojik, no pasará nada.

Se abrazó como un montañés atacado por la hipotermia.

– Está bien, lo intentaré.

– Mejor dicho, lo hará. Apenas me vaya. -Fue hacia la puerta, pero se volvió un instante: -No beba tanto, Herr Weitz.

Weitz asintió, pero pensaba en otra cosa.

– Estoy tan cansado -dijo con voz plañidera-. Todo el mundo cree que soy un monstruo. El mismo Schörner lo cree. Mi pueblo me odia más que a los SS.

– Era necesario. Si no, no habría podido hacer todo lo que hizo.

– Sí, pero… es que… no puedo seguir así. Tengo que explicarles. Deben conocer la verdad.

Anna se acercó y posó una mano sobre el hombro huesudo, tratando de disimular el disgusto que le producía la piel febriciente.

– Dios conoce la verdad, Herr Weitz.

Los ojos inyectados de sangre la miraron fijamente.

– ¿Vendrán los Wojik mañana hacia la media tarde? ¿Con el transmisor?

Las manos húmedas de Weitz tomaron las suyas con fuerza.

– Allí estarán.

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