22

Habían pasado cuatro días desde que Schörner habló con Rachel. En tres días más debería ir a su habitación. Desde luego, existía una alternativa: la de lanzarse al alambrado como los suicidas en Auschwitz. Pero Jan y Hannah quedarían abandonados. En un momento de depresión extrema, consideró la posibilidad de lanzarse al alambrado con los niños en brazos: la muerte era mejor que los experimentos horrorosos de Brandt.

Pero no estaba preparada para eso. El instinto vital latía con fuerza en ella. Lo sentía como una voluntad autónoma que dictaba sus acciones sin dejarse estorbar por el pensamiento. En otros prisioneros, el instinto no era tan fuerte. Desde la noche de la gran selección, algunas de las viudas flamantes se hundían progresivamente en la melancolía terminal. No tardarían en volverse musselmen. Su nueva voz interior le dijo que no hiciera caso a esas mujeres. Recordó a Frau Hagan: La desesperación es contagiosa. La voz también sugirió un plan para salvar a Jan y Hannah, y Rachel decidió escucharla.

El eje del plan era la comida.

Las salidas nocturnas al callejón para recibir las raciones especiales del comandante Schörner no pasaron inadvertidas para los demás prisioneros, pero Rachel decidió pasar por alto los insultos y las miradas de odio. Porque los demás prisioneros creían saber qué hacía en el callejón, pero se equivocaban. Noche a noche, cuando Ariel Weitz aparecía con la comida -verduras frescas, salchicha de verdad-, Rachel daba de comer a Jan y Hannah, pero ella no comía un bocado. A la vista de Weitz, se acuclillaba y se cubría la cara con las manos como si la abrumara la depresión. Tarde o temprano, le decía la voz, le dirá a Schörner que no comes. El comandante te quiere gordita y tierna en la cama, no huesuda y dura como las demás mujeres. Con tal de conseguir lo que quiere de ti, tal vez te conceda lo que quieres tú de él.

En verdad, lo que Schörner quería no era gran cosa. Era lo mismo que deseaban todos los hombres desde que ella cumplió los trece. Al principio, su propuesta la había aterrado. Pero ahora -aunque no se lo hubiera confesado a nadie- la perspectiva no le parecía tan repugnante, sobre todo en comparación con las demás alternativas posibles en Totenhausen.

Recordó su matrimonio: cómo lo había visualizado y cómo resultó en realidad. En la infancia le habían inculcado que el matrimonio era una sociedad entre iguales, y en gran medida así fue. Pero no en materia de las relaciones sexuales. Marcus era todo ternura, pero a veces la deseaba y ella no quería entregarse. Y en algunas de esas ocasiones, no aceptaba su negativa. Nunca había llegado a violarla, pero había insistido hasta conseguir lo que quería. En lo esencial, era lo mismo que deseaba el comandante Schörner. Y lo que obtendría dentro de tres días.

A su manera, Schörner era un hombre franco, y nada feo. Y cualesquiera que fueran los crímenes inhumanos que hubiera cometido en nombre de Alemania, aparentemente poseía su propio código de honor. ¿Cuánto le costaría ayudarla? Le bastaría mover un dedo para salvar las vidas de sus hijos.

Durante unos días esa idea le dio fuerzas. Pero a la tarde del cuarto día comprendió que estaba fantaseando. Marcus había impuesto su voluntad alguna que otra vez, pero, ¿acaso no había jurado ser su esposa para siempre jamás? ¿No le había jurado mil veces su amor? Un par de noches de ira y desconcierto eran nada en comparación con años de ternura y sustento. Aquí era una prisionera. Wolfgang Schörner era el carcelero. Miembro de la legión que había asesinado a su esposo y a miles, tal vez millones de sus paisanos.

Schörner era un asesino.

Esas eran sus reflexiones la tarde que la gitana se derrumbó. Desde su intento de suicidio, las mujeres de su cuadra la mantenían atada a su camastro salvo durante el Appell. Pero ese día, después de permanecer absolutamente inmóvil durante siete horas, le permitieron salir de la cuadra.

Le bastó ver un instante a Klaus Brandt para caer en el abismo.

Rachel estaba sola, cerca del edificio de la administración, cuando vio salir a Brandt del hospital; su guardapolvo blanco de médico era una bandera alegre en medio del mar gris. Al instante, un lío de trapos corrió hacia él desde el alambrado de la cuadra. Era la gitana. Corría en silencio, agitando los brazos, los ojos fijos en el distraído doctor.

El primero que la vio fue un centinela desde su torre. En el campo, correr equivalía a pedir la ejecución instantánea. El centinela lanzó un grito de advertencia y alzó su ametralladora. Rachel aguardó el tableteo que pondría fin a la vida de la gitana, pero otro alemán dio el alto el fuego. Era uno de los hombres de Sturm, que patrullaba la zona de la fábrica con su perro. Horrorizada, vio al guardia soltar el pastor alemán, gritar Jüde! y dar una fuerte palmada.

Nunca había visto semejante horror. El perro cruzó el patio cubierto de nieve a velocidad tres veces mayor que la mujer. Sus ladridos despertaron a Brandt de su ensueño. El corpulento médico parpadeó al ver a la mujer que se precipitaba sobre él, gritando cosas que nadie en el campo podía entender.

El pastor saltó cuando la gitana se hallaba a diez metros de Brandt y la derribó de bruces sobre la nieve. Segundos después, un segundo perro se unió al ataque. Como todos en el patio, Rachel contemplaba inmóvil la escena. Al ver como los perros destrozaban a la mujer, comprendió por primera vez por qué algunos hombres sentían el impulso de rastrear y matar animales salvajes. Era una manera de afirmar que jamás sufrirían esa suerte horrenda que habían corrido sus antepasados primigenios.

Cuando el tercer perro se unió al asalto, Rachel reaccionó y volvió a su cuadra, donde Frau Hagan cuidaba a los niños. No quería que Jan o Hannah tuvieran la ocurrencia de salir, atraídos por los ruidos. Oyó una voz alemana -acaso la de Brandt- dar la orden de retirar los perros, pero no tenía la menor importancia.

Nadie podía sobrevivir a semejante carnicería.


Anna Kaas se afanaba con la mujer, aunque su estado era desesperante. Los canes habían arrancado la piel a jirones, pero eso era lo de menos. Las heridas más graves eran las de los vasos sanguíneos. Y además, desde luego, el shock.

Anna sabía que podía incurrir en la ira del doctor Brandt al colocar una pinza en una arteria importante antes de que llegaran los médicos. Sin embargo, lo hizo y después inició el tratamiento para el shock. Alzó las piernas de la mujer y la cubrió con una manta, que en pocos minutos quedó empapada de sangre. Iba a continuar sus auxilios cuando Greta Müller entró precipitadamente en la guardia médica.

– ¡Cuidado! -exclamó la joven enfermera.

– ¿Por qué?

– Acabo de escuchar al Herr Doktor decir que se ocuparía personalmente de esta mujer.

Ambas sabían lo que eso significaba. Hubiera sido mejor para la gitana que la dejaran morir desangrada. Greta se ocupó de las bandejas y el desinfectante: cualquier cosa con tal de dejar de pensar y además quería mostrarse hacendosa cuando entrara el Herr Doktor.

Treinta segundos después, Klaus Brandt atravesó con paso enérgico las puertas oscilantes de la guardia médica. Con sus mechones de pelo gris, chaqueta blanca y apostura prusiana era la imagen cinematográfica perfecta del médico atento y capaz que acudía a una emergencia.

La verdad era muy distinta. Fue a una autoclave instalada contra la pared del fondo y tomó una jeringa de veinte centímetros cúbicos.

– ¿Quiere asistirme, enfermera Kaas? -preguntó.

– Será un honor, Herr Doktor -asintió rápidamente Greta.

Anna le dirigió una mirada de gratitud, y la menuda enfermera miró hacia la puerta, como si dijera: vete antes que sea tarde. Desde el pasillo principal, Anna oyó la voz fría de Brandt que daba una orden. Se retorció las manos con furia y salió.

La Appellplatz estaba desierta. Las tropas del sargento Sturm habían arreado a todo el mundo a las cuadras. Sabía que a sesenta metros de ahí, del otro lado del patio cubierto de nieve, los ojos se apretaban contra las grietas en las puertas de las cuadras para detectar cualquier señal de una represalia de los SS. Miró a las torres de vigía. Todas las ametralladoras apuntaban a las puertas. Cuatro soldados de Sturm venían desde las perreras, cada uno con un pastor alemán sujeto a una correa. Los perros no tenían bozales.

Anna oyó el ruido de la puerta del hospital a su espalda. Sintió un roce de tela contra el hombro y vio el sacón blanco de Brandt. El médico bajó lentamente los escalones de hormigón cubiertos de hielo. Sabía que debía permanecer en silencio. Que abrir la boca era una locura. Pero no pudo contenerse.

Herr Doktor?

Brandt se detuvo, se volvió y la miró con rostro inexpresivo.

– ¿La paciente?

La cara de Brandt se animó como si una fotografía se transformara bruscamente en una película.

– La paciente falleció, enfermera. Paro cardíaco. No pudo soportar el shock. -Dio un paso hacia ella. -¿Usted colocó la pinza en la arteria femoral?

Anna titubeó antes de asentir.

– Sabe que eso no le compete. -Brand sonrió maquinalmente. – Sin embargo, hizo bien. La iniciativa siempre es loable. Tal vez le hubiera salvado la vida.

¡Si tú no la hubieras matado!, quiso gritar. Pero se contuvo. Lo vio dar media vuelta y cruzar la Appellplatz hacia su oficina.

Volvió al hospital. Greta limpiaba la sala de guardia. La manta empapada de sangre cubría la cara de la gitana. En la bandeja junto al cadáver estaban la jeringa y un frasco semivacío.

Lo tomó y leyó la etiqueta: FENOL.

Brandt había inyectado ácido carbólico en el músculo cardíaco de la mujer, provocándole una muerte sumamente dolorosa que se había prolongado durante uno o dos minutos. Era su método preferido de "eliminación", como solía decir él mismo.

– La asesinó -murmuró Anna.

Greta se enderezó y la miró como si estuviera loca.

– Somos enfermeras, ¿no?

Greta Müller apartó la mirada. Aparentemente se debatía entre la furia y la pena.

– No entiendo nada de política -dijo por fin-. Soy una chica del campo. El Führer dice que los judíos y los gitanos son una infección. Hay que eliminar la infección para salvar el organismo, o sea la nación. Comprendo ese principio. Muchos de los mejores médicos lo respaldan. Incluso Sauerbruch.

Anna meneó la cabeza con impotencia.

– Pero hay algo que no entiendo.

– ¿Qué es?

La enfermera alzó la manta y señaló la garganta mutilada.

– De todas maneras, habría muerto.

– ¿Qué quieres decir, Greta?

La enfermera se encogió de hombros y volvió a cubrir la cara del cadáver.

– A veces la vida nos obliga a hacer cosas penosas. Pero uno no tiene por qué disfrutarlo.


Sentada rígidamente en un rincón de la cuadra de judías, Rachel abrazaba a Jan y Hannah contra su pecho. En el otro extremo, Frau Hagan espiaba la Appellplatz a través de una grieta en la puerta. Las veteranas estaban convencidas de que habría represalias.

Rachel no conocía las represalias. En el breve tiempo que llevaba en el campo, no las había visto. Algunas mujeres murmuraban que ojalá los SS mataran a todos los gitanos, ya que era una de los suyos quien había atacado a Brandt. Qué locura. Enloquecidas por el miedo, esas buenas personas dirigían sus iras contra una mujer cuyo único crimen había sido tratar de hacerse justicia contra el asesino de su hijo. Si Brandt violara a Jan, Rachel reaccionaría de la misma manera y probablemente sufriría la misma suerte.

Rogó que la gitana estuviera muerta. ¡Destrozada por los perros! Se estremeció. No podía esperar más a que Schörner la mandara llamar para preguntar por qué no comía los alimentos que le enviaba. Quería convencerlo de que su ayuno se debía al miedo que sentía por la seguridad de sus hijos, y que se acostaría con él de buen grado a cambio de su protección…

Ya no podía esperar. En cualquier momento, Brandt podía llevarse a Jan en reemplazo del gitanito. Podía ordenar una selección y llevarse a los dos niños al pabellón de meningitis. No; tenía que ver a Schörner y negociar con él. Le daría lo que quisiera. Que Frau Hagan lo llamara colaboración: ella no tenía hijos que proteger. Rachel tenía una idea fija. El día que llegaran los ejércitos aliados -rusos o norteamericanos, le daba lo mismo-, encontrarían a Rachel Jansen en la puerta de Totenhausen con sus dos hijos en brazos.

Vivos.

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