40

A las 18:00, hora del meridiano de Greenwich, doce bombarderos Mosquito de la Real Fuerza Aérea alzaron vuelo de la pista Skitten en la base aérea militar de Wick en Escocia y enfilaron sobre el Mar del Norte hacia la Europa ocupada por los nazis. El nombre clave de la misión era GENERAL SHERMAN. Los Mosquito partieron detrás de una fuerza de exploradores Pathfinder que conducían una oleada de Lancasters hacia las refinerías de petróleo de Madgeburgo, Alemania. Cada Mosquito modificado transportaba dos mil kilos de bombas en su vientre.

GENERAL SHERMAN seguiría a los Pathfinder mientras permanecieran en el espacio aéreo de los Países Bajos, pero cuando éstos viraran hacia el sur sobre Cuxhaven, los Mosquito continuarían en vuelo hacia el este, pasando Rostock, hasta la desembocadura del río Recknitz. Volarían exclusivamente por cálculo de posición, marcando las aldeas a medida que seguían el curso del río hacia el sur. Después de pasar Bad Sülze, seguirían el río a ciegas, guiándose por sus radares de bombardeo H2S hasta avistar el pueblo de Dornow. La cabeza de la escuadrilla soltaría bengalas en paracaídas para inundar la zona con su luz. El segundo avión señalaría el blanco con brillantes bengalas rojas.

Los Mosquito estarían en el límite de su autonomía de vuelo, pero ya que los informes previos no mencionaban la existencia de baterías antiaéreas podían darse el lujo de volar a baja velocidad para tomar puntería con precisión. El blanco principal era un campo de prisioneros oculto entre las colinas y el río que ellos conocían con el nombre clave de Tara. En formación de tándem, lanzarían sobre la ladera austral de las colinas una lluvia de bombas incendiarias y de alto poder explosivo hasta sólo dejar un incendio capaz de hacer hervir las aguas del cercano río Recknitz.


Jonas Stern entró en el dormitorio de Anna a mirarse al espejo. Había olvidado limpiar la mancha de creosota de su uniforme de la SD, un recuerdo del poste que había trepado, pero esa era la menor de sus preocupaciones. Enderezó el cuello, palpó la Cruz de Hierro sobre su pecho y verificó que sus documentos de identidad estuvieran en el bolsillo correspondiente.

Al mirarse en el espejo, comprendió por qué su padre no lo había reconocido. Aunque se había afeitado poco antes, la cara y los ojos bajo la visera de la gorra parecían los de un desconocido.

Tal vez lo eran. Habían sucedido tantas cosas durante los últimos tres días. El golpe más duro había sido el paseo por Rostock. Encontrar con vida a su padre era un milagro, pero en el fondo no lo había sorprendido demasiado. Como veterano de guerra, conocía milagros similares. Pero lo abrumaba el recuerdo de su visita al vecindario de Rostock donde había vivido hasta los catorce años. Aunque el miedo lo había impulsado a huir de Alemania con su madre, aunque estaba tan enterado como cualquiera de las atrocidades perpetradas contra los judíos que permanecieron en el país, una parte inaccesible de su ser seguía aferrada al vecindario, a esas calles y edificios que lo habían visto crecer. Esa parte, ese depósito de su memoria, seguía siendo alemana.

Cuando llegó a su calle, esperaba encontrar un montón de escombros. Pero al ver el edificio de apartamentos, tan alto y soberbio como lo recordaba, la esperanza despertó en su interior. Subió la escalera hasta el segundo piso con la fe irreflexiva de un necio; su cinismo quedó en el auto robado, y cada escalón que subía era un año que quedaba atrás. Pero cuando llamó a la puerta que alguna vez no había podido abrir porque el picaporte estaba fuera de su alcance, la persona que abrió no era su madre ni su padre ni su tío ni nadie conocido, sino un sexagenario de anteojos con manchas de sopa en la camisa.

Quedó mudo, y su mirada se clavó en el interior del apartamento. Los muebles eran los de su infancia: el sofá y las mesitas de su madre, la biblioteca y el reloj de pared de su padre. El desconocido preguntó si el Standartenführer se sentía mal. Al mirar por fin el rostro ante él, Stern se dio cuenta de que el viejo temblaba de miedo. El uniforme SD había obrado su magia.

Farfullaba una disculpa cuando vio a los dos niños rubios detrás del viejo. El niño estaba vestido a medias, pero la camisa negra que llevaba abierta sobre los hombros era el de la Juventud Hitleriana. Lo llevaba con toda naturalidad, como un joven inglés llevaría el de Boy Scout.

Casi rodó por la escalera en su prisa por volver al auto. Habría preferido encontrar la calle arrasada por los bombardeos aliados y a sus parientes enterrados bajo los escombros. Ese apartamento adornado con los muebles de sus recuerdos pero habitado por desconocidos se había hundido como una estaca en esa parte recóndita de su ser, el resto del niño alemán. Al alejarse en el auto acabó de comprender plenamente una realidad. No era alemán, sino judío. Un hombre sin patria y sin hogar. Un hombre que sólo podía depender de sí mismo, cuyo único hogar sería la tierra que pudiera tomar y defender con la fuerza de las armas.

La voz de Anna en la cocina lo hizo volver al presente. Enderezó la gorra, tomó la Schmeisser y fue a la cocina. Anna y McConnell estaban sentados junto a la mesa. Le hablaban poco desde que intentó matar a Sabine -que ahora estaba atada de pies y manos en el sótano-, pero no tenía por qué disculparse. Dejarla con vida era un error. Si no lo comprendían, peor para ellos.

– ¿Cómo estoy?

– Igual que uno de ellos -dijo Anna-. Salvo que está bronceado. Quién sabe si no es uno de ellos.

Stern pasó por alto la observación. Dejó la Schmeisser sobre la mesa y cruzó sus brazos.

– Ahora todo depende de los tiempos -dijo-. Son las siete y cinco. Me voy al campo en el Mercedes de Sabine. Llegaré en diez minutos. De paso, dejaré el equipo de escalar al pie del poste. No estaré en el campo más de quince minutos.

– ¿Qué les dirá a los prisioneros? -preguntó McConnell-. ¿Cree que un cuarto de hora será suficiente para que comprendan la situación y decidan quién ha de vivir o morir?

– Cuanto menos tiempo tengan para pensar, mejor. Si todo sale bien, oirán una explosión a las siete y cincuenta. Habré reventado los transformadores de la estación. Ustedes esperarán aquí. Cuando oigan la explosión, vayan en el Volkswagen al punto del camino más cercano al poste. Lleven los equipos antigás. Iremos juntos al campo a terminar la misión. Si no oyen la explosión hasta las siete cincuenta, significa que fracasé. Vaya al poste, colóquese el equipo de escalar tal como le enseñé, trepe al poste y suelte las garrafas.

– ¿Todo eso en diez minutos? -preguntó McConnell-. ¿No sería mejor que Anna y yo fuéramos al poste de una vez?

– No, porque lo único que puede frustrar el ataque es que alguien descubra las garrafas. No quiero verlos cerca del poste ni un segundo antes del momento indicado.

– Pero no nos da tiempo suficiente.

– Tendrá tiempo de sobra, doctor. Lo he visto correr y cargar troncos sobre su hombro. Aunque trepara dos metros por minuto, llegaría al tope con tiempo de sobra. Y lo hará mucho más rápido si hace falta.

Stern tomó un trozo de tela de la mesa. Era el retazo de tartán que sir Donald Cameron le había entregado a McConnell en el puente.

– Las garrafas enterradas detonarán automáticamente a las ocho -dijo mientras frotaba la tela entre sus dedos-. Si tiene que soltar las demás, considere que la misión está cumplida. No podrá ayudarme y probablemente enviarán refuerzos de las SS a buscarlos. -Dejó el tartán e inclinó la cabeza hacia Anna. -Ella conoce la zona. Tal vez lleguen al submarino. Ella puede ir en mi lugar.

– No lo dejaremos aquí.

– Claro, claro. -Stern vaciló antes de añadir: -Escuche, si yo no escapo y usted sí… Mi madre vive en Tel Aviv. Se llama Leah Stern.

– No lo dejaremos aquí -repitió McConnell.

– Prométame que lo hará. No confío en Smith. El hijo de puta me dijo que mi padre estaba muerto. -Se colgó la Schmeisser del hombro. -Dígale a mi madre que estuve con papá hasta el fin. Que traté de rescatarlo. ¿De acuerdo?

– ¿Smith le dijo que su padre estaba muerto?

Stern asintió:

– Quería que yo estuviera dispuesto a matar a cualquiera que se cruzara en el camino de la misión.

McConnell empujó la silla hacia atrás y se levantó.

– Si sucede lo peor, avisaré a su madre. Pero será usted quien le cuente todo. Será la gran anécdota familiar. La noche que Jonas rescató a su viejo de los nazis.

Stern le estrechó la mano.

Shalom -dijo McConnell con una sonrisa-. ¿Qué se dice?

Stern sonrió con malicia. En ese momento parecía increíblemente joven, demasiado joven para la tarea que estaba a punto de acometer.

– Bésame el culo, doctor. ¿Está bien así?

– Bastante bien.

Anna lo miró. Stern la saludó con una inclinación de cabeza y fue a la puerta.

Auf Wiedersehen, Herr Stern -dijo Anna cuando él abría la puerta.

Desapareció en la noche.

Anna se apartó un mechón de la frente.

– Cuando salió, parecía un muchachito.

– Es un muchachito -dijo McConnell-. Y lo más probable es que no sobreviva a esta noche.

– También es un asesino. Capaz de vérselas con Sturm o cualquiera de ellos.

McConnell asintió:

– Si no lo fuera, no podría hacer este trabajo.


El piloto Peter Bottomley contempló el pequeño monoplano que bajaba del cielo nocturno de Suecia a la pista desierta. Carreteó hasta colocarse junto al bombardero Junker y se detuvo sin apagar el motor. Se abrió la puerta lateral y un hombre manco saltó a la pista. Vestía un sobrio traje negro. Agitó la mano al piloto. El avión ligero se alejó y el hombre fue rápidamente hacia donde lo esperaba Bottomley.

– ¿Qué tal estaba Estocolmo, mi general?

– Como siempre -dijo Smith-. Lleno de intrigas que no llegarán a nada. ¿Novedades de Butler y Wilkes?

– Sin novedad, mi general. Pero en Bletchley recibieron un informe no confirmado de que los Wojik están desaparecidos.

– ¿Desaparecidos? -preguntó Smith con un gesto de contrariedad.

– Parece que la red PASTOR informó que Scarlett llamó a los Wojik a una reunión de emergencia. Los Wojik fueron a la reunión, pero no volvieron.

Smith se tironeó una punta del bigote gris.

– Quién sabe si Schörner no descubrió a Weitz y a la Kaas y los usó para atraer a los Wojik. Tal vez Butler y Wilkes también cayeron. -Smith miró su traje severo. -Parece que estoy bien vestido para la ocasión.

– Qué mala suerte, mi general.

Smith resopló y miró hacia el sur, a las aguas heladas del Báltico. El canal abierto en el hielo costero ya se llenaba de pequeños témpanos.

– No hay seguridad sobre nada -dijo-. ¿No hay mensajes Ultra que indiquen algún suceso extraordinario en Totenhausen? ¿O que hablen de un asalto comando fallido, o algo por el estilo?

– Nada, mi general.

– Bueno, es la cuarta noche. Estoy seguro de que el viento se calmó lo suficiente para atacar, pero Butler y Wilkes no han atacado. El gas ya tiene casi cien horas. Por las razones que fuera, parece que fallaron. -Palpó sus bolsillos en busca de la pipa. -En fin… con un poco de suerte en la navegación, GENERAL SHERMAN borrará todo rastro de la misión. Como si Butler y Wilkes nunca hubieran estado allá. Pobres infelices.

– ¿Lo que el viento se llevó, mi general? -dijo Bottomley con humor sombrío.

– Más respeto, Bottomley.

– ¿Quiere que monitoree la frecuencia de emergencia de Butler? Los Mosquito van a mantener silencio de radio a partir de que se separen de la fuerza principal. No podríamos detenerlos aunque quisiéramos hacerlo. Si cree que Butler y Wilkes están liquidados…

– ¡Claro que debe monitorear la frecuencia! Hasta el momento en que empiecen a caer las bombas. -Había furia en la voz de Duff Smith. -Aunque parezca que todo está perdido, nunca se sabe. Tal vez nos enteremos de por qué fracasó la misión.

– Sí, mi general.

Smith tironeó otra vez de su bigote.

– Pensé que Stern tenía pasta para la misión -murmuró-. Joder.

– ¿Perdón, mi general?

– No importa, Bottomley. Llevemos el radio a esa choza en la playa. Nunca se sabe qué puede salir del mar.

– Entendido, mi general.


Jonas Stern llegó al portón de entrada de Totenhausen en el Mercedes de Sabine como Lucifer en un carro de guerra negro. A más de mil quinientos metros del campo ya había visto los reflectores que penetraban en el bosque como dedos blancos, y había comprendido que era imposible entrar furtivamente.

Tendría que intentarlo a cara descubierta.

Mientras uno de los seis SS apostados en el portón se acercaba al Mercedes, Stern rogó para sus adentros que la información de Anna Kaas sobre la estructura de mandos fuera exacta. Bajó la ventanilla y esperó al centinela.

Cuando el soldado de chaquetón pardo vio el uniforme del SD y la insignia de grado, reaccionó tal como esperaba Stern. Se irguió rápidamente y lo miró con ojos grandes como cápsulas servidas.

– Acérquese a la ventanilla, Schütze -dijo Stern en tono despreocupado.

Zu befehl, Standartenführer!

– Soy el Standartenführer Ritter Stern, de Berlín. He venido a detener a una persona. Tal vez a varias.

El rostro del soldado, antes pálido, se puso directamente blanco.

– Nadie que no sea personal del SD podrá entrar o salir por este portón durante la próxima hora. Eso incluye al Sturmbannführer Wolfgang Schörner. ¿Entendido?

Jawohl, Standartenführer!

– No grite. No dirá nada a los demás centinelas. Tampoco informará al Hauptscharführer Sturm. Hablaré con Herr Doktor Brandt y con nadie más. Quien trate de impedir este operativo irá a parar al sótano de la Prinz-Albrechtstrasse antes del amanecer. ¿Está perfectamente claro?

Demasiado aturdido para responder, el soldado chocó los talones y asintió.

– Vuelva a su puesto y ábrame el portón.

El soldado corrió a unirse a sus camaradas y obedeció.

Stern puso la primera y entró lentamente en Totenhausen. El edificio del cuartel general parecía desierto. Lo bordeó y entró en la Appellplatz. Delante de él estaba el hospital y a la izquierda las cuadras de prisioneros. A su derecha, dos camiones de gran porte permanecían estacionados junto al alambrado que rodeaba un gran galpón. Según los informes del general Smith, el galpón alojaba el laboratorio de Brandt y la fábrica de gas. Hombres de camisa blanca cargaban baúles en los camiones.

Stern fue derecho al hospital y estacionó del lado opuesto a la fábrica. Según su reloj eran las 19:16. La hora justa. Quitó el silenciador preparado por el SOE de la Schmeisser, lo deslizó en la caña de su bota derecha, bajó del Mercedes y bordeó el hospital. El callejón estaba desierto.

A mitad de camino giró a la izquierda y fue sin vacilar a los cuatro escalones que bajaban a la semisubterránea Cámara E. La puerta tenía una rueda de acero similar a la de la escotilla de un submarino. Pudo hacerla girar fácilmente; tal como había dicho Anna, la puerta estaba abierta. Al entrar, una bocanada de aire cálido le agitó el pelo. Una tenue luz azulada entraba por los ojos de buey instalados en las paredes de acero cerca del techo. En ese momento adquirió plena conciencia de lo desesperado de su plan. La sensación en el interior era exactamente la que correspondía al lugar: era una cámara de muerte. Lo irónico era que, en cuarenta minutos más, sería el único lugar de Totenhausen donde se podría sobrevivir.

Si el gas británico conservaba su efectividad, pensó.

Cetro la puerta, verificó que el callejón estuviera desierto, subió los escalones cubiertos de hielo y se dirigió a las cuadras de prisioneros. Se preguntó qué habría dicho el centinela a sus camaradas sobre el hombre del Mercedes. En circunstancias normales, la noticia sobre la presencia de un coronel SD correría rápidamente de boca en boca. Pero esas circunstancias no eran normales. ¿Cuánto tardaría en enterarse Wolfgang Schörner?

Había un centinela apostado en la puerta del alambrado que rodeaba las seis cuadras. Al acercarse, Stern advirtió que sobre su cabeza pendía el cuerpo mutilado y desnudo de una mujer. Greta Müller. Borró la imagen goyesca de su mente, sacó la cartera de cuero que contenía su documento de identidad falsificado y la abrió antes de llegar al puesto del centinela.

– Debo hablar con una prisionera -dijo con lacónica cortesía-. Una judía. Es asunto de seguridad del Reich. Pienso que no habrá problemas, así que permanezca en su puesto. Si oye gritos de mujeres, no haga caso. Si un hombre pide ayuda, seré yo. En ese caso, venga sin demora.

El centinela apenas miró el documento; como siempre, el uniforme del SD y las insignias de grado eran suficientes. Stern pasó la puerta en menos tiempo del necesario para encender un cigarrillo.

Standartenführer.

Stern puso una mano sobre su Schmeisser al mismo tiempo que se volvía.

– Esto le hará falta.

El centinela le ofrecía una linterna de pilas. Stern la aceptó con un gesto de agradecimiento y entró en la cuadra.

El recinto estaba totalmente oscuro. Encendió la linterna, extendió un brazo y apuntó la luz a su propia cara.

– Soy el hijo del zapatero -susurró-. He vuelto. ¿Está mi padre aquí?

– ¡Hijo mío! -respondió un susurro jubiloso.

– Enciendan la vela -ordenó Jonas-. ¡Rápido!

Oyó crujidos de ropa en la oscuridad. Un tenue resplandor amarillo dibujó un círculo en el piso. Una sombra pasó frente a la luz y un par de brazos estrecharon a Stern con fuerza. La emoción fue tan fuerte que estuvo a punto de desfallecer. A su mente acudió la imagen de su madre, sola en su diminuto apartamento en Palestina.

– ¿Cómo lo haces? -preguntó Avram Stern-. ¿Cómo pasas la guardia?

– No importa. Debemos hablar. Que todos formen un círculo a mi alrededor. De prisa.

– ¡Rachel! -exclamó Avram-. Reúna el círculo.

Stern tuvo una sensación de gran movimiento alrededor, como de hojas en un bosque nocturno. A medida que se acercaban las mujeres, retrocedió hacia la puerta. Trató de hacerlo con naturalidad, pero su intención era impedir la fuga de cualquiera que tratase de huir por un ataque de pánico.

Su padre y Rachel Jansen se aproximaron. Los demás rostros, jóvenes y viejos, formaban un mapa humano de toda Europa.

– Escuchen -dijo en idish-. Debo hablarles, pero tenemos muy poco tiempo. No les dije toda la verdad. Vine de Palestina, pero no para verificar los informes sobre las atrocidades de los nazis. Vine para ayudar a preparar un gran ataque contra Hitler.

"Todos ustedes saben qué fabrican los nazis en este campo. Lo han experimentado con amigos y familiares suyos. Saben que es un gas mortífero. No es necesario explicarles la catástrofe que provocaría si lo usaran contra las tropas que ya se aprestan a desembarcar en Francia para liberar Europa. Es por eso que los Aliados piensan matar a Herr Doktor Brandt y destruir su laboratorio.

El coro de susurros pasó sobre él como una brisa. Stern contempló los rostros aturdidos. Por más que lo deseara, no podía revelar la verdad a esas mujeres.

– Dentro de unos cuarenta minutos, el campo de Totenhausen sufrirá un ataque aéreo.

Un nuevo coro, esta vez de exclamaciones apenas contenidas.

– Las bombas que caerán serán armas químicas, cargadas con un gas muy similar al que se fabrica aquí. -Stern dio un paso hacia las mujeres. En ese momento se dio cuenta de que las había contado. Eran cuarenta y cuatro, sin contar a su padre. -Quien no esté protegido, probablemente morirá durante el ataque. He venido a sugerir una manera para que muchas de ustedes sobrevivan.

– ¿Por qué no nos dice la verdad? -preguntó una voz desde el fondo-. A los Aliados no les importa si vivimos o no.

Stern alzó las manos:

– Yo soy judío. No soy un soldado aliado sino del Haganá en Palestina. Peleo por Israel. Arriesgué mi vida para venir aquí. ¿Me escucharán?

– Escuchamos -dijo Rachel.

– La única manera de protegerse del gas es aislarse totalmente de él. Las bombas caerán a las ocho. Diez minutos antes, ustedes deberán trasladarse a la Cámara E y encerrarse en ella. Es indispensable…

– ¿ La Cámara E? -preguntó alguien-. En este campo hay más de doscientos prisioneros. La Cámara E no tiene espacio suficiente ni siquiera para los que estamos aquí.

– Eso lo sé -respondió Stern cautelosamente.

Las mujeres se miraron desconcertadas.

– ¿Qué quieres decir, hijo? -preguntó Avram.

– Que es imposible salvar a todos.

El silencio invadió la cuadra.

– ¿Qué pasa con el refugio antiaéreo? -preguntó alguien-. Allá hay lugar para todos.

Jonas meneó la cabeza:

– Ante un ataque, los SS correrán al refugio. Matarían sin contemplaciones a cualquier prisionero que tratara de entrar.

Se abstuvo de agregar que si todo resultaba bien, el refugio sería una trampa mortal.

Una mujer madura se alzó en el centro del grupo:

– ¿Quién se arroga un derecho que sólo pertenece a Dios? ¿Quién se atreve a seleccionar a los que han de vivir o morir?

Stern aferró su Schmeisser. Era el momento de la locura, aquel en que la situación se hacía carne en todas.

– Qué suerte que no haya rabinos aquí -dijo una mujer muy anciana que estaba sentada en el piso-. Habría una discusión interminable. En ocasiones hay que seguir los dictados del corazón. Y también del sentido común.

– ¿Y qué dice el sentido común en este caso? -preguntó la mujer que se había parado.

– Es muy sencillo -dijo la anciana con serena certeza-. El campo es un barco que se hunde. La Cámara E es el bote salvavidas. Existe una ley, tácita pero sagrada. Todos la conocen. La prioridad la tienen las mujeres y los niños. Las jóvenes antes que las viejas. Las que aún están en edad de tener hijos.

Las palabras de la anciana enmudecieron a todos.

– Eres sabia -dijo por fin Avram-. No es una decisión fácil. Pero es necesaria.

Bruscamente se levantó otra:

– ¿Qué es esto? -preguntó con acento francés-. ¿Nos salvaremos nosotras y dejaremos que mueran las gentiles?

– Ellas nunca se ocuparon de nosotras -dijo una voz cargada de amargura.

– ¿Y los niños? ¿Dejaremos que mueran los niños cristianos? ¿Y los hombres no tienen derecho a vivir?

– Claro que sí -dijo la anciana-. Pero no tienen el deber de decidir, que ha recaído sobre nosotras. No podemos preguntar la opinión de cada prisionero. Sería imposible mantener el secreto. El joven actuó sabiamente al esperar hasta el último momento.

– ¿Usted estaba enterado del ataque cuando vino la primera vez? -preguntó la francesa.

– Claro que estaba enterado -dijo otra.

Una de las mujeres que Rachel llamaba las flamantes viudas se levantó, vacilante.

– Mi hija está en la cuadra de los niños -murmuró con voz casi inaudible-. Si hemos de morir, quiero estar con ella.

– Podemos salvar a los niños y algunas de ustedes -dijo Jonas-. Pero debemos resolver rápidamente.

– ¿Algunas? -exclamó la francesa-. ¿No pueden salvar a todos los niños, pero pretenden condenar a algunas de nosotras?

– Baje la voz -dijo Jonas perentoriamente.

– ¿Cuántas? -preguntó una voz que ya conocía. Era Rachel Jansen. -¿Cuántas personas caben en la Cámara E? La conozco, es muy pequeña.

– La Cámara E fue diseñada para realizar experimentos con diez hombres, como máximo -explicó Jonas-. El número depende del espacio y la cantidad de oxígeno. Deberán permanecer ahí durante dos horas, por lo menos.

– ¿Cuántas? -insistió Rachel-. No necesitamos saber más.

Stern asintió, impresionado por su sentido práctico.

– Cincuenta niños -dijo-. Todos los de la cuadra de niños judíos.

– ¿Y mujeres?

Vaciló:

– Treinta y cinco.

En medio del silencio sepulcral miró su reloj: las 19:23. El tiempo se agotaba. Sacó el silenciador inglés de la caña de su bota y lo enroscó en la Schmeisser.

– Decidan entre ustedes -dijo-. Debo hablar a solas con mi padre. Pero les advierto que si alguna trata de salir, tendré que matarla. No tengo alternativa.

Tomó a su padre de la mano y lo llevó a un lugar oscuro, apartado del círculo de mujeres. Se sentó sobre un camastro.

– Mamá no me creerá -dijo-. Todos trataron de convencerla de que estabas muerto. Que rehiciera su vida. Yo mismo se lo dije.

– Es verdad que estaba muerto -señaló Avram al sentarse junto a él.

– Eso no importa. Dios nos ha dado una segunda oportunidad. No importa lo que decidan las mujeres, cuando me vaya te llevaré conmigo. Serás mi prisionero. Dentro de cinco minutos estarás fuera del campo.

Avram Stern miró a su hijo a los ojos.

– Ya te lo he dicho, Jonas. No puedo ir contigo. Escucha, por favor. No puedo abandonar a mujeres y niños que van a morir. Jonas le aferró el brazo:

– ¡No eres culpable de su muerte! ¡Son los nazis! ¡Los ingleses y los norteamericanos!

– Sería culpable de una muerte, Jonas.

– ¿Una? ¿Cuál?

– La del niño que llevarías contigo en mi lugar.

– ¿De qué estás hablando?

– ¿A cuántos puedes llevar contigo cuando salgas de Alemania?

Stern escuchó las voces sibilantes de las mujeres que discutían en susurros.

– Se supone que no debo llevar a nadie conmigo. Nos espera un submarino británico para llevarnos a Suecia. De ahí iremos en avión a Inglaterra. El avión es muy pequeño. Había pensado que, llegado el caso, tú irías en el avión y yo encontraría la manera de escapar. O podríamos ir juntos a Palestina por una ruta clandestina. Tengo conocidos.

Avram meneaba la cabeza:

– Ni lo pienses. Te irás según los planes. Mi vida ha sido muy larga, Jonas. Mis amigos han muerto. El destino no quiere que me lleves a mí sino a otro. A un niño judío.

Stern abrió la boca para replicar, pero su padre le aferró el brazo con la fuerza del hombre que siempre ha trabajado con sus manos.

– ¡Escucha a tu padre! Los que sobrevivan en la Cámara E tal vez mueran en las represalias. Así son las cosas en este lugar, Jonas. El que se vaya contigo tendrá las mejores posibilidades de sobrevivir. Sólo puede ser un niño. Alguien que puedas alzar en tus brazos, introducir clandestinamente en tu submarino, llevar sobre tus piernas en el avión. -Avram alzó la diestra y la cerró lentamente como si tomara un tesoro sin precio. Una semilla, Jonas. Una pequeña semilla para sembrarla en Palestina.

– ¿Pretendes que te deje morir otra vez? -susurró con furia impotente-. ¿Qué debo decirle a madre? Me odiaría por el resto de su vida.

– No. Tu madre tiene un gran sentido práctico. Cuando me negué a partir de Alemania, no se quedó a morir conmigo. Se fue para alejarte a ti del peligro. Hijo, cuando supe que ambos habían llegado a Palestina comprendí que mi vida estaba realizada plenamente. Me equivoqué en 1935, pero esta vez tengo razón. Haz lo que te digo. Alzó la vista e hizo un gesto hacia la oscuridad. Rachel Jansen apareció al instante y se arrodilló junto al camastro, los ojos llenos de miedo y esperanza.

– ¿La recuerdas? -preguntó Avram.

Jonas asintió. Esos chispeantes ojos negros eran difíciles de olvidar. Avram tomó la mano de Rachel.

– Estas dos noches ha traído sus niños aquí con la esperanza de que volvieras. Se dio cuenta de que me mandaste dormir aquí. Es una joven valiente, Jonas. Es como la hija de Leví, que ocultó a Moisés en la arquilla de juncos. Tú eres la arquilla, hijo.

Los labios de Rachel temblaron:

– ¿Es…?

– Tal como sospechaba -dijo Avram con firmeza-. Un niño, Rachel. Uno puede ir. El otro se quedará aquí contigo. Debes decidir.

La joven se balanceó levemente sobre sus rodillas. Cuando habló, su voz era apenas un susurro:

– ¿Cuánto tiempo tengo para decidir?

Jonas miró su reloj: eran las 19:26.

– Papá -susurró-. Te lo ruego…

– Ya tomé mi decisión.

Jonas miró a Rachel:

– Dos minutos.

Rachel vaciló como si esperara que dijera algo más, que le ofreciera alguna esperanza. No lo hizo. Se paró y fue lentamente hacia el camastro donde dormían sus niños.

Avram posó una mano sobre la rodilla de su hijo:

– Vamos a ver qué decidieron las mujeres.

– Un momento -dijo Jonas-. Hay un problema. Las mujeres no podrán ir a la Cámara E mientras haya un centinela en la puerta.

Avram apretó su rodilla:

– Sé lo que debemos hacer. Veamos qué resolvieron.

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